El caballero inexistente (11 page)

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Authors: Italo Calvino

BOOK: El caballero inexistente
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—Tendré en cuenta vuestra experiencia, hermano, pero afrontaré la prueba —y Agilulfo espoleó, dio alcance a Gurdulú y la criada.

—No sé por qué tienen que estar siempre chismorreando, estos ermitaños —dijo la muchacha al caballero—. En ninguna otra clase de religiosos o de laicos se charla y se difama tanto.

—¿Hay muchos ermitaños por estas inmediaciones?

—Está lleno. Y siempre se añade alguno nuevo.

—No seré yo de ésos —dijo Agilulfo—. Apresurémonos.

—Oigo el gruñido de los osos —exclamó la doncella—. ¡Tengo miedo! Dejadme bajar y esconderme detrás de este seto.

Agilulfo irrumpe en el claro donde se alza el castillo. A su alrededor, todo está negro de osos. A la vista del caballo y del caballero, rechinan los dientes y se agolpan uno al lado del otro para cortarle el camino. Agilulfo carga volteando la lanza. Ensarta a alguno, a otros los aturde, a otros los magulla. Llega de improviso con su caballo Gurdulú y los persigue con el espiche. En diez minutos los que no han quedado tendidos cual si fueran alfombras, han ido a esconderse en los más profundos bosques.

Se abrió la puerta del castillo.

—Noble caballero, ¿podrá mi hospitalidad recompensaros de cuanto os debo?

En el umbral había aparecido Priscila, rodeada de sus damas y sirvientas. (Entre ellas estaba la joven que los había acompañado hasta allí; no se sabe cómo, pero ya estaba en casa y vestía no las ropas harapientas de antes, sino un bonito delantal limpio.)

Agilulfo, seguido por Gurdulú, hizo su entrada al castillo. La viuda Priscila no era muy alta, ni muy metida en carnes, pero iba bien acicalada, el pecho, aunque no muy grande, destacaba, y lo mismo los relampagueantes ojos negros; en fin, una mujer que tenía algo que decir. Estaba allí, delante de la blanca armadura de Agilulfo, complacida. El caballero se mostraba grave, pero era tímido.

—Caballero Agilulfo Emo Bertrandino de los Guildivernos —dijo Priscila—, ya conozco vuestro nombre y sé bien quién sois y quién no sois.

Ante aquel comunicado, Agilulfo, como liberado de un malestar, abandonó su timidez y asumió un aire suficiente. Con todo, se inclinó, puso una rodilla en tierra, dijo:

—Vuestro siervo —y se alzó de golpe.

—He oído hablar mucho de vos —dijo Priscila—, y desde hace tiempo era mi más ardiente deseo encontraros. ¿Qué milagro os ha traído a este camino tan apartado?

—Estoy de viaje para hallar, antes de que sea demasiado tarde —dijo Agilulfo—, una virginidad de hace quince años.

—Nunca supe de empresa caballeresca que tuviera una meta tan huidiza —dijo Priscila—. Pero si han pasado quince años, no tengo escrúpulos en haceros tardar una noche más, pidiéndoos que os quedéis como huésped de mi castillo. —Y se puso a su lado.

Las demás mujeres permanecieron todas con los ojos puestos en él, hasta que desapareció con la castellana por una sucesión de salas. Entonces se volvieron a Gurdulú.

—¡Oh, qué encanto de palafrenero! —dicen, batiendo palmas. Él se queda allí como un botarate, y se rasca—. ¡Lástima que tenga pulgas y apeste tanto! —dicen—. ¡Venga, rápido, lavémoslo! —Se lo llevan a sus habitaciones y lo desnudan de arriba abajo.

Priscila había conducido a Agilulfo hasta una mesa aparejada para dos personas.

—Conozco vuestra habitual templanza, caballero —le dijo—, pero no sé cómo comenzar a honraros si no es invitándoos a que os sentéis a esta mesa. Ciertamente —añadió maliciosa—, las muestras de gratitud que tengo la intención de ofreceros no terminan aquí.

