Read El caballero del jubón amarillo Online
Authors: Arturo Pérez-Reverte
Tags: #Aventuras. Histórico.
—Así de guasón es el pájaro —remató el poeta.
Al llegar el coche a nuestra altura, Cózar reconoció a don Francisco y a mi amo; y el gran pícaro hizo una cortés reverencia en la que mi ojo, ya advertido en sutilezas cortesanas, entendió no poca zumba. Con estas finezas y mi parienta, decía el gesto, me pago jubón y sombrero; y con vuestra bolsa el desquite. O, dicho en versos de Quevedo:
Más cuerno es el que paga que el que cobra;
ergo, aquel que me paga es el cornudo,
lo que de mi mujer a mí me sobra.
En cuanto a la sonrisa y la mirada de la legítima del representante Cózar, directamente dirigidas al capitán, éstas eran elocuentes en otro orden de cosas: complicidad y promesa.
Hizo ademán de taparse con el manto, sin llegar a ello —lo que fue menos recato que si nada hiciera—, y vi que mi amo, Cózar reconoció a don Francisco y a mi amo discreto, se destocaba despacio y permanecía sombrero en mano hasta que el coche de los comediantes se alejó alameda abajo. Luego caló el fieltro, volvióse más allá y encontró la mirada llena de odio de don Gonzalo Moscatel; quien, con una mano puesta en el pomo de la espada, nos observaba desde el otro lado del paseo, mordiéndose las guías del bigote de pura cólera.
—Atiza —dijo don Francisco—. El que faltaba.
Estaba el carnicero de pie junto al estribo de un coche propio con más guarnición que un castillo de Flandes, dos mulas tordas en los arreos, cochero en el pescante y una joven sentada dentro, junto a la portezuela abierta en la que don Gonzalo Moscatel se apoyaba. La joven era una sobrina doncella y huérfana que con él vivía, y a la que reservaba casamiento con su amigo el procurador de tribunales Saturnino Apolo: hombre mediocre y vil donde los hubiera, que aparte los cohechos propios de su oficio —de ahí venía su amistad con el obligado de abastos— frecuentaba el mundillo literario y se las daba de poeta, sin serlo, pues sólo era diestro en sangrarles dinero a los autores de éxito, adulándolos y llevándoles el orinal, por decirlo de algún modo, a la manera de quienes sacan barato en el garito de las Musas. El tal Saturnino Apolo era uña y carne de Moscatel y se las daba de conocer bien el ambiente teatral, con lo que alentaba las esperanzas del carnicero respecto a María de Castro, sacándole las doblas mientras esperaba sacarle también a la sobrina y la dote correspondiente. Que tal era su pícara especialidad: vivir de la bolsa ajena, hasta el punto de que el mismo don Francisco de Quevedo, que como todo Madrid despreciaba a ese miserable, le había escrito un soneto famoso que terminaba:
Zurrapa de las musas, gran bellaco,
te importa más la bolsa que la lira,
y más que Apolo te emparenta Caco.
El caso es que la joven Moscatel era bonita moza, harto infame su pretendiente el procurador, y don Gonzalo, el tío, celoso en extremo de su honra. De suerte que todo aquello, sobrina, casamiento, los celos respecto al capitán Alatriste por el asunto de la Castro, la figura y talante desaforado del carnicero, habrían parecido elementos más propios de una comedia que de la vida real —Lope o Tirso llenaban los corrales con historias así— de no darse la circunstancia de que el teatro debía su éxito a reflejar lo que acontecía en la calle, y a su vez la gente de la calle imitaba lo que veía en los escenarios. De ese modo, en el pintoresco y apasionante teatro que fue mi siglo, los españoles nos adornábamos unas veces con aires de comedia, y otras con aires de tragedia.
—Seguro que ése —murmuró don Francisco— no pone reparos.
Alatriste, que miraba a Moscatel con los ojos entornados y el aire ausente, se volvió a medias hacia el poeta.
