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Authors: Jan Guillou

El Caballero Templario (56 page)

BOOK: El Caballero Templario
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—¡Yo te maldigo, Cecilia Rosa! —gritó la madre Rikissa con una repentina fuerza de la que había estado bien lejos en el instante anterior. Ahora sus ojos enrojecidos estaban abiertos por completo y a Cecilia Rosa le pareció ver con toda claridad las pupilas de la serpiente.

—¡Te maldigo a ti y a tu amiga libertina y mentirosa Cecilia Blanka, que las dos ardáis en el infierno y que sufráis la condena de la guerra por vuestros pecados y que vuestros parientes mueran con vosotras en el fuego que ahora llegará!

Y tras esas palabras la madre Rikissa se derrumbó como si hubiese perdido todas sus fuerzas. Su pelo negro, que había empezado a encanecer, asomaba un poco por debajo de la toca. De una de las comisuras de la boca le brotaba un fino hilo de sangre que parecía completamente negra.

El obispo Örjan tomó con cuidado a Cecilia Rosa de los hombros y la sacó de la habitación, cerrando tras de sí la puerta como si considerara que era necesario intercambiar unas pocas palabras más con la moribunda antes de que fuera demasiado tarde para arrepentirse y demasiado tarde para confesar.

La madre Rikissa murió aquella misma noche. Al día siguiente fue enterrada bajo las losas de piedra del claustro y su sello de abadesa fue destruido y colocado junto a ella. Cecilia Rosa estuvo presente en el entierro, aunque reluctante. Sin embargo, no le parecía tener mucha opción. Por un lado le resultaba imposible rezar por la maldad personificada y estar allí fingiendo pena ante la muerte como todos los demás. No se le ocurría nada más inútil que recitar oraciones por una pecadora irremediable que mintió al confesar en su propio lecho de muerte.

El otro lado del asunto tenía más que ver con la vida mundanal. No tenía ni idea de quién era el obispo Örjan de Växjo, ni siquiera había oído hablar de que hubiera un obispo en Växjo. Pero tenía que haber un motivo para que precisamente ese obispo desconocido y poco importante hubiese sido llamado al lecho de muerte de la madre Rikissa. En primer lugar debía de ser del linaje de Sverker, tal vez un pariente cercano de la madre Rikissa. En segundo lugar tenía ahora conocimiento de la última voluntad de la madre Rikissa, que desde luego no carecía de importancia. Las últimas palabras de la abadesa que Cecilia Rosa había oído había sido la amenaza de precipitar sobre todos ellos el fuego y la guerra. Seguramente sólo el obispo Örjan sabría lo que había querido decir con esas palabras. Sabio sería, por tanto, mantenerse cerca de aquel hombre y tal vez comprender así algo del secreto que él ahora llevaba consigo.

La otra razón para asistir al entierro era más poderosa. Cecilia Rosa y sus acompañantes, cada vez más impacientes, habían viajado desde lejos para hacer negocios. Sería mejor solucionar ese asunto cuanto antes y evitar así tener que volver en primavera.

El obispo Örjan era un hombre alto y delgado con el cuello como el de una grulla y una nuez que bailaba. Cecilia Rosa pensó nada más verlo que no era ninguna lumbrera, pero se reprochó el repentino juicio, pues el exterior de una persona no tenía por qué ser igual que el interior.

Sin embargo, su primera impresión no resultó ser vana, pues cuando ahora sugirió inocentemente que el obispo, ella y algunos de los hombres de su séquito tomaran juntos la cerveza de entierro en el hospitium antes de separarse se apresuró a decir que era una muy buena idea.

Siendo la única mujer del hospitium, era natural que ella se sentara a la mesa junto al obispo, e igual de natural era que él cuanto más bebiera más hablara. Al principio estuvo quejándose un poco de que, como vástago de Sverker, sólo había podido aspirar a la nueva plaza de obispo de Växjo, puesto que en los tiempos que corrían todos los cargos nuevos de importancia en la Iglesia iban para quien era de Folkung o de Erik o estaba emparentado con ellos de alguna manera.