Agilulfo dio las gracias, se sentó frente a la castellana, desmenuzó alguna miga de pan entre los dedos, estuvo unos momentos en silencio, se aclaró la voz, y echó a hablar de esto, lo otro y lo de más allá.

—Son realmente extrañas y azarosas, señora, las venturas que le tocan en suerte a un caballero andante. Éstas, por otra parte, pueden agruparse en varios tipos. Primero… —Y así conversa, afable, preciso, informado, a veces haciendo asomar una sospecha de excesiva meticulosidad, pero corregida en seguida por la volubilidad con que pasa a hablar de otra cosa, intercalando las frases serias con agudezas y bromas siempre de buena ley, dando sobre los hechos y las personas juicios ni demasiado favorables ni demasiado adversos, de tal forma que siempre los pueda hacer suyos la interlocutora, a la que ofrece la oportunidad de dar su opinión, animándola con preguntas amables.

—Oh, qué conversador más delicioso —dice Priscila, y se embelesa.

De repente, del mismo modo como había empezado a charlar, Agilulfo se hunde en el silencio.

—Es hora de que comiencen los cantos —dijo Priscila y batió palmas. Entraron en la sala las tañedoras de laúd. Una entonó la canción que dice: «El unicornio cogerá la rosa»; luego aquella otra:
«Jasmin, veuillez embellir le beau coussin.»

Agilulfo tiene palabras de aprecio para la música y las voces.

Un tropel de jovencitas entró danzando. Llevaban unas túnicas ligeras y guirnaldas entre los cabellos. Agilulfo acompañaba la danza golpeando rítmicamente con sus guantes de hierro sobre la mesa.

No menos festivas eran las danzas que se desarrollaban en otra ala del castillo, en las habitaciones de las damas del séquito. Semidesnudas, las jóvenes jugaban a la pelota y pretendían que Gurdulú participara en su juego. El escudero, vestido también él con una pequeña túnica que le habían prestado, en lugar de estar en su sitio y esperar que le lanzaran la pelota, corría tras ellas y trataba de adueñarse de ella por todos los medios, lanzándose pesadamente sobre una u otra doncella, y en estas refriegas a menudo lo asaltaba otra inspiración y se revolcaba con la mujer en uno de los blandos lechos que había tendidos por allí.

—Oh, pero ¿qué haces? ¡No, no, borrico! ¡Ay!, mirad lo que me hace, no, quiero jugar a la pelota, ¡ah, ah, ah!

Gurdulú ya no entendía nada. Entre el baño tibio que le habían hecho tomar, los perfumes y aquellas carnes blancas y rosas, ahora su único deseo era el de fundirse en la general fragancia.

—¡Ay, ay!, está de nuevo aquí, ¡huy, mi madre!, pero oye una cosa, ¡aaah!…

Las demás jugaban a la pelota como si nada ocurriese, bromeaban, reían, cantaban:
«Ola, ola, la luna in alto vola…»

La doncella que Gurdulú había arrastrado consigo, después de un último y largo grito volvía con sus compañeras, algo sofocada, algo aturdida, y riendo y batiendo palmas —«¡Venga, venga, aquí, a mí!»—, reanudaba el juego.

No pasaba mucho rato, y Gurdulú rodaba encima de otra.

—Fuera, quita, quita, pero qué pesado, qué impetuoso, no, me haces daño, pero oye… —y sucumbía.

Otras mujeres y jovencitas que no participaban en los juegos se sentaban en bancos y conversaban entre sí:

—… Y porque Filomena, sabéis, estaba celosa de Clara, pero en cambio… —y se sentía asida de la cintura por Gurdulú—. ¡Huy, qué susto!… en cambio, os decía, Viligelmo parece que andaba con Eufemia…, pero ¿adónde me llevas?… —Gurdulú se la había cargado al hombro—. ¿Lo habéis entendido? La otra boba, entretanto, con sus celos de costumbre… —la mujer seguía charlando y gesticulando, mientras colgaba del hombro de Gurdulú, y desaparecía.