—¿Reparos a qué?
—Pardiez. A esfumarse cuando sepa que caza en coto real.
El capitán moduló un apunte de sonrisa y no hizo comentarios. Desde el otro lado de la alameda, luciendo capotillo francés, contramangas huecas, ligas del mismo color bermellón que la pluma del sombrero, tizona larguísima de mucha cazoleta y gavilanes, acartonado de gravedad y ridículo continente, el carnicero seguía fulminándonos con la mirada. Observé a la sobrina: recatada, morena de pelo, sentada entre vuelo de falda ahuecada por el guardapiés, mantilla sobre la cabeza y crucifijo de oro en la valona.
—Coincidirán conmigo —dijo una voz a nuestro lado— en que es muy linda.
Nos volvimos, sorprendidos. Lopito de Vega se nos había acercado por detrás y allí estaba, con los pulgares en la pretina donde llevaba la espada, el paño de la capa doblado sobre un brazo, el sombrero a lo soldado un poco inclinado atrás, sobre el vendaje que aún le envolvía la frente. Miraba con ojos lánguidos a la sobrina de Moscatel.
—No me diga vuestra merced —exclamó don Francisco— que ella es
ella
.
—Lo es.
Nos admiramos todos, y hasta el capitán Alatriste observó al hijo de Lope con atención.
—¿Y don Gonzalo Moscatel tolera el galanteo? —quiso saber don Francisco.
—Al contrario —el mozo torcía el bigotillo con amargura—. Dice que su honor es sagrado, etcétera. Y eso que medio Madrid sabe que con el abasto de carne robó lo que no está escrito, ¿verdad?
—Pues bueno. Con todo y eso, al señor Moscatel no se le cae el honor de la boca. Ya saben vuestras mercedes: los abuelos, las armas, la prosapia. La vieja copla.
—Pues para ser quien es y con ese apellido, el tal Moscatel se remonta lejos.
—A los godos, naturalmente. Como todo cristo.
—Ay, amigo mío —filosofó el otro—. Por desgracia, la España grotesca nunca muere.
—Pues alguien debería matarla, vive Dios. Oyendo a ese menguado se diría que vivimos en tiempos del Cid. Ha jurado despacharme si rondo la reja de la sobrina.
Don Francisco miró al hijo del Fénix con renovado interés —¿Y vuestra merced ronda, o no ronda?
—¿Tengo yo, señor de Quevedo, trazas de no rondar?
Y en pocas palabras Lopito nos completó la situación. No era un capricho, aclaró. Amaba sinceramente a Laura Moscatel, que ése era el nombre de la moza, y estaba dispuesto a casarse con ella apenas lograse el despacho de alférez que solicitaba. El problema era que, soldado de profesión e hijo de autor de comedias —aunque ordenado sacerdote, Lope de Vega padre tenía fama de mujeriego y ponía en entredicho la moralidad de la familia—, sus posibilidades de obtener el permiso de don Gonzalo eran remotas.
—¿Se ha intentado la empresa a fondo?
—De todos los modos posibles. Y nada. Se cierra de campiña.
—¿Y qué tal —preguntó Quevedo— si le metéis un palmo de acero al cagarruta del pretendiente, ese tal Apolo?
—No cambiaría nada. De no ser con él, Moscatel la comprometería con otro.
Don Francisco se ajustó los anteojos para ver mejor a la joven del carruaje, y luego observó al amartelado galán.
—¿De veras la pretendéis en serio?
—Por mi vida que sí —repuso el mozo, firme—. Pero cuando fui a pedir al señor Moscatel una conversación honorable, encontré en la calle a un par de bravos que había contratado para disuadirme.
El capitán Alatriste se volvía a escuchar, interesado; le sonaba aquella música. Quevedo enarcó las cejas con curiosidad. De rondas y estocadas él también sabía un rato.
—¿Y cómo anduvo el lance? —interrogó el poeta.
