El Balneario (33 page)

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Authors: Manuel Vázquez Montalbán

BOOK: El Balneario
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La llegada de la estrella principal y de su séquito fue acogida por una suficiente salva de aplausos, extremada cuando se quitó el albornoz y pudo comprobarse que llevaba un traje de baño de una pieza, escotado por detrás hasta el nacimiento de la ranura cular y por delante hasta el abismo interpectoral, en este caso poco tentador porque Julika Stiller estaba casi tan delgada como mistress Simpson. Es decir, el mismo traje de baño o en cualquier caso muy parecido al que llevaba la septuagenaria americana en el momento de emerger como cadáver pionero sobre las aguas de la piscina de El Balneario.

Se colocó una plañidera en cada esquina de la alberca y la señora Stiller se fue hacia el trampolín. Tanteó su flexibilidad, dio unos pasos hacia atrás y luego dos zancadas hacia adelante para tensarse en posición de firmes e iniciar el salto del ángel con los brazos abiertos y luego progresivamente cerrados hasta que el cuerpo tomó contacto con el agua como un cuchillo blando. Hubo algún que otro aplauso incontinente, según se dice surgido de entre las filas de las señoras españolas que catalogaban a la señora Stiller como una de las más elegantes de El Balneario. Entretuvo algo Julika Stiller la emergencia, pero al fin la realizó mereciendo un ¡oh! aliviado, pues más de uno y una pensó que donde cabían cuatro cadáveres cabían cinco, ignorantes la mayoría de que también el señor Faber había pasado a mejor vida. Y en éstas fue cuando Carvalho buscó con la mirada al hasta entonces inadvertido Dietrich Faber; no estaba entre el público. Ni en ninguna de las terrazas que dominaban el espectáculo. La inquietud por la no presencia del menor de los Faber le hizo acercarse a Gastein, que presenciaba la escena con un rostro impenetrable y los brazos protegiendo un secreto frío del cuerpo.

—¿Y el señor Faber?

—No lo he visto.

—No está aquí.

—¿Y qué?

No tuvo tiempo de juzgar si la pregunta de Gastein era de desafío o de hastiado cansancio, porque Julika Stiller estaba en la ultimación de su ejercicio. Había conseguido hacer el muerto horizontal, ayudándose con el continuado aleteo de sus manos, pero ahora se trataba de conseguir esa inclinada flotabilidad que sólo consiguen los mejores ahogados.

Horas y horas de entrenamiento dieron su fruto y Julika consiguió su propósito, al tiempo que la asamblea le dedicaba una prolongada ovación, y las plañideras lanzaban a las aguas de la piscina puñados de flores amarillas. Julika ofreció varias brazadas en distintos estilos y finalmente se dio un impulso para emerger medio cuerpo del agua con un brazo estirado y en la mano finalizada por dos dedos en señal de victoria. Más aplausos y una decisión colectiva de que la fiesta había terminado. Comentarios benévolos o entusiasmados y el común acuerdo de que lo que podía haber sido una intolerable parodia se había convertido en casi un homenaje.

—Yo me he emocionado —dijo doña Sólita con lágrimas en los ojos.

—Es que esta señora suiza es profesora de expresión corporal y lo ha hecho muy fino, muy alegórico, muy elegante.

—Elegante, ésa es la palabra.

Esa era la palabra que venía en ayuda de la capacidad de juzgar de la mujer del hombre del chandal, aquella noche vestido de smoking algo estrecho que siempre se metía en la maleta.

«Porque nunca se sabe.» Y también: «Porque cuando uno ha de ponerse elegante, pues se pone a tope. Ciento por ciento. A todas todas.»,

Carvalho se ponía junto a Gastein a la espera de que él recordara la ausencia de Faber. Pero Gastein permanecía ausente y no quería darse por convocado para una búsqueda, por lo que Carvalho marchó solo hacia la recepción y le preguntó a una bostezante recepcionista por el paradero de Dietrich. No lo había visto. Abrió la puerta del despacho privado de la dirección y allí no estaba. Tampoco en el de la dirección general. Ni en su habitación. Carvalho se iba ya corriendo hacia el jardín a meter urgencia y prevención en el espíritu cansado de Gastein cuando tuvo la inspiración de ir al salón de video y abrir la puerta de par en par de un manotazo. En la pantalla circulaban las imágenes de una película de los hermanos Marx,
Sopa de ganso
, y en la sala sólo había un espectador, que movió la cabeza contrariado cuando un receptáculo de luz le rompió su armoniosa soledad. Era Dietrich Faber. Pero cuando reconoció a Carvalho se echó a sonreír primero y luego a reír, para levantar un brazo y mostrar al intruso lo que tenía en una mano camuflado entre sus piernas de espectador solitario: un vaso lleno de whisky que tendió a Carvalho junto a la propuesta:

—¿Gusta?

