El Caballero Templario (50 page)

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Authors: Jan Guillou

BOOK: El Caballero Templario
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El día antes de que el rey pronunciara su última voluntad, Arn organizó, como era tradición, una gran comida en la sala de caballeros de los templarios que estaba situada en la misma planta que sus propios aposentos. Pero para la sala de caballeros había entradas y salidas especiales pasando por una ancha escalera de piedra desde el muro occidental, de modo que los invitados seglares no violasen la armonía al entrar y salir. Había sido un sabio arreglo, pensó Arn al ver la horda de invitados vociferantes y en muchos casos ya borrachos que subían en tropel por la escalera.

La sala de caballeros estaba adornada con los estandartes y los colores de los templarios y sobre el centro de la mesa larga, encima del lugar del rey, pendían los banderines conquistados a Saladino en Mont Gisard. Por lo demás, la decoración de la sala era austera, paredes blancas y mesas negras de madera.

A lo largo de la mesa estaba sentada la familia real en los lugares principales del centro, rodeados por los terratenientes y los barones que les eran cercanos. Desde ambos extremos de la mesa larga se desdoblaban dos mesas más pequeñas y a una de ellas estaban sentados, como solía ser costumbre, hombres de Antioquia y de Trípoli con el príncipe Bohemundo y el conde Raimundo en el centro.

En la mesa de enfrente estaban templarios y sanjuanistas. Era precisamente en esa mesa donde se veía algo diferente de lo habitual, pues Arn lo había arreglado de modo que allí hubiera la misma cantidad exacta de sanjuanistas y de templarios, sentados de forma alterna y ocupando él mismo y Roger des Moulins, el Gran Maestre de los sanjuanistas, el centro. Era un cambio que llamaba la atención, pues hasta entonces los templarios siempre habían remarcado que los sanjuanistas no eran muy bien recibidos en su casa.

Arn le explicó a Roger des Moulins que ese cambio se debía a que él mismo nunca había comprendido ese sentimiento de enemistad que existía hacia los sanjuanistas. Además, la única vez que había sido su huésped en la fortaleza de Beaufort, sus anfitriones lo habían tratado extremadamente bien y había recibido un apoyo generoso al trasladar a sus hombres heridos a otro sitio. Posiblemente justificase su manifiesto gesto amistoso con estos inocentes motivos porque quería que su Gran Maestre, si lo deseaba, pudiera elegir entre dar o no otro paso hacia el acercamiento entre las dos órdenes. La solidaridad entre los mejores caballeros cristianos resultaba ahora más importante que nunca.

Tal y como había deseado Arn, Roger des Moulins aprovechó pronto la oportunidad para hablar seriamente con él mientras iban comiendo carne de cordero y verduras y bebían vino, aparentando conversar de temas inocentes como suelen hacer los comensales.

Roger des Moulins señaló hacia los asientos reales de la mesa larga que estaban situados bajo los banderines conquistados a Saladino y dijo que ahí estaban los hombres, y desde luego las mujeres, que llevaban en su interior la perdición de Tierra Santa. Como dándole la razón en ese momento, se levantó trastabillando el patriarca Heraclius, que se trasladó con una copa de vino, salpicando y con alegre charla, al lugar vacío del rey, donde se sentó sin vergüenza alguna al lado de su vieja amante Agnes de Courtenay.

Los dos hermanos de alto rango intercambiaron una mirada de desprecio. Arn se apresuró a retomar las ideas que Roger des Moulins había puesto sobre la mesa acerca de un acercamiento entre ambos y dijo que por su parte opinaba que las dos órdenes de caballeros espirituales tenían ahora cada vez más responsabilidad sobre Tierra Santa, dada la pésima situación en la corte real. Por eso había que procurar dejar pronto a un lado todas las diferencias sin importancia, fuesen cuales fuesen los pequeños desacuerdos que pudiera haber entre ellos.

Roger des Moulins asintió, y fue más allá cuando propuso que se debía convocar cuanto antes una gran reunión entre los hermanos de orden superiores de los sanjuanistas y los templarios. Tras haberse puesto de acuerdo en este punto, Arn preguntó cauteloso acerca de la repentina muerte de Arnoldo de Torroja en Verona.

A Roger des Moulins el abrupto cambio de conversación pareció cogerlo desprevenido, y quedó primero en completo silencio mirando a Arn de forma larga e inquisitiva. Luego dijo sin rodeos que en aquel viaje él y Arnoldo habían estado de acuerdo en casi todo lo referente al futuro de Tierra Santa y también acerca de lo que se había hablado ahora de buscar caminos para dejar a un lado las viejas disputas entre templarios y sanjuanistas. Pero siempre les había molestado Heraclius con exposiciones de lo más infantiles, diciendo que quien dudase en acabar con todos los sarracenos era un cobarde. Peor aún, el depravado fornicador había tenido la desfachatez de decir que Roger des Moulins y Arnoldo de Torroja se interponían en el camino de la voluntad de Dios, que siendo traidores y blasfemos era de esperar que dejarían pronto este mundo.

