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Authors: Italo Calvino

El barón rampante (26 page)

BOOK: El barón rampante
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Sir Osbert Castlefight y Salvatore de San Cataldo permanecieron ligados en la vida y en la muerte, y se dieron a una carrera de aventureros. Fueron vistos en las casas de juego de Venecia, en Gottingen en la facultad de teología, en San Petersburgo en la corte de Catalina II, después se perdieron sus rastros.

Cósimo durante mucho tiempo vagabundeó por los bosques, llorando, destrozado, rechazando la comida. Lloraba con grandes sollozos, como los recién nacidos, y los pájaros que en otros tiempos huían en bandadas al aproximarse aquel infalible cazador, ahora se le acercaban, en las cimas de los árboles cercanos, o le volaban sobre la cabeza, y los gorriones gritaban, trinaban los jilgueros, zureaba la tórtola, silbaba el tordo, gorjeaban el pinzón y el reyezuelo; y de sus altas madrigueras salían las ardillas, los lirones, los ratones de campo, y unían sus chillidos al coro, y así se movía mi hermano en medio de esta nube de llantos.

Después vino la época de la violencia destructora: cada árbol, comenzaba por la cima y, fuera una hoja fuera otra, rápidamente lo dejaba pelado como en invierno, incluso si no era de hoja caduca. Luego volvía a subir arriba y rompía todas las ramitas hasta que no dejaba más que los brazos más gruesos, volvía a subir otra vez, y con un cortaplumas empezaba a apartar la corteza, y se veían los árboles descortezados que descubrían lo blanco con estremecedor aire herido.

En toda esta ira no había ya resentimiento contra Viola, sino sólo remordimientos por haberla perdido, por no haber sabido mantenerla ligada a sí, por haberla herido con un injusto y estúpido orgullo. Porque, ahora lo comprendía, ella le había sido siempre fiel, y si arrastraba tras de sí a los otros dos hombres era para indicar que sólo consideraba a Cósimo digno de ser su único amante, y todas sus insatisfacciones y antojos no eran más que la manía insaciable de hacer crecer su enamoramiento no admitiendo que alcanzase una cumbre, y él, él, él, no había entendido nada de esto y la había exasperado hasta perderla.

Durante unas semanas permaneció en el bosque, solo como nunca había estado; no tenía ni siquiera a Óptimo Máximo, porque se lo había llevado Viola. Cuando mi hermano volvió a dejarse ver en Ombrosa, estaba cambiado. Ni siquiera yo podía hacerme ya ilusiones: esta vez Cósimo se había vuelto loco.

XXIV

Que Cósimo estaba loco, en Ombrosa se había dicho siempre, desde que a los doce años subió a los árboles negándose a descender. Pero después, como suele ocurrir, esta locura suya había sido aceptada por todos, y no hablo sólo de la idea fija de vivir allá arriba, sino de las distintas rarezas de su carácter, y nadie lo consideraba más que un original. Luego, en plena época de su amor por Viola, hubo aquellas manifestaciones en idiomas incomprensibles, especialmente aquella de la fiesta del patrón, que los más consideraron sacrílega, interpretando sus palabras como un grito herético, quizá en cartaginés, la lengua de los pelagianos, o una profesión de socinianismo, en polaco. A partir de entonces, empezó a correr la voz: «¡El barón ha enloquecido!», y los cuerdos añadían: «¿Cómo puede enloquecer alguien que ha estado loco siempre?»

En medio de estos juicios opuestos, Cósimo se había vuelto loco de verdad. Si antes iba completamente vestido con pieles, ahora empezó a adornarse la cabeza con plumas, como los aborígenes de América, plumas de upupa o verderol, de colores vivos, y además de en la cabeza las llevaba diseminadas por la ropa. Terminó por hacerse fraques cubiertos del todo de plumas, y por imitar los hábitos de varios pájaros, como el picamaderos, sacando de los troncos lombrices y larvas y alabándolos como gran riqueza.

