El Camino de las Sombras (18 page)

BOOK: El Camino de las Sombras
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»Sé que el rey no se lo creerá, porque Aleine de Gunder es la clase de hombre que piensa que puede conseguir cuanto desee. De modo que os explicaré por qué va a creerme. —El maestro Blint se puso de pie—. En primer lugar, esta noche le dejaré un mensaje en el castillo. En segundo lugar, vais a investigar lo que fue del conde Yosar Glin, el cliente que me traicionó. En tercer lugar, está lo que ya os ha pasado a vos. Y en cuarto... Sentaos, Agón, y soltad esa espada. Resulta ofensivo.

El general supremo Agón se hundió en una silla. La larga espada se le escapó de los dedos. No parecía tener fuerzas para recogerla. A pesar de todo, seguía teniendo la mirada clara, y oía hasta la última palabra que pronunciaba el maestro Blint.

—General supremo, me da igual a quién mate el rey. Sé que tenéis rodeada esta posada, que hay ballesteros cubriendo las ventanas de esta habitación. No importan. Es más: las amenazas del rey tampoco importan. No seré el perrito faldero de nadie. Sirvo a quien quiero y cuando quiero, y jamás serviré a Aleine de Gunder. Azoth, ven aquí.

Azoth se acercó a su maestro, preguntándose por qué lo habría llamado por su nombre. Se plantó delante de Blint, que apoyó las manos en sus hombros y lo volvió de cara al general Agón.

—Azoth es mi mejor aprendiz. Es ágil. Es listo. Asimila las cosas a la primera. Trabaja sin descanso. Azoth, cuéntale al general lo que has aprendido sobre la vida.

Sin vacilar, Azoth dijo:

—La vida está vacía. 1.a vida no tiene sentido. Cuando quitamos una vida, no arrebatamos nada de valor. Los ejecutores matamos. Es todo lo que hacemos. Es todo lo que somos. No hay poetas en el oficio amargo.

—General supremo —dijo Blint—, ¿me seguís hasta aquí?

—Os sigo —respondió el general, con los ojos encendidos de ira.

La voz del maestro Blint se hizo de hielo.

—Pues sabed lo siguiente: mataría a mi propio aprendiz antes de permitir que lo usarais contra mí.

El general dio una sacudida brusca en su silla como si se hubiera sobresaltado. Miraba fijamente a Azoth. El chico siguió su mirada hasta su propio pecho.

De su cuerpo sobresalían varios centímetros de acero ensangrentado. Azoth los vio y sintió una incómoda sensación de presión que se extendía desde su espalda y lo atravesaba por el centro. Parecía fresca, luego cálida, luego dolorosa. Parpadeó lentamente y devolvió la mirada al general, cuyos ojos estaban horrorizados. Azoth contempló de nuevo el acero.

Reconocía esa hoja. Era la que había limpiado el día que salió a buscar a Muñeca. Aquel día había deseado que el maestro Blint por lo menos le pasara una tela antes de llevársela a él para que la limpiase. En la hoja tenía una filigrana que hacía surco y retenía la sangre si se dejaba secar. Había tenido que usar la punta de un estilete para sacarla. Tardó horas.

Entonces prestó atención a la ubicación de la daga. En ese ángulo y en el pecho de un niño, debía de haber cortado el vaso grueso que bajaba hasta el corazón. De ser así, el muriente caería en cuanto se retirara la daga. Habría mucha sangre. El muriente fallecería en cuestión de segundos.

El cuerpo de Azoth dio una sacudida al desaparecer la daga. Fue vagamente consciente de que se le doblaban las rodillas. Cayó de lado como un fardo y notó que algo cálido se le derramaba sobre el pecho.

Los tablones de madera del suelo lo golpearon sin piedad cuando se derrumbó sobre ellos cuan largo era. Quedó boca arriba. El maestro Blint sostenía una daga ensangrentada en la mano y decía algo.