Con eso Cecilia Rosa obtuvo el primer dato de importancia.

No pasó mucho rato hasta que el obispo, preocupado, le preguntó a Cecilia Rosa, que por lo que él sabía había sido muy amiga de la reina Cecilia Blanka durante el tiempo que ésta pasó en Gudhem, si sabía exactamente en qué momento Cecilia Blanka había pronunciado los votos monásticos.

Con eso Cecilia Rosa obtuvo un segundo dato de importancia, pero esta vez sintió cómo se le helaba la sangre.

Procuró hacer ver que no pasaba nada, intentó tragar más cerveza y reír un poco antes de contestar, pero luego dijo que la verdad era que Cecilia Blanca nunca había pronunciado los votos. Al revés, se habían prometido la una a la otra que jamás lo harían y habían vivido juntas siendo buenas amigas durante muchos años en Gudhem.

El obispo Örjan se quedó entonces callado y pensativo durante un rato. Luego dijo que no podía violar el secreto de confesión pero sí podía decir algo acerca de lo que había sido escrito como última voluntad de la madre Rikissa y que él había prometido ante Dios que enviaría al Santo Padre de Roma. En ese escrito decía que la reina Cecilia Blanka había pronunciado los votos monásticos en Gudhem.

Para ocultar el horror que se apoderaba de Cecilia Rosa, le sirvió con gran falta de costumbre más cerveza al obispo Örjan mientras pensaba. Él se apresuró a beber con voracidad.

Había obtenido un tercer dato de importancia.

¿No debería enviarse un testamento así al arzobispo cuanto antes?, preguntó ella de la forma más inocente que pudo.

No necesariamente. Por dos motivos. En primer lugar porque el segundo arzobispo del país, Jon, acababa de ser asesinado en Sigtuna cuando los salvajes del otro lado del mar Báltico saquearon la ciudad, así que ahora mismo no había arzobispo. Y si el testamento de la madre Rikissa de todos modos tenía que ir a Roma, sería una pérdida de tiempo innecesaria pasar por Aros Oriental y además esperar allí a que llegara un nuevo arzobispo, que seguramente también sería Folkung, gruñó el obispo Örjan, malhumorado. Por eso había pensado hacer honor al juramento que prestó ante la moribunda abadesa Rikissa y viajar hacia el sur y entregarle el testamento a su pariente danés el obispo Absalon de Lund.

Con eso Cecilia Rosa obtuvo un cuarto dato de importancia. Se apresuró en servirle más cerveza al obispo y rió alegremente cuando él le tocó el muslo a pesar de que se le revolvían las entrañas.

Cecilia Rosa comprendió que ya sabía todo lo que necesitaba saber, pues nada más podría ser de importancia, así que intentó hacer lo que desde el principio comprendió que sería imposible: intentar que el bobo del obispo entrara en razón.

Primero señaló tímidamente que ella y Cecilia Blanka habían pasado más de seis años juntas en Gudhem siendo las mejores y más queridas amigas. Por tanto era difícil que una de ellas pudiera haber hecho algo tan grande como pronunciar los votos sin contárselo a la otra.

A eso el obispo respondió, con un considerable esfuerzo por sonar honorable y serio en medio de la borrachera, que los juramentos que alguien prestaba ante Dios, al igual que todo lo que una persona decía en la confesión, era para el conocimiento mundanal un secreto eterno.

Cecilia Rosa replicó entonces con aparente preocupación que tal vez el alto y honorable obispo no conocía todo lo que sucedía en un convento de monjas. Pero era así que si alguien profesaba los votos se convertía desde ese mismo momento en una novicia y tenía que pasar por un año de prueba y ser separada de inmediato de todas las familiares y las conversae. Si Cecilia Blanka hubiese profesado los votos, las demás lo habrían sabido, aunque sólo hubiera sido por eso.

