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Authors: Brent Weeks
—Cinco días, chico. Cinco días has tenido para matarlo. —Susurraba al oído de Azoth, con un aliento que insinuaba un leve matiz de cebollas y ajo. Cerca de ellos, Rata hablaba con la hermandad, riendo y haciendo que los demás se riesen con él. Varios de los lagartos de Azoth estaban presentes, también risueños, esperando rehuir la atención de Rata.
«Así que ya ha empezado.»
Cualquier cosa que Azoth hubiese logrado comenzaba a desmoronarse. El resto de los lagartos había desaparecido. Sin duda regresarían arrastrándose más tarde para ver qué había pasado. Azoth ni siquiera podía enfadarse con ellos. En las Madrigueras, se hacía lo que fuera para sobrevivir. No habían fallado sus lagartos, sino él. Blint tenía razón: los mayores que rodeaban a Rata estaban preparados para actuar. El propio Rata lo estaba. Si Azoth hubiese salido a la carga, habría muerto. O algo peor. Con todo el tiempo que había tenido para planear, no había hecho nada. Esa muerte estaría bien merecida.
—¿Ya estás tranquilo, chaval? —preguntó Blint—. Bien. Porque voy a enseñarte lo que han costado tus dudas.
Solon acudió a la cena conducido por un anciano de espalda encorvada, que llevaba un uniforme planchado de forma impecable y adornado con galones dorados y un blasón en campo de sable con el halcón blanco de los Gyre, que con el paso de los siglos apenas se reconocía como el gerifalte que era. Un halcón de las tierras del norte. Y no de Khalidor ni de Lodricar siquiera: los gerifaltes solo se encontraban en los Hielos. «De modo que los Gyre son tan oriundos de Cenaria como yo.»
La cena se sirvió en el gran salón, una elección extraña en opinión de Solon. No era que no fuese impresionante, sino que lo era demasiado. Debía de ser casi tan grande como el mismísimo gran salón del Castillo de Cenaria, y estaba decorado con tapices, estandartes, escudos de enemigos muertos tiempo atrás, lienzos enormes, estatuas de mármol o bañadas en oro, y un mural en el techo que representaba una escena de la Alkestia. En medio de tanto esplendor, la mesa quedaba reducida a la insignificancia, aunque midiese quince pasos de longitud.
—Señor Solon Tofusin, de la Casa de Tofusin, buscavientos de la casa real de Bra'aden del Imperio Isleño de Seth —anunció el anciano.
A Solon le complació que el hombre conociera o hubiese desenterrado los títulos de rigor, aunque Seth tuviera poco de imperio en aquellos días. Avanzó para saludar a la señora de Gyre.
Era una mujer atractiva, de buen porte, con los ojos de color verde oscuro, la tez morena y los huesos delicados de la Casa de Graesin. Aunque tenía una figura admirable, vestía con mayor recato que el acostumbrado en Cenaria: llevaba el escote alto, una falda larga que caía casi hasta sus esbeltos tobillos y un vestido gris entallado pero no ceñido.
—Bendiciones, mi señora —dijo Solon, dedicándole la tradicional reverencia sethí de palmas abiertas—. Que el sol os sonría y todas las tormentas os hallen en puerto. —Era un poco excesivo, pero también lo era disponer que tres personas cenaran en una sala lo bastante grande para tener clima propio.
La duquesa emitió un gruñido, sin molestarse siquiera en contestarle. Se sentaron y los criados sacaron el primer plato, una sopa de pato con hinojo.
—Mi hijo me ha advertido de lo que erais, pero habláis muy bien y no habéis creído conveniente ensartaros la cara con abalorios de metal. Y lleváis ropa, lo cual me complace no poco.
Era evidente que la buena duquesa se había enterado de la suerte que había corrido Logan al practicar contra Solon y no veía con buenos ojos que nadie humillase a su hijo.
—¿Es cierto, entonces? —preguntó Logan. Estaba sentado a una cabecera de la mesa, con su madre a la otra y Solon, por desgracia, en el centro—. ¿De verdad van desnudos los sethíes en sus barcos?