Y puesto que Arnoldo de Torroja de hecho había dejado este mundo poco después, y de un modo que poco señalaba la voluntad de Dios, a continuación Roger des Moulins había tenido mucha precaución con lo que comía y bebía en presencia del archipecador Heraclius. El caso era que ciertamente tenía sus sospechas, por eso le preguntó ahora a Arn si él sabía algo que pudiese arrojar un poco de luz sobre esas sospechas.

Arn estaba obligado a guardar silencio en este asunto por orden directa del Santo Padre, pero aun así halló un modo de contestar sin tener que hacerlo.

—Mis labios están sellados —dijo.

Roger des Moulins asintió con la cabeza en silencio, y no tuvo necesidad de seguir preguntando.

Al día siguiente se presentaron de nuevo todos los invitados en la misma sala de caballeros, para oír la última voluntad del rey Balduino IV, algunos de ellos con ojos enrojecidos y malolientes tras haber estado bebiendo durante toda la noche.

Los presentes en la sala se pusieron de pie cuando el rey entró, introducido en un pequeño cajón cubierto, tan pequeño que sólo podría alojar a un niño. El rey ya había perdido ambas piernas y brazos y estaba completamente ciego.

La caja con el rey fue colocada sobre un trono demasiado grande que había sido llevado a la sala y, delante de él, en el espacio que quedaba libre en el trono, se colocó la corona real.

El rey empezó a hablar con voz débil, probablemente sólo para demostrar que podía hablar y que estaba en plena posesión de sus facultades. Pero pronto apareció uno de los escribanos de la corte, y no uno de sus parientes, que ya habían empezado a poner caras raras, para leer en voz alta lo que el rey quería dejar dicho y lo que ya había dejado por escrito y refrendado por el sello real.

El sucesor en el trono sería a partir de ese momento el hijo de su hermana Sibylla, Balduino, de siete años de edad.

Como regente de Tierra Santa hasta la mayoría de edad del niño, a los diez años, designaba al conde Raimundo de Trípoli.

Se establecía de forma especial que Guy de Lusignan no podría ser regente ni sucesor en el trono bajo ningún concepto.

Como un modesto agradecimiento por los favores que el conde Raimundo ahora por segunda vez dispensaba a Tierra Santa como regente, podría incluir la ciudad de Beirut bajo el condado de Trípoli.

El niño y sucesor en el trono, Balduino, sería educado y cuidado hasta el día de su mayoría de edad por el tío del rey, Joscelyn de Courtenay.

Si el niño y sucesor en el trono falleciera antes de los diez años de edad, un nuevo heredero del trono sería designado de común acuerdo por el Santo Padre de Roma, el emperador germano—romano, el rey de Francia y el rey de Inglaterra.

Hasta que ellos cuatro designasen un nuevo sucesor en la Santa Sede, el conde Raimundo de Trípoli continuaría ejerciendo de regente de Tierra Santa.

Ahora el rey exigía de cada uno que él o ella se acercase y prestase el juramento ante Dios de que obedecería esta última voluntad del rey.

Algunos de la sala prestaron el juramento aliviados y sin poner caras raras, como hicieron el mismo conde Raimundo, su buen amigo el príncipe Bohemundo de Antioquia, Roger des Moulins, que juró por cuenta de todos los sanjuanistas, y Arn de Gothia, que lo hizo por todos los templarios.

Algunos otros, como el patriarca Heraclius, la madre del rey, Agnes de Courtenay, su amante Amalrik de Lusignan y el tío del rey Joscelyn de Courtenay, prestaron el juramento con menos franqueza. Pero al final juraron todos ante Dios que acatarían la última voluntad del rey Balduino IV. Por última vez fue retirada de la vista de todos la pequeña caja con los restos y la última y débil llama de vida del rey. Como la mayoría de los presentes en la sala imaginaban, y de ahí la desazón y las lágrimas que siguieron, no volverían a ver a su valiente y pequeño rey hasta su entierro en la iglesia del Santo Sepulcro.

Los invitados estaban abandonando la gran sala de los templarios con un murmullo que iba en aumento cuando el conde Raimundo se acercó con largos pasos hasta Arn y, para sorpresa de todos, apretó sus manos con gran cordialidad solicitando su hospitalidad para aquella noche para él pero también para algunos otros que había pensado hacer llamar. Arn accedió de inmediato a su demanda y dijo que todos los amigos del conde Raimundo serían también amigos suyos.

Así fue cómo dos grupos completamente diferentes se reunieron aquella tarde y noche en Jerusalén para deliberar sobre la nueva situación. En el palacio real había un ambiente abatido, donde Agnes de Courtenay había estado tan enfurecida que era imposible hablar con ella, y el patriarca Heraclius iba paseando por las salas bramando de ira como un toro y, según sus propias palabras, desespero divino.

Bastante más animado estaba el ambiente en las habitaciones que pertenecían al Maestre de Jerusalén. Los amigos que el conde Raimundo había traído no eran unos amigos cualesquiera, eran el Gran Maestre de los sanjuanistas, Roger des Moulins, el príncipe Bohemundo de Antioquia y los hermanos d'Ibelin. Sin necesidad de que el conde Raimundo lo requiriese, Arn mandó traer una buena cantidad de vino a la habitación donde estaban los ahora juramentados.

