El Camino de las Sombras (68 page)

BOOK: El Camino de las Sombras
3.58Mb size Format: txt, pdf, ePub

Cayó sobre la gran roca, se arañó la espalda y acabó entre la piedra y el agujero en el suelo por el que antaño bajaban las barcas a las fétidas aguas del río. Se puso a cuatro patas, envolvió la roca con sus brazos flacuchos y alzó la vista, esperando encontrarse a Rata ya encima de él.

Rata miró a Azoth, el agujero, la roca, la cuerda y su tobillo. Azoth nunca olvidaría su expresión. Era de terror. Entonces Rata saltó hacia delante, y Azoth empujó la roca al agujero.

La cuerda se tensó y tiró de Rata hacia un lado a mitad de salto. Cayó a cuatro patas, intentó agarrar a Azoth y falló. Arañó el suelo de madera podrida con los dedos mientras se deslizaba y desaparecía por el agujero. Se oyó un chapuzón.

Sin embargo, al cabo de unos instantes, Azoth oyó un sollozo. Se dirigió hasta el borde del agujero.

Rata estaba agarrado por las puntas de los dedos y suplicaba. Era imposible. Entonces Azoth vio que su roca había aterrizado sobre una de las vigas de apoyo del entramado que levantaba el taller por encima del río. Estaba en un equilibrio precario pero, mientras Rata mantuviera la tensión en la cuerda, no lo arrastraría a las profundidades.

Azoth fue hasta el montón de ropa de Rata y encontró su daga. Rata suplicaba y las lágrimas recorrían sus mejillas cubiertas de granos, pero Azoth solo escuchaba el rugido de la sangre en sus oídos. Se agachó junto a Rata, con cuidado pero sin miedo. Al matón le temblaban los brazos de sostener su peso; estaba demasiado gordo para aguantar durante mucho tiempo, demasiado gordo para soltar una mano y agarrar a Azoth.

Con un movimiento rápido, le cogió la oreja y se la rebanó. Rata dio un chillido y se soltó.

Su cuerpo golpeó la roca y la tiró hacia abajo. Lo último que vio Azoth fue su cara aterrorizada mientras se hundía bajo el agua. Después hasta eso quedó oculto por sus manos agitándose, chapoteando en busca de algo, cualquier cosa... sin encontrar nada.

Azoth esperó y esperó, y después se marchó cojeando.

Ya no tenía granos. Se había dejado barba para ocultar las pocas marcas que le habían dejado. La constitución encajaba, aunque había perdido peso desde que dejara las Madrigueras, pero esa oreja mal cortada, y sus ojos... «¡Dioses! ¿Cómo no me he fijado en esos ojos muertos?» Sus ojos eran los mismos.

—Rata —dijo Kylar con un hilo de voz.

Su plan estalló en mil pedazos. Se le paró el corazón. Volvió a sentirse como un niño, haciendo cola para que Rata le pegase, demasiado cobarde para hacer algo que no fuera llorar.

—Estoy muerto, ¿no? Qué curioso, es lo mismo que me dijeron de ti. —Roth negó con la cabeza y bajó la voz. Sus siguientes palabras eran solo para oídos de Kylar—. Neph me quemó la otra oreja para castigarme por lo que hiciste. Me costaste tres años, Azoth. Tres años para volver a hacerme jefe de una hermandad. Aguanté la respiración durante... dioses, me pareció una eternidad. Una eternidad peleándome con el nudo que me habías atado en el tobillo, desangrándome en esa agua inmunda hasta que Neph por fin me sacó. Lo había presenciado todo, me dijo que estaba sopesando si dejarme morir. Tuvo que matar a uno de mis mayores... te acuerdas de Roth, ¿verdad?, y ponerlo en mi lugar antes de que llegara tu maestro. Tuve que mudarme a una hermandad de mierda en la otra punta de las Madrigueras y empezar de cero. Casi me hiciste fallarle a mi padre. —Temblaba de furia. Volvió a enseñarle su oreja fundida—. Este fue el menor de mis castigos. Y después «moriste» oportunamente. Nunca me lo tragué, Azoth. Sabía que andabas por ahí, esperándome. Créeme, si tuviera tiempo me pasaría años torturándote, te llevaría al límite del aguante humano y más allá. Te curaría solo para volver a hacerte daño. —Cerró los ojos y bajó la voz una vez más—. Pero no tengo ese lujo. Si te dejo vivo, a mi padre podría ocurrírsele algún otro plan para ti. Podría hacer otra cosa con el ka'kari. He pagado por tener ese ka'kari, y pienso enlazármelo de inmediato. —Le dedicó una sonrisa torva—. ¿Unas últimas palabras?