Lopito encogió los hombros con hidalga modestia.
—Razonable. De algo sirven la esgrima y la milicia. Además, los jaques no eran gran cosa. Metí mano, lo que no esperaban; tuve suerte y se fueron calcorreando. Pero don Gonzalo no quiso recibirme. Y cuando volví de noche a la reja, acompañado de un criado que además de guitarra llevaba rodela y estoque para andar parejos, resultó que ya sumaban cuatro.
—Hombre precavido, el carnicero.
—Vaya si lo es. Y con buena bolsa para pagarse las precauciones… A mi criado le rebanaron media nariz, al pobrete, y tras unas pocas cuchilladas tuvimos que tomar las de Villadiego.
Nos quedamos mirando los cuatro a Moscatel, muy picado de nuestras ojeadas y de ver en buena compaña a quienes desde dos ángulos tan diferentes batían sus murallas. Se retorció un poco más el fiero bigotazo de vencejo y anduvo unos pasos a diestra y siniestra, sobando la guarnición de la espada como si se contuviera de no venir a nosotros y hacernos pedazos. Al fin, iracundo, abrochó la cortinilla del carruaje para ocultarnos la vista de la sobrina, dio órdenes al criado del pescante mientras se acomodaba en el coche, subió el estribo y fue calle arriba haciéndose más lugar que un aceitero.
—Es como el perro del hortelano —apuntó Lopito, dolido—. Ni come, ni deja comer.
Amores difíciles. Meditaba yo sobre eso aquella misma noche, convencido de que todos lo eran, mientras aguardaba recostado en la tapia de la puerta de la Priora, mirando la oscuridad que se extendía más allá del puente del Parque hacia el camino de Aravaca, entre los árboles de las huertas próximas. La cercanía del arroyo de Leganitos y el río Manzanares refrescaban mucho. La capa que me cubría el cuerpo —y de paso mi daga terciada a los riñones y la espada corta de Juanes que llevaba al cinto— no bastaba para tenerme templado; pero tampoco quería moverme por no llamar la atención de alguna ronda, curioso o maleante de los que a tales horas se buscaban la vida en parajes solitarios como aquél. De modo que seguía allí, confundido pon las sombras de la tapia, junto al portillo del pasadizo qué, discurriendo entre el convento de la Encarnación, la plaza de la Priora y el picadero, comunicaba el ala norte el Alcázar Real con las afueras de la ciudad. Esperando.
Meditaba, repito, sobre los amores difíciles; que como dije son todos, o así me lo parecían entonces. Pensaba en el extraño designio de las mujeres, capaces de cautivar a los hombres y llevarlos hasta extremos donde van al parche del tambor, como dados, la hacienda, la honra, la libertad y la vida. Yo mismo, que no era un mozo lerdo, estaba allí en plena noche, cargado de hierro como un matamoros de la Heria, expuesto a un mal lance y sin saber qué diablos pretendía de mí el diablo, sólo porque una moza de ojos claros y cabellos rubios me había enviado dos líneas escuetas y garabateadas a toda prisa:
Si sois lo bastante hidalgo para escoltar a una dama
, etcétera. Eran buenas para lo suyo, todas ellas. Y hasta las más estúpidas salían capaces de aplicar el arte sin darse cuenta. Ningún astuto hombre de leyes, ningún memorialista, ningún pretendiente en Corte lo habría hecho mejor en materia de apelar a la bolsa, la vanidad, la hidalguía o la estupidez de los hombres. Armas de mujer. Sabio, vivido, lúcido, don Francisco de Quevedo llenaba hojas y hojas de versos sobre eso:
Y eres así a la espada parecida,
que matas más desnuda que vestida.
