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Authors: Lloyd Alexander

Tags: #Aventuras, Fantástico, Infantil y juvenil

El caldero mágico (13 page)

BOOK: El caldero mágico
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—¿Habéis oído esos nombres? —dijo en un susurro presuroso—. ¡Las hemos encontrado!

El bardo parecía francamente alarmado.

—No creo que nos sirva de gran cosa —dijo—. Cuando hayan terminado con nosotros, creo que no va a importarnos ya demasiado el caldero, ni ninguna otra cosa. Nunca he bailado en el rocío —prosiguió en un murmullo —; creo que si las circunstancias fueran distintas podría llegar a pasármelo bien. Pero no ahora —añadió estremeciéndose.

—Nunca he conocido a nadie que fuera capaz de hablar sobre cosas tan espantosas y sonreír al mismo tiempo —susurró a su vez Eilonwy, mientras que Gurgi, aterrado, husmeaba el aire a toda velocidad—. Es como tener hormigas andando por tu espalda, arriba y abajo…

—Debemos intentar tomarlas por sorpresa —dijo Taran—. No sé qué podrían hacer contra todos nosotros si les atacáramos a la vez… Tampoco sé qué podríamos hacerles nosotros, claro. Pero debemos correr el riesgo. Puede que uno o dos lográramos sobrevivir.

—Supongo que no podemos hacer otra cosa —dijo el bardo. Tragó saliva con dificultad y miró a Taran con expresión preocupada—. Si resultara que yo… quiero decir que si me…, sí, bueno, lo que quiero decir es que si me ocurriera algo…, en fin, os suplico que tengáis mucho cuidado al andar.

Mientras tanto, las tres brujas habían llegado a la cabaña.

—Oh, Orddu —estaba diciendo la del collar—, ¿por qué deben ser siempre sapos? ¿No puedes pensar en otra cosa?

—Pero son preciosos… —replicó Orddu—. Son tan sólidos y quedan tan bien…

—¿Qué hay de malo en los sapos? —dijo la figura encapuchada—. Ése es el problema contigo, Orwen, siempre intentas hacer las cosas del modo más complicado.

—Sólo hacía una sugerencia, Orgoch —respondió la bruja llamada Orwen—, para variar un poquito.

—Adoro los sapos —murmuró Orgoch, chasqueando los labios.

Pese a la sombra del capuchón, Taran pudo ver como los rasgos de la bruja se movían, retorciéndose en una mueca de lo que temió que fuera impaciencia.

—Mírales —dijo Orddu—, pobres gansitos, todos mojados y cubiertos de fango. He estado hablando con ellos y tengo la impresión de que finalmente han comprendido que esto será lo mejor.

—Vaya, pero si son los que vi galopando a través del pantano —dijo Orwen, jugueteando con sus piedras—. Fuiste muy inteligente —añadió, mirando a Taran con una sonrisa—. Realmente, eso de hacer que los Cazadores acabaran tragados por el fango estuvo muy bien.

—Ah, Cazadores, qué criaturas más molestas —murmuró Orgoch—. Esas cosas peludas, repugnantes y malignas… Me revuelven el estómago.

—Debo reconocer que son muy tozudos cuando se trata de cumplir con su misión —se arriesgó el bardo—. Hay que decirlo en su favor.

—El otro día tuvimos por aquí a toda una banda de esos Cazadores —dijo Orddu—. Andaban husmeando y metiendo las narices por todos lados, igual que vosotros. Ahora entenderéis la razón de que no podamos hacer excepciones, ¿no?

—No hicimos ninguna excepción con ellos, ¿verdad, Orddu? —dijo Orwen—. Aunque no fueron sapos, si te acuerdas bien…

—Lo recuerdo con toda claridad, querida mía —dijo la primera bruja—, pero entonces Orddu eras tú. Y cuando te toca ser Orddu puedes hacer lo que te venga en gana. Pero ahora Orddu soy yo y lo que yo digo es…

—Eso no es justo —interrumpió Orgoch—. Siempre quieres ser Orddu y yo he tenido que ser Orgoch tres veces seguidas, mientras que tú sólo has sido Orgoch una vez.

—Cariñito, no es culpa nuestra que nos disguste ser Orgoch.