—Logan —atajó Catrinna de Gyre con tono cortante.
—No pasa nada. Si me permitís, mi señora, se trata de un lugar común erróneo. Nuestra isla divide en dos la corriente más cálida del Gran Mar, de modo que allí hace bastante calor hasta en invierno. En verano, resulta casi intolerable. Aun así, aunque no llevamos tanta ropa ni tan gruesa como la gente de aquí, no carecemos de nuestros propios criterios de pudor.
—¿Pudor? ¿Llamáis pudorosas a unas mujeres que se pasean medio desnudas por los barcos? —preguntó la señora de Gyre. Logan parecía embelesado por la idea.
—No todas son pudorosas, claro está. Sin embargo, para nosotros los pechos vienen a ser tan eróticos como los cuellos. Quizá resulte placentero besarlos, pero no hay motivo para...
—¡Vais demasiado lejos! —protestó la duquesa.
—Por otro lado, una mujer que enseñe los tobillos es una señal clara de que no espera bajar sola de la cubierta. En realidad, señora de Gyre —añadió alzando una ceja y fingiendo que le miraba los tobillos, aunque estuvieran demasiado lejos y al otro lado de las patas de la mesa—, las sethíes os considerarían de lo más descocada.
Catrinna de Gyre se puso lívida.
Antes de que acertara a decir nada, sin embargo, Logan rompió a reír.
—¿Tobillos? ¿Tobillos? ¡Menuda... bobada! —Silbó—. Bonitos tobillos, madre. —Volvió a reír.
Llegó un criado con el segundo plato, pero Solon ni siquiera vio cómo lo servía. «¿Por qué hago siempre estas cosas?» No sería la primera vez que se buscaba la ruina con su lengua viperina.
—Veo que vuestra falta de respeto no se limita a golpear al señor de Gyre —dijo la duquesa.
«Conque ahora es el señor de Gyre.» Así pues, los hombres no eran estúpidos y no malcriaban a Logan; la duquesa probablemente les había ordenado que no lo golpearan al practicar.
—Madre, no me ha faltado al respeto en ningún momento. Y tampoco pretendía faltarte al respeto a ti. —Logan miró a su madre y luego a Solon y topó con expresiones glaciales en ambos casos—. ¿No es cierto, señor de Tofusin?
—Mi señora —dijo Solon—, mi padre me dijo una vez que no hay señores en los terrenos de entrenamiento porque no hay señores en el campo de batalla.
—Sandeces —replicó la duquesa—. Un verdadero señor lo es siempre, esté donde esté. Eso en Cenaria lo tenemos claro.
—Madre, lo que quiere decir es que las espadas enemigas cortan a los nobles tan limpiamente como a los campesinos.
La señora de Gyre hizo caso omiso de su hijo y preguntó:
—¿Qué es lo que queréis de nosotros, maese Tofusin?
Era una grosería hacer esa pregunta a un invitado, y no solo por dirigirse a él como a un plebeyo. Solon había contado con que la cortesía de los Gyre le concediese tiempo suficiente para dilucidar esa precisa cuestión. Había pensado que podría observar y esperar, comer con los Gyre en cada ocasión que surgiera y disfrutar de quince días o un mes antes de anunciar sus planes. Creía que el chico podía llegar a caerle bien, pero aquella mujer... ¡dioses! Quizá le habría ido mejor con la duquesa casquivana de los Jadwin.
—Madre, ¿no te parece que estás siendo un poco...?
La duquesa ni siquiera miró a su hijo; se limitó a levantar la palma hacia él con la vista clavada en Solon, sin parpadear.
«Conque esas tenemos.»
Logan no solo era su hijo. Aunque no fuera más que un crío, también era el señor de Catrinna de Gyre. En ese gesto desdeñoso, Solon leyó la historia de la familia. Ella alzaba la mano, y su hijo era aún lo bastante joven, lo bastante inexperto, para callar como un buen hijo en vez de castigarla como un buen señor. En ese desprecio y en el desdén con que la mujer lo había recibido a él, Solon vio por qué el duque había nombrado a su hijo señor de Gyre en su ausencia. El duque no podía confiar en cederle el mando a su esposa.
