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Authors: Clayton Emery

Tags: #Fantástico, Aventuras

El bosque de los susurros (27 page)

BOOK: El bosque de los susurros
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Algo colosal se alzó sobre Gaviota, algo que hacía que el avatar acorazado pareciese un ratón en comparación, como si la luna hubiera venido a la tierra.

La cosa proyectaba su propia luz, que era tan fría y pálida como el fuego fatuo de los pantanos o el destello de los insectos luminosos. El leñador vio una cabeza del tamaño de una casa, unos ojos amarillos y saltones, y dientes como las lanzas de piedra de una caverna. La bestia era totalmente blanca, una masa gigantesca salpicada por hileras de bultos de un marrón grisáceo que desprendía aquella fantasmagórica claridad.

Gaviota comprendió que eran hongos. La bestia era un hongo gigante encima del que brotaban un millar de hongos más. Aquel hedor a moho era casi insoportable. Escamas tan grandes como platos se desprendieron de los hombros de la bestia y se desintegraron al chocar con el suelo, de la misma manera en que las setas arbóreas se desprendían de los abedules y caían al suelo durante el otoño.

Pero fueron los dientes los que entraron en contacto con el hechicero acorazado.

El guerrero sin cabeza se detuvo tan de repente como si hubiese chocado con una muralla. Las fauces del monstruo-hongo giraron hacia él, descendieron y mordieron. Dientes de piedra hicieron añicos la armadura rojo y plata, rompiéndola con un espantoso crujido.

Las mujeres cayeron al suelo mientras el avatar se debatía, y buscaron desesperadamente algo a lo que agarrarse para evitar desaparecer dentro de las fauces. La boca, tan grande como un pozo, se abrió todavía más y engulló la mitad del despojo blindado. Guantes de metal tiraron de aquellos labios repletos de bultos y protuberancias. Trozos de hongo blanco se desprendieron y llovieron sobre Gaviota y las bailarinas. Gaviota avanzó a rastras en un repentino acceso de fuerza y terror hasta que consiguió salir del camino que había estado siguiendo el avatar, y su cabeza chocó con Lirio y su hermana.

Y un instante después el avatar se había esfumado. Gaviota parpadeó. ¿Engullido? ¿O...?

No. Allí estaba el avatar, una pequeña nube de cenizas que se alejaba velozmente por el cielo.

El monstruoso hongo gigante dejó escapar un gruñido gutural. Ojos tan saltones como los de un pez giraron en las órbitas, buscando y acechando. La criatura era inmensa, tan alta como los árboles muertos y tan larga como un granero. El ser alzó un hinchado pie pulposo y avanzó tambaleándose hacia los carros. Hombres y mujeres aullaron.

Y entonces la bestia cambió de color.

Oleadas marrones surgieron del suelo y fueron subiendo a gran velocidad, volviéndose de color verde en la parte central del ser y convirtiéndose en azules cuando llegaron al final de su cuerpo. Aquella visión hizo que Gaviota se acordara de la túnica de Liante, con sus franjas ascendentes. El hongo monstruoso quedó bañado en una claridad multicolor durante unos segundos. Después se encogió sobre sí mismo, secándose y marchitándose hasta desaparecer en el suelo.

Sin dejar ningún rastro.

Gaviota logró sentarse en el suelo apoyándose con una mano. La hoguera lejana se había extinguido al no ser alimentada. Los jinetes negros habían desaparecido, al igual que los carros oscuros, los leones, el avatar, el humo, los esqueletos de trasgo y la pesadilla. Sólo quedaban los zombis esparcidos por el suelo y un muro de espadas, lastimosamente delgado.

La batalla había terminado.

Liante escrutó el horizonte desde el pescante del carro. El sol ya estaba asomando por entre los árboles calcinados hacia el este. Su cálida luz era bienvenida y reconfortante, pues revelaba el valeroso verdor que brotaba del suelo y la renovación de la esperanza.

—¡Le venceremos! —gritó el hechicero—. ¡Vamos a recogerlo todo y seguiremos adelante!

* * *

Pero el amanecer, y el regreso a la cordura y la normalidad, también reveló las consecuencias de la batalla: destrucción, heridas y ruina general.

La mayor parte del séquito de Liante sólo había dormido unas cuantas horas después de todo un día de excavación, y después había padecido toda una noche de combate. Estaban llenos de morados y golpes, sucios y medio desnudos, y tenían bolsas debajo de los ojos y la voz enronquecida. Gaviota no podía contar sus heridas: un arañazo triple en el hombro que necesitó la aguja del enfermero, un muslo de color rosado, costras en la frente, costillas doloridas, dedos magullados, y muchas más.

Pero tenían que reanudar la marcha. Liante no quiso confirmar sus sospechas, pero el cofre de maná podía atraer a todos los magos en muchos kilómetros a la redonda, tal como había especulado Morven.

