Authors: Italo Calvino
Cósimo mientras tanto había llegado justamente sobre sus cabezas, inmóvil, de pie sobre una horqueta.
—Ah, es mi hijo, sí, Cósimo, son niños, para darnos una sorpresa, ve, ha trepado hasta allá arriba...
—¿Es el mayor?
—Sí, sí, de los dos varones es el mayor, pero se llevan poco, sabe, son todavía dos niños, juegan...
—Pues se le da bien el andar así por las ramas. ¡Y con ese arsenal encima...!
—Eh, juegan... —y con un terrible esfuerzo de mala fe que lo hizo ponerse colorado—: ¿Qué haces ahí? ¿Eh? ¿Quieres bajar? ¡Ven a saludar al señor conde!
Cósimo se quitó el gorro de piel de gato, hizo una reverencia.
—Mis respetos, señor conde.
—¡Ja, ja, ja! —reía el conde—, ¡estupendo, estupendo! ¡Déjele quedarse arriba, déjele quedarse arriba, monsieur Arminio! ¡Muy bien el jovencito que va por los árboles! —Y se reía.
Y aquel estúpido del condesito:
—
C'est original, ça. C'est très original!
—no sabía repetir más que eso.
Cósimo se sentó allí en la horqueta. Nuestro padre cambió de tema, y hablaba y hablaba, tratando de distraer al conde. Pero el conde, de vez en cuando, alzaba los ojos y mi hermano estaba todavía allá arriba, sobre aquel árbol o sobre otro, limpiando el fusil, o untando con grasa las polainas, o poniéndose una pesada franela porque se acercaba la noche.
—¡Ah, pero mira! ¡Lo sabe hacer todo, allá arriba, el jovencito! ¡Ah, cómo me gusta! ¡Ah, lo contaré en la corte, en cuanto vaya! ¡Se lo contaré a mi hijo el obispo! ¡Se lo contaré a mi tía la princesa!
Mi padre estallaba. Además, tenía otra preocupación: ya no veía a su hija, y había desaparecido también el condesito.
Cósimo, que se había alejado en una de sus exploraciones, regresó jadeando.
—¡Le ha hecho entrar el hipo! ¡Le ha hecho entrar el hipo!
El conde se inquietó.
—Oh, qué desagradable. Mi hijo sufre mucho por el hipo. Ve, buen chico, ve a ver si se le pasa. Diles que vuelvan.
Cósimo se alejó, y después volvió, jadeando más aún que antes:
—Se persiguen. ¡Ella quiere meterle una lagartija viva bajo la camisa para que se le pase el hipo! ¡Él no quiere! —Y volvió a irse para verlos.
Así pasamos aquella velada en la villa, nada distinta a decir verdad de las demás, con Cósimo sobre los árboles, que participaba como a hurtadillas de nuestra vida, pero esta vez había huéspedes, y la fama del extraño comportamiento de mi hermano se difundía por las cortes de Europa, con vergüenza de nuestro padre. Vergüenza inmotivada, tanto es así que al conde de Estomac nuestra familia le produjo una impresión favorable, y de este modo ocurrió que nuestra hermana Battista se prometió con el condesito.
Los olivos, por sus contorsiones, son para Cósimo caminos cómodos y llanos, árboles pacientes y amigos, con su áspera corteza, para pasar por ellos y para detenerse en ellos, aun cuando las ramas gruesas sean pocas en cada árbol y no haya gran variedad de movimientos. En una higuera, por el contrario, teniendo cuidado de que soporte el peso, no se acaba nunca de dar vueltas; Cósimo está bajo el pabellón de las hojas, ve transparentarse el sol en medio de las nervaduras, los frutos verdes hincharse poco a poco, huele el látex que gotea por el cuello de los pedúnculos. La higuera se apodera de ti, te impregna con su humor gomoso, con los zumbidos de los abejorros; poco después a Cósimo le parecía estar convirtiéndose en higuera él mismo y, molesto, se marchaba. Sobre el duro serbal, o sobre la morera, se está bien; lástima que sean escasos. Lo mismo los nogales, que incluso a mí, y es mucho decir, a veces viendo a mi hermano perderse en un viejo nogal inmenso, como en un palacio de muchos pisos e innumerables habitaciones, me venían ganas de imitarlo, de estarme allá arriba; tanta es la fuerza y la certeza que pone ese árbol en ser árbol, la obstinación en ser pesado y duro, que se expresa hasta por sus hojas.