—Estoy esperando —dijo la señora de Gyre.
Su tono glacial acabó de convencer a Solon. No le gustaban los niños, pero aborrecía a los tiranos. «Maldito seas, Dorian.»
—He venido a ser el consejero del señor de Gyre —dijo, con una sonrisa amistosa.
—¡Ja! Ni hablar.
—Madre —terció Logan, a cuya voz asomó un deje acerado.
—No. Jamás —insistió ella—. A decir verdad, maese Tofusin, me gustaría que os fuerais.
—Madre.
—De inmediato —remachó la duquesa.
Solon no se movió. Sostuvo su cuchillo y su tenedor de dos puntas (se alegraba de recordar cómo usaban los cenarianos aquellos trastos) sobre su plato, obligándose a quedarse quieto.
—¿Cuándo pensáis permitir que el señor de Gyre actúe como tal? —preguntó a la duquesa.
—Cuando esté listo. Cuando sea mayor. Y no pienso consentir que me enmiende la plana un salvaje sethí que...
—¿Es eso lo que os ordenó el duque cuando nombró señor a su hijo en su ausencia? ¿Que Logan fuese el señor de Gyre cuando estuviese listo? Mi padre me dijo una vez que la obediencia tardía en realidad es desobediencia.
—¡Guardias! —gritó ella.
—¡Maldita sea, madre! ¡Para! —Logan se puso en pie tan de golpe que su silla cayó al suelo con estrépito.
Los guardias se hallaban a medio camino hacia la silla de Solon. De repente parecieron sorprendidos, violentos. Se miraron entre sí y aminoraron la marcha, en un vano intento de acercarse con discreción que echaron a perder sus cotas de malla, que tintineaban a cada paso.
—Logan, ya hablaremos después de esto —dijo Catrinna de Gyre—. Tallan, Bran, acompañad a este hombre a la salida. Ahora mismo.
—¡Yo soy el señor de Gyre! No lo toquéis —gritó Logan.
Los guardias se detuvieron. A Catrinna se le encendieron los ojos de furia.
—¿Cómo te atreves a poner en entredicho mi autoridad? ¿Corriges a tu madre delante de un desconocido? Eres una vergüenza, Logan de Gyre. Deshonras a tu familia. Tu padre cometió un terrible error al confiar en ti.
Solon se sentía enfermo, y Logan tenía peor aspecto todavía. Temblaba, presa de una repentina vacilación, a punto de echarse atrás. «Menuda víbora. Destruye lo que debería proteger. Mina la confianza de su propio hijo.»
Logan miró a Tallan y Bran. Los hombres parecían acongojados al presenciar la evidente humillación de su joven señor. Logan se encogió, pareció desinflarse.
«Tengo que hacer algo.»
—Mi señor de Gyre —dijo Solon, mientras se ponía en pie y atraía todas las miradas—. Lo lamento muchísimo. No deseo abusar de vuestra hospitalidad. Lo último que querría es ser motivo de desacuerdo en vuestra familia y, en verdad, me he dejado llevar y he hablado con excesiva franqueza a vuestra madre. No siempre acierto a... templar la verdad para las sensibilidades cenarianas. Señora de Gyre, os pido disculpas por cualquier ofensa que haya podido causaros a vos o a vuestro señor. Señor de Gyre, pido disculpas si sentís que os he tratado con ligereza y por supuesto me marcharé, si me concedéis vuestra venia. —Con un ligero énfasis en el «si me concedéis vuestra venia».
Logan se enderezó.
—No os la concedo.
—¿Mi señor? —Solon se hizo el perplejo.
—He encontrado demasiada templanza y no la suficiente verdad en esta casa, señor de Tofusin —continuó Logan—. No habéis hecho nada para ofenderme. Me gustaría que os quedaseis. Y estoy seguro de que mi madre hará todo lo que pueda para que os sintáis bienvenido.