Recitaba también apologías de los pájaros a la gente que se congregaba a oírlo y a mofarse bajo los árboles: y de cazador se convirtió en abogado de los plumíferos, y se proclamaba ora chamarón, ora lechuza, ora petirrojo, con oportunos camuflajes, y pronunciaba discursos de acusación contra los hombres, que no sabían reconocer en los pájaros a sus verdaderos amigos, discursos que eran, claro, de acusación a toda la sociedad humana, bajo forma de parábolas. También los pájaros se habían dado cuenta de este cambio de ideas, y se le acercaban, aunque debajo hubiese gente escuchándolo. Así podía ilustrar su disertación con ejemplos vivientes que señalaba en las ramas de alrededor.

Debido a esta virtud suya se habló mucho entre los cazadores de Ombrosa de utilizarlo como reclamo, pero nadie se atrevió nunca a disparar sobre los pájaros que se le posaban cerca. Porque el barón, incluso ahora que no estaba muy en su juicio, seguía imponiendo cierto respeto; se burlaban de él, sí, y a menudo tenía bajo sus árboles un cortejo de granujas y haraganes que le daban matraca, pero también era respetado, y se le escuchaba siempre con atención.

Sus árboles ahora estaban adornados con hojas escritas, e incluso con carteles con máximas de Séneca y Shaftesbury, y con objetos: mechones de plumas, cirios de iglesia, hoces, coronas, bustos de mujer, pistolas, balanzas, atados unos a otros con cierto orden. La gente de Ombrosa pasaba las horas tratando de adivinar qué querían decir aquellos jeroglíficos: los nobles, el Papa, la virtud, la guerra, y yo creo que a veces no tenían ningún significado, sino que servían sólo para aguzar el ingenio y para dar a entender que incluso las ideas más fuera de lo común podían ser las justas.

Cósimo se puso también a componer ciertos escritos, como
El canto del Mirlo, El Picamadero que llama, Los Diálogos de los Búhos,
y a distribuirlos públicamente. Es más, fue precisamente en este período de demencia cuando aprendió el arte de imprimir y empezó a publicar una especie de libelos o gacetas (entre ellos
La Gaceta de las Urracas
), luego todos unificados bajo el título:
El Monitor de los Bípedos.
Se había llevado a un nogal un tablón, un bastidor, una prensa de mano, una caja de caracteres, una damajuana de tinta, y se pasaba los días componiendo sus páginas y sacando copias. A veces, entre el bastidor y el papel iban a parar arañas, mariposas, y su huella quedaba impresa en la página; a veces un lirón saltaba sobre una hoja fresca de tinta y lo emborronaba todo a golpes de cola; a veces las ardillas cogían una letra del alfabeto y se la llevaban a su madriguera creyendo que era comestible, como sucedió con la letra Q, que por su forma redonda y pedunculada tomaron por un fruto, y Cósimo tuvo que comenzar ciertos artículos
Cuien y Cuienquiera.

Todo estaba muy bien, pero yo tenía la impresión de que en esa época mi hermano no sólo había enloquecido del todo, sino que se estaba volviendo algo imbécil, cosa más grave y dolorosa, porque la locura es una fuerza de la naturaleza, para bien o para mal, mientras que la bobería es una debilidad de la naturaleza, sin contrapartida.

En invierno, de hecho, pareció reducirse a una especie de letargo. Estaba colgado de un tronco en su saco forrado, con sólo la cabeza fuera, como en un nido, y ya era mucho si, en las horas más calurosas, daba cuatro saltos hasta llegar al aliso sobre el torrente Merdanzo para hacer sus necesidades. Se estaba en su saco leyendo (encendía, al oscurecer, una lamparilla de aceite), o farfullando para sí, o canturreando. Pero la mayor parte del tiempo lo pasaba durmiendo.