Cósimo se sentía a gusto entre las onduladas hojas de las encinas, y amaba su agrietada corteza, de la que cuando estaba distraído arrancaba pedacitos con los dedos, no por instinto de causar daño, sino como para ayudar al árbol en su largo esfuerzo por rehacerse. O también desescamaba la blanca corteza de los plátanos, descubriendo capas de viejo oro mohoso. Amaba también los troncos almohadillados como los del olmo, que en los nudos echa brotes tiernos y penachos de hojas dentadas y de sámaras de papel; pero es difícil moverse por él porque las ramas van hacia arriba, débiles y tupidas, y dejan poco paso. En los bosques, prefería hayas y encinas; porque en el pino las horcaduras, muy próximas, nada fuertes y todas llenas de agujas, no dejan sitio ni apoyo; y el castaño, entre las hojas espinosas, los erizos, la corteza, y las ramas altas, parece hecho aposta para mantenerlo a uno lejos.
Estas amistades y distinciones Cósimo las reconoció más tarde con el tiempo, poco a poco, o sea reconoció conocerlas; pero ya en aquellos primeros días empezaban a formar parte de él como instinto natural. El mundo ya era para él distinto, compuesto de estrechos y curvados puentes en el vacío, de nudos o escamas o arrugas que hacen escabrosas las cortezas, de luces cuyo verde varía según el toldo de hojas espesas o más escasas, temblorosas a la primera sacudida del aire en sus pedúnculos, o modas como velas con el curvarse del árbol. Mientras que el nuestro, de mundo, se achataba allá al fondo, y nosotros teníamos formas desproporcionadas y desde luego no entendíamos nada de lo que él sabía allá arriba, él que pasaba las noches escuchando cómo la madera llena con sus células los anillos que señalan los años en el interior de los troncos, y cómo los mohos aumentan su mancha con el cierzo, y con un estremecimiento los pájaros dormidos dentro del nido esconden la cabeza allí donde es más blanda la pluma del ala, y se despierta la oruga, y se abre el huevo del alcaudón. Hay un momento en que el silencio de la campiña se junta en la cavidad del oído como un polvillo de ruidos, un graznido, un castañeteo, un murmullo velocísimo entre la hierba, un chasquido en el agua, un pataleo entre tierra y piedras, y el chirrido de la cigarra por encima de todo. Los ruidos se atraen uno al otro, el oído llega a distinguir siempre unos nuevos, como a los dedos que deshacen un copo de lana cada hebra se descubre trenzada con hilos cada vez más sutiles e impalpables. Las ranas, mientras tanto, siguen con su croar, que queda al fondo y no altera el flujo de los sonidos, del mismo modo que la luz no varía con el continuo parpadeo de las estrellas. En cambio, cada vez que se levantaba o corría el viento, todos los ruidos cambiaban y eran nuevos. Sólo quedaba en la cavidad más profunda del oído la sombra de un bramido o un murmullo: era el mar.
Llegó el invierno, Cósimo se confeccionó una casaca de pieles. La cosió él mismo con trozos de pieles de varios animales cazados por él: liebres, zorros, martas y hurones. En la cabeza llevaba todavía el gorro de gato salvaje. Se cosió también unos calzones de piel de cabra con el fondillo y las rodilleras de cuero. En cuanto a los zapatos, comprendió finalmente que para los árboles lo mejor eran las zapatillas, y se hizo un par con no sé qué piel, quizá de tejón.