Mientras Felda sazonaba cerveza y cortaba tocino para el desayuno, los guardias y Gaviota inspeccionaron el carro de los suministros. Había quedado totalmente inutilizado. Los ejes y las ruedas estaban rotos, el lado aplastado, y el varal donde se uncía a las recuas había quedado arrancado. Enderezaron el carro de los hombres, que se hallaba intacto, y lo colocaron al lado del otro. Después sacaron los petates y mantas de los guardias —soldados de fortuna, con muy pocas propiedades personales—, y lo colgaron todo fuera del carro. Los guardias tendrían que dormir al aire libre soportando el frío, la humedad y los mosquitos.

Después transfirieron en silencio los suministros al nuevo carro. Casi todos los utensilios de cocina estaban intactos, al ser de hierro, pero los platos, jarras y botellas había quedado hechos añicos, los barriles habían sufrido filtraciones y algunas salazones se habían echado a perder. En el nuevo carro había sitio suficiente, aunque los suministros quedaron amontonados en el suelo en vez de distribuidos en estantes y alacenas, y todo el mundo se temió que comerían raciones acortadas dentro de poco tiempo.

Todo fue bien hasta que Gaviota, agotado, se tambaleó y sus hombros chocaron con los de Kem. Todos los hombres dejaron caer al instante lo que estaban transportando y alargaron la mano hacia un cuchillo o, en el caso de Gaviota, hacia un látigo.

—¡Eres demasiado torpe para este trabajo, apaleador de estiércol! —gruñó Kem de la Cicatriz—. ¡Deja que los hombres terminen de hacerlo!

—No te he visto matar ningún dragón esta noche —rechinó Gaviota—. ¿Estabas protegiendo a las mujeres desde la retaguardia?

—¡Sácale las tripas, Kem! —gritó Chad el Guapo con toda la potencia de sus pulmones. Todos tenían los nervios tan tensos que estaban a punto de estallar—. ¡Yo puedo encargarme de los caballos! ¡Deja que su cuerpo sirva de alimento a los escarabajos!

Morven se removió nerviosamente.

—Tienes la lengua demasiado larga, Chad. Animas a los demás a pelear, ¿eh? Quizá te gustaría bailar un ratito conmigo...

Gaviota pensó que si alguien le atizaba un puñetazo probablemente se caería al suelo y no se levantaría durante mucho tiempo.

Un grito estridente surgido de la boca de Liante les interrumpió un instante después.

—¡No os pago para que os estéis cruzados de brazos y charléis! ¡Os descuento un día de sueldo a todos! ¡Toma nota, Knoton! ¡Y la próxima vez será una semana!

Nadie replicó. La generosa paga que recibían era lo único que los mantenía allí. Los hombres recogieron las herramientas y vituallas entre resoplidos y amenazas murmuradas.

—¡Ya arreglaremos cuentas más tarde, montón de estiércol! —siseó Kem.

—Hablas tanto que conseguirás matarme de aburrimiento, Kempleto Imbécil —replicó el leñador.

Gaviota arrojó su carga dentro del carro y se fue para contar a las recuas.

Sólo media docena de animales había regresado al campamento. El resto estaba disperso por el bosque. Gaviota necesitaba ayuda, y así se lo dijo al secretario. Knoton, que estaba intentando poner en orden sus papeles y su material de escritura, asintió.

—Llévate a Junco —dijo—. Nació en un rancho, y sabe montar. Y llévate también a Chad... Trabajó con caballos en las llanuras. Ah, y a la cantora... Sabe hacer de todo.

Así fue como Gaviota se encontró en compañía de Junco, la bailarina que siempre vestía de amarillo. Junco era alta y robusta, con piernas y brazos sólidos y las manos y los pies bastante grandes, pecas y la cabellera de un dorado rojizo, el mismo color de los cabellos de la cantora que se adornaba con cintas, Ranon Voz de los Espíritus. Chad, que procuró mostrarse educado mientras estaba bajo la mirada de Liante, accedió a ir hacia el sur del bosque en busca de los animales perdidos, mientras que Gaviota y Junco recorrerían el norte en los alrededores del cráter. Todo el mundo cabalgaría a pelo, pues no había sillas de montar. Utilizaron las largas bridas del carro como riendas, lo cual significaba una considerable cantidad de cuero amontonada sobre el cuello de las monturas. El dolor de su trasero y la quemazón de su hombro hacían que Gaviota se viera obligado a complementar las riendas improvisadas agarrándose a la crin del animal.

Con el bosque tan despejado, Gaviota no necesitó mucho tiempo para localizar dos mulas perdidas, un par de caballos que normalmente estaban uncidos juntos y dos monturas negras de caballería con relucientes arreos y sillas de montar negras, así como su hacha, que se encontraba cerca del borde del pozo allí donde la había lanzado contra el capitán de los jinetes negros. El leñador frunció el ceño al ver las manchas de óxido que el rocío había dejado en la hoja.

—¿Ése de ahí abajo es él? —preguntó Junco.

Su voz era un poco ronca y nada cultivada, y no había recibido ningún adiestramiento para el canto. Gaviota pensó que le recordaba a las chicas de las granjas de Risco Blanco, y —una punzada de dolor— a la perdida Primavera. Un robusto dedo señaló el cráter dentro del que yacía un cadáver negro.

—Sí. —Gaviota detuvo a los caballos negros—. Algo no tardará mucho tiempo en comérselo.

