Read El Camino de las Sombras Online
Authors: Brent Weeks
Lo era. Durzo se había llevado un chasco, pero lo disimuló pagando hipocresía por hipocresía. En cualquier caso, Vonda tenía muchos otros misterios. No siempre lo trataba bien, pero al menos no le tenía miedo. Durzo no creía que lo conociese lo bastante bien para tenerle miedo. Vonda daba la impresión de surcar la superficie de la vida mientras los demás se hundían hasta el cuello en el agua de las alcantarillas. Durzo no la entendía, y eso lo embelesaba.
Después de que empezara su romance, podría haberlo mantenido en secreto. Era posible: conocía el día a día de Gwinvere lo bastante bien para haber mantenido oculto el asunto durante años. Pese a toda la perspicacia de Gwinvere, Durzo sabía ser inescrutable. Sin embargo, no había sucedido así. Vonda se lo había contado a su hermana. Probablemente lo había anunciado a las primeras de cambio, conociéndola. Quizá hubiera sido un gesto insensible, pero Vonda no sabía lo que se hacía.
«Pon fin a esto ahora, Durzo Blint —le había dicho Gwinvere, con considerable calma—. Ella te destruirá. Quiero a mi hermana, pero será tu ruina.» Todo habían sido palabras. Palabras de Gwinvere para salirse con la suya, como siempre. Con todo su poder, la enfurecía no poder dirigir las vidas que más le interesaba controlar.
El tiempo le había dado la razón, por supuesto. Quizá no en el modo en que ella pensaba, pero había acertado. Gwinvere siempre había entendido a Durzo mejor que ninguna otra persona, y él la comprendía a ella. Eran espejos uno del otro. Gwinvere Kirena habría sido perfecta para él... si él pudiera amar lo que veía en el espejo.
«¿Por qué pienso en todo esto? Son estupideces, agua pasada. Ya terminó todo.» Había que tomar una decisión: ¿educaba al chico y conservaba la esperanza, o lo mataba de inmediato?
«Esperanza. Ya. La esperanza son las mentiras que nos contamos sobre el futuro.» Había tenido esperanzas antes. Había osado soñar con una vida diferente, pero al llegar el momento...
—Se te ve pensativo, Gaelan Fuego de Estrella —dijo un bardo ladeshiano, que se sentó delante de Durzo sin pedir permiso.
—Estoy decidiendo a quién matar. Vuélveme a llamar así y saltarás al primer puesto de la lista, Aristarco.
El bardo sonrió con la confianza de quien sabe que sus perfectos dientes blancos no hacen sino resaltar una cara agraciada. «Por los Ángeles de la Noche.»
—Sentimos una curiosidad tremenda por lo que ha pasado estos últimos meses.
—Tú y la Sociedad podéis iros a tomar por saco —le espetó Durzo.
—Creo que te gusta nuestra atención, «Durzo Blint». Si nos quisieras muertos, estaríamos muertos. ¿O de verdad estás atado por ese código tuyo de sentenciar y dar a cada uno lo que se merece? Es una cuestión muy debatida en la Sociedad.
—Todavía peleándoos por los mismos asuntos, ¿eh? ¿No tenéis nada mejor que hacer? Hablar, hablar, hablar. ¿Por qué no hacéis algo productivo por una vez?
—Lo intentamos, Durzo. A decir verdad, por eso estoy aquí. Quiero ayudarte.
—Qué amable.
—Lo has perdido, ¿no es así? preguntó Aristarco—. ¿Lo has perdido, o te ha abandonado? ¿De verdad escogen las piedras a sus propios amos?
Durzo reparó en que estaba haciendo girar el cuchillo entre sus dedos una vez más. No era para intimidar al ladeshiano, que con aplomo encomiable no lanzó ni una mirada fugaz al arma, sino para mantener las manos ocupadas. No servía para nada. Paró.
