Read El Camino de las Sombras Online
Authors: Brent Weeks
Calle abajo, Jarl salió del edificio de la hermandad. Vio a Azoth e, incluso a tanta distancia, este distinguió que sonreía, con los dientes blancos brillantes sobre su piel ladeshiana. Por la sangre en el porche de atrás y la ausencia de Rata, debían de haber adivinado que estaba muerto. Jarl lo saludó con la mano y empezó a caminar a toda prisa hacia él bajo la deslumbrante luz del sol.
Azoth dio la espalda a su mejor amigo y se sumió en el abrazo de las sombras.
—Bienvenido al hogar. —La voz del maestro Blint rezumaba sarcasmo, pero Azoth no lo percibió. La palabra «hogar» resonaba con magia. Nunca había tenido uno.
La casa de Durzo Blint estaba escondida en lo más recóndito de las Madrigueras, bajo las ruinas de un viejo templo. Azoth la observó maravillado. Desde fuera parecía que allí no hubiese nada, pero Blint tenía varias habitaciones, ninguna de ellas pequeña.
—Aquí aprenderás a luchar —dijo Blint, corriendo, descorriendo y volviendo a correr cada uno de los tres cerrojos de la puerta.
La habitación era ancha y profunda, y estaba llena a rebosar de equipo: varias dianas, cojines rellenos de paja y todo tipo de armas de práctica, vigas suspendidas en el aire, extraños trípodes con apéndices de madera, cables, cuerdas, ganchos y escalerillas.
—Y aprenderás a usar todas estas. —Blint señaló las armas que cubrían las paredes, cada una de ellas limpiamente contorneada sobre el muro con pintura blanca. Había armas de todos los tamaños y formas, desde dagas de un solo filo hasta enormes cuchillas. Hojas rectas o curvadas, de uno o dos filos, de una o dos manos, de diferentes colores y tipos de acero. Espadas con ganchos, muescas y puntas. También había mazas, mayales, hachas, martillos de guerra, cachiporras, bastones de combate, alabardas, hoces, lanzas, hondas, dardos, garrotes, arcos cortos, arcos largos y ballestas.
La siguiente sala era igual de asombrosa. Las paredes estaban cubiertas de disfraces y más equipo, cada objeto perfilado con esmero para indicar su sitio. En aquella estancia también había mesas cubiertas de libros y frascos. Los libros estaban erizados de puntos de lectura. Los tarros cubrían una mesa enorme y estaban llenos de semillas, flores, hojas, setas, líquidos y polvos.
—Son los ingredientes básicos de la mayoría de los venenos del mundo. En cuanto Mama K te enseñe a leer, leerás y memorizarás casi todo el contenido de estos libros. El arte del envenenador es, en efecto, un arte. Lo dominarás.
—Sí, señor.
—Dentro de un par de años, cuando brote tu Talento, te ensenaré a usar la magia.
—¿Magia? —Azoth se sentía más agotado con cada segundo que pasaba.
—¿Te crees que te he aceptado por tu cara bonita? La magia es esencial para lo que hacemos. Sin Talento, no hay ejecutor.
Azoth empezó a tambalearse pero, antes de que pudiera caer, el maestro Blint lo agarró por la espalda de su astrosa túnica y lo guió hasta la siguiente habitación. Solo había un camastro, pero Blint no lo condujo hasta él, sino que lo guió hasta un rincón junto a la pequeña chimenea.
—Las primeras muertes son duras —dijo Blint. Parecía hablar desde muy lejos—. En algún momento de esta semana, probablemente llorarás. Hazlo cuando yo no esté.
—No lloraré —juró Azoth.
—Claro. Ahora duerme.
—La vida está vacía. Cuando quitamos una vida, no arrebatamos nada de valor. Los ejecutores matamos. Es todo lo que hacemos. Es todo lo que somos. No hay poetas en el oficio amargo —dijo Blint.
