El caballero del jubón amarillo (11 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras. Histórico.

BOOK: El caballero del jubón amarillo
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—Sois un bobo —concluyó con muchísima dulzura.

Y me besó otra vez. O para ser exactos: nos besamos el uno al otro, no una sino muchas veces; y yo pasé un brazo por sus hombros y la acaricié con cautela, sin que ella mostrara oposición, primero el cuello y los hombros y después buscando con suavidad sus formas de jovencita, bajo el terciopelo del jubón. Ella reía quedo, en mis labios, acercándose y retirándose cuando el deseo me subía demasiado a la cabeza. Y juro a vuestras mercedes que, aunque entonces hubiera visto delante las llamas del infierno, habría seguido a Angélica sin vacilar, espada en mano, a donde quisiera arrastrarme consigo, dispuesto a defenderla a cuchilladas de los mismísimos brazos de Lucifer. A riesgo, o certeza, de mi condenación eterna.

De pronto se apartó de mí. Uno de los embozados había salido a la calle. Eché atrás la capa, incorporándome para ver mejor. El hombre estaba inmóvil como si vigilase o esperara. Estuvo así un rato y luego anduvo de un lado a otro, de modo que llegué a temer que nos descubriera. Al fin pareció dirigir su atención al extremo de la calle. Miré en esa dirección y vislumbré la silueta de alguien que se acercaba: sombrero, capa larga, espada. Venía por el centro, cual si desconfiara de las paredes en sombras. Así fue llegándose al embozado. Advertí que su paso se hacía más lento hasta que ambos estuvieron frente a frente. Algo en la forma de moverse del recién llegado me era familiar, sobre todo su manera de echar atrás la capa para desembarazar el puño de la espada. Me adelanté un poco, pegado a la columna del soportal, a fin de verlo mejor. Y a la luz de la luna reconocí, estupefacto, al capitán Alatriste.

El desconocido estaba en mitad de la calle, embozado casi hasta el ala del fieltro, y no parecía tener intención de moverse. De modo que Diego Alatriste se apartó el lado izquierdo de la capa, volviéndola sobre el hombro. El pomo de la toledana rozaba la palma de su mano cuando se detuvo ente al hombre que le cortaba el paso. De un vistazo plático estudió al fulano: tranquilo, callado. Si está solo, decidió, es temerario, del oficio, o lleva pistola. Quizá todo a la vez. Y a lo peor, concluyó mirando de soslayo, tiene gente cerca. La cuestión era si lo esperaba a él o a otro. Aunque, a tales horas y frente a esa casa, las dudas eran pocas. No se trataba de Gonzalo Moscatel. El carnicero era más corpulento y ancho; y en cualquier caso, no de los que resolvían sus asuntos en persona. Tal vez el embozado era un matarife ganándose el jornal. Pero muy bueno tenía que ser, pensó, si sabiendo quién era él acudía a despacharlo sin más ayuda.

—Ruego a vuestra merced —dijo el desconocido— que no pase adelante.

Sorprendía el tono. Educado y muy cortés, sofocado por el embozo.

—¿Y quién lo dice? —preguntó Alatriste.

—Uno que puede.

No era buen comienzo. El capitán se pasó dos dedos por el mostacho, y luego bajó la mano hasta apoyarla en la gruesa hebilla de bronce del cinto. Prolongar la parla parecía de más. La única cuestión era si el marrajo estaba solo o no. Echó otro vistazo disimulado a diestra y siniestra. Había algo muy raro en todo aquello.

—Al asunto —dijo sacando la espada.

El otro no hizo ni siquiera el gesto de abrir su capa. Se mantuvo quieto en el contraluz de la luna, mirando el acero desnudo que relucía suavemente.

—No quiero batirme con vos —dijo.

Apeaba el tratamiento. Del vuestra merced al vos. O era alguien que lo conocía bien, o estaba loco al provocar así.

—¿Y por qué no?

—Porque no me acomoda.

Alatriste alzó la espada y se la puso al otro ante el embozo.

