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Authors: Italo Calvino

El caballero inexistente (12 page)

BOOK: El caballero inexistente
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—Toda la naturaleza es amor…

Regresaron a la estancia. La chimenea estaba casi apagada. Se agacharon para soplar las brasas. Al estar tan próximos, con las rosadas rodillas de Priscila que rozaban las metálicas rodilleras de él, nacía una nueva intimidad, más inocente.

Cuando Priscila volvió a acostarse, la ventana era ya acariciada por el primer claror.

—Nada transfigura tanto el rostro de una mujer como los primeros rayos del alba —dijo Agilulfo, pero a fin de que el rostro apareciese bajo la luz mejor se vio forzado a cambiar de sitio cama y baldaquín.

—¿Cómo estoy? —preguntó la viuda.

—Bellísima.

Priscila era feliz. Pero el sol subía rápido y para seguir sus rayos, Agilulfo tenía que cambiar de sitio continuamente la cama.

—Es la aurora —dijo. Su voz ya había cambiado—. Mi deber de caballero quiere que a esta hora me ponga en camino.

—¡Ya! —gimió Priscila—. ¡Precisamente ahora!

—Me duele, gentil dama, pero me obliga una misión más grave.

—Oh, era tan hermoso…

Agilulfo hincó la rodilla.

—Bendecidme, Priscila.

Se levanta, ya llama al escudero. Da vueltas por todo el castillo y finalmente lo descubre, agotado, muerto de sueño, en una especie de pocilga.

—¡Rápido, a caballo!

Pero tiene que cargarlo a pulso. El sol, continuando su ascensión, pinta las dos figuras a caballo sobre el oro de las hojas del bosque: el escudero como un saco en equilibrio, el caballero derecho y destacado como la sombra sutil de un chopo.

En torno a Priscila habían acudido damas y sirvientas.

—¿Cómo ha sido, ama, cómo ha sido?

—¡Oh, una cosa, si supierais! Un hombre, un hombre…

—Pero decidnos, contadnos, ¿cómo es?

—Un hombre… un hombre… Una noche, un continuo, un paraíso…

—Pero ¿qué ha hecho? ¿Qué ha hecho?

—¿Cómo puede explicarse? Oh, hermoso, hermoso…

—Pero aun siendo así, ¿eh? Y sin embargo… contad…

—Ahora no sabría cómo… Tantas cosas… Y vosotras, ¿con ese escudero…?

—¿Qué? Oh, nada, no sé, ¿tú quizá? ¡No: tú! Pues no, no me acuerdo…

—Pero ¿cómo? Se os oía, queridas…

—Pues, quién sabe, pobrecito, yo no me acuerdo, tampoco yo me acuerdo, quizá tú… ¡qué! ¿yo? Ama, habladnos de él, del caballero, ¿eh? ¿Cómo era, Agilulfo?

IX

Yo que escribo este libro siguiendo en papeles casi ilegibles una antigua crónica, me doy cuenta ahora de que he llenado páginas y páginas y estoy todavía al principio de mi historia; ahora comienza el verdadero desarrollo del caso, o sea, los azarosos viajes de Agilulfo y su escudero para hallar la prueba de la virginidad de Sofronia, los cuales se entrelazan con los de Bradamante perseguidora y perseguida, de Rambaldo enamorado y de Torrismundo en busca de los Caballeros del Grial. Pero este hilo, en lugar de correrme veloz entre los dedos, de pronto se afloja, o se enreda, y si pienso en todo lo que todavía tengo que poner en el papel —itinerarios, obstáculos, persecuciones, engaños, duelos, torneos—, me siento desfallecer. El hecho es que esta disciplina de escribiente de convento y la constante penitencia de buscar palabras y meditar la sustancia última de las cosas me han cambiado: aquello que el vulgo —y yo misma hasta ahora— tiene por máximo deleite, o sea, la trama de aventuras en que consiste toda novela caballeresca, ahora me parece una guarnición superflua, un frío adorno, la parte más ingrata de mi tarea.