«¿Acaba de apuñalarme el maestro Blint?» Azoth no podía creérselo. ¿Qué había hecho? Pensaba que el maestro Blint estaba complacido con él. Debía de ser por Muñeca. Debía de seguir enfadado por aquello. Con lo bien que parecían ir las cosas. Había una luz blanca y dorada por todas partes. Y sentía calor. Cuánto calor.

Capítulo 20

—¡Majestad, por favor!

El rey Aleine IX de Gunder se dejó caer en el trono.

—Brant, es un hombre. ¡Uno solo! —Lanzó un torrente de imprecaciones—. ¿Me pides que mande a mi familia al campo por miedo a un único hombre?

—Majestad —insistió el general supremo Brant Agón—, la definición de «hombre» quizá se quede corta para Durzo Blint. Comprendo las consecuencias de...

—¡Eso! ¿Tienes idea de cuántas habladurías causará que saque de aquí a mi familia sin previo aviso? —El rey volvió a maldecir sin poner atención—. Sé lo que dicen de mí. ¡Lo sé! No les daré ese gusto, Brant.

—Majestad, este asesino no es proclive a las amenazas vacías. ¡Por todo lo más sagrado, asesinó a su propio aprendiz solo para dejar clara su postura!

—Una farsa. Vamos, general. Estabas drogado. No sabías lo que pasaba.

—Mi cuerpo estaba afectado, no mi cabeza. Sé lo que vi.

El rey olisqueó y después frunció el labio al captar un leve olor a azufre en el aire.

—¡Maldita sea! ¿Es que estos idiotas no saben hacer nada a derechas?

Uno de los conductos que transportaba aire caliente desde la Grieta de la isla de Vos, justo al norte del castillo, había vuelto a estropearse. «No aprecia lo mucho que nos ahorran al año los ingenieros calentando el castillo entero con tuberías empotradas en la misma piedra. No le importa que las ruedas de aspas que hacen girar el viento de la Grieta le proporcionen la potencia de doscientos molinos. Lo que lo enfurece es oler a azufre una vez cada dos semanas.» Agón se preguntó a qué dios habría ofendido Cenaria para merecer semejante rey.

Debería haber presionado a Regnus de Gyre. Debería habérselo expuesto con mayor claridad. Debería haberle mentido sobre lo que pasaría con los hijos de Nalia y Aleine. Podría haber servido a Regnus con orgullo. Con orgullo y honor.

—Puede que lo vieras matar a un niño —dijo el rey—. ¿A quién le importa? —«A ti debería importarte. A Regnus le habría importado»—. Seguro que era un rata de las calles que recogió con el afán de impresionarte.

—Con el debido respeto, majestad, os equivocáis. Me las he visto con hombres formidables. Me enfrenté a Dorgan Dunwal en combate singular. Luché contra los lanceros lae'knaught del teniente Graeblan. Yo...

—Sí, sí. Miles de malditas batallas de la maldita época de mi padre. Muy impresionante —interrumpió el rey—. Pero nunca has aprendido nada sobre gobernar, ¿a que no?

El general Agón se puso tenso.

—No como vos, majestad.

—Pues bien, si hubieses aprendido algo, «general», sabrías que no puedo tirar piedras contra mi propia reputación. —Volvió a maldecir, largo y tendido pero de forma inconexa—. ¡Huir de mi propio castillo en plena noche!

No había quien trabajara con él. Era una vergüenza para Agón y debería avergonzarse de sí mismo. Pese a todo, Agón le había jurado lealtad, y había decidido tiempo atrás que un juramento daba la medida del hombre que lo pronunciaba. Era como su matrimonio; no iba a romper sus votos solo porque su mujer no pudiera darle hijos.

«Sin embargo, ¿siguen siendo válidos los votos cuando tu propio rey ha conspirado para quitarte la vida? ¿Y no en un combate honorable, sino mediante el cuchillo nocturno de un asesino?»