Kylar había perdido la concentración, se había distraído. El miedo y el horror le habían hecho descuidar el rompecabezas, cuando nada debería haber sido más importante. Eso no era lo que le había enseñado Durzo. El miedo debía constatarse, para luego no hacerle más caso. ¿Por dónde iba? ¿Devorador? ¿Magia?

—Mierda —dijo, sin darse cuenta de que lo hacía en voz alta.

Roth alzó una ceja.

—Hum. Poco original, pero bastante exacto. —Asió bien la espada y echó atrás el hombro al tiempo que levantaba el arma. Iba a cortarle la cabeza. Cada fibra de Kylar gritó pidiendo ayuda.

Sonó una explosión en algún punto por debajo de la audición humana, pero Kylar sintió que le sacudía el estómago como un trueno. Su visión se llenó de magia blanquiazul. La veía surcar el aire con la velocidad de una flecha. Un muro de magia.

El castillo mismo tembló y todo el mundo cayó al suelo. Dondequiera que mirase, Kylar vio las mismas expresiones de desconcierto. Roth estaba tirado en los escalones, con la espada aún en la mano y la boca abierta.

De repente sintió que se partía una de las ataduras mágicas que lo inmovilizaban. Miró hacia las demás y vio que la tromba de magia —parecía una tormenta de lluvia blanquiazul que caía de lado y atravesaba invisible paredes y personas— salpicaba las ligaduras y se acumulaba en torno a ellas. Las ataduras eran tan negras como el vir de los brujos, y la magia azul siseaba y chisporroteaba allá donde las tocaba.

Entonces la magia azul se asió al hechizo de los brujos y subió como una exhalación por los zarcillos negros, como un incendio que trepara por el monte, hacia los brujos que los sustentaban.

Los tres brujos rompieron a gritar y las ataduras de Kylar desaparecieron mientras tres antorchas vivientes azules iluminaban la sala. Sin embargo, Kylar solo tenía ojos para sí mismo. El ka'kari lo estaba cubriendo como una piel negra y, allá donde lo alcanzaba una salpicadura de magia azul, esta vibraba como un charco en la lluvia y luego desaparecía... y el ka'kari se hinchaba de poder.

El Devorador también comía magia.

Entonces la onda expansiva mágica terminó.

Se produjo un brevísimo silencio, y luego Roth dio un grito a los brujos que no habían estado usando su vir, los dos únicos brujos que quedaban vivos en la sala.

—¡Cogedlo!

Roth recogió su espada de los escalones y dio un tajo con ella hacia la cara de Kylar.

Increíblemente, los brujos obedecieron al instante. Brotaron ataduras en torno a los brazos y las piernas de Kylar. En todos los puntos donde las ligaduras lo tocaban, y respondiendo a su voluntad, el ka'kari se inflaba, se retorcía alrededor de ellas, mutaba, aspiraba y las devoraba.

Kylar se lanzó hacia atrás contra las ataduras antes incluso de que estuvieran disueltas por completo. Las hizo saltar por los aires con toda la fuerza de su Talento mientras la espada de Roth cortaba el aire a unos centímetros de su garganta.

Se escurrió entre los restos marchitos de las ataduras mágicas y voló hacia atrás con torpeza, al haber tardado un poco más en liberar los pies. Se retorció en el aire y lanzó un cuchillo con su mano mala.