No había pasado mucho tiempo y regresaba, desmelenada, con una hombrera arrancada, y se colocaba de nuevo allí, y en seguida:

—Es precisamente así, os digo, Filomena le hizo una escena a Clara y el otro en cambio…

De la sala de banquetes, mientras tanto, danzarinas y tañedoras ya se habían retirado. Agilulfo se entretuvo en detallar a la castellana las composiciones que los músicos del emperador Carlomagno ejecutaban más a menudo.

—El cielo se oscurece —observó Priscila.

—Es de noche, noche cerrada —admitió Agilulfo.

—La estancia que os he reservado…

—Gracias. Oíd el ruiseñor allá en el parque.

—La estancia que os he reservado… es la mía.

—Vuestra hospitalidad es exquisita… Es en aquella encina donde canta el ruiseñor. Acerquémonos a la ventana.

Se levantó, le tendió su férreo brazo, se aproximó al antepecho. El gorjeo de los ruiseñores le dio pie para una serie de referencias poéticas y mitológicas.

Pero Priscila cortó de golpe.

—Después de todo, el ruiseñor canta por amor. Y nosotros…

—¡Ah, el amor! —gritó Agilulfo con una alteración en la voz tan brusca que Priscila se asustó. Y de repente, se lanzó a una disertación sobre la pasión amorosa. Priscila estaba tiernamente acalorada; apoyándose en su brazo lo empujó a una estancia dominada por una gran cama con baldaquín.

—Entre los antiguos, siendo el amor considerado como un dios… —continuaba Agilulfo a toda mecha.

Priscila cerró la puerta con doble vuelta de llave, se acercó a él, inclinó la cabeza sobre la coraza y dijo:

—Tengo un poco de frío, la chimenea está apagada…

—La opinión de los antiguos —dijo Agilulfo—, sobre si es mejor amarse en estancias frías o bien calientes, es controvertida. Pero el consejo de los más…

—Oh, cuántas cosas sabéis sobre el amor…

—El consejo de los más, aun excluyendo los ambientes sofocantes, se inclina por una cierta tibieza natural…

—¿Debo llamar a las mujeres para que enciendan el fuego?

—Lo encenderé yo mismo.

Examinó la leña amontonada en la chimenea, alabó la llama de esta o aquella madera, enumeró las distintas maneras de encender fuegos al aire libre o en lugares cerrados. Un suspiro de Priscila lo interrumpió; como dándose cuenta de que estas nuevas disquisiciones estaban disipando la trepidación amorosa que se había ido creando, Agilulfo empezó rápidamente a adornar su disertación sobre los fuegos con referencias y comparaciones y alusiones al calor de los sentimientos y los sentidos.

Priscila ahora sonreía, con los ojos entornados, alargaba las manos hacia la llama que empezaba a chisporrotear y decía:

—Qué grata tibieza… cuán dulce debe ser saborearla bajo las mantas, acostados…

El tema de la cama sugirió a Agilulfo una serie de nuevas observaciones: según él, el difícil arte de hacer la cama es desconocido por las sirvientas de Francia y en los más nobles palacios no se encuentran más que sábanas mal remetidas.

—Oh, no, decidme, ¿también mi cama…? —preguntó la viuda.

—Sin duda que la vuestra es una cama de reina, superior a cualquier otra de todos los territorios imperiales, pero permitidme que mi deseo de veros rodeada sólo de cosas en cada uno de sus puntos dignas de vos me lleve a considerar con aprensión este pliegue…

—¡Oh, este pliegue! —gritó Priscila, asaltada ahora también ella por el afán de perfección que Agilulfo le comunicaba.

Deshicieron la cama capa por capa, descubriendo y recriminando pequeñas dobladuras, huecos, trozos demasiado tensos o demasiado flojos, y esta búsqueda ora se convertía en una congoja lancinante, ora en una ascensión a cielos cada vez más altos.