El obispo balbuceó como respuesta que muchas cosas podía verlas únicamente Dios, y sólo Él podía ver el alma de las personas.

Dado que Cecilia Rosa no podía objetar nada en contra de esa consideración, intentó cambiar rápidamente de táctica. Ella misma había comprendido por las palabras de la propia madre Rikissa que ésta había ocultado sus pecados mortales en la confesión ante el viaje que le esperaba. ¿Y cómo podía alguien que mentía en una situación así tener credibilidad alguna cuando se trataba de una afirmación imposible como que la reina hubiese profesado los votos y luego engendrado a cuatro hijos en pecado? Puesto que debía ser eso lo que estaba escrito, ¿verdad?

Sí, naturalmente era eso lo que decía… admitió el obispo en medio de un bostezo pero arrepintiéndose rápidamente. Lo escrito trataba del pecado en sí, se apresuró en aclarar. El pecado era lo importante, que luego el pecado precisamente en este caso tuviese consecuencias para la corona del reino era algo que no podía tenerse en cuenta. ¿Pero no querría acompañarlo Cecilia Rosa a Dinamarca? Era cierto que se hablaba de que un obispo ya no podía casarse ante Dios, pero había formas fáciles de solucionar ese problema. Había acumulado una gran riqueza, así que, ¿por qué no?

Cecilia Rosa había obtenido toda la información que necesitaba pero también se sentía sucia y mancillada por culpa de aquel obispo depravado.

Se exculpó con que, por razones femeninas que no podía nombrar, debía retirarse de inmediato y cuando él intentó buscarla a tientas ella logró escurrirse pues estaba mucho menos borracha que él.

Pero al salir al aire fresco vomitó. Y aquella noche estuvo rezando sin poder dormir, pues sus pecados habían sido muchos. Había embaucado a traición a un obispo y había dejado que la tocase de forma pecaminosa para incitarlo a decir algo que no quería decir.

Sentía vergüenza por todo ello, pero lo que más la avergonzaba era que el roce de aquel hombre honorable había encendido en su interior un deseo que siempre intentaba reprimir. Él había logrado que ella de nuevo viera ante sí cómo al fin entraba Arn Magnusson sobre su caballo en el patio. Que un hombre tan malvado como aquél pudiese reavivar el fuego de su amor puro, que era como ella lo veía, era un pecado casi imperdonable.

Sin embargo, el segundo asunto que tenía que solucionar en Gudhem y que había hecho que se quedara al entierro de la abadesa se resolvió de forma mucho más fácil. Pronto hubo comprado todas las plantas y los objetos necesarios para la costura a una priora indecisa que, sin sus amables consejos, podría haber sido gravemente estafada en este tipo de negocios. Gudhem volvía a ser la casa de la Virgen María y ante eso cualquier persona debía guardar un gran respeto.

Pero también pensaba que si ella hubiese tenido que seguir en Gudhem, habría mirado bien dónde ponía los pies, pues la madre Rikissa no estaba en el paraíso; tal vez yaciese allí, bajo el claustro, con sus malvados ojos enrojecidos brillando y dispuesta a alzarse como un lobo a devorar a todo el mundo a quien odiaba, pues en su vida terrenal el odio había sido la mayor de sus fuerzas.

De camino a casa, en Riseberga, Cecilia Rosa había acordado quedarse unos días con Cecilia Blanka en Näs. Pero al llegar al puerto real en el Vättern y cuando su impaciente séquito, murmurando y refunfuñando, descargó las cosas empaquetadas junto a la amenazadora nave negra, todo el mundo pudo ver cómo Cecilia empalidecía. Dentro del lago Vättern había olas enormes que levantaban grandes cantidades de espuma. Estaba llegando la primera tormenta del otoño.