Un soldado gruñó y se desplomó.

Kylar aterrizó de lleno sobre la espalda bajo el segundo tramo de escalones. El impacto le cortó la respiración, pero ya mientras se deslizaba por el suelo su espada estaba en movimiento. Tenía montañeses a la izquierda y a la derecha, y su espada destelló dos veces, atravesando botas y tobillos a cada lado.

Tres montañeses habían caído, pero ya le atacaban otros. Kylar pasó los pies por encima de su cabeza y se puso en pie, jadeando pero listo para luchar.

Capítulo 64

Solon intentó bajarse de la estatua. El rey Logan de Verdroekan había sido uno de los primeros monarcas de Cenaria, tal vez solo una leyenda, y Solon no recordaba lo que había hecho, pero debía de ser algo heroico si Regnus de Gyre había elegido ese nombre para su hijo. Y debió de ser un hombre excepcional para merecer una estatua de ese tamaño, sosteniendo la espada en alto en ademán de desafío. Solon no la había escogido por su relevancia metafórica sino simplemente porque quería que lo viesen todos los meisters del jardín. Todo brujo en un radio de quinientos pasos que había usado el vir durante los pocos segundos que había sido capaz de sostener a Curoch estaba muerto.

Curoch yacía sobre las piedras que tenía debajo. Feir la estaba recogiendo y envolviéndola con una manta. Gritaba algo a Solon, pero este no distinguía las palabras. Aún se sentía como si ardiera. Le hormigueaban con tanta intensidad todas las venas del cuerpo que le costaba hasta sentir la espada de piedra de Verdroeken bajo los dedos. Solon se había encaramado a hombros del rey muerto y se había agarrado a la espada de piedra para mantener el equilibrio, mientras alzaba a Curoch imitando la postura de la estatua para liberar la magia. Cambió el punto de apoyo, con las piernas temblorosas, y de repente cayó.

Feir no lo atrapó del todo, pero al menos amortiguó su caída.

—No puedo caminar —avisó Solon. Le quemaba el cerebro, la vista se le teñía de todos los colores del arco iris, le daba la impresión de tener en llamas el cuero cabelludo—. Ha sido asombroso, Feir. Una muestra tan minúscula de lo que puede hacer...

Feir lo agarró y se lo cargó a hombros como podría hacer un hombre más pequeño con un niño. Dijo algo, pero Solon no acabó de entenderlo. Feir lo repitió.

—Ah, me he llevado por delante a unos cincuenta. Quedarán diez o así —dijo Solon—. Uno en el puente del este. —Mientras hablaba, intentó recordar lo que le había dicho Dorian. Era algo crucial. Una cosa que no le había permitido oír a Feir.

«No dejes morir a Feir. Él es más importante que la espada.»

—Voy a tener que bajarte —dijo Feir—. No te preocupes. No te dejaré.

Un tropel de soldados khalidoranos, una mancha de verdes y azules, se arremolinaba delante de la puerta oriental. Solon ni siquiera recordaba haber salido del jardín. Y lo que vio le hizo reír: Feir estaba usando a Curoch como si fuera una simple espada.

Observar a Feir espada en mano era más que asombroso; era un privilegio. El gigantón había nacido para la esgrima, era engañosamente rápido e increíblemente fuerte, de movimientos tan precisos como los de un bailarín. En tonos verdes, azules y rojos, Feir barrió a los soldados. No hubo largas maniobras con la espada. Como mucho, cada soldado tenía tiempo de blandir su arma una vez, fallar o que lo parasen y luego morir.

Feir maldijo, pero cuando Solon intentó seguir su mirada, el torbellino de colores era demasiado intenso. El grandullón lo levantó, volvió a cargárselo al hombro y arrancó a correr. Solon vio la madera del puente bajo los pies de su amigo.

—Agárrate fuerte —dijo Feir.