—Ya sabes que no es nada cómodo —dijo Orddu—. Tienes unas indigestiones tan horribles… Deberías tener más cuidado con lo que comes.

Taran había estado intentando seguir la conversación de las brujas, pero acabó más confundido que antes. Ahora no tenía ya idea de quién era realmente Orddu, quién Orwen y quién Orgoch, o de si las tres eran la misma. Sin embargo, sus observaciones sobre los Cazadores le hicieron sentir esperanzas por primera vez.

—Si los Cazadores de Annuvin son vuestros enemigos —dijo Taran—, entonces tenemos una causa común. También nosotros hemos luchado contra ellos.

—Amigos, enemigos…, al final todo es lo mismo —refunfuñó Orgoch—. Orddu, date prisa y llévales a otro sitio que no sea aquí. La mañana me ha resultado espantosamente larga.

—Ah, qué codiciosa eres —dijo Orddu, sonriendo con aire de tolerancia a la bruja encapuchada—. Ésa es otra de las razones por las que ninguna de nosotras quiere ser Orgoch si es posible evitarlo. Quizá si hubieras aprendido a controlarte mejor… Bueno, ahora escuchemos lo que estos queridos ratoncitos tienen que contarnos. Debería ser interesante: dicen cosas encantadoras, a veces… —Orddu se volvió hacia Taran—. Y ahora, gansito —le dijo amablemente—, ¿cómo habéis llegado a estar en tan malas relaciones con los Cazadores?

Taran vaciló, temiendo revelar el plan de Gwydion.

—Nos atacaron y… —empezó a decir.

—Claro que lo hicieron, mis pobres gansitos —le dijo Orddu con simpatía—. Siempre están atacando a todo el mundo. Ésa es una de las ventajas que tendréis al ser sapos: ya no hará falta que os preocupéis por ese tipo de cosas. Toda vuestra vida estará llena de cabriolas por el bosque y preciosas mañanas de lluvia. Los Cazadores no tendrán nunca más ocasión de molestaros… Naturalmente, tendréis que vigilar un poco a las garzas, las serpientes y los martín pescadores, pero, aparte de eso, no habrá ningún problema en vuestro mundo.

—Pero, ¿quiénes son estos «vosotros»? —le interrumpió Orwen, volviéndose hacia Orddu—. ¿Acaso no piensas enterarte de sus nombres?

—Claro que sí, claro que sí —murmuró Orgoch, chasqueando los labios—. Adoro los nombres.

Taran vaciló nuevamente.

—Ésta…, ésta… —dijo, señalando a Eilonwy—, ésta es Indeg. Y el príncipe Glessig…

Orwen lanzó una risita y le propinó a Orddu un afectuoso codazo.

—Escúchales —dijo—, son encantadores cuando mienten.

—Si no piensan darnos sus auténticos nombres —dijo Orgoch—, entonces llévatelos y punto.

Taran se quedó callado y Orddu clavó los ojos en él, observándole con atención. Repentinamente abatido, se dio cuenta de que sus esfuerzos eran inútiles.

—Ésta es Eilonwy, Hija de Angharad —dijo—, y éste es Fflewddur Fflam.

—Un bardo del arpa —añadió Fflewddur.

—Y éste es Gurgi —prosiguió Taran.

—Así que eso es un gurgi —dijo Orwen, muy interesada—. Me parece que he oído hablar de ellos, pero nunca supe exactamente qué eran.

—No es un gurgi —replicó Eilonwy—, es Gurgi. Y sólo hay uno.

—¡Sí, sí! —gritó Gurgi, arriesgándose y asomando la cabeza por detrás de Taran—. ¡Y es osado e inteligente! ¡No dejará que sus valerosos compañeros se conviertan en sapos con bultos y saltos!

Orgoch le contempló con curiosidad.

—¿Qué hacéis con el gurgi? —preguntó —. ¿Es para comer o para sentarse en él?

—Tengo la impresión —sugirió Orddu— de que, hagas lo que hagas con él, lo mejor sería limpiarlo antes. Y tú, patito mío —le dijo a Taran—, ¿quién eres tú?

Taran se irguió, echando la cabeza hacia atrás.