Quisiera narrar corriendo, a toda prisa, historiar cada página con duelos y batallas como los que bastarían para un poema, pero si me paro y me pongo a releer advierto que la pluma no ha dejado signo alguno sobre la hoja y que las páginas están en blanco.

Para contar como quisiera, haría falta que esta página se erizase de rocas rojizas, se exfoliase en una arenilla espesa, guijarreña, y que creciese en ella una hirsuta vegetación de enebros. Por en medio, donde serpentea un sendero mal indicado, haría pasar a Agilulfo, erguido en la silla, lanza en ristre. Pero además de región rocosa esta página debería ser al mismo tiempo la cúpula del cielo achatada de aquí arriba, tan baja que en medio haya sitio solamente para un vuelo graznante de cuervos. Con la pluma tendría que conseguir grabar en la hoja, pero con ligereza, porque el prado debería figurar recorrido por el arrastrarse de una culebra invisible en la hierba, y el brezal atravesado por una liebre que ahora sale al claro, se detiene, olfatea a su alrededor con sus cortos bigotes, y ya ha desaparecido.

Todo se mueve por la lisa página sin que nada se vea, sin que nada cambie en su superficie, como en el fondo todo se mueve y nada cambia sobre la rugosa corteza del mundo, porque sólo existe una extensión de la misma materia, igual que la hoja donde escribo, una extensión que se contrae y se agruma en formas y consistencias distintas y en diferentes gradaciones de colores, pero que puede sin embargo imaginarse extendida sobre una superficie plana, incluso en sus aglomerados peludos o emplumados o nudosos como una concha de tortuga, y tal pelosidad o emplumamiento o nudosidad a veces parece que se mueva, o sea que hay cambios de relaciones entre las varias cualidades distribuidas por la extensión de materia uniforme de en torno, sin que nada sustancialmente se desplace. Podemos decir que el único que en realidad lleva a cabo un desplazamiento aquí en medio es Agilulfo, no digo su caballo, no digo su armadura, sino ese algo único, preocupado de sí, impaciente, que está viajando a caballo dentro de la armadura. A su alrededor las piñas caen de la rama, los riachuelos corren entre los guijarros, los peces nadan en los riachuelos, las orugas roen las hojas, las tortugas se afanan con el duro vientre al suelo, pero es solamente una ilusión de movimiento, un perpetuo ir y venir como el agua de las olas. Y en esta ola va y viene Gurdulú, prisionero de la superficie de las cosas, extendido también él en la misma pasta con las piñas, los peces, las orugas, las piedras, las hojas, mera excrecencia de la corteza del mundo.

¡Cuánto más difícil me resulta indicar en este papel la carrera de Bradamante, o la de Rambaldo, o del sombrío Torrismundo! Sería menester que hubiera sobre la superficie uniforme un levísimo afloramiento, como puede obtenerse rayando por debajo de la hoja con un alfiler, y este afloramiento, esta tensión, estuviera siempre, sin embargo, cargado y untado de la general pasta del mundo y precisamente allí estuviera el sentido y la belleza y el dolor, y el verdadero contraste y movimiento.

Pero ¿cómo puedo seguir adelante con la historia, si me pongo a majar así las páginas en blanco, a excavar dentro de ellas valles y quebradas, a hacer correr arrugas y rasguños, en donde leer las cabalgadas de los paladines? Mejor sería, para ayudarme a narrar, que me dibujara un mapa de los lugares, con el dulce país de Francia, y la fiera Bretaña, y el canal de Inglaterra colmado de negras olas, y allá arriba la alta Escocia, y aquí abajo los ásperos Pirineos, y la España todavía en manos infieles, y el África madre de serpientes. Luego, con flechas y con pequeñas cruces y con números podría marcar el camino de este o aquel héroe. Y ya puedo con una línea rápida, a pesar de algunas vueltas, hacer arribar a Agilulfo a Inglaterra y dirigirlo hacia el monasterio donde desde hace quince años está retirada Sofronia.

Llega, y el monasterio es un montón de ruinas.