La madre que te parió, pensó Carvalho en retirada. Si tu padre levantara la cabeza…

33

—Los triglicéridos casi equilibrados. La glucosa en su límite justo. El colesterol malo casi ha desaparecido. El bueno se porta bien. Lípidos a raya. Tensión correcta. ¡En fin! Sale usted como nuevo. Si pudiera mantenerse dentro de un régimen sensato, ni siquiera tendría que padecer por su hígado. Si no está visto para sentencia, el hígado se recupera. Es una víscera agradecida.

Es la naturalidad del médico. Una naturalidad fomentada a lo largo de casi cuarenta años de oficio, de interpretar el papel de brujo de una salud suprema, sólo al alcance de personas con capacidad de imaginar una medicina alternativa, una salud alternativa. Otra vida en ésta.

—Tendría que comer miserablemente hasta el fin de mis días.

—Viviría más días. Además no estoy de acuerdo en lo de comer miserablemente. Comen miserablemente los que no comen suficientemente y los que comen excesivamente. No olvide hacerse análisis de sangre con frecuencia y cotejarlos con estos resultados. Consulte no obstante con su médico de cabecera.

—No tengo.

—A su edad hay que tener médico de cabecera. Es el último consejo que le doy. Es posible que cuando pase todo lo que le anuncié ayer me traslade una temporada a Suiza. Me gusta más El Balneario, pero hay que dar tiempo al tiempo. Adiós, señor Carvalho. ¿Le ha pasado el informe a Faber?

—Sí.

—¿Qué le ha contestado?

—Nada. Me ha hecho llegar un talón y yo le he hecho llegar el mío. La diferencia es a su favor.

Gastein sólo levantó una mano, pero ni siquiera la vista de la ficha de su próximo cliente. Carvalho había amanecido impaciente. Tomó el último masaje subacuático y comentó con la masajista lo sucedido, recibiendo monosílabos y exclamaciones abstractas por toda respuesta. Para todos los pobladores de El Balneario, menos para cuatro o cinco, el señor Faber había vuelto a Suiza para un asunto urgente. La noche anterior ya había recibido una sopa sólida de patata y zanahoria y ahora, en el comedor de comensales normales, le ofrecían una infusión de achicoria, una rebanada de pan negro con queso fresco, dos ciruelas y una cucharada de centeno. Una comida de fugitivo del frente ruso en las novelas de Constantin Vigil Geoghiu. Pero era un desayuno lleno de cosas referentes a categorías alimentarias aceptadas por el paladar: queso, pan, fruta. Se acercaban pues de nuevo al estatuto de omnívoros y sentían en el cuerpo el vacío de los kilos perdidos y más allá el mundo, percibido como un objeto propicio.

Habitantes de una isla cultural cerrada aún más por los acontecimientos, se sentían compañeros de una experiencia inenarrable y se tuteaban y se intercambiaban tarjetas de visita con la ingenuidad de licenciados del servicio militar incapaces de imaginar la vida por delante por separado. El hombre del chandal seguía fiel a su atuendo.

—Es muy cómodo para conducir.

Y a sus prejuicios ideológicos convertidos en dubitativas miradas deslizantes sobre un ausente Sánchez Bolín que tomaba su desayuno humano con la tristeza que sólo podía sentir un gourmet ante aquel espectáculo. En cambio Villavicencio fue repartiendo apretones de manos y golpes sólidos en la espalda de los hombres, sin otra excepción que la de Sánchez Bolín, al que se limitó a darle la mano.

—Voy a recoger las cosas del cuarto de baño y estoy a su disposición —le avisó el escritor—. El traje me entra divinamente.

Carvalho sorbió lo que quedaba de la infusión de zanahoria y al retirar la taza de los labios vio cómo Gastein embarcaba un escaso equipaje en un coche deportivo biplaza, se despedía hacia las alturas de alguien que Carvalho no podía ver, se sentaba al volante, maniobraba con lentitud y partía en cambio acelerado, a juzgar por la estampida de los dos tubos de escape. Cerró los ojos Carvalho. Sin Gastein la historia había terminado y le urgía mucho más que antes dejar aquel convento de gordos, recorrer los mil kilómetros largos que le separaban de Barcelona, recuperar la vida detenida veinte días atrás, sus raíces o lo que fuera, su familia,
Biscuter
, Charo, Bromuro, Fuster, cada cual con su función dentro de una extraña carnada de solitarios. Si se portaba bien y seguía los consejos dietéticos del libro Faber-Gastein, viviría más días y en mejores condiciones.

—He venido a despedirme.

El joven quesero era consciente de que estaba más cerca de parecerse a Robert Redford que veinte días atrás y a su lado Amalia estaba orgullosa de sus dotes de cazadora.

—¿Usted también se va?

—No. Yo me quedo unos días más para completar la recuperación.

—Ya están llegando nuevos clientes, pero aún no autorizan a pasar a los periodistas. Me han dicho en la recepción que se han triplicado las peticiones de habitaciones.

El vasco quería llegar a tiempo a Córdoba para comerse en El Caballo Rojo un cordero a la miel de eucalipto.

—Después del cordero a la chilindrón, es el cordero más sabroso que se puede encontrar. Durante estos veinte días he hecho méritos más que suficientes para comer como un rey durante los trescientos cuarenta restantes.