Todos estaban de acuerdo en que eso significaba un punto de inflexión. Aquí tenían una oportunidad de oro de salvar Tierra Santa y de colocarles correas a Agnes de Courtenay, al consumador de impronunciables pecados, Heraclius, y a su notable amigo criminal Reinaldo de Châtillon, que ahora estaban en el palacio real haciendo rechinar los dientes junto con el hermano de Agnes de Courtenay, el inútil comandante Joscelyn.

Según el conde Raimundo, podían tomarse muchas decisiones cuanto antes. En primer lugar negociaría una nueva tregua con Saladino y la justificaría por el mal tiempo invernal que les traería malas cosechas tanto a fieles como a infieles. Y esta vez el saqueador Reinaldo de Châtillon no tendría más remedio que conformarse.

Mirando un poco más allá en el tiempo, el rey estaría sin duda alguna muerto. Pero su enfermizo sobrino y sucesor en la Santa Sede tampoco viviría mucho, pues estaba claro que sufría las secuelas de la pecaminosa vida de la corte; los niños que nacían con ese tipo de enfermedades no solían llegar a los diez años de edad, si es que llegaban a sobrevivir al nacimiento.

Y mientras el papa, el emperador alemán y los eternos rivales, los reyes de Inglaterra y Francia, no lograran ponerse de acuerdo sobre un nuevo sucesor en la Santa Sede, el poder permanecería en manos del regente conde Raimundo. Por tanto, o bien conservaba la regencia durante un largo tiempo o bien los cuatro poderosos reales se verían obligados a nombrarlo heredero del trono.

De modo que, a pesar de todo, parecía que el pequeño y valiente rey había logrado salvar desde su caja a Tierra Santa.

Aquella noche en Jerusalén no parecía haber otra posibilidad, ni una nube en el cielo, a pesar de que todos los hombres invitados de Arn eran bastante más expertos en la lucha por el poder que él mismo. Ni siquiera Agnes de Courtenay ni su ruin hermano Joscelyn podrían hacer gran cosa contra el unitario juramento que todo el Alto Consejo había prestado ante Dios.

Pasaron una hora más o menos dándole vueltas a posibles o casi imposibles intrigas que la malvada mujer, su amante patriarca y el inútil de su hermano podrían inventar en su desesperada situación. Pero los más expertos caballeros de Outrerner no veían ninguna posible artimaña disponible para ella y sus secuaces.

Por eso, y al mismo ritmo que el vino que baja mejor por gargantas animadas que abatidas, los presentes pasaron la noche relatando historias cada vez más fantásticas, pues muchas cosas maravillosas y muchas horrorosas habían sucedido en Outrerner desde la llegada de los cristianos.

El príncipe Bohemundo de Antioquia era quien todo lo sabía acerca del hombre que más que nadie amenazaba la paz, Reinaldo de Châtillon.

Reinaldo era un hombre que llevaba la destrucción en su interior, como el genio en la lámpara, explicó el príncipe Bohemundo. Él lo sabía, ya que conocía a Reinaldo desde que eran jóvenes. Reinaldo había llegado a Antioquia desde algún lugar de Francia, había entrado al servicio del padre del príncipe Bohemundo y se había mostrado tan válido en el campo de batalla que en pocos años fue compensado con la hermana de Bohemundo, Constance, por esposa.

Un hombre sabio y de ambición normal se habría detenido ahí, príncipe de Antioquia, rico y protegido. Pero Reinaldo no, su apetito había crecido hasta hacerse insaciable.

Quería salir a conquistar y saquear pero no tenía dinero y tampoco podía esperar que lo dejaran utilizar las arcas estatales de Antioquia para satisfacer sus ambiciones particulares. Entonces mandó atar al patriarca Aimery de Lomiges desnudo a una estaca y untarlo con miel. Después de un rato, el patriarca fue incapaz de resistir los argumentos de las abejas y el ardiente sol y accedió a prestarle al miserable el dinero que le pedía.

Con un buen cofre de guerra ahora se trataba de hallar un buen saqueo. Y entre todos los posibles lugares Reinaldo eligió Chipre, que era una provincia del reino del emperador bizantino Manuel Komneno. ¡Elegirlo a él entre todos los enemigos!

Reinaldo de Châtillon devastó Chipre del modo más cruel. Hizo cortar la nariz a todos los curas cristianos, dejó violar a todas las monjas, saqueó todas las iglesias y destruyó todas las cosechas. De este modo, volvió a Antioquia con riqueza, pero en absoluto con honra.

Como cualquiera podría haber imaginado, incluso también el mismo Reinaldo de Châtillon, el emperador Manuel Komneno se puso furioso y envió todo el ejército bizantino hacia Antioquia. Naturalmente resultaba inimaginable que Antioquia fuera a la guerra contra el emperador por culpa de un loco, por mucho que estuviera casado con una de las princesas.

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