El Balneario (25 page)

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Authors: Manuel Vázquez Montalbán

BOOK: El Balneario
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—Bailarín de claque.

No era broma y lo entendieron todos así mientras se repetían las tres palabras mentalmente, una y otra vez, en la imposibilidad de otorgárselas en propiedad a aquel corpachón manchego de nieto predilecto de Sancho Panza. Pero ante las silenciadas dudas, Tomás se levantó de un salto y buscó el espacio libre que quedaba entre los sillones para empezar un acompasado claque mirándose fijamente los zapatos que punteaban los suelos con la dejada perfección de un Fred Astaire singular. Y no contento con demostrar que sabía mover los pies en busca del alma de los suelos, Tomás saltó sobre un sofá y de allí a la mesita de centro, donde prosiguió el tembleque armonioso de sus piernas, esta vez más cerca del estilo burlesco de Donald O'Connor que del claque gimnástico de Gene Kelly o del danzarín payaso de Fred Astaire. Tomás bailaba arrebolado, sin mirar al pasmado público, eso no, siguiendo una secreta melodía que se cantaba por lo bajín, con la lengua semisalida de los labios, por el esfuerzo físico y por contener la canción lo suficiente, no fuera a escapársele. Y cuando se sintió dueño del salón y de la audiencia dio un salto de corsario y quedó a medio metro de la ventana abierta, por la que se precipitó en busca del espacio libre del jardín, donde correteó en torno de los árboles y las farolas buscando la identidad perfecta del bailarín de claque libre en la naturaleza libre. Se asomaron sus compatriotas a la ventana, pues no querían perderse ni un segundo en aquel arrebato de inspiración sobrehumana, y la que menos quería perdérselo era Amalia, que exclamaba con la regularidad requerida:

—¡Es genial! ¡Es genial!

Cumplidas las evoluciones por el bosque, cogidas por el talle las farolas y las palmeras, encaramado a todo promontorio que le permitiera posturas de ofrenda y rechazo, del sí pero no que implica la filosofía profunda del claque, el rostro obsesivo y algo bovino de Tomás se orientó hacia la ventana por la que acababa de salir y tomó carrera para ganarla de un salto limpio con las piernas abiertas que obligó a una precipitada retirada de los mirones, a tiempo de que Tomás se apoderara de la mesita de centro y terminara sobre ella un doble salto con tijeretas y un remate de zapateado más flamenco que neoyorquino hasta encontrar la postura final de estatua barroqueña sorprendida por el adiós de una música que él solo había escuchado.

Los aplausos le obligaron a saludar.

—Le va a dar algo —opinaba doña Sólita ante la enramada de venas indignadas e insurgentes que se revelaba en las sienes y en el cuello del joven quesero.

Y algo le habría dado si no le desabrochan la camisa, le reponen las aguas perdidas y le dejan un espacio abierto para que respire. Pero el triunfo ya estaba conseguido y los aplausos se reanudaron.

—Qué callado te lo tenías.

—Es que he ido a una academia.

—Pues bailas como un maestro.

A Carvalho le parecía haber acumulado en su propio cuerpo todos los calores que le sobraban a Tomás y saltó por la misma ventana en dirección al jardín. Primero pensó orillar la piscina bajo la luz de la luna llena y ganar el camino que llevaba a la puerta principal. Pero sus pasos no obedecieron las primeras intenciones y le encaminaron hacia la presencia del pabellón de los fangos, blanco de por sí, recubierto por el blanco lunar. Desde los escalones que llevaban a la puerta de entrada se hizo cargo de la perspectiva global de las instalaciones modernas y se puso en el lugar del viejo pabellón, hizo suyas sus consideraciones ante aquel despliegue de racionalismo y eficacia que sin embargo le había indultado de la piqueta. Carvalho subió los escalones y acarició la puerta de herrería historiada sobre gruesos cristales opacos. Bastó la presión acariciante de la yema de sus dedos para que la puerta cediera y le enseñara un fragmento de las negruras interiores del pabellón. Dio un paso atrás y pensó en acudir a la recepción para avisar del olvido, pero después asumió que podía no ser un olvido y que a pesar de la oscuridad interior alguien podría estar dentro a aquellas horas. La oscuridad era sólo un problema del zaguán de entrada, porque luego el lucernario cupular creaba una luminosidad lunar que embalsamaba de blancos lechosos y livianos las esculturas de las fuentes enmudecidas, la perspectiva de las naves vacías, con sus bancos de espera y sus cuartos para los enfangamientos, los aljibes donde las aguas mantenían la humedad de los barros contenidos en cubetas de madera. Cantaba el agua en algún rincón del pabellón y ese cantar ocultó algún tiempo otro ruido que poco a poco fue delimitando. Era el ruido de unos zapatos pisando suelos húmedos o algo encharcados. Por fin distinguió una silueta detrás de la fuente central presidida por un niño de piedra haciendo pipí; parecía caminar hacia la tapia que cegaba la nave invisible, la nave fuera de uso. Creyó reconocer al mayor de los Faber y retrocedió hacia la puerta de entrada. Desde allí esperó a que los ruidos se concretaran, tanto en el espacio como en el tiempo, pero en vez de eso desaparecieron y Carvalho volvió a su posición anterior. Ya no estaba a la vista el mayor de los Faber. Ningún ruido revelaba la menor presencia animada dentro del pabellón, salvo el goteo de algún agua recóndita. Carvalho recorrió las naves, los habitáculos a la espera de la humanidad reumática del día siguiente, los servicios, cuartos vestidores y cuartos almacenes de toallas. Ni rastro del mayor de los Faber.