—Te diré por qué nunca he sido amigo de ninguno de vosotros, Aristarco: no sé si vuestro pequeño círculo se ha interesado alguna vez por mí, o si solo le interesa mi poder. Una vez, casi me decidí a revelar algunos de mis misterios, pero me di cuenta de que lo que compartiera con uno de vosotros, lo compartía con todos. Así que dime, ¿por qué iba a dar semejante poder a mis enemigos?
—¿A eso hemos llegado? —preguntó Aristarco—. ¿Enemigos? ¿Por qué no nos borras entonces de la faz de la tierra? Estás más capacitado que nadie para ese empeño.
—No mato sin motivo. El miedo no es suficiente para motivarme. Quizá escape a vuestra comprensión, pero puedo tener poder sin usarlo.
Aristarco se acarició la barbilla.
—Entonces eres mejor hombre de lo que muchos se temen. Ahora veo por qué fuiste elegido de buen principio. —El bardo se puso en pie—. Debes saber una cosa, Durzo Blint. Estoy lejos de casa y no dispongo de los medios que desearía pero, si acudes a mí, te prestaré toda la ayuda que pueda. Y saber que has considerado justa la causa será explicación suficiente para mí. Que tengas un buen día.
El hombre salió del burdel, sonriendo y guiñando el ojo a las putas que parecían decepcionadas al perder ese cliente. Durzo vio que el bardo llevaba su encanto como una máscara.
«Las máscaras cambian, pero los enmascarados siguen siendo los mismos, ¿no?» Durzo había convivido tanto tiempo con la hez de la humanidad que veía porquería en todos los corazones. Sabía que la porquería estaba allí; en eso tenía razón. Había mugre y oscuridad incluso en el corazón de Rimbold Drake. Pero Drake no actuaba al dictado de esa oscuridad, ¿verdad? No. Ese enmascarado, aunque fuera el único, sí había cambiado.
«El miedo no es suficiente para motivarme», había dicho... mientras planeaba el asesinato de un niño. «Pero ¿qué clase de monstruo soy?»
Estaba atrapado. Verdadera y desesperadamente atrapado. Había matado a Corbin Fishill ese mismo día. El shinga y los Nueve habían sancionado la muerte. Corbin gestionaba las hermandades como si estuviera en Khalidor, enfrentando unas contra otras, fomentando una guerra abierta entre ellas y sin hacer absolutamente nada para regular la brutalidad en su seno. Los khalidoranos actuaban de aquel modo creyendo que así los mejores saldrían solos, pero el Sa'kagé quería miembros, no monstruos.
Peor aún: acababan de llegarles ciertos indicios de que Corbin podría haber estado trabajando realmente para Khalidor. Eso era inexcusable. No el aceptar el trabajo, sino aceptarlo sin informar al resto de los Nueve. La primera lealtad debía ser siempre hacia el Sa'kagé.
La muerte estaba sancionada y había sido justa. Eso no significaba que los amigos de Corbin fuesen a aceptarla. Durzo había matado antes a miembros de los Nueve, pero siempre con especial cuidado de ocultar quién había sido el responsable. Azoth había paseado como si tal cosa por su zona de actuación durante horas, un poco antes de que consumase el encargo y hasta mucho después. Demasiada gente sabía o sospechaba que Durzo había adoptado a Azoth como aprendiz para que nadie los relacionase. «Ha sido una ejecución chapucera», dirían. «A lo mejor Durzo Blint empieza a perder facultades.»
Ser el mejor lo convertía en un objetivo. La apariencia de debilidad proporcionaba a cualquier ejecutor de segunda la esperanza de ocupar su puesto. Azoth no podía haberlo sabido, por supuesto. Había tantas cosas que aún no sabía. Sin embargo, en ese destello azulado de la hoja de Sentencia, Durzo había visto su propia muerte. Si dejaba vivir al chico, él moriría. Tarde o temprano.
Y allí estaba. La economía divina. Para que alguien viviera, alguien debía morir.
Durzo Blint tomó su decisión y empezó a beber.
—El maestro Blint no ha venido a verme.
—No —respondió Mama K.