Junco bajó de la silla de montar moviéndose con una gracia fluida y ágil, aunque un poco estrepitosa.

—Entonces no necesitará lo que haya dentro de su bolsa —dijo.

Mientras Gaviota trabajaba, la joven fue bajando por la pendiente del cráter y saqueó el cadáver.

—¿Has encontrado algo? —le preguntó Gaviota cuando volvió.

—No gran cosa.

Junco se apartó los cabellos de la cara, pero su despreocupación resultaba un poco forzada. Gaviota se preguntó cuánto dinero habría llevado encima el capitán, aunque en realidad le daba igual. Tendría que haber bajado al cráter a echar un vistazo. Pero la guerra —y la recogida de botín entre las carroñas— todavía era algo nuevo para él.

—Toma, puedes quedarte esto.

Junco le ofreció un cuchillo envainado. Gaviota lo aceptó sintiendo una leve curiosidad, y un instante después se acordó. Era la hoja que se había inflamado la noche anterior. La empuñadura era de un color negro azabache, cuero negro envuelto en grueso alambre también negro. El pomo tenía forma de diamante, e iría muy bien para romper cráneos. Gaviota extrajo cautelosamente la larga hoja esperando que se incendiara, pero no ocurrió nada. El leñador se preguntó si el encantamiento habría estado unido a la fuerza vital del hombre. Después deslizó el cuchillo debajo de su cinturón con un encogimiento de hombros y le dio las gracias a Junco, aunque supuso que nunca se lo habría entregado de haber sabido que era un arma mágica.

—¿Amas a Lirio?

La repentina pregunta de Junco le pilló por sorpresa.

—¿Eh? —Gaviota la miró fijamente mientras volvía a montar—. ¿Amarla? Oh, no sé... Yo... Me gusta mucho...

Gaviota frunció el ceño. La verdad era que no tenía una idea muy clara de cuáles eran sus sentimientos. Lirio era una compañía muy agradable, y su presencia le reconfortaba. La joven sólo quería afecto, y se había aferrado a él. ¿Era eso amor? Cuando pensó que podía perder a Lirio, el leñador se había sentido dominado por el pánico. ¿Era eso amor?

Junco encogió sus grandes hombros, se agarró a la crin de la montura y subió su robusto trasero a la grupa.

—Ella te ama.

Gaviota agitó las riendas, repentinamente no muy seguro de qué debía hacer con ellas.

—Si tú lo dices...

Junco alzó hacia el cielo sus ojos ribeteados de rojo y puso en marcha a su yegua con un chasquido de la lengua. Después le hizo volver grupas expertamente para contornear el cráter.

Durante el trayecto de vuelta Gaviota desmontó, ató la recua de caballos a un árbol e inspeccionó la serpenteante hilera de lanzas de piedra que brotaba incongruentemente del suelo del bosque. De día no eran blancas, sino temblorosos arco iris de pálidos colores de la tierra: blanco, marrón, rojo, azul grisáceo... El leñador se preguntó en qué parte de los Dominios crecerían. Después meneó la cabeza y rompió la punta de una de las lanzas, un regalo para su hermana. A Mangas Verdes siempre le habían gustado los objetos extraños y bonitos.

Una vez en el campamento Gaviota entregó la lanza de piedra a Mangas Verdes, y fue recompensado con un trino de alegría.

En cuanto hubo contado los animales, el leñador se sintió mucho menos alegre que su hermana. Habían perdido cuatro bestias entre las que habían sido víctimas de los leones y las que habían huido. Gaviota había encontrado dos monturas de caballería sin silla, por lo que de hecho sólo habían perdido dos, pero la falta de un carro hacía que en realidad les sobrasen dos animales. Los guardias se mostraron complacidos, porque podrían montar en los caballos negros ensillados. Liante decidió emplear a un guardia en labores de exploración, pero también apostó a uno detrás para que se asegurase de que no eran seguidos.

Gaviota se sintió bastante menos complacido, pues el nuevo carro de los suministros tenía una recua mixta formada por dos caballos y dos mulas, lo cual siempre daba problemas. Las alturas y la zancada eran distintas, y los animales que fuesen delante siempre acabarían recibiendo mordiscos en las colas; pero su látigo para mulas podría acabar con aquellas malas costumbres.

Liante ardía en deseos de alejarse de allí, por lo que empujó, insultó, chilló y amenazó con despedirles a todos..., lo que Gaviota pensó era una amenaza bastante hueca mientras estuvieran en aquel lugar. Aun así, todo el mundo empezó a trabajar. Cargaron los carros, examinaron los alrededores en busca de cualquier cosa que pudieran haberse dejado olvidada —sólo encontraron el caballero muerto contra el que había disparado Morven—, e iniciaron el avance a través del bosque devastado. Dos horas después ya habían salido de la zona quemada y volvían a estar en un auténtico bosque. Hacia el mediodía los carros empezaron a ir más despacio cuando los conductores se quedaron dormidos en sus pescantes. Liante se ablandó un poco, y permitió que acamparan para la noche. Todo el mundo se quedó donde estaba y pasó la tarde durmiendo.

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