Debía de haber salido mientras Azoth dormía, porque en ese momento el chico sostenía una espada lo bastante pequeña para un niño de once años; se sentía torpe.
—Ahora, atácame —ordenó Blint.
—¿Qué?
Blint le atizó en la cabeza con la parte plana de su espada.
—Yo doy las órdenes. Tú obedeces. Nada de vacilaciones. ¿Entendido?
—Sí, señor. —Azoth se levantó del suelo y recogió la espada. Se frotó la cabeza.
—Ataca —dijo Blint.
Eso hizo Azoth, como un loco. Blint desviaba sus golpes o se hacía a un lado para que Azoth perdiera el equilibrio por el impulso de sus propios mandobles. Mientras tanto, su nuevo maestro no paraba de hablar.
—No creas arte, creas cadáveres. Un muerto es un muerto. —Hizo un bloqueo rápido y la espada de Azoth cruzó la sala rebotando por el suelo—. Recógela. —Blint siguió a Azoth y volvieron a cruzar sus aceros—. No juegues con tus víctimas. No esperes a la estocada limpia y certera para acabar. Hazle veinte cortes, deja que se derrumbe por la pérdida de sangre y entonces lo rematas. No lo hagas bonito. No creas arte, creas cadáveres.
Y así continuaron las lecciones, acción física con un monólogo incesante, y todas las lecciones explicadas, demostradas y vueltas a explicar.
En el estudio:
—Nunca pruebes la muerte. Todos los frascos, todos los tarros que hay aquí son muerte. Si trabajas con la muerte, te mancharás las manos de polvos, ungüentos y pastas. Nunca te lamas la muerte de los dedos. Nunca te lleves la muerte a los ojos. Te lavarás las manos con este licor y te las enjuagarás con esta agua, siempre en esta palangana que no se usa para nada más y que solo se vaciará donde te enseñe. Nunca pruebes la muerte.
En la calle:
—Abraza las sombras... Respira el silencio... Sé ordinario, sé invisible... Marca al hombre... Conoce todas las salidas...
Cuando cometía errores, Blint no le gritaba. Si Azoth no bloqueaba correctamente, ya recibía su merecido cuando la espada de madera le alcanzaba en la pantorrilla. Si no podía recitar las lecciones del día y extenderse sobre cualquiera por la que Blint le preguntase, recibía un coscorrón por cada olvido.
Todo era ecuánime. Todo era justo, pero aun así Azoth no bajó la guardia. Si fallaba demasiado, el maestro Blint podría matarlo con el mismo desapego con el que le daba un cachete. Le bastaría con dejar de contener cualquiera de los golpes. Azoth ni siquiera sabría que había fallado hasta que se viese morir.
Más de una vez quiso dejarlo, pero no había vuelta atrás. Más de una vez quiso matar a Blint, pero intentarlo significaría la muerte. Más de una vez quiso llorar. Pero había jurado no hacerlo, y no lo hizo.
—Mama K, ¿quién es Vonda? —preguntó Azoth.
Tras las lecciones de lectura, Mama K se tomaba una taza de ootai antes de que empezaran con la política, la historia y la etiqueta cortesana. Después de entrenar con Blint toda la mañana, Azoth estudiaba con ella por las tardes. Estaba agotado y dolorido todo el tiempo, pero dormía como un tronco todas las noches y se despertaba calentito, no temblando. La voz insidiosa del hambre y la debilidad que conllevaba eran solo un recuerdo.
Nunca se quejaba. Si lo hiciera, tal vez lo obligarían a volver.
Mama K no respondió enseguida.
—Es una pregunta muy delicada.
—¿Significa eso que no me lo contaréis?
—Significa que no quiero. Pero lo haré porque puedes necesitar saberlo, y el hombre que debería contártelo no lo hará. —Cerró los ojos por un momento y, cuando continuó, su voz era desapasionada—. Vonda era la amante de Durzo. Durzo tenía un tesoro y el rey dios de Khalidor lo quería. ¿Recuerdas lo que te expliqué de Khalidor?