—Soy Taran —dijo—, el Aprendiz de Porquerizo de Caer Dallben.

—¡Dallben! —gritó Orddu —. Pobre gallinita perdida, ¿por qué no dijiste eso en primer lugar? Dime, dime, ¿cómo está el pequeño Dallben?

12. El pequeño Dallben

Taran sintió que se le aflojaba la mandíbula por la sorpresa, y antes de que pudiera decir nada las tres brujas estaban conduciendo a los compañeros hacia la cabaña. Lleno de asombro se volvió hacia Fflewddur, el cual no parecía tan pálido ahora que Orddu no seguía hablando de sapos.

—¿El pequeño Dallben? —murmuró Taran—. En mi vida había oído a nadie hablar así de él. ¿Pueden estarse refiriendo al mismo Dallben que conocemos?

—No lo sé —murmuró a su vez el bardo —. Pero si ellas creen que sí…, ¡por el Gran Belin, no se te ocurra decirles otra cosa!

Una vez dentro, las brujas se apresuraron a ordenar la habitación con un ruidoso despliegue de alegre actividad que, de hecho, no fue demasiado efectiva. Orwen, obviamente nerviosa y contentísima, trajo a toda prisa sillas de mimbre y escabeles. Orgoch despejó la mesa tirando todos los cacharros rotos al suelo, y Orddu se limitó a dar palmadas de contento mientras contemplaba radiante a los compañeros.

—Nunca lo habría imaginado —empezó a decir—. ¡Oh, no, no, patito mío! — exclamó de repente dirigiéndose a Eilonwy, que se había acercado al telar y se inclinaba sobre él para examinar el tapiz—. No debes tocarlo o te pincharías de un modo muy desagradable: está lleno de alfileres. Anda, sé buena y ven a sentarte con nosotros.

Pese al súbito calor de la acogida, Taran examinó a las brujas con cierta inquietud. La misma atmósfera del cuarto despertaba en él extraños presentimientos que no era capaz de comprender por entero y que se le escapaban como sombras huidizas. Sin embargo, Gurgi y el bardo parecían encantados ante la sorprendente evolución de los acontecimientos y no tardaron en sentarse alegremente ante la comida que, sin más dilación, empezó a llenar la mesa. Taran miró a Eilonwy con expresión interrogativa. La muchacha adivinó sus pensamientos.

—No temas comer —le dijo, ocultando el rostro tras la mano —. La comida está en perfecto estado: no hay en ella ni pizca de veneno o brujería. Estoy segura, aprendí todo eso cuando estaba con la reina Achren, preparándome para ser hechicera. Lo que se hace en tales casos es…

—Venga, venga, gorrioncito —les interrumpió Orddu —, ahora debes contarnos todo lo que sepas sobre nuestro pequeño y querido Dallben. ¿Qué hace? ¿Conserva todavía
El Libro de los Tres
?

—Bueno…, sí, aún lo tiene —dijo Taran, bastante confundido y empezando a preguntarse si en realidad las brujas no sabrían más cosas sobre Dallben que él.

—Pobrecito petirrojo —observó Orddu —, con un libro tan gordo y pesado… Me sorprende que sea capaz de pasar las páginas, fíjate en lo que digo.

—Bueno, veréis… —dijo Taran, aún perplejo—, el Dallben que nosotros conocemos no es pequeño…, quiero decir que, de hecho, es bastante mayor.

—¡Mayor! —explotó Fflewddur—. ¡Tiene nada menos que trescientos ochenta años de edad! El mismo Coll me lo dijo.

—Oh, era una criaturita tan dulce y encantadora —dijo Orwen suspirando—, todo mejillitas sonrosadas y dedos regordetes…

—Adoro a los niños —dijo Orgoch, chasqueando los labios.

—Ahora tiene el cabello gris —dijo Taran.

No lograba convencerse de que esas extrañas criaturas estuvieran hablando realmente de su viejo maestro. La idea de que el sabio Dallben hubiera tenido alguna vez mejillitas sonrosadas y dedos regordetes resultaba francamente excesiva para su imaginación.

—Y también tiene barba —añadió.