Así se defendía del frío. Hay que decir que en esa época por aquí los inviernos eran benignos, no con ese frío de ahora que, según dicen, lo ha sacado Napoleón de Rusia y lo ha traído detrás suyo. Pero incluso entonces pasar las noches de invierno al raso no era precisamente algo deseable.
Para la noche Cósimo había encontrado el sistema de los odres de piel; nada de tiendas o cabañas: un odre con el pelo hacia dentro, colgado de una rama. Se introducía dentro de él, desaparecía del todo y se dormía acurrucado como un niño. Si un ruido insólito cruzaba la noche, de la boca del saco salía el gorro de piel, el cañón del fusil, y luego él con los ojos muy abiertos. (Decían que los ojos se le habían vuelto luminosos en la oscuridad, como los de los gatos y los búhos: pero yo no lo advertí nunca.)
Por la mañana, en cambio, cuando cantaba el arrendajo, salían fuera del saco dos manos con los puños cerrados, éstos se alzaban y dos brazos se alargaban estirándose lentamente, y ese estirarse sacaba al exterior su cara bostezante, su busto con el fusil en bandolera y el frasco de la pólvora, sus piernas arqueadas (empezaban a torcérsele un poco, por la costumbre de estar y moverse siempre a gatas o en cuclillas). Las piernas aparecían, se desentumecían, y así, con un encogimiento de hombros, rascándose bajo la casaca de piel, despierto y fresco como una rosa, Cósimo comenzaba su jornada.
Iba a la fuente, porque tenía una fuente colgante, inventada por él, o mejor dicho, construida ayudando a la naturaleza. Había un riachuelo que en un lugar cortado a pico caía en forma de cascada, y allí cerca una encina alzaba sus altas ramas. Cósimo, con un trozo de corteza de álamo de un par de metros de largo, había construido una especie de canalón, que llevaba el agua desde la cascada a las ramas de la encina, y así podía beber y lavarse. Que se lavaba lo puedo asegurar, porque lo vi en distintas ocasiones; no mucho ni tampoco todos los días, pero se lavaba; incluso tenía jabón. Con el jabón, algunas veces, si le daba por ahí, hacía también la colada; para ello se había subido una tina a ese árbol. Luego tendía la ropa a secar en cuerdas de una rama a otra.
Todo lo hacía, pues, sobre los árboles. Hasta había encontrado el modo de asar los animales que cazaba, sin descender nunca. Hacía esto: prendía fuego a una piña con un eslabón y la tiraba al suelo, a un sitio adecuado para hogar (se lo había preparado yo, con unas piedras lisas), luego dejaba caer encima palitos y ramas, regulaba la llama con morillos atados a unos palos largos, de forma que llegasen al asador, colgado entre dos ramas. Todo eso exigía atención, ya que es fácil en los bosques provocar un incendio. Por esta razón este hogar estaba también bajo la encina, cerca de la cascada de la que se podía sacar, en caso de peligro, todo el agua que se quisiera.
Así, en parte comiendo de lo que cazaba, en parte intercambiándolo con los campesinos por fruta u hortalizas, se las arreglaba muy bien, incluso sin necesidad de que le pasaran nada de casa. Un día supimos que bebía leche fresca todas las mañanas; se había hecho amigo de una cabra, que iba a trepar a una horqueta de olivo, un sitio fácil, a dos palmos del suelo, o mejor, no es que trepase, subía con las patas de atrás, de suerte que él, bajando con un cubo hasta la horqueta, la ordeñaba. Lo mismo había acordado con una gallina, paduana, roja, excelente. Le había hecho un nido secreto, en la cavidad de un tronco, y un día sí y otro no encontraba allí un huevo, que sorbía tras haberlo agujereado con un alfiler.