—Han pasado cuatro días. Me dijisteis que ya no estaba enfadado conmigo —dijo Azoth, cerrando las manos en puños. Pensaba que se las había cortado, pero estaban bien. Le dolían muchos otros puntos de su cuerpo, con lo que la paliza no había sido imaginaria, pero sus manos estaban bien.
—Tres días. Y no está enfadado. Bébete esto.
—No. No quiero más de esa porquería. Me pone peor. —Lamentó las palabras en el mismo instante de pronunciarlas.
Mama K alzó las cejas y enfrió la mirada. Aun arrebujado entre las mantas calientes de un dormitorio libre en el local de Mama K, cuando los ojos de la mujer se volvían gélidos nada podía transmitir calor.
—Niño, deja que te cuente una historia. ¿Has oído hablar de la Serpiente de Haran?
Azoth negó con la cabeza.
—La serpiente tiene siete cabezas pero, cada vez que alguien le corta una, crecen dos más en su lugar.
—¿De verdad? ¿Existe realmente algo así?
—No. En Haran la llaman la Serpiente de Ladesh. Es imaginaria.
—Entonces, ¿por qué me habláis de ella? —preguntó Azoth.
—¿Te estás haciendo el obtuso adrede? —Al ver que el chico no respondía, Mama K prosiguió—: Si me dejas terminar, verás que la historia es una analogía. Las analogías son mentiras que cuentan los mayores.
—¿Por qué? —Tantos días en la cama estaban volviendo respondón a Azoth.
—¿Por qué cuenta nadie mentiras? Porque son útiles. Ahora bébete tu medicina y luego cierra la boca —respondió Mama K.
Azoth sabía que se estaba pasando, de modo que no preguntó nada más. Se bebió el espeso brebaje con sabor a menta y anís.
—Ahora mismo el Sa'kagé tiene su propia Serpiente de Haran, Azoth... Kylar. ¿Te suena Corbin Fishill?
Azoth asintió. Corbin era el joven apuesto e imponente que visitaba de vez en cuando a Ja'laliel.
—Corbin era uno de los Nueve. Era el encargado de las hermandades de niños.
—¿Era? —casi graznó Azoth. No le correspondía saber siquiera que Corbin era importante, y mucho menos cuán importante.
—Durzo lo mató hace tres días. Cuando cerraron las granjas de bebés, al Sa'kagé se le abrió la posibilidad de ver crecer literalmente su propio ejército. Sin embargo, Corbin permitió o fomentó una guerra entre hermandades que estaba exterminando a los nacidos de esclavos. Y era un espía. El Sa'kagé pensaba que era un agente ceurí, pero ahora cree que estaba a sueldo de Khalidor. Los khalidoranos le pagaban con oro ceurí, probablemente por si lo descubrían, y también para que no empezase a derrochar el dinero de inmediato y llamara la atención.
»Ahora que Corbin ha muerto, han registrado sus cosas y, por desgracia, no se ha encontrado ninguna respuesta clara. Si era khalidorano, era mucho más peligroso de lo que pensábamos y el Sa'kagé debería haberlo apresado y torturado hasta estar seguro, pero, en su momento, le pareció más importante dar un ejemplo gráfico de lo que pasa a quienes administran mal los intereses del Sa'kagé. Ahora el problema es más grande.
»No creemos que Corbin ocupara su puesto el tiempo suficiente para cultivar alguna lealtad a Khalidor entre las hermandades, y a los ratas de las calles no les importa mucho de dónde venga su comida, pero, si Khalidor está intentando hacerse con las hermandades, podemos estar seguros de que hace planes a largo plazo.
—¿Cómo sabéis que no era la persona más fácil que pudieron encontrar en el Sa'kagé y ya está?
Mama K sonrió.
—No lo sabemos. Ahora mismo Khalidor está apurado sofocando unas rebeliones. Pero el rey dios se ha ganado la reputación de ser un hombre que planifica victorias, y mi suposición es que opina que faltan años para que pueda marchar al sur, pero que, cuando llegue el momento, desea que Cenaria caiga a las primeras de cambio. Si controla el Sa'kagé, tomar la ciudad será fácil. Nuestro problema es que, si fue capaz de llegar a un hombre tan bien situado como Corbin, tal vez haya docenas más. El resto de las cabezas de la serpiente pueden asomar en cualquier momento. Cualquiera en quien confiemos podría estar trabajando para Khalidor.