Azoth asintió.
Mama K abrió los ojos y enarcó las cejas. Azoth hizo una mueca y empezó a recitar:
—Khalidor es nuestro vecino del norte. Siempre han creído que Cenaria y la mayor parte de Midcyru les pertenece, pero no pueden tomarla porque el duque de Gyre y sus hombres protegen Aullavientos.
—El paso de Aullavientos es muy, muy defendible —apuntó Mama K—. ¿Y qué me dices del premio?
Al ver que Azoth la miraba sin comprender, Mama K se explicó:
—Khalidor podría tomar la ruta larga y rodear las montañas, pero no lo hace porque...
—Porque en el fondo no valemos la pena, y aquí el Sa'kagé lo gobierna todo.
—Cenaria es corrupta, el tesoro está vacío, los ceuríes nos hostigan desde el sur... y los lae'knaught se han adueñado de nuestros territorios orientales, y odian a los khalidoranos aún más que a la mayoría de los magos. Por tanto, no valemos la pena.
—¿No es lo que he dicho?
—Tenías razón, pero no por todos los motivos correctos —replicó ella. Dio otro sorbo a su ootai, y Azoth pensó que había olvidado su pregunta original o esperaba que la olvidara él. Entonces Mama K siguió hablando—: Para quitarle el tesoro a Durzo, el rey dios secuestró a Vonda y propuso un trueque: el tesoro por la vida de Vonda. Durzo decidió que su tesoro era más importante, de modo que la dejó morir. Pero algo pasó, y Durzo perdió también su tesoro. O sea que Vonda murió por nada.
—Estáis enfadada con él —aventuró Azoth.
La voz de Mama K no dejó mostrar la menor inflexión y sus ojos quedaron sin vida mientras decía:
—Era un gran tesoro, Azoth. Si yo hubiera estado en el lugar de Durzo, podría haber hecho lo mismo, salvo por un detalle... —Apartó la vista—. Vonda era mi hermana pequeña.
Solon paró el filo de la alabarda con su espada larga, la echó a un lado, luego dio un paso adelante y pateó a uno de los hombres de Logan en el vientre. Unos años atrás, esa patada habría llegado al casco de su oponente. En fin, suponía que debería estar agradecido de poder vencer todavía a los guardias de los Gyre. Era lo que pasaba por tener como amigos íntimos a un profeta y a un maestro de armas del segundo grado.
«Feir tendría algo que decir sobre lo gordo que me he puesto por dejadez. Y lo lento que estoy.»
—Mi señor —dijo Wendel North, que se acercó a los hombres que luchaban.
Logan abandonó un combate que iba perdiendo y Solon lo siguió. El mayordomo lanzó a Solon una mirada impasible, pero no protestó por su presencia.
—Mi señor, vuestra madre acaba de volver.
—¿Ah sí? ¿Dónde se había metido, Wendel, esto, quiero decir, maese North? —preguntó Logan. Con los soldados se le daba mejor, pero actuar como señor de un hombre que probablemente había estado a cargo de azotarlo hasta hacía unas pocas semanas era demasiado para Logan por el momento. Solon no se permitió sonreír, sin embargo. Ya se ocuparía la señora de Gyre de socavar la autoridad de Logan. Él no pensaba contribuir.
—Estaba hablando con la reina.
—¿Por qué?
—Ha presentado una petición de custodia.
—¿Qué? —preguntó Solon.
—Solicita a la Corona que la nombre duquesa hasta que el duque regrese o hasta que mi señor alcance la mayoría de edad, que en este país, maese Tofusin, son los veintiún años.
—Pero si tenemos las cartas en las que mi padre me nombra a mí —dijo Logan—. El rey no puede interferir en los nombramientos de una Casa a menos que sean culpables de traición.
Wendel North se subió los anteojos con nerviosismo.
—Eso no es del todo cierto, mi señor.