—Logan de Gyre, no te atrevas a... —dijo la duquesa.
—¡Hombres! —gritó Logan a los guardias para interrumpirla—. La señora de Gyre está cansada y alterada. Acompañadla a sus aposentos. Agradecería que uno de vosotros montara guardia a su puerta esta noche por si requiere algo. Por la mañana desayunaremos todos en la sala de costumbre.
A Solon le encantó. Logan acababa de confinar a su madre a sus aposentos y había puesto bajo guardia su puerta para mantenerla allí hasta la mañana siguiente, todo sin proporcionarle un solo cauce para la queja. «Este chico será un hombre grandioso.»
«¿Será? Ya lo es. Y yo acabo de encadenarme a él.» No era una idea reconfortante. Ni siquiera había decidido quedarse. En realidad, media hora antes había decidido no decidirse durante unas semanas. Ahora pertenecía a Logan.
«¿Sabías que pasaría esto, Dorian?» Dorian no creía en las coincidencias, pero Solon nunca había tenido la fe de su amigo. En ese momento, con fe o sin ella, estaba comprometido. La sensación le oprimía el cuello, como si llevara un collar de esclavo dos tallas menor que la suya.
El resto de una cena excelente transcurrió en silencio. Solon rogó la venia de su señor y salió a buscar la taberna más cercana que sirviera vino sethí.
Tenía el rostro destrozado. Azoth había visto una vez a un hombre al que un caballo había coceado de lleno en la cara. El pobre había muerto ahogándose en dientes rotos y sangre. La cara de Muñeca estaba peor.
Apartó la vista, pero Durzo lo agarró por el pelo y le volvió la cabeza.
—Mira, maldito seas, mira. Esto es lo que has hecho, chaval. Este es el precio de la vacilación. Cuando te digo que mates, matas. No mañana, no cinco días más tarde. Matas en ese instante. Sin vacilar. Sin dudas. Sin pararte a pensártelo. Obediencia. ¿Entiendes la palabra? Sé más que tú. Tú no sabes nada. No eres nada. Esto es lo que eres. Eres debilidad. Eres suciedad. Eres la sangre que borbotea de la nariz de esa niñita.
A Azoth se le escapaban los sollozos de la garganta. Se debatió y trató de apartarse, pero Durzo lo agarraba con mano de acero.
—¡No! ¡Mira! ¡Esto es lo que has hecho! ¡Esto es culpa tuya! ¡Es tu fracaso! Tu muriente hizo esto. Un muriente no debería hacer nada. Un muriente está muerto. Y no al cabo de cinco días; lo está en el preciso instante en que aceptas el encargo. ¿Lo entiendes?
Azoth vomitó, y aun así Durzo lo agarró por el pelo, volviéndolo para que no salpicase a Muñeca. Cuando hubo acabado, Durzo le dio media vuelta y lo soltó. Pero en esta ocasión, Azoth giró la cabeza, sin siquiera limpiarse el vómito de los labios. Miró a Muñeca. No podía quedarle mucho tiempo: cada aliento era trabajoso; la sangre se acumulaba, fluía, goteaba, caía a las sábanas y luego al suelo.
Se quedó mirándola hasta que desapareció su cara, hasta que solo pudo ver ángulos y curvas rojos allá donde antes estuviera aquel rostro angelical. Los ángulos rojos se volvieron incandescentes y se le grabaron a fuego en la memoria. Se mantuvo totalmente quieto para que las cicatrices de su recuerdo ofrecieran una imagen perfecta de lo que había hecho, para que cuadrasen a la perfección con las heridas de la cara de su amiga.
Durzo no pronunció ni una palabra. No importaba. Él no importaba. Azoth no importaba. Lo único que importaba era la niña ensangrentada, tendida sobre las sábanas ensangrentadas. Sintió que algo en su interior se venía abajo, algo que le atenazó el cuerpo hasta dejarlo sin aliento. Una parte de él se alegraba; una parte de él vitoreaba mientras se sentía aplastado, comprimido hasta la insignificancia, hasta el olvido. Era lo que se merecía.