Aquello había sucedido antes de que Agón jurase lealtad al rey, de todos modos. Ahora había empeñado su palabra y ya no tenía ninguna importancia que, de haber sabido entonces lo que sabía ahora, habría preferido la muerte que servir a Aleine IX de Gunder.

—Majestad, ¿tengo permiso al menos para organizar un ejercicio esta noche, con mis guardias y también vuestro mago? El capitán tiene por costumbre hacer ese tipo de cosas sin anunciarlas para que los hombres no se oxiden. —«Aunque me pregunto por qué estoy defendiendo tu cabeza hueca.»

—Bah, al cuerno contigo, general. Contigo y con tu paranoia de mierda. De acuerdo. Haz lo que te venga en gana.

El general Agón se volvió para salir de la sala del trono. Davin, el predecesor del rey, también había sido un cabeza hueca, pero al menos lo sabía y delegaba en sus consejeros.

Aleine X, el hijo del rey actual, solo tenía catorce años, pero prometía. Parecía haber heredado parte de la inteligencia de su madre, por lo menos. «Si Décimo fuese lo bastante mayor para asumir el poder, quizá yo provocaría a ese asesino. Dios bendito, tal vez lo contrataría.» El general Agón meneó la cabeza. Eso era traición, y no tenía cabida en el pensamiento de un general.

Fergund Sa'fasti había recibido su destino en Cenaria más por su visión política que por su Talento. Lo cierto era que a duras penas se había ganado la túnica azul. Aun así, sus talentos, ya que no su Talento, le habían sido de gran utilidad en Cenaria. El rey era estúpido a la par que temerario, pero podía trabajarse con él, siempre que a uno le trajeran sin cuidado las impertinencias y las andanadas de palabrotas.

Sin embargo, esa noche Fergund deambulaba por el castillo como si fuese un centinela. Había apelado al rey, pero Aleine IX (solo lo llamaban «el Nono» cuando estaban bebiendo entre amigos) le había insultado y lo había puesto a las órdenes del general supremo.

Por lo que a Fergund respectaba, el general supremo Agón era una reliquia. Que pena que no hubiera sabido adaptarse al Nono.

El viejo tenía cosas que ofrecer. También era cierto que, cuantos menos consejeros tuviera el rey, más importante se volvía Fergund.

Disgustado con su cometido de esa noche, ¿qué estaba buscando, para empezar?, Fergund prosiguió su solitario recorrido por el patio de armas del castillo. Se había planteado solicitar una escolta, pero se suponía que un mago era más mortífero que cien hombres. Por mucho que eso no fuera exactamente cierto en su caso, tampoco le haría ningún bien pregonarlo a voces.

El patio era un rombo irregular de trescientos pasos de ancho y casi cuatrocientos de largo. Estaba flanqueado al noroeste y el sudeste por el río, ya que el Plith quedaba dividido en dos a lo largo de ochocientos metros por la isla de Vos y se volvía a unir con fuerza al sur del castillo.

Animaban el patio los ruidos de los hombres, caballos y perros que se preparaban para pasar la noche. Era lo bastante temprano para que todavía hubiese gente jugando en los barracones, y los compases de una lira y un insulto campechano flotaron por un momento en la espesa niebla.

Fergund se cerró la capa en torno a los hombros. El cuarto de luna no hacía gran cosa por penetrar en la fría niebla que se elevaba del río y se colaba por las puertas. El aire húmedo besaba el cuello de Fergund, que lamentó su reciente corte de pelo. El rey se había burlado de su melena, pero a la amante de Fergund le encantaba.

Y ahora que llevaba el pelo corto, el rey se burlaba por eso.

La niebla formó un abultamiento extraño en el portón de hierro y Fergund se detuvo en seco. Abrazó el poder —«¿abrazar?», siempre le había recordado más a una lucha cuerpo a cuerpo— y escudriñó entre la niebla. Nada más emplearlo, el poder lo tranquilizó. Su oído y su vista se habían agudizado, y no descubrió nada amenazador.