La campana de la Encarnación dio las ánimas, y al instante se le sumó, como un eco, el mismo toque procedente de San Agustín, cuyo chapitel se adivinaba recortado por la media luna entre las sombras de los tejados cercanos. Me persigné, y todavía sin extinguirse la última campanada oí chirriar el portillo del pasadizo. Contuve el aliento. Luego, con mucha cautela, desembaracé de la capa el puño de la espada, por si acaso, y volviéndome hacia el ruido tuve tiempo de ver la luz de una linterna que, antes de retirarse, iluminó desde dentro una silueta que salía con presteza, cerrando el portillo tras de sí. Aquello me desconcertó, pues la forma entrevista era de hombre, mozo, ágil, sin capa, vestido de negro y con el inconfundible relucir de un puñal en el cinto. No era lo que yo esperaba, ni de lejos. Así que hice lo único sensato que podía hacer a esas horas y en aquel sitio: ligero como una ardilla, metí mano a mi blanca y le apoyé la punta al recién llegado en el pecho —Si dais un paso más —susurré—, os clavo en la puerta.
Entonces oí reír a Angélica de Alquézar.
—Ya estamos cerca— dijo ella.
Caminábamos sin luz, guiándonos por la claridad lunar que recortaba sombras de tejados en el camino y proyectaba nuestras siluetas en el suelo sin empedrar, surcado de arroyuelos de fregaza e inmundicias. Hablábamos en susurros y nuestros pasos resonaban en las calles desiertas.
—¿Cerca de dónde? —pregunté.
—Cerca.
Habíamos dejado atrás el convento de la Encarnación y desembocábamos en la plazuela de Santo Domingo, presidida por la siniestra mole oscura del convento de los frailes del Santo Oficio. No había nadie junto a la fuente vieja, y los pequeños puestos de frutas y verduras estaban cerrados. Un farol medio apagado, puesto sobre una Virgen, señalaba a lo lejos la esquina de la calle de San Bernardo.
—¿Conocéis la taberna del Perro? —inquirió Angélica.
Me detuve, y tras unos pasos ella se detuvo también. La luna me permitía ver su traje de hombre, el jubón ajustado que no traicionaba formas de jovencita, el cabello rubio recogido bajo una gorra de fieltro. El destello metálico del puñal en su cintura.
—¿Por qué os paráis? —preguntó.
—Nunca imaginé que pudiera oír el nombre de esa taberna en vuestra boca.
—Hay demasiadas cosas que no imagináis, me temo. Pero tranquilizaos. No voy a pediros entrar allí.
Me tranquilicé un poco. Lo justo. El del Perro era un antro poco recomendable hasta para mí: putas, jaques, pícaros y gente de paso. Aquel cuartel, Santo Domingo y San Bernardo, no era lugar de mala nota sino habitado por gente respetable; pero el callejón donde estaba la taberna —un tramo angosto entre la calle de Tudescos y la de Silva— constituía una especie de pústula que las protestas de los vecinos no habían logrado eliminar.
—¿Conocéis la taberna, o no?
Respondí que sí, obviando detalles. Había estado alguna vez con el capitán Alatriste y con don Francisco de Quevedo, cuando al poeta se le espoleaba la chanfaina y buscaba material fresco para sus jácaras; amén de que el Perro, pues de tan ilustre apodo gozaba el dueño de la taberna, vendía bajo cuerda hipocrás: bebida famosa y cara cuyo consumo estaba prohibido por varias premáticas, pues para abaratarla se adulteraba con piedra alumbre, bascosidades y substancias nocivas para la salud. Pese a lo cual seguía consumiéndose de forma clandestina; y como toda prohibición hace ricos a los comerciantes que no la cumplen, el Perro vendía su matarratas a veinticinco maravedíes el cuartillo. Que ya era vender.
—¿Hay algún sitio desde el que se pueda vigilar la taberna?
Hice memoria. La calle era corta y oscura, con varios reparos que incluían una tapia derruida y un par de ángulos que la noche mantendría en sombras. El único problema, dije, sería que los sitios adecuados estuvieran ocupados por acechonas.