Para comer disponía de ciertas misteriosas provisiones propias, pero se dejaba ofrecer platos de potaje o de raviolis, cuando algún alma de Dios iba a llevárselos hasta arriba, con una escalera. En realidad, había nacido como una superstición entre la gente del pueblo, la de que llevarle una ofrenda al barón daba buena suerte; señal de que él o suscitaba temor o se hacía querer, y a mí me parece que lo segundo. El hecho de que el heredero del título baronal de Rondó se pusiera a vivir de pública limosna me pareció desconveniente; y sobre todo pensé en nuestro difunto padre, si lo hubiese sabido. Por lo que a mí respecta, hasta entonces no tenía que reprocharme nada, porque mi hermano había siempre despreciado las comodidades de la familia, y me había firmado un documento por el que, tras haberle abonado una pequeña renta (que se le iba casi toda en libros) no tenía ninguna otra obligación con él. Pero ahora, viéndolo incapaz de proporcionarse la comida, probé a hacer subir hasta él, por una escalera de mano, a uno de nuestros lacayos con librea y peluca blanca, con un cuarto de pavo y un vaso de borgoña en una bandeja. Creía que iba a rechazarlo, por una de sus misteriosas razones de principios, y en cambio aceptó en seguida de muy buen grado, y desde entonces, cada vez que nos acordábamos, le mandábamos al árbol una porción de nuestras comidas.

En fin, que era una mala decadencia. Por suerte hubo la invasión de los lobos, y Cósimo volvió a dar pruebas de sus mejores virtudes. Era un invierno gélido, la nieve había caído hasta en nuestros bosques. Manadas de lobos, expulsados por el hambre de los Alpes, bajaron a nuestras orillas. Algún leñador los encontró y trajo la noticia aterrado. Los ombrosenses, que en la época de las guardias contra los incendios habían aprendido a unirse en los momentos de peligro, empezaron a hacer turnos de centinela en torno a la ciudad, para impedir que se acercaran las fieras hambrientas. Pero ya nadie se atrevía a salir de la población, máxime de noche.

—¡Por desgracia el barón ya no es el que era! —se decía en Ombrosa.

Aquel invierno tan malo había tenido sus consecuencias sobre la salud de Cósimo. Se estaba allí colgado, acurrucado en su odre como un gusano en su capullo, con una gota en la nariz, un aspecto sordo e hinchado. Se dio la alarma de los lobos y la gente al pasar por allí decían:

—¡Ay, barón! Antes habrías sido tú el que nos hubiese montado la guardia desde tus árboles, y ahora somos nosotros los que te la montamos a ti.

Él permanecía con los ojos entornados, como si no entendiese o no le importase nada. En cambio, de pronto alzó la cabeza, sacó la nariz y dijo, ronco:

—Las ovejas. Para dar caza a los lobos. Hay que colocar ovejas en los árboles. Atadas.

La gente ya se agrupaba allí abajo para oír qué locuras inventaba y burlarse de él. Y en cambio él, resoplando y tosiendo, salió del saco y dijo:

—Os voy a enseñar dónde —y echó a andar por las ramas.

En algunos nogales o encinas, entre el bosque y los cultivos, en lugares escogidos con sumo cuidado, Cósimo quiso que llevasen ovejas o corderos y los ató él mismo a las ramas, vivos, balantes, pero de forma que no pudiesen caerse. Sobre cada uno de estos árboles escondió luego un fusil cargado. Él también se vistió de oveja: capucha, casaca, calzones, todo de rizado vello ovejuno. Y se puso a esperar la noche al raso en aquellos árboles. Todos creían que era la más gorda de sus locuras.