Desanduvo lo andado y volvió al jardín. Dejó pasar un tiempo prudencial para dialogar consigo mismo y elegir la conducta menos desquiciada. Por fin consiguió el aplomo necesario y se encaminó hacia la recepción.

—No. No está el señor Molinas. Ha ido a Bolinches a despedir al señor subdirector general. Pero si quiere hablar con el señor Faber puede hacerlo.

—¿Con cuál de los dos?

—Con cualquiera de ellos dos. Están en el salón de video.

En efecto. Los dos estaban en el salón de video.

25

No soportó el mayor de los Faber la proyección de toda la película y salió del salón seguido de Carvalho. Procuró adelantársele el detective y luego se detuvo en seco, como sacudido por un retorno mental de algo olvidado, y se volvió para ver venir al propietario de El Balneario. Los zapatos de lona estaban oscuros por la humedad y los bordes de los pantalones habían estado hasta hacía poco empapados por el agua.

—Lo siento, señor Faber, pero no hemos tenido ocasión de hablar tranquilamente y creo que todo lo sucedido y el encargo que usted tuvo a bien hacerme requerirían una conversación.

—Estoy a su entera disposición.

—¿Le parece ahora mismo?

A la amabilidad excesiva normalmente dispensada a un cliente, Faber añadió la amabilidad a su juicio requerida por un profesional capaz de pagar las facturas de su clínica y con su mejor brazo abrió la perspectiva del pasillo para que Carvalho le precediera en la búsqueda de su despacho.

—Sólo puedo invitarle a agua.

Rió su propia broma bárbaramente deletreada en un castellano más parecido al alemán que oído alguno había escuchado. Era un hombre viejo pero fuerte, dotado de una excelente dentadura recompuesta que destacaba en un cutis arrugado pero atezado por los soles de las más elegantes pistas de tenis. Tal vez había sido Von Trotta quien le había enseñado un tenis elegante.

—¿Le ha sorprendido la doble personalidad de Von Trotta?

—Mucho. Pero no tanto como la de madame Fedorovna. Hemos trabajado juntos, y ahora, llevarme esta sorpresa…

—¿Conoció a la pareja aquí en España?

—No. Les conocí cuando montamos el primer balneario en Suiza. Madame Fedorovna era una experta en dietética, aunque de hecho en nuestra clínica siempre cumplió funciones más administrativas y de relaciones sociales. Fue ella la que nos relacionó con Von Trotta.

—¿Habla por usted y su hermano?

—Mi hermano no estaba entonces tan vinculado. Es más joven que yo. Hablo de Gastein y de mí. Gastein estuvo a mi lado desde el comienzo.

—¿Por qué decidieron instalarse en España?

—Hicimos un estudio climático que garantizase la máxima rentabilidad del establecimiento. Aquí en el valle del Sangre pueden garantizarse más de trescientos días de sol al año y hay un microclima subtropical debido a la protección de las montañas, a la humedad del río y a los vientos cálidos que llegan desde África. Para los regímenes que imponemos en Faber and Faber es fundamental que el cliente se encuentre a gusto, que el clima no se convierta en una obsesión, que sienta a gusto su piel en contacto con la naturaleza. Tuvimos noticia de la existencia de un viejo balneario de origen árabe, aunque la leyenda dice que su origen es más remoto, anterior incluso a la colonización romana, y vinimos para aquí. El balneario había permanecido cerrado desde la guerra civil hasta los años sesenta. Lo pusimos en funcionamiento después de construir las instalaciones modernas. Fue una inversión extraordinaria pero ya está amortizada.

—Von Trotta y madame Fedorovna eran accionistas.

—Sí. Pusieron algún dinero y capitalizaron trabajo. Era una fórmula muy utilizada en Suiza y Alemania después de la segunda guerra mundial.

—¿Cuándo supo que madame Fedorovna tenía una hermana y esa hermana era mistress Simpson?

—Cuando nos lo ha revelado el señor Fajardo. El pasado de madame Fedorovna era una incógnita. Jamás hablaba de él y yo le respeté ese voluntario silencio. El pasado de los rusos o los alemanes suele ser triste, salvo que hablemos de las generaciones más jóvenes. Los que vivieron la guerra y la posguerra no quieren recordar. ¿Pero acaso no les pasa lo mismo a los españoles?