—Meted mano —dijo— de una puta vez.

Al ver el acero tan cerca, el desconocido retrocedió un paso abriéndose la capa. El rostro seguía en sombra bajo el ala del chapeo, pero las armas quedaron a la vista: no llevaba una pistola al cinto, sino dos. Y el coleto tenía todo el aspecto de ser doble. Bravo de la carda o galán precavido, concluyó Alatriste, éste es cualquier cosa menos un cordero inocente. Y como roce la culata de una de esas pistolas, le meto un palmo de hierro en la garganta antes de que pueda decir Jesús.

—No voy a reñir contigo —dijo el otro.

Me lo pone fácil, decidió el capitán. Ahora, del voseo al tuteo. Me lo pone divino para ensartarlo, salvo que ese tono familiar que advierto en su voz tenga alguna justificación, y yo lo conozca lo bastante para que meter su hocico en mi vida y en mis noches no le cueste la piel. De cualquier modo se hace tarde. Acabemos.

Se encajó mejor el sombrero y soltó el fiador de la capa, dejándola caer. Luego avanzó un paso, luto para herir y pendiente de las pistolas del adversario, mientras con la zurda desenfundaba la daga vizcaína. Viéndose estrechado, el otro retrocedió un poco más.

—Maldita sea, Alatriste —masculló—. ¿Todavía no me reconoces?

El tono era irritado. También arrogante. Sin el embozo, el capitán creyó encarnar aquella voz. Dudó, y al hacerlo contuvo la estocada que le bailaba en la punta de los dedos.

—¿Señor conde?

—El mismo.

Un silencio largo. Guadalmedina en persona. Todavía con la espada y la daga empuñadas, Alatriste intentaba encajar la novedad.

—¿Y qué diablos —preguntó al fin— hace aquí vuestra excelencia?

—Evitar que te compliques la vida.

Otro silencio. Alatriste reflexionaba sobre lo que acababa de oír. Las advertencias de Quevedo y las señales evidentes encajaban de maravilla. Sangre de Dios. También era mala suerte: con lo grande que era el mundo, toparse con aquello. Y por si fuera poco, Guadalmedina de por medio. De tercero.

—Mi vida es cosa mía —replicó.

—Y de tus amigos.

—Veamos entonces por qué no debo pasar adelante.

—Eso no puedo contártelo.

Alatriste movió un poco la cabeza, pensativo, y luego miró su espada y su daga. Somos lo que somos, pensó. Obligados por nuestra reputación. Y no hay otra.

—Me esperan -dijo.

Álvaro de la Marca permaneció impasible. Era diestro con la espada, sabía de sobra el capitán: pie firme y mano rápida, con el valor frío, desdeñoso, de moda entre la nobleza española. Desde luego, no tan buen esgrimidor como él. Pero la noche y la suerte siempre dejaban algo a lo imprevisto. Además, llevaba dos pistolas.

—La plaza está ocupada —dijo Guadalmedina

—Prefiero comprobarlo yo.

—Antes tendrás que matarme. O dejar que te mate.

Había sonado sin jactancia ni amenaza: sólo como algo evidente. Inevitable. Un amigo confiándose en voz baja a otro amigo. También el conde era lo que era, con reputaciones propias y ajenas que sostener.

Alatriste repuso en el mismo tono:

—No me ponga vuestra excelencia en ese disgusto.

Y dio un paso adelante. El otro se mantuvo firme donde estaba, envainado el acero pero visibles las pistolas cruzadas al cinto. Que, por cierto, sabía usar. Alatriste lo había visto servirse de ellas pocos meses atrás, en Sevilla, despachando a bocajarro a un alguacil sin darle tiempo a pedir confesión.

—Sólo es una mujer —insistió Guadalmedina—. En Madrid las hay a cientos —su tono aún era amistoso, conciliador—… ¿Vas a arruinar tu vida por una comedianta?

El capitán tardó en responder.

—Quien sea ella —dijo al fin— es lo de menos.