Una vez que revolvieron la cama hasta el jergón, Agilulfo empezó a rehacerla según las reglas. Era una operación trabajosa: nada debe hacerse al azar, y hay que emplear recursos secretos. Él los iba explicando extensamente a la viuda. Pero de vez en cuando había algo que lo dejaba insatisfecho, y entonces volvía a empezar de nuevo.

Proveniente de las otras alas del castillo resonó un grito, o mejor, un mugido o rebuzno, incontenible.

—¿Qué ha sido? —se sobresaltó Priscila.

—Nada, es la voz de mi escudero —dijo él.

A aquel grito se le añadían otros más agudos, como suspiros lacerados que subían a las estrellas.

—¿Y ahora qué pasa? —se preguntó Agilulfo.

—Oh, son las muchachas —dijo Priscila—, juegan… ya se sabe, la juventud.

Y continuaban arreglando la cama, prestando oídos de vez en cuando a los ruidos de la noche.

—Gurdulú grita…

—Qué alboroto, esas mujeres…

—El ruiseñor…

—Los grillos…

La cama ya estaba a punto, sin defectos. Agilulfo se volvió hacia la viuda. Estaba desnuda. Las ropas habían caído castamente al suelo.

—A las damas desnudas se les aconseja —declaró Agilulfo—, como la más sublime emoción de los sentidos, abrazarse a un guerrero con armadura.

—¡Estupendo: a mí me lo vas a enseñar! —dijo Priscila—. ¡No nací precisamente ayer!

Y al decir esto, dio un salto y se encaramó a Agilulfo, apretando piernas y brazos en torno a la coraza.

Probó, una tras otra, todas las maneras en que una armadura puede ser abrazada, luego, lánguidamente, entró en la cama.

Agilulfo se arrodilló a la cabecera.

—Los cabellos —dijo.

Priscila, al desnudarse, no había deshecho el alto peinado de su morena cabellera. Agilulfo empezó a explicar la importancia que tiene en el trastorno de los sentidos el pelo suelto.

—Probemos.

Con movimientos decididos y delicados de sus manos de hierro, le soltó el castillo de trenzas e hizo caer la cabellera sobre el pecho y los hombros.

—Sin embargo —agregó—, tiene ciertamente más malicia aquel que prefiere a la dama con el cuerpo desnudo, pero con la cabeza no sólo peinada completamente, sino incluso adornada con velos y diademas.

—¿Lo volvemos a probar?

—Seré yo quien os peine.

La peinó, y demostró su habilidad en tejer trenzas, en darles vueltas y fijarlas en la cabeza con alfileres. Luego preparó un fastuoso tocado de velos y collares. Así pasó una hora pero Priscila, cuando él le tendió el espejo, nunca se había visto tan bella. Lo invitó a acostarse a su lado.

—Dicen que Cleopatra cada noche —le dijo él— soñaba que tenía en la cama a un guerrero con armadura.

—No lo he probado nunca —confesó ella—. Todos se la quitan mucho antes.

—Pues bien, ahora lo probaréis.

Y lentamente, sin arrugar las sábanas, entró completamente armado en la cama y se mantuvo circunspecto como en un sepulcro.

—¿Y ni siquiera os desatáis la espada del tahalí?

—La pasión amorosa no conoce caminos intermedios.

Priscila cerró los ojos, extasiada. Agilulfo se alzó sobre un codo.

—El fuego echa humo. Me levanto para ver cómo es que la chimenea no tira.

En la ventana asomaba la luna. Regresando de la chimenea a la cama, Agilulfo se detuvo:

—Señora, vayamos a la escarpa a regalarnos con esta tardía luz lunar.

La envolvió en su manto. Enlazados, subieron a la torre. La luna plateaba el bosque. Cantaba el autillo. Alguna ventana del castillo estaba aún iluminada y de ella salían de cuando en cuando gritos o carcajadas o gemidos y el rebuzno del escudero.

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