—¿Qué explicación da usted a todo lo sucedido?

—Un ajuste de cuentas cuya intención se me escapa. Tal vez una historia antigua mal acabada. Un drama de familia. Quizá.

—¿Y Karl Frisch?

—Sí. Karl Frisch no encaja. Tal vez fuera contratado por una de las partes para actuar de exterminador y luego pagara él mismo las consecuencias. Fíjese, Karl Frisch asesina a mistress Simpson y Von Trotta. Luego alguien le mata a él y a madame Fedorovna.

—Sigue, pues, abierto el caso. El asesino de Karl Frisch sigue siendo el asesino que está actuando con una impunidad innegable.

—Sólo una ocupación militar del balneario podría impedirle actuar, pero ya han sufrido demasiado los clientes. Sólo faltaría que esto se convirtiera en una cárcel. Costará recuperar este negocio, señor Carvalho. Imagínese el desprestigio.

—¿Es usted médico?

—No. Mi padre lo era y creó un método vegetariano preventivo de la salud, el método Faber que luego desarrolló su principal discípulo, Gastein. El estudio de la dietética había sido el norte de la vida de mi padre y la causa de su salvación. Piense que había nacido débil, sietemesino y que durante toda su infancia vivió obsesionado porque una correcta alimentación le hiciera crecer y le creara una salud que la naturaleza le había negado. Ésa es la correcta expresión: creó su propia salud. Y de ahí vino su interés por la medicina y por una disposición empírica que iba más allá del empirismo condicionado de la medicina convencional. En sus investigaciones llegó a la conclusión de que sólo la alimentación vegetariana responde a las exigencias más sanas del soma y psique del hombre y aunque durante un tiempo fue incluso crudívoro, un recalcitrante crudívoro, con el tiempo se hizo más flexible. Piense usted que los estudios de mi padre ya eran conocidos a comienzos de siglo, y aunque la medicina oficial le consideraba poco menos que un curandero, él persistió con su fe y en unas durísimas condiciones de vida tiró adelante su proyecto científico.

—Malas condiciones de vida, pero consiguió montar esto.

—Ya casi al final. Con la ayuda de clientes devotos, adictos. Mi padre era un soñador y un profeta. Tenía una visión global de su terapia: alimentación sana, concepción integral del hombre con alma y cuerpo y una reconstrucción de una «terapia magna», una medicina naturista pero científica que pudiera dedicarse al servicio de la
vis medicatrix naturae
que hubiera asumido toda la ciencia médico-histórica y estuviera en condiciones de superarla. Piense usted que mi padre era respetado por los cerebros médicos más importantes de este siglo, Freud, Jung, Adler, Steckel, Prister, Semon… le respetaban porque en 1900, no olvide este dato, en 1900 mi padre había escrito: «Ninguna enfermedad es simplemente somática y ninguna simplemente psíquica. Siempre hay que considerar ambos aspectos.» La «era psicosomática» empezaría treinta años después de aquella observación-profecía de mi padre. Hoy día los textos de mi padre se estudian en todos los cursos de dietética que se dan en el mundo entero.

—Curioso que ni usted ni su hermano haya proseguido su obra de investigador.

—Mi hermano y yo hemos sido comerciantes de sus ideas. El era incapaz de comerciar con sus ideas. Fíjese usted en que inició sus investigaciones sobre la dieta vegetariana y el naturismo a comienzos de siglo y hasta casi treinta años después no se atrevió a divulgar sus descubrimientos al gran público: «Un médico no es un agitador», solía decir.

La puerta del despacho se había abierto lentamente y el otro Faber asomaba su cara sorprendida por el clima de entregada conversación creado entre su hermano y Carvalho.

—Quédate si quieres.

Quería quedarse, aunque siguió silencioso los coletazos del discurso de su hermano sobre su padre.

—Piense que la medicina clásica le declaró una guerra total. Se invirtieron los papeles. Los brujos eran ellos. Mi padre era el científico. Siendo yo un adolescente recuerdo que vino a visitarnos el doctor Noorden de Viena, una eminencia europea, mundial. Durante varios días estuvo en contacto con mi padre tratando de captar sus ideas y cuando se despidió le dijo en mi presencia: «Yo vine convencido de que usted era un sectario, un simplificador; pero me voy pensando que mis colegas se equivocan con usted. Usted tiene una concepción más vasta y equilibrada de la medicina. Le felicito.» Y le dio un apretón de manos en mi presencia. Mi padre estaba emocionado.

De no ser por el hieratismo total del rostro, Carvalho diría que los ojos del menor de los Faber reían, pero no en abstracto, se reían de su padre o de su hermano o del doctor Noorden de Viena. Se reían. Era más evidente aquella risa interior que la emoción filial retórica y sin duda repetida que su hermano mayor representaba con una exhibición mayestática de las raíces científicas y afectivas de su negocio.

—¿Y usted también opina que los crímenes de El Balneario son el resultado de un ajuste de cuentas?

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