Solon miró hacia los guardias, que iban dejando de pelear y se acercaban como quien no quiere la cosa.
—¡No paréis, perros! —Obedecieron a toda prisa.
—El rey puede asignar un tutor a un señor menor de edad si el señor anterior de esa Casa no ha dejado las estipulaciones pertinentes —explicó Wendel—. El meollo de la cuestión es que vuestro padre dejó dos copias de la carta en la que os nombraba señor en su ausencia. Una se la dio a vuestra madre y la otra a mí. En cuanto me he enterado de adónde iba la duquesa Catrinna, he corrido a buscar mi copia, que guardaba bajo llave. Ha desaparecido. Perdonadme, mi señor. —El mayordomo se ruborizó—. Os juro que no tengo nada que ver con esto. Pensaba que tenía la única llave.
—¿Qué ha dicho la reina? —preguntó Solon.
Wendel parpadeó. Conocía la respuesta, como Solon había anticipado, pero le contrariaba mostrarle al extranjero hasta dónde alcanzaba su red de ojos y oídos. Al cabo de un momento, el mayordomo respondió:
—El asunto podría haberse despachado con bastante facilidad, pero el rey no deja que la reina tome ninguna decisión sin él. Las ha interrumpido mientras hablaban y ha dicho que sometería la cuestión a consultas. Lo siento, no sé qué significa eso.
—Me temo que yo sí —dijo Solon.
—¿Qué significa? —preguntó Logan.
—¿Quién es el procurador de vuestra familia?
—Yo he preguntado primero —protestó Logan.
—¡Chico!
—El conde Rimbold Drake —dijo Logan, algo enfurruñado.
—Significa que tenemos que hablar con el conde Drake. De inmediato.
—¿Tengo que calzarme? —preguntó Azoth. No le gustaban los zapatos. Impedían tantear el suelo para comprobar si resbalaba, y le apretaban.
—Qué va, puedes acompañarme a ver al conde Drake vestido con una túnica de noble y descalzo —respondió Durzo.
—¿De verdad?
—No.
Todas aquellas veces en que Azoth había envidiado a los hijos de los comerciantes y los señores al verlos en el mercado, nunca se había parado a pensar en lo incómoda que era su ropa. Sin embargo, Durzo era su maestro y ya estaba impacientándose por lo mucho que tardaba Azoth en prepararse, de modo que cerró la boca. No llevaba mucho tiempo siendo aprendiz de Durzo y todavía le preocupaba que el ejecutor le diese la patada.
Cruzaron el puente de Vanden para llegar a la ribera oriental. Para Azoth, fue una revelación. Nunca había intentado cruzar siquiera ese puente, ni había creído a los ratas de hermandad que juraban haberlo atravesado pasando de largo los guardias. En la orilla oriental del río no había ruinas ni edificios vacíos. No había mendigos por las calles. Olía diferente, extraño, ajeno. No le llegaba ni rastro del hedor a estiércol de los corrales. Hasta las alcantarillas eran diferentes. Solo había una cada tres calles, y ninguna en las avenidas principales. La gente no vaciaba los orinales y la basura por la ventana y dejaba que se acumulase la porquería hasta que poco a poco fluyera calle abajo. Allí, la llevaban hasta esa tercera calle y la tiraban para que bajara por unos canales de piedra practicados en las calles adoquinadas, de tal modo que hasta por esas vías era seguro caminar. Lo más alarmante, sin embargo, era que la gente olía raro. Los hombres no apestaban a sudor y a su oficio. Cuando pasaba una mujer, el olor a perfume era solo leve, en vez de asfixiante y superpuesto al del sexo y el sudor.
Cuando Azoth preguntó a Blint al respecto, el ejecutor se limitó a responder:
—Madre mía, cuánto trabajo vas a dar.
Pasaron por delante de un edificio ancho y envuelto en nubes de vapor. De él salían hombres y mujeres radiantes y perfectamente peinados. Azoth ni siquiera preguntó.