Respiró hondo y se obligó a seguir adelante y cruzar el portón. No sabía si eran imaginaciones suyas, pero daba la impresión de que la niebla se pegaba a las murallas del castillo como un ejército invasor y se colaba por la brecha que era el portón de hierro. La bruma se acumulaba hasta llegarle casi a los hombros, y las antorchas colgadas sobre las cabezas de los dos guardias hacían poco por disiparla.

Fergund los saludó con la cabeza, dio media vuelta y empezó a regresar hacia el castillo. Notaba un peso entre los omóplatos, como si unos ojos lo observaran fijamente, y reprimió el impulso de mirar por encima del hombro. A medida que fue acercándose a las cuadras, la sensación no hizo sino crecer. El aire se antojaba pesado, tan espeso que era como atravesar un puré. La niebla parecía enroscarse en torno a él y lamerle la nuca desnuda, provocándolo.

Con la crecida de la niebla, la luna y las estrellas desaparecieron por completo. El mundo quedó envuelto en nubes.

Fergund tropezó al doblar la esquina de las cuadras. Alargó una mano para apoyarse en la pared de madera y recobrar el equilibrio, pero tocó algo que cedió por un momento antes de desaparecer. Como si hubiese tocado a un hombre apostado allí.

Retrocedió a trompicones y buscó a la desesperada el abrazo. No podía ver nada. Allí no había nadie. Por fin su Talento acudió a él. Captó un fugaz atisbo de movimiento que entraba en las cuadras... pero podrían haber sido imaginaciones.

¿Había olido a ajo? Eso sí que tenía que ser fruto de su fantasía. Sin embargo, ¿por qué iba a imaginarse algo así? Vaciló durante bastante rato, pero era un mago débil, no un hombre débil. Preparó una bola de fuego y desenfundó su cuchillo. Giró la esquina trazando una curva amplia y agudizando todos los sentidos, mágicos y mundanos.

Entró de un salto por la puerta y miró a su alrededor frenéticamente. Nada. Los caballos estaban en sus compartimentos y sus olores se entremezclaban con la espesa niebla. Solo se oía el piafar y la respiración regular de los animales dormidos. Escudriñó la oscuridad en busca de alguna señal de movimiento, pero no halló nada.

Cuanto más miraba, más tonto se sentía. Una parte de él se inclinaba por adentrarse más en las caballerizas, y otra lo instaba a salir de inmediato. Nadie sabría que se había marchado. Podía dirigirse al otro extremo del castillo y hacer aquella parte de la ronda. Por otro lado, si atrapaba sin ayuda a un intruso, era indudable que el rey lo recompensaría bien. Si algo sabía el Nono era recompensar a sus amigos.

Poco a poco, Fergund materializó en forma visible el fuego que tenía preparado. Titiló un poco y enseguida se afianzó ardiendo en la palma de su mano. El caballo del primer compartimento se espantó y dejó escapar un resuello, y Fergund avanzó para tranquilizarlo. Sin embargo, con fuego en una mano y un reluciente cuchillo en la otra, no cosechó gran éxito.

El caballo relinchó con fuerza y corcoveó; el ruido despertó a sus vecinos.

—¡Chiss! —dijo Fergund—. Cálmate, soy yo, no pasa nada.

Sin embargo, la presencia de un desconocido con fuego mágico era demasiado para los animales. Empezaron a relinchar a pleno pulmón. El semental del segundo compartimento se puso a dar coces.

—¿Que no me pararás de arrincar a las bestias, hombre? —dijo una voz potente a sus espaldas.

Fergund se llevó tal susto que soltó el cuchillo y el fuego de la mano se esfumó. Giró sobre sus talones. No era más que el caballerizo mayor, un hombre achaparrado y barbudo de la isla de Planga. Dorg Gamet entró por donde lo había hecho Fergund, con una lámpara en la mano. Dedicó al mago una mirada de puro desdén mientras este se agachaba con aprensión para recoger su cuchillo de una pila de excremento de caballo.

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