—¿Por qué es vuestro problema? —preguntó Azoth.
—Es mi problema porque yo también soy una de los Nueve, Kylar. Soy la maestra de los placeres.
Azoth se quedó boquiabierto. El Sa'kagé siempre había sido para él algo peligroso, enorme y lejano. Pensándolo bien, encajaba: todo el mundo sabía que Mama K había sido puta y que era rica, pero jamás se le había pasado por la cabeza. Ser la maestra de los placeres significaba que Mama K controlaba toda la prostitución de Cenaria. Cualquiera que practicara el oficio del placer respondía en última instancia ante ella.
Mama K sonrió.
—Aparte de sus deberes más... gimnásticos, mis chicas también mantienen abiertos los oídos. Te sorprendería lo parlanchines que pueden ser los hombres delante de lo que creen que es solo una puta tonta. Yo estoy al mando de los espías del Sa'kagé. Necesito saber lo que hace Khalidor. Si yo no lo sé, el Sa'kagé no lo sabe y, si nosotros no lo sabemos, el país puede caer. Créeme, no queremos que Garoth Ursuul sea nuestro rey.
—¿Por qué me contáis todo esto? —preguntó Azoth—. No soy nadie.
—Azoth no era nadie. Estás a punto de convertirte en Kylar Stern —dijo ella—. Y creo que eres más listo de lo que admite Durzo. Te lo cuento porque te necesitamos de nuestro lado. Azoth fue estúpido al salir de paseo el otro día, y podría costaros a ti o a Durzo la vida. Pero, si hubieras sabido lo que pasaba, no habrías ido allí. Metiste la pata, pero Durzo no debería haberte pegado por demostrar iniciativa. En realidad, estoy segura de que lamenta haberlo hecho, aunque nunca se disculpará. No es hombre que reconozca sus errores. Necesitamos que seas más que un aprendiz, Kylar. Necesitamos que seas un aliado. ¿Estás preparado para eso?
Azoth... Kylar asintió poco a poco.
—¿Qué queréis que haga?
Kylar intentó quedarse boquiabierto ante los adornos correctos mientras atravesaba con un sirviente la mansión de los Gyre. Mama K le había dicho que Azoth se habría quedado pasmado delante de todo lo que fuera grande o dorado. El barón Kylar Stern solo se quedaría boquiabierto ante lo que reuniese ambas cualidades, y ante las obras de arte. Logan lo había invitado como desagravio por haberle pegado, y el primer trabajo de Kylar para el Sa'kagé consistía en asegurarse de que se hacían amigos.
El portero lo dejó en manos de otro hombre mejor vestido; Kylar estuvo a punto de saludarlo como duque de Gyre antes de comprender que debía tratarse del chambelán de la casa. Con el chambelán atravesó un inmenso vestíbulo de entrada, con una escalinata doble que ascendía tres pisos flanqueando una enorme estatua de mármol de dos hombres gemelos enfrentados en batalla, ambos viendo el mismo punto débil en la defensa del otro, ambos acometiéndose. Era una de las estatuas más famosas del mundo, según Mama K:
El fin de los gemelos Grasq
. En el pasado, contó Mama K, los gemelos Grasq combatían en ejércitos distintos. Durante una larga batalla ambos perdieron las finas sobrevestes que, en su tiempo, todos los hombres llevaban sobre la coraza y que permitía identificarles si se alejaban de sus portaestandartes. No se reconocieron y entablaron combate singular. Aquel día se mataron mutuamente, aunque en anteriores batallas se habían evitado. En la escultura aparecían desnudos, armados con escudo y espada. La posición de los escudos había impedido a cada gemelo ver la cara del otro hasta el preciso instante en que ambos asestaban el golpe mortal.