El bosque de los susurros (26 page)

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Authors: Clayton Emery

Tags: #Fantástico, Aventuras

BOOK: El bosque de los susurros
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No llegó muy lejos. El carro era la viva imagen de la confusión y el desorden. Amontonadas junto a una pared de lona había cajas, cuencos, cacharros de cocina, hogazas de pan, utensilios varios, mantas enrolladas y harina, cerveza, vino y mantequilla que se habían esparcido por el suelo. Instalada encima de todo aquel amasijo de objetos, con un chal tapándole la cabeza, había una Felda bastante sucia que mantenía firmemente abrazada a Mangas Verdes, con Stiggur acurrucado detrás de ellas. La hermana de Gaviota estaba llorando. El leñador pensó que una de las grandes ventajas de ser medio retrasada era que tenías muy pocas preocupaciones. Mangas Verdes estrujaba entre las manos un objeto gris, como una borla o un manojo de pelos de caballo, y el leñador se preguntó dónde lo habría encontrado.

La gorda cocinera le preguntó qué estaba ocurriendo, pero el leñador no le hizo ningún caso. Había venido para ver qué tal estaba su hermana y coger su hacha pequeña, que estaba guardada junto con sus sierras y unas cuantas herramientas más detrás de unas cuantas cajas; pero después de lo ocurrido tendría que descargar el carro entero para poder llegar hasta allí. Pidió alguna clase de arma a Felda y recibió un pesado atizador de acero y un cuchillo de carnicero que deslizó cuidadosamente debajo de su cinturón.

—Si hay alguna necesidad de salir, vendré a buscaros —les dijo después—. De lo contrario, quedaros dentro.

Nadie intentó discutir con él.

Gaviota salió del carro justo a tiempo de ver desaparecer los esqueletos de trasgo.

* * *

La humareda había empezado a pegarse al suelo y ya no era tan espesa, aunque había dejado un acre sabor a quemado en sus bocas y una irritación parecida a la quemadura del exceso de sol en sus rostros.

Los esqueletos de trasgo habían estado bailando y girando alrededor del hechicero de la armadura igual que gorriones delante de un cuervo, lanzando chillidos estridentes y agitando brazos delgados como ramas y, en general, se habían comportado como idiotas totalmente inútiles igual que hacían en vida. Gaviota no estaba muy seguro de si suponían una amenaza o no: ¿qué podían hacer salvo morderte? Además, una buena patada bastaría para dejarlos convertidos en un montoncito de huesos sueltos.

Uno a uno, los esqueletos ejecutaron una extraña especie de salto, giraron sobre sí mismos y se encogieron como una hoja que se arruga bajo el frío, para acabar saliendo despedidos hacia el cielo como partículas de polvo atrapadas por un remolino del desierto.

Un grito de triunfo y deleite brotó del carro de Liante. El hechicero, que llevaba las mangas subidas hasta el codo, se sacudió las manos mientras el último esqueleto se esfumaba tan deprisa como cenizas arrastradas por el vendaval.

—Uno invoca y el otro des invoca —comentó Morven—. Irán haciendo y deshaciendo hasta que uno haya conseguido imponerse al otro. Ah, si tuviera una centésima parte de la energía que desperdician estos hechiceros...

Y entonces incluso el lacónico marinero se calló, pues el hechicero de la armadura acababa de llegar al campamento. Al parecer Liante no podía «des invocarlo».

El guerrero-hechicero se detuvo a unos seis metros de los carros, y al quedarse inmóvil pareció hundirse todavía más en el suelo del bosque. «Debe de pesar tanto como un granero de piedra», pensó el leñador. Gaviota estudió al enemigo bajo la parpadeante luz de la pesadilla suspendida en el cielo y la hoguera del campamento, intentando encontrar alguna debilidad en él.

No parecía haber ninguna. El hechicero envuelto en una armadura de plata espectacularmente adornada medía dos metros de altura. El peto, las grebas e incluso las mangas habían sido esculpidas para seguir la forma de los músculos que había debajo de ellas. Rebordes rojizos o correas de refuerzo cruzaban la armadura en los puntos donde soportaba más tensión. Allí donde no había armadura se veía cota de malla, que envolvía la garganta, la ingle y las muñecas. Dos anchas alas erizadas de pinchos sobresalían de sus hombros, y había más pinchos sobresaliendo del dorso de sus guanteletes. Cuernos gemelos de plata terminados en puntas rojas se inclinaban hacia adelante surgiendo del yelmo curvado, y los ángulos del rostro estaban recubiertos de láminas rojas engastadas en circunvoluciones de plata. No había ni rastro de carne visible, ni siquiera en la parte inferior del rostro del hechicero. Era una visión fantástica e irreal, algo que ninguna pesadilla podía conjurar. La armadura parecía tan sólida e inconmovible como un muro de granito. Pero, al menos por lo que podía ver Gaviota, el guerrero no iba armado, y eso le daba un aspecto entre desequilibrado y falto de preparación.