Preguntó preocupada entre los hombres rudos que parecían ser noruegos hasta que encontró al que parecía ser el jefe. Él la saludó con cortesía y le dijo que se llamaba Styrbjørn Haraldsson y que iba a tener el placer de llevar hasta Näs a una señora que era amiga de la reina.

Cuando Cecilia Rosa preguntó con preocupación si realmente era conveniente navegar con esa tormenta, él sonrió, pensativo, sacudió la cabeza y le contestó que ese tipo de preguntas siempre lo hacían añorar su hogar, pero que lamentablemente estaba de por medio su fidelidad al rey Knut. Sin decir nada más, la tomó de la mano y la guió por el muelle, donde sus hombres ya estaban embarcando y soltando amarras. Colocaron una tabla de madera ancha para que Cecilia Rosa pudiera bajar, arrojaron rápidamente y con brazos fuertes la mercancía de Gudhem y la estibaron en el suelo. Luego hicieron salir el barco con ayuda de los remos e izaron las velas.

El viento tensó la vela cuadrada e impulsó el barco hacia adelante, de modo que Cecilia Rosa, que no había tenido tiempo de sentarse, cayó hacia atrás a los brazos de Styrbjørn. Éste la sentó rápidamente junto a su sitio en el timón y la envolvió con gruesas mantas y pieles, hasta que sólo se le vio la punta de la nariz.

La tormenta bramaba a su alrededor y las olas salpicaban contra el tablazón. La nave estaba tan inclinada que Cecilia Rosa sólo veía a un lado el cielo oscuro y al otro lado le parecía ver el fondo del mar negro, amenazador y enfurecido. Permaneció un rato paralizada de miedo hasta lograr recobrar la razón.

Ninguno de aquellos extraños y forzudos hombres parecía mínimamente preocupado. Estaban allí sentados, tan contentos, con las espaldas apoyadas contra el lado de la nave que se alzaba hacia el cielo y parecía que de vez en cuando bromeaban entre ellos. Ellos debían de saber lo que hacían, razonó Cecilia, desesperada. Miró al hombre que llevaba por nombre Styrbjørn y lo vio allí firme, de pie, con las piernas separadas y con el viento tirando de su largo cabello y con una sonrisa de satisfacción esbozada en su rostro barbudo. Parecía que realmente disfrutara navegando.

Aun así, no pudo reprimir preguntarle gritando si no era peligroso salir en plena tormenta y si de verdad estaban seguros de que alguien sostenía su mano protectora sobre todos ellos. Tuvo que repetir la pregunta dos veces a gritos a pesar de que Styrbjørn se inclinaba con amabilidad para escuchar sus preocupaciones.

Cuando al final Styrbjørn comprendió lo que quería decirle, echó primero la cabeza hacia atrás y soltó una larga carcajada, de modo que la tormenta agarró de nuevo su largo pelo y lo sacudió por encima de su cabeza. Luego se agachó hacia ella y le gritó que había sido peor esa mañana, cuando habían temido que remar contra el viento para llegar al puerto. Ahora navegaban impulsados por éste y era como bailar, llegarían en menos de una hora, no más.

Así fue. Cecilia Rosa vio el castillo de Näs acercarse a una velocidad vertiginosa y todos los noruegos se levantaron a una y se sentaron a los remos, mientras Styrbjørn arriaba la vela. Primero hundieron los remos los hombres del lado izquierdo y remaron hacia atrás mientras los hombres del otro lado hacían de contrapeso y remaban hacia adelante. Fue como si una enorme mano hubiese girado de golpe la nave contra el viento, y luego sólo fueron necesarios una decena de golpes de remo para quedar a resguardo del viento y pronto la proa del barco subió deslizándose sobre la playa. Cecilia no pudo evitar comprender la destreza de aquellos hombres y ahora se sintió avergonzada por su preocupación al inicio del viaje.

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