Otro problema: sus necesidades. Al principio, aquí o allá, no se preocupaba, el mundo es grande, las hacía donde se le ocurría. Luego comprendió que no estaba bien. Entonces halló, a orillas del torrente Merdanzo, un aliso que sobresalía sobre el punto más propicio y apartado, con una horqueta en la que era posible sentarse cómodamente. El Merdanzo era un torrente oscuro, escondido entre las cañas, de curso rápido, y los pueblos vecinos vertían en él los desagües. De este modo, el joven Piovasco de Rondó vivía civilmente, respetando el decoro del prójimo y el suyo propio.
Pero un necesario complemento humano le faltaba, en su vida de cazador: un perro. Estaba yo, que me arrojaba por las malezas, entre los matorrales, para buscar el tordo, la agachadiza, la codorniz, caídos al encontrarse en medio del cielo con su disparo, o también los zorros cuando, tras una noche al acecho, detenía uno de larga cola, apenas salía del brezal. Pero sólo de vez en cuando podía escapar para reunirme con él en los bosques: las clases del abate, el estudio, el ayudar a misa, las comidas con mis padres me retenían; los cien deberes de la vida familiar a los que estaba sometido, porque en el fondo la frase que siempre oía repetir: «En una familia, con un rebelde ya es suficiente», no carecía de razón, y dejó su huella durante toda mi vida.
Cósimo iba pues de caza casi siempre solo, y para recobrar las piezas (cuando no ocurría el caso de la oropéndola que se quedaba con sus alas amarillas y tiesas colgadas de una rama), usaba una especie de utensilios de pesca: sedales con bramantes, ganchos o anzuelos, pero no siempre lo conseguía, y a veces una becada acababa cubierta de hormigas en el fondo de un zarzal.
He hablado hasta ahora de las tareas de los perros cobradores. Porque Cósimo entonces cazaba casi solamente al acecho, y se pasaba mañanas o noches encaramado en su rama, esperando que el tordo se posase en la punta de un árbol, o que la liebre apareciese en un claro del bosque. Si no, vagaba al azar, siguiendo el canto de los pájaros, o adivinando las pistas más probables de los animales de pelo. Y cuando oía el ladrido de los sabuesos tras la liebre o el zorro, sabía que tenía que alejarse de allí, porque aquélla no era bestia suya, sino de un cazador solitario y casual. Respetuoso como era con las normas, aun cuando desde sus infalibles puestos de vigía podía descubrir y apuntar al animal perseguido por los perros ajenos, nunca alzaba el fusil. Esperaba que por el sendero llegase el cazador jadeante, con el oído alerta y la mirada extraviada, y le indicaba hacia dónde había ido la bestia.
Un día vio correr un zorro: una ola roja en medio de la hierba verde, un bufido feroz, con bigotes erizados; atravesó el prado y desapareció en el brezal. Y detrás: «¡Uauauaaa!», los perros.
Llegaron al galope, midiendo la tierra con los hocicos; dos veces se encontraron sin olor de zorro en las narices y doblaron en ángulo recto.
Ya estaban lejos cuando con un gañido: «Ui, ui», hendió la hierba uno que llegaba a saltos, más de pez que de perro, una especie de delfín que nadaba asomando un hocico más agudo y unas orejas más colgantes que un podenco. Por detrás era un pez; parecía nadar agitando aletas, o bien patas de palmípedo, sin piernas y larguísimo. Salió al claro: era un pachón.
Sin duda se había unido al tropel de los sabuesos y se había quedado atrás, joven como era, o mejor, casi un cachorro todavía. El ruido de los sabuesos era ahora un «buaf» de despecho, porque habían perdido la pista y la compacta carrera se ramificaba en una red de búsquedas nasales en torno a un claro pelado, con demasiada impaciencia por encontrar el hilo de olor perdido para buscarlo bien, mientras el ímpetu se perdía y alguno ya aprovechaba para echar una meadita contra una piedra.
De este modo el pachón, jadeante, con su trote con el hocico alto injustificadamente triunfal, los alcanzó. Lanzaba, siempre injustificadamente, gañidos de astucia: «¡Uai!, ¡Uai!»