No era ésta la filosofía dominante. Junto a las tarjetas de visita había intercambios de recetas mágicas que aseguraban la conservación de la línea adquirida, o la dirección de un homeópata extraordinario, francés, claro, al que le bastaba verte en pelota viva a tres o cuatro metros de distancia para adivinarte el metabolismo como si tuviera rayos equis en los ojos.

—Y si no puedes ir, pues le envías tu historia por teléfono y te manda unas fórmulas fetén, que te sientan como hechas a la medida.

Había cuerpos adictos a las medicinas experimentales, especialmente entre los catalanes, sometidos algunos de ellos a periódicas sangrías con ventosas de cristal para desintoxicarse y a pequeñas transfusiones de sangre tratada con ozono para aumentar la cantidad de oxígeno y favorecer el proceso metabólico.

—A veces me da no sé qué, cuando me noto la espalda llena como de sanguijuelas. Me parece cosa de vampiros, pero, mira, me siento bien, o al menos me lo creo yo y con eso basta…

Volvió a su habitación por última vez, recogió la maleta y el
necesaire
y la raqueta insuficiente con la que no había conseguido llegar al modelo de tenis elegante que le había sugerido el capitán de las SS Sigfried Keller. Fue hasta el coche inmovilizado casi durante tres semanas y al abrir el maletero le pareció disponer por primera vez de algo suyo y se sentó ante el volante para sentir la sensación de que se sentaba en algo que se parecía a su casa. Pero Sánchez Bolín se retrasaba y volvió a salir del coche para asomarse a la perspectiva del parque interior, la piscina, el pabellón de los fangos, los carteles con las consignas sanitarias.

Tu cuerpo te lo agradecerá.

No te aborrezcas a ti mismo. Cuida tu imagen.

Dios pone la vida. Tú has de aportar la salud.

Come para vivir, no vivas para comer.

Mastica incluso el agua.

Cada bocado debes masticarlo treinta y tres veces.

Tu cuerpo es tu mejor amigo.

La dieta: una moda para alargar la vida.

Lo que para otros puede ser una comida sana, para ti puede ser un veneno.

No hay dietas mágicas, pero tampoco hay píldoras mágicas.

Piensa como si estuvieras delgado y actúa como tal.

Dentro del frigorífico está tu peor enemigo.

Cuando comer es un vicio, deja de ser un placer.

La comida excesiva es una droga dura.

Paseaba los ojos por las letras como si tuviera prisa para detenerlos en lo que más le interesaba de aquel paisaje que suponía ver por última vez. El pabellón lucía su esplendor de arqueología, desconocedor de que le habían arrancado su más preciado secreto o quizá liberado de un anticuerpo que había falsificado su sentido exacto: el ser un monumento a la memoria inocente. De perfil, en la terraza superior del salón de los ayunos, Dietrich Faber contemplaba los límites de su reino con un vaso de zumo de frutas en una mano y la otra metida en un bolsillo del pantalón. Dejó caer de pronto la mirada en picado, como si se sintiera observado, y la depositó en la cabeza de Carvalho vuelta hacia él. Le ofreció un vaso silenciosamente y luego inclinó medio cuerpo para gritarle con voz de ventrílocuo ayudándose con una mano junto a la boca a manera de difusor:

—¿Qué tal, señor Carvalho? ¡Qué magnífico aspecto! ¿Le ha sentado bien la cura? Pero no debería preguntárselo porque su cara lo dice todo. Le voy a encender una vela para celebrar el triunfo contra sí mismo.

Luego recuperó la verticalidad, se terminó el contenido del vaso de un trago y se retiró de la barandilla, como el castellano se retira de la almena de su castillo después de haber oteado los límites del mundo conocido. Pero la llegada de Sánchez Bolín sin suficientes manos para cargar con todos sus libros, máquina de escribir, consigo mismo, le obligó a olvidarse de la aparición del muñeco parlante y ayudar al escritor a tomar momentánea posesión de su maletero.

—Así me gustaría viajar a mí. Una maleta y una raqueta de tenis. Pero no puedo. Los libros van ligados a mi vida. Conozco el caso de un antiguo dirigente comunista, muy escéptico incluso cuando era dirigente. Se llamaba Rancaño y llegó a ser director general de algo durante la guerra civil. Pues bien, en una de sus idas y venidas del exilio, acompañado de miles de libros y de muchos hijos, en Pekín tuvo que elegir entre embarcar a sus libros o a sus hijos. Y eligió los libros. No se pueden abandonar ni los libros ni los perros. Los hijos, sí. Alguien cuidará de ellos, y además los niños hablan. Vaya si hablan.

Se sentó Sánchez Bolín en el coche y esperó a que Carvalho aspirara la última bocanada de El Balneario.

—No lo mire tanto. Volverá. Es como un vicio. Una delegación de la voluntad. Lo que uno no es capaz de hacer por sí mismo durante un año viene a que las circunstancias se lo impongan durante veinte días.

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