—Llegáis demasiado tarde, noble caballero —dice un viejo—, todavía estos valles resuenan con los gritos de aquellas desventuradas. Una flota de piratas moriscos, desembarcada en estas costas, saqueó no hace mucho el convento, se llevó como esclavas a todas las religiosas y pegó fuego a los muros.

—¿Se las llevó? ¿Adónde?

—Como esclavas para venderlas en Marruecos, señor mío.

—¿Había entre esas hermanas una que en el siglo era hija del rey de Escocia, Sofronia?

—¡Ah, queréis decir sor Palmira! ¿Que si estaba aquí? ¡En seguida se la cargaron al hombro, aquellos truhanes! Aunque ya no era una jovencita, todavía estaba de buen ver. La recuerdo como si fuera ahora, gritando cuando la agarraron aquellos con su mal aspecto.

—¿Estabais presente durante el saqueo?

—Qué queréis, los del pueblo, ya se sabe, estamos siempre en la calle.

—¿Y no las auxiliasteis?

—¿A quién? Bueno, señor mío, qué queréis, así de pronto… no teníamos jefes, ni experiencia… Entre hacer algo y hacerlo mal pensamos que era mejor no hacer nada.

—Y, decidme, esta Sofronia, en el convento, ¿llevaba una vida piadosa?

—En estos tiempos hay monjas de todas clases, pero sor Palmira era la más piadosa y casta de todo el obispado.

—Pronto, Gurdulú, vayamos al puerto y embarquémonos para Marruecos.

Todo esto que ahora señalo con pequeñas rayas onduladas es el mar, mejor dicho, el océano. Ahora dibujo la nave en la que Agilulfo realiza su viaje, y más acá dibujo una enorme ballena, con un cartel y la inscripción «Mar Océano». Esta flecha indica el recorrido de la nave. Puedo hacer también otra flecha que indique el recorrido de la ballena; mira: se encuentran. En este punto del océano, pues, se producirá el encuentro de la ballena con la nave, y como he dibujado más grande a la ballena, la nave llevará las de perder. Dibujo ahora muchas flechas cruzándose en todas direcciones para indicar que en este punto entre la ballena y la nave se desarrolla una encarnizada batalla. Agilulfo combate como es habitual en él y clava su lanza en un costado del cetáceo. Un chorro nauseabundo de aceite de ballena lo arrolla, que yo represento con estas líneas divergentes. Gurdulú salta sobre la ballena y se olvida de la nave. De un coletazo, la nave se vuelca. Agilulfo, con la armadura de hierro, no puede más que irse a pique. Antes de que las olas lo sumerjan del todo, grita al escudero:

—¡Ya nos encontraremos en Marruecos! ¡Yo voy a pie!

En efecto, descendiendo hasta una profundidad de millas y millas, Agilulfo cae de pie sobre la arena del fondo del mar y empieza a caminar con paso ligero. Se encuentra a menudo con monstruos marinos y se defiende de ellos a estocadas. El único inconveniente para una armadura en el fondo del mar ya sabéis vosotros cuál es: la herrumbre. Pero al estar rociada de pies a cabeza de aceite de ballena, la blanca armadura tiene encima una capa de grasa que la mantiene intacta.

En el océano ahora dibujo una tortuga. Gurdulú se ha tragado una pinta de agua salada antes de comprender que no es el mar que tiene que estar dentro de él, sino él quien tiene que estar en el mar; y finalmente se ha agarrado a la concha de una gran tortuga marina. En parte dejándose transportar, en parte tratando de dirigirla con caricias y pellizcos, se acerca a las costas de África. Aquí se enreda en una red de pescadores sarracenos.

Una vez subidas las redes a bordo, los pescadores ven aparecer en medio de un resbaladizo banco de salmonetes un hombre de ropas mohosas, recubierto de hierbas marinas.

—¡El hombre-pez! ¡El hombre-pez! —gritan.

—¡Pero qué hombre-pez: es Gudi-Ussuf! —dice el patrón—. ¡Es Gudi-Ussuf, yo lo conozco!