Como si hubiera conocido de antemano la respuesta, el otro suspiró con desaliento. Después sacó la espada y se puso en guardia mientras arrimaba la zurda a la culata de una pistola. Entonces Alatriste levantó los aceros, resignado. Consciente de que con aquel gesto la tierra se abría bajo sus pies.

Cuando vi desenvainar al desconocido —de lejos no podía saber quién era, pese a que estaba al fin desembozado—, di un paso adelante; pero las manos de Angélica me retuvieron junto a la columna.

—No es asunto nuestro —susurró.

Me volví a mirarla como si se hubiera vuelto loca.

—Pero ¿qué decís? —exclamé—. Ése es el capitán Alatriste.

No pareció sorprendida en absoluto. La presión de sus manos se hizo más fuerte.

—¿Y queréis que sepa que espiamos?

Aquello me contuvo un poco. ¿Qué explicaciones iba a dar cuando el capitán preguntara por mi presencia allí, a tan menguada hora?

—Si salís, me delatáis —añadió Angélica—. Vuestro amigo Batiste es capaz de resolver sus propios asuntos.

Qué está pasando, me pregunté aturdido. Qué ocurre aquí, y qué tenemos que ver el capitán y yo con todo esto. Qué tiene que ver ella.

—Además, no podéis dejarme sola —dijo.

Se me nublaba el seso. Seguía aferrada a mi brazo, tan cercana que sentía su aliento en mi rostro. Yo estaba avergonzado de no acudir junto a mi amo; pero si abandonaba a Angélica, o la descubría, mi vergüenza iba a ser otra. Un golpe de calor me subió a la cabeza. Apoyé la frente en la piedra fría mientras devoraba con los ojos la escena de la calle. Pensaba en las pistolas que había visto en la pretina del embozado cuando salía de la taberna del Perro, y eso me inquietaba mucho. Ni la mejor esgrima del mundo tenía nada que hacer frente a una bala disparada a cuatro palmos.

—Tengo que dejaros —le dije a Angélica.

—Ni se os ocurra.

El tono había cambiado de la súplica a la advertencia, pero mis pensamientos estaban en lo que sucedía ante mis ojos: tras una pausa en la que ambos contendientes se miraron sin moverse, espada en mano, mi amo dio al fin un paso adelante y se trabaron de aceros. Entonces me zafé de las manos de Angélica, desenvainé mi espada y fui en socorro del capitán.

Diego Alatriste oyó los pasos que se acercaban a la carrera y se dijo que, después de todo, Guadalmedina no estaba solo; y que, aparte la pistola que Álvaro de la Marca ya tenía en la mano, las cosas iban a ponerse turbias de allí a nada. Así que madruguemos, decidió, o soy historia. Su adversario se reparaba con la espada, retrocediendo mientras echaba atrás el codo de la zurda con la pistola empuñada, buscando el momento de amartillar el perrillo para utilizarla. La operación, por suerte para Alatriste, requería ambas manos; de modo que el capitán tiró una cuchillada alta, de filos, a fin de tenerle ocupada la diestra, mientras meditaba la forma de herir y a ser posible no matar. Los pasos del otro que venía sonaban cerca; aquello exigía destreza, pues iba la piel al naipe. De manera que amagó con la daga, hizo ademán de retirarse para confiar a Guadalmedina, y cuando éste se creyó a tiempo de amartillar la pistola y bajó la mano de la espada para sujetar el cañón del arma, el capitán le largó una mojada al brazo que vino a dar con la pistola en tierra, e hizo al de la Marca irse atrás dando traspiés entre un pardiez y un voto a Cristo. Para mí que di en carne, pensó Alatriste, aunque el otro sólo maldecía y no se quejaba; por más que en hombres como ellos maldecir y quejarse fuera uno. En cualquier caso el tercero en discordia ya estaba allí, sombra a la carrera con un brillo acerado en la mano; y Alatriste comprendió que, todavía con la otra pistola al cinto, Guadalmedina era un riesgo mortal. Hay que terminar, resolvió. Ahora. El de la Marca también había oído los pasos que se acercaban; pero en vez de animarse pareció desconcertado. Miró atrás, perdiendo con ello un tiempo precioso. Y antes de que se rehiciera, aprovechando aquel instante y sin descuidar de soslayo al que venía, Alatriste calculó de una ojeada experta la distancia, tiró una finta baja, a la ingle, y cuando Guadalmedina, descompuesto, se cubría a la desesperada con el acero, alzó la punta del suyo, dispuesto a tirarse a fondo y herir, o matar, o lo que fuese.