Liante estaba inmóvil encima del pescante del carro. Gaviota se sorprendió: nadie podía enfrentarse en un combate cuerpo a cuerpo con aquella visión acorazada, pero Liante se limitó a cruzarse tranquilamente de brazos metiendo las manos dentro de las mangas. No mostró ningún miedo y, de hecho, fingió aburrimiento.

El guerrero alzó una mano y la cerró, y la luz del cielo se debilitó de repente. La pesadilla tembló y se retorció hasta quedar convertida en una hoja de fresno y se alejó velozmente hacia las alturas. Sólo la pequeña hoguera usada para cocinar daba un poco de claridad, pues el humo se había disipado. Y hacia el este, como vio Gaviota un instante después, relucían los primeros destellos de la falsa aurora. El duelo había consumido la mayor parte de la noche, y el peso de la falta de sueño, el combate y las heridas cayó súbitamente sobre el leñador como un yugo de piedra. Sus párpados empezaron a bajar a pesar de todos sus dolores y molestias, y Gaviota bostezó tan aparatosamente que le crujió la mandíbula.

Pero las palabras de Liante arrancaron rápidamente al leñador de su creciente sopor.

—¡Desperdiciáis vuestro tiempo y vuestro esfuerzo, mi señor hechicero! —gritó a través de la distancia que los separaba—. No robaréis lo que he venido a buscar, pues trabaja para mí.

—La magia no trabaja para nadie, sino que nosotros trabajamos para ella. —Curiosamente, la voz del guerrero no era un retumbar ahogado o un áspero trueno, sino que hablaba con el tono afable y tranquilo de un hombre de mediana edad. Gaviota se preguntó si el ser que había dentro realmente llenaba toda aquella gigantesca armadura—. Hasta que aprendas esa lección, no sabrás nada.

El guerrero añadió algo ininteligible en una extraña retahíla de gruñidos y gemidos.

La contestación que obtuvo fue un resoplido.

—No siento ningún deseo de discutir sobre taumaturgia antes del desayuno, y ciertamente no con un patán que abusa de mi hospitalidad destrozando mis carros. No obtendrás lo que has venido a buscar, así que bien podrías marcharte.

El guerrero volvió a gruñir, pero se calló cuando Liante alargó la mano hacia el interior del carro y cogió la caja de piedra rosada. Vista bajo esa tenue luz realmente parecía, tal como había dicho Kem, una masa de tripas de cerdo tensadas. Era como si fuese a pudrirse bajo el sol de la mañana.

El guerrero volvió a hablar, pero Liante alzó su mano libre y la extendió, y después cerró el puño.

El guerrero blindado se tambaleó al doblársele las rodillas. Después se irguió con una asombrosa exhibición de fuerza y agitó una mano cerrada, y fue recobrando el equilibrio poco a poco. Gaviota pensó que probablemente había bloqueado el hechizo de Liante —¿otra oleada de debilidad?— con un contra hechizo. Pero ¿quién sabía en realidad lo que hacían los hechiceros? Los mortales sólo podían mirar y asombrarse.

El leñador se preguntó qué ocurriría a continuación. Si el guerrero no podía resistir el poder del cofre de maná de Liante, ¿qué pasaría?

La madera crujió y se astilló. El carro de Liante gimió, se bamboleó y empezó a inclinarse hacia un lado, empujado desde abajo. Gaviota estiró el cuello intentando ver algo en la penumbra. Espadas blancas del suelo de la caverna se estaban multiplicando debajo del carro, y al ir subiendo lo empujaron haciendo que sus ruedas dejaran de estar en contacto con el suelo..., y siguieron creciendo y empujando.

Liante soltó una maldición y buscó algo a lo que agarrarse, debatiéndose desesperadamente para no soltar el cofre de maná.

El guerrero, que había recuperado sus fuerzas, interrumpió aquel ataque e inició otro.

El gigante de la armadura avanzó con largas zancadas hacia el carro de los suministros, agarró el eje y tiró de él arrastrando el carro hacia un lado. Felda gritó dentro del carro. Lirio chilló, Morven maldijo y Gaviota sopesó su atizador.

No era gran cosa para enfrentarse a un mago acorazado.

Oyó chillar a su hermana. Mangas Verdes por fin había descubierto el terror.

Gaviota salvó de un salto el varal del carro volcado, haciendo girar el delgado atizador en su mano izquierda.

—¡Lucha conmigo, demonio! —gritó..., y se lanzó a la carga.

* * *

Las cosas ocurrieron demasiado deprisa para que Gaviota pudiera percibirlas. Una parte de su ser le decía que no importaba. Debía proteger a su hermana y eso era suficiente, por lo que atacó.

El guerrero-hechicero estaba rompiendo la madera como si fuese un palito reseco, y ya había arrancado los ejes delanteros y el varal de las recuas de la estructura del carro. Una rueda de madera rebotó en su yelmo plateado. Una mano metálica arrancó tablones de un lado del carro. La lona se partió y quedó atrapada. Las astillas volaron en todas direcciones. Los gritos hicieron vibrar el aire.

Stiggur apareció por el agujero en el lado del carro, surgiendo de él como un pájaro carpintero, y arrojó una botella contra el yelmo del guerrero. La botella se hizo añicos, y Gaviota captó el olor del vinagre. El hechicero golpeó con una mano de metal que habría decapitado al muchacho, pero éste desapareció dentro de su refugio.