—¿Barba? —chilló Orddu —. ¿Qué hace el pequeño Dallben con una barba? ¿Para qué iba a desear semejante cosa? ¡Oh, era un renacuajo tan adorable!

—Le encontramos una mañana en el pantano —dijo Orwen—. Estaba sólito, el pobre, en una cesta de mimbre. Era demasiado bonito para describirlo con palabras. Orgoch, naturalmente…

Al oír esto, Orgoch emitió un bufido de irritación y sus ojos parecieron arder en las profundidades del capuchón.

—Venga, venga, querida Orgoch, no pongas esa cara tan desagradable —dijo Orddu —. Estamos entre amigos y podemos hablar de esas cosas. Bueno, lo diré de otro modo para no herir los sentimientos de Orgoch: ella no quería que lo conserváramos. Bueno, al menos no en el sentido corriente de la palabra… Pero lo hicimos, y nos llevamos a la pobre criaturita abandonada a la cabaña.

—Creció muy de prisa —añadió Orwen—. Vaya, pero si no tardó prácticamente nada en andar por todos lados, hablando y haciendo pequeñas tareas… Era tan amable y educado, tan bueno. Un gozo de criatura… ¿Y ahora dices que tiene barba? —Meneó la cabeza—. Qué idea tan curiosa… ¿Dónde la habrá encontrado?

—Sí, era un gorrioncito encantador —dijo Orddu —. Pero luego —prosiguió con una sonrisa entristecida— se produjo un lamentable accidente. Estábamos cociendo hierbas cierta mañana para hacer una poción bastante especial, y…

—Y Dallben —suspiró Orwen—, el pequeño Dallben estaba removiendo el agua. Era una de esas delicadas bondades que siempre tenía con nosotros, ¿entiendes? Pero cuando el agua empezó a hervir se hicieron burbujas, y una de ellas le salpicó al reventar.

—Sus pobres deditos se quemaron —añadió Orddu—. Pero no lloró, nada de eso. Nuestro pequeño y valeroso estornino se limitó a meterse los deditos en la boca; naturalmente, en ellos había un poquito de poción y se la tragó.

—Apenas lo hizo —les explicó Orwen—, supo casi tanto como nosotras. Se trataba de una poción mágica, ¿entendéis?, una poción de sabiduría.

—Después de eso —prosiguió Orddu —, ya era imposible tenerlo con nosotras. Las cosas nunca habrían sido iguales; oh, no, nada habría funcionado. No hay forma de tener a tanta gente sabiendo tantas cosas bajo el mismo techo, y menos aún cuando podía adivinar algunas de las ideas que Orgoch tenía en la cabeza. Y, por lo tanto, tuvimos que dejarle ir…; realmente hubo que dejarle ir a toda prisa, ya que, para entonces, era Orgoch la que no pensaba dejarle marchar. Quería conservarle a su manera y dudo que a él le hubiera gustado.

—Como golosina habría resultado delicioso —murmuró Orgoch.

—Debo decir que nos portamos estupendamente con él —continuó diciendo Orddu—. Le dejamos escoger entre un arpa, una espada o
El Libro de los Tres
. Si hubiera elegido el arpa, habría sido el bardo más grande del mundo; de haber tomado la espada, nuestro querido patito habría gobernado todo Prydain. Pero —dijo Orddu— eligió
El Libro de los Tres
. Y si debo deciros la verdad, nos alegró mucho que lo hiciera, porque era un trasto pesado y lleno de moho que siempre estaba recogiendo polvo. Y de ese modo se marchó, dispuesto a hacerse un lugar en el mundo, y no volvimos a verle nunca más.

—Es bueno que el dulce y pequeño Dallben no esté aquí —le dijo Fflewddur con una risita a Taran—. Su descripción no encaja demasiado bien con la realidad actual: me temo que se llevarían una considerable sorpresa.

Taran había permanecido en silencio durante todo el relato de Orddu, preguntándose de qué modo podía atreverse a sacar el tema del caldero.

—Dallben ha sido mi señor durante todo el tiempo que alcanza mi memoria —les dijo por último, decidiendo que la franqueza era el mejor modo de encarar el problema…, especialmente dado que las brujas parecían capaces de adivinar cuándo mentía—. Si le estimáis tanto como yo…

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