Solon se asió al cinturón de Feir justo a tiempo, sujetándose por cada lado de su ancha espalda. El gigantón esquivó hacia un lado desplazando sus grandes hombros. Con los pies asomando por delante de Feir y la cabeza bamboleándose al tuntún a su espalda, lo único que Solon vio fue un fugaz destello de Curoch. Feir giró sobre sus talones (en el sentido adecuado para que Solon no saliera disparado) y Curoch volvió a elevarse, y al momento corría de nuevo a toda velocidad. Solon vio que dejaban atrás tres cuerpos tendidos sobre el puente. El muy bestia había matado a tres hombres mientras lo sostenía sobre el hombro. Increíble.

—Dorian me dijo que nuestra esperanza está en el agua, pero que no saltásemos. ¡Busca una cuerda! —dijo Feir.

Solon levantó la cabeza, como si fuese a servir de mucha ayuda yendo a cuestas como un fardo. No vio ninguna cuerda, pero sí a un meister detrás de ellos, conjurando una bola de fuego de brujo. Intentó chillar, pero le falló el aliento.

—¡Maldito seas, Dorian! —gritaba Feir—. ¿De qué puñetera cuerda hablabas?

—¡Al suelo! —dijo Solon.

Con los reflejos del maestro de armas que era, Feir se dejó caer al instante. El fuego de brujo pasó crepitando por encima de sus cabezas y estalló contra una docena de soldados khalidoranos que defendían la puerta al final del puente. Solon quedó tendido cuan largo era y estuvo a punto de descalabrarse contra uno de los grandes calderos de fuego que servían de defensa al puente.

El viejo brujo que los perseguía (por el grosor de su vir Solon dedujo que era un vürdmeister) volvía a acumular magia. Feir agarró a Solon por el cuello de la túnica y lo lanzó detrás del caldero, una maniobra que lo dejó a él a salvo, pero a Feir al descubierto. En esa ocasión no fue fuego de brujo, sino otra cosa que Solon no había visto nunca. Un rayo rojo furioso zigzagueó a gran velocidad en dirección a Feir, que levantó un escudo mágico y se agachó.

El escudo a duras penas desvió el rayo, de nuevo hacia un soldado que corría para unirse a la refriega, pero la fuerza de la magia reventó la barrera de Feir y lo lanzó al otro lado como si fuera un muñeco de trapo. Curoch salió disparada de sus manos.

Haciendo acopio de unas fuerzas que no sabía que tuviera, Solon cogió a Feir y lo arrastró con él hasta el cobijo del caldero de fuego.

Dos meisters más corrían para unirse al vürdmeister, y un grupo de soldados les iba a la zaga. Las puertas del otro extremo del puente se abrieron y por ellas salió un destacamento de soldados.

Feir se sentó derecho y miró hacia Curoch, que se encontraba a seis metros de distancia.

—Puedo usarla —dijo—. Puedo salvarla.

—¡No! —exclamó Solon—. Morirás.

Los soldados y los meisters se habían detenido para reagruparse y ahora avanzaban despacio, con cautela y en orden.

—Yo no importo, Solon. No podemos dejar que se la queden.

—Ni siquiera vivirías lo suficiente para usarla, Feir. Ni aunque estuvieras dispuesto a dar la vida por un segundo de poder.

—¡Está ahí mismo!

—También esto —dijo Solon, señalando hacia el borde del puente.

Feir miró.

—Dime que es una broma.

Por debajo del borde vieron una cuerda de seda negra atada a la parte inferior de los dos extremos del puente. Solo asomaba por debajo de donde estaban ellos cuando soplaba el viento. Feir no estaba mirando la cuerda, sino la caída.

—Oye, es una profecía, ¿no? Tiene que funcionar —dijo Solon. Ojalá el mundo dejase de soltar destellos amarillos.

—¡Nunca sale exactamente como dice Dorian!

—Si te hubiese dicho que ibas a hacer esto, ¿habrías venido?

Other books

The Lost Stars by Jack Campbell
Freedom's Price by Suzanne Brockmann
Royal Mistress by Anne Easter Smith
Twin Tales by Jacqueline Wilson
The Hours Count by Jillian Cantor
Unattainable by Madeline Sheehan