Para aquel entonces Gaviota ya había dado la vuelta y se encontraba detrás del hechicero. No vio ninguna rendija en la armadura de la espalda. ¿Y dónde infiernos estaba Liante con su saco de trucos mágicos?

El leñador se irguió y golpeó la parte de atrás de la rodilla del hechicero con el atizador. La cota de malla la protegía, y lo único que ocurrió fue que el atizador se dobló.

La única señal de que hubiera notado lo ocurrido que dio el hechicero fue lanzar un golpe hacia atrás con la palma de la mano, como si ahuyentara una mosca.

Gaviota extendió el brazo para proteger su cabeza, pero el guantelete le dio en el codo y casi se lo rompió. La mano de Gaviota chocó con su ya maltrecha frente, que volvió a sangrar. Se sentía como si hubiera sido aplastado por un árbol. El leñador se tambaleó y acabó cayendo sobre el blando suelo del bosque.

Y oyó gritos a través de una neblina de confusión.

Con la cabeza dándole vueltas, vio confusamente cómo un hechicero que giraba locamente agarraba a su hermana por la túnica y la sacaba a rastras del carro. El hechicero dejó inmovilizada a Mangas Verdes sujetándola por un brazo. Aquel contacto helado hizo que la muchacha chillase como una liebre atrapada.

Gaviota intentó sentarse en el suelo, pero sus músculos se negaban a responder. No conseguía encontrar sus manos o sus brazos, y era como si se los hubiesen arrancado. Quizá lo habían hecho. Intentó impulsarse con las piernas y sentarse, pero éstas sólo se agitaron en un leve temblor. El pánico se fue adueñando de Gaviota. Quizá tenía rota la espalda, como le había ocurrido a su padre.

Otro grito se unió al de Mangas Verdes. El hechicero movió una bota acorazada en una patada que dejó medio ladeado el carro, y después se inclinó por encima de él y agarró a Lirio por la cintura. La bailarina acababa de ser secuestrada por segunda vez en esa noche. Lirio tiró de la mano de metal hasta que le sangraron las uñas, pero no consiguió liberarse.

Morven el marinero alzó su ballesta y disparó desde tres metros de distancia. El pesado dardo con punta de acero se estrelló contra el yelmo del hechicero y rebotó, saliendo despedido y perdiéndose en la lejanía. Chad llegó corriendo y se llevó la ballesta al hombro, pero se detuvo: si un dardo no había surtido ningún resultado, seguramente otro tampoco serviría de nada. Aun así, era todo lo que tenían. Kem y Oles agitaron vacilantemente sus espadas. No veían ningún sitio para atacar. Junco, una de las bailarinas, llegó a la carrera con una antorcha, pero ella también se quedó inmóvil.

Gaviota meneó la cabeza y empezó a sentirse mareado. Vio a través de una neblina oscura cómo el guerrero se volvía hacia el campamento con sus dos cautivos, y oyó que Liante gritaba alguna orden mágica.

«Ya iba siendo hora», pensó el leñador.

La orden obtuvo resultados. El guerrero-hechicero se detuvo, empezó a girar sobre sus talones...

... y su yelmo estalló.

En un momento dado estaba allí y al siguiente su cabeza explotaba como si acabara de ser fulminada por el rayo. Trozos de metal caliente salieron disparados en todas direcciones. Un pequeño fragmento hirió a Mangas Verdes en la frente y la hizo sangrar. Lirio chilló cuando otro fragmento la golpeó en los senos. Gaviota oyó como un trozo de metal chocaba con el suelo cerca de él.

Lo único que quedaba del yelmo era un pedazo de cuello medio fundido. El guerrero dio otro paso, y aquella tira ennegrecida y retorcida se desprendió y crujió bajo sus pies cuando la pisó. Hilachas de cota de malla desgarrada quedaron colgando sobre el pecho rojo-y-plata.

Pero el hechicero acorazado siguió caminando.

Sin cabeza.

—¡Un avatar! —chilló Liante—. ¡Tramposo!

Gaviota se preguntó distraídamente qué era un avatar, pero no lo hizo durante mucho tiempo.

El titán —fantasma, espectro o lo que fuese— siguió avanzando hacia la hoguera lejana con su cautiva.

Gaviota, paralizado, se encontraba en su camino. Pero el gigante blindado no podía verle.

Un pie colosal se alzó por encima del leñador. Gaviota, con los ojos desorbitados, se acordó de que el gigante se había hundido en el suelo fangoso, por lo que debía de pesar tanto como un tiro de bueyes.

Y se disponía a dejar caer su pie sobre Gaviota, aplastándole igual que a una cucaracha.

Entonces el mundo entero se volvió de color blanco.

_____ 13 _____

Gaviota estaba indefenso y atrapado, contemplando una enorme bota de suela claveteada suspendida encima de él que se disponía a aplastarle...

... y un instante después el cielo se llenó de blancura, y el olor a rancio y humedad de los hongos envolvió al leñador.

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