Gudi-Ussuf era en efecto uno de los nombres con que en las cocinas mahometanas se designaba a Gurdulú, cuando sin darse cuenta pasaba las líneas y se encontraba en los campamentos del sultán. El patrón de pesca había sido soldado del ejército morisco en tierras de España; viendo que Gurdulú era de físico robusto y ánimo dócil, lo tomó consigo para hacer de él un pescador de ostras.

Estaban una noche los pescadores, y Gurdulú entre ellos, sentados en las rocas de la costa marroquí, abriendo una a una las ostras pescadas, cuando del agua asoma una cimera, un yelmo, una coraza, en fin, una armadura entera que caminando se acerca poco a poco a la orilla.

—¡El hombre-langosta! ¡El hombre-langosta! —gritan los pescadores, que, llenos de miedo, corren a esconderse entre los escollos.

—¡Pero qué hombre-langosta! —dice Gurdulú—. ¡Es mi amo! Estaréis rendido, caballero. ¡Os lo habéis hecho todo a pie!

—No estoy cansado en absoluto —replica Agilulfo—. Y tú, ¿qué haces aquí?

—Buscamos perlas para el sultán —interviene el ex soldado—, que cada noche tiene que regalar a una mujer distinta una perla nueva.

Como tenía trescientas sesenta y cinco mujeres, el sultán visitaba a una cada noche, conque cada mujer era visitada una sola vez al año. A la que visitaba, acostumbraba llevarle de regalo una perla, por lo que cada día los mercaderes tenían que proporcionarle una perla bien fresca. Puesto que aquel día los mercaderes habían agotado las provisiones, se habían dirigido a los pescadores para que les procurasen una perla a cualquier precio.

—Vos que conseguís tan bien caminar por el fondo del mar —dijo a Agilulfo el ex soldado—, ¿por qué no os asociáis a nuestra empresa?

—Un caballero no se asocia a empresas que tengan como finalidad la ganancia, en especial si son dirigidas por enemigos de su religión. Os doy las gracias, oh, pagano, por haber salvado y alimentado a este mi escudero, pero que vuestro sultán no pueda esta noche regalar ninguna perla a sus trescientas sesenta y cinco esposas me importa justamente un pepino.

—Nos importa mucho a nosotros, que nos harán azotar —dijo el pescador—. Esta noche no será una noche nupcial como las otras. Le toca a una esposa nueva, que el sultán visitará por primera vez. Fue comprada hace casi un año a ciertos piratas, y ha esperado hasta ahora su turno. Es inadecuado que el sultán se presente ante ella con las manos vacías, tanto más que se trata de una correligionaria vuestra, Sofronia de Escocia, de estirpe real, traída a Marruecos como esclava y destinada en seguida al harén de nuestro soberano. Agilulfo no dejó ver su emoción.

—Os proporcionaré la manera de salir del apuro —dijo—. Que los mercaderes propongan al sultán hacerle llevar a la nueva esposa no la perla de costumbre, sino un regalo que pueda aliviar su nostalgia del país lejano: es decir, una armadura completa de guerrero cristiano.

—¿Y dónde encontraremos esa armadura?

—¡La mía! —dijo Agilulfo.

Sofronia esperaba que llegase la noche en su habitación del palacio de las esposas. Por la rejilla de la ventana puntiaguda miraba las palmeras del jardín, los estanques, los parterres. El sol descendía, el muecín lanzaba su grito, en el jardín se abrían las perfumadas flores del ocaso.

Llaman. ¡Es la hora! No, son los eunucos de siempre. Traen un regalo de parte del sultán. Una armadura. Una armadura enteramente blanca. Quién sabe qué quiere decir. Sofronia, de nuevo sola, volvió a la ventana. Hacía casi un año que estaba allí. Así que fue comprada como esposa, le asignaron el turno de una mujer repudiada hacía poco, un turno que le tocaría más de once meses después. Estarse allí en el harén sin hacer nada, un día tras otro, era más aburrido que el convento.

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