—¡Capitán! —grité.

No quería que me atravesara en la oscuridad, sin conocerme. Vi que se quedaba a medias, la espada en alto, mirándome, y que su adversario hacía lo mismo. Levanté mi acero hacia este último, que al verse apretado por atrás se apartó a un lado, cubriéndose con evidente desconcierto.

—Por el amor de Dios, Alatriste —dijo—… ¿Cómo metes al chico en esto?

Me quedé de piedra al reconocer la voz. Bajé la temeraria, mirando de cerca al adversario de mi amo, cuyo rostro adiviné al fin a la luz de la luna.

—¿Qué haces aquí? —me preguntó el capitán.

El tono era seco, metálico como su espada. De pronto sentí un calor espantoso y la camisa se me pegó al cuerpo bajo el jubón, empapada de sudor. La noche daba vueltas dentro y fuera de mi cabeza.

—Creí… —balbucí.

—¿Qué carajos creíste?

Callé, confuso e incapaz de abrir más la boca. Guadalmedina nos observaba estupefacto. Se había puesto la espada bajo el brazo derecho y se apretaba el molledo del izquierdo, dolorido.

—Estás loco, Alatriste —dijo.

Vi que el capitán alzaba la mano de la daga sin mirarlo, como en demanda de tiempo para reflexionar. Bajo el ala ancha del chapeo, la claridad de sus ojos me perforaba como el acero.

—¿Qué haces aquí? —repitió.

El tono aún era de matar. Juro a vuestras mercedes que tuve miedo.

—Os he seguido —mentí.

—¿Por qué?

Tragué saliva. Imaginaba a Angélica escondida bajo el soportal, mirándome de lejos. O tal vez se había ido. Mi hilo de voz cobró un poco más de firmeza.

—Temí que tuvieseis un mal lance.

—Estáis locos los dos —apuntó Guadalmedina.

Su tono, sin embargo, parecía aliviado. Como si mi presencia diese una salida inesperada al episodio. Una solución honrosa donde antes no había otra que hacerse pedazos.

—Más nos vale a todos —añadió— ser razonables.

—¿Y qué entiende por eso vuestra excelencia? —quiso saber el capitán.

El otro miró hacia la casa, que permanecía silenciosa y a oscuras. Al cabo encogió los hombros.

—Dejemos esta noche las cosas como están.

Aquel
«esta noche»
era elocuente. Comprendí apenado que, para Guadalmedina, la casa de la calle de los Peligros o el motivo de la querella eran lo de menos. Diego Alatriste y él habían cambiado estocadas, y eso incluía ciertos compromisos. Rompía unas cosas y obligaba a otras. Llegados a ese extremo, el lance quedaba aplazado, pero no olvidado. Pese a la antigua amistad, Álvaro de la Marca era quien era, y su oponente no pasaba de simple soldado que, aparte la espada, no tenía bajo las botas ni tierra propia donde caerse muerto. Después de lo ocurrido, cualquier otro que se hallara en la posición del conde habría puesto al capitán al remo de una galera o con grilletes en una mazmorra. Eso, si lograba resistirse al impulso de hacerlo asesinar. Pero Álvaro de la Marca era de otra pasta. Quizá creía, como Alatriste, que una vez fuera verbos y aceros no es posible volverlos sin más a la vaina. Así que todo podría solventarse más adelante, con calma y en el lugar adecuado; donde ni uno ni otro tuvieran que cuidar más que de sí mismos.

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