En cambio esa noche bajaron los lobos. Al sentir el olor de la oveja, al oír el balido y luego al verla allá arriba, toda la manada se detenía al pie del árbol, y aullaban, con hambrientas fauces abiertas al aire, y clavaban las patas en el tronco. Y entonces, brincando por las ramas, se acercaba Cósimo, y los lobos al ver aquella forma entre la oveja y el hombre que saltaba allá arriba como un pájaro quedaban embobados con la boca abierta. Hasta que «¡Pum! ¡Pum!», se ganaban dos balas en el cuello. Dos: porque un fusil Cósimo lo llevaba siempre consigo (y lo recargaba cada vez) y otro estaba allí a punto con la bala en el cañón, en cada árbol; así pues, cada vez eran dos los lobos que quedaban tendidos sobre la tierra helada. Eliminó así un gran número, y a cada disparo las manadas se ponían en fuga desorientadas, y los cazadores acudían a donde oían los aullidos y los disparos hacían el resto.

De esta caza a los lobos, después, Cósimo contaba episodios en muchas versiones distintas, y no sé decir cuál era la exacta. Por ejemplo:

—La batalla procedía de la mejor manera cuando, al dirigirme hacia el árbol de la última oveja, encontré tres lobos que habían conseguido trepar a las ramas y estaban acabando con ella. Medio ciego y aturdido por el resfriado como estaba, llegué casi hasta los morros de los lobos sin darme cuenta. Los lobos, al ver a esta otra oveja que caminaba por las ramas, se volvieron contra ella, abriendo de par en par las fauces aún rojas de sangre. Yo tenía el fusil descargado, porque después de tanto disparo me había quedado sin pólvora; y el fusil preparado en aquel árbol no podía alcanzarlo porque estaban los lobos. Estaba sobre una rama secundaria y un poco tierna, pero encima tenía, a mi alcance, una rama más robusta. Empecé a retroceder por mi rama, lentamente, alejándome del tronco. Un lobo, lentamente, me siguió. Pero yo con las manos me mantenía suspendido de la rama de arriba, y fingía mover los pies sobre aquella rama tierna; en realidad estaba colgado de la de arriba. El lobo, engañado, se confió y avanzó, y la rama se dobló bajo su peso, mientras yo de un salto me subí a la rama de encima. El lobo cayó con un apenas insinuado ladrido de perro, y al dar consigo en el suelo se rompió los huesos quedándose tieso.

—¿Y los otros dos lobos?

—... Los otros dos me estaban estudiando, inmóviles. Entonces, así de golpe, me quité la casaca y la capucha de piel de oveja y se los tiré. Uno de los dos lobos, al verse volar encima esta sombra blanca de cordero, trató de aferrarla con los dientes, pero como se esperaba un gran peso y se encontró en cambio con un despojo vacío, perdió el equilibrio, terminando también él por romperse patas y cuello en el suelo.

—Aún queda uno...

—... Aún queda uno, pero al haberme repentinamente aligerado de ropa tras sacarme la casaca, me vino uno de esos estornudos que hacen temblar el cielo. El lobo, ante aquel estruendo imprevisto y nuevo, tuvo tal sobresalto que cayó del árbol rompiéndose el pescuezo como los otros.

Así contaba mi hermano su noche de batalla. Lo cierto es que el frío que cogió, ya enfermizo como estaba, casi le fue fatal. Estuvo unos días entre la vida y la muerte, y fue curado a expensas del municipio de Ombrosa, en señal de agradecimiento. Tendido en una hamaca, estaba rodeado por un tropel de doctores que subían y bajaban por las escaleras de mano. Se llamó a consulta a los mejores médicos de la circunscripción, y unos le inyectaban lavativas, otros le hacían sangrar, otros le ponían cataplasmas, o compresas. Nadie hablaba ya del barón de Rondó como de un loco, sino como de uno de los mayores talentos y fenómenos del siglo.

Esto mientras estuvo enfermo. Cuando se curó, volvió a llamársele, por unos, sabio como antes, por otros, loco como siempre. El caso es que ya no hizo tantas cosas extrañas. Siguió imprimiendo un hebdomadario, que ya no se tituló
El Monitor de los Bípedos
sino
El Vertebrado Racional.

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