Read El Camino de las Sombras Online
Authors: Brent Weeks
Dorg recorrió a buen paso la hilera de compartimentos y, a una caricia suya y al oír su voz, los caballos se calmaron al instante. Fergund lo observó, sintiéndose torpe. Dorg terminó y volvió a pasarle por delante de camino hacia fuera.
—Solo estaba patru...
—Usa un fanal, mostrenco —le espetó Dorg. Le encasquetó su farol en la mano y se alejó, murmurando para sus adentros—. Va, hombre, mira que arrinconarme a la caballada con fuego de brujo...
—Es fuego de mago. ¡No es lo mismo! —exclamó Fergund a su espalda.
Dorg salió hecho una furia de las cuadras y Fergund apenas había dado media vuelta cuando oyó un golpe sordo.
Salió corriendo. Dorg estaba tendido en el suelo, inconsciente. Antes de que pudiera gritar, notó algo cálido en el cuello. Empezó a levantar una mano y notó que alguien le quitaba el farol con suavidad de la otra. Los músculos se le entumecieron.
La luz se apagó.
—¿Qué demonios has hecho? —preguntó Mama K, alzando la vista cuando Durzo entró sin miramientos por la puerta.
—Un buen trabajo —respondió el ejecutor—. Y me ha sobrado tiempo para una noche de jarana. —Esbozó una sonrisa grosera. Apestaba a ajo y alcohol.
—Tus juergas me traen sin cuidado. ¿Qué le has hecho a Azoth? —Miró hacia la figura inmóvil que ocupaba la cama de su habitación de invitados.
—Na —dijo Durzo, con una sonrisilla bobalicona—. Míralo. No le pasa na.
—Pero ¿qué dices? ¡Si está inconsciente! He vuelto y las criadas estaban todas alborotadas porque te habías presentado aquí con... a mí me han dicho un cadáver. He subido y me he encontrado con Azoth. No puedo despertarlo. Está muerto para el mundo.
Por algún motivo, eso hizo gracia a Durzo, que rompió a reír.
Mama K le dio una bofetada, con fuerza.
—Dime lo que has hecho. ¿Lo has envenenado?
Eso serenó a Durzo, que sacudió la cabeza para despejarse.
—Está muerto. Tiene que estarlo.
—¿Qué demonios quieres decir?
—Gwinvere, preciosa —dijo Durzo—. No sabría decirte. Alguien me amenazó. Alguien capaz de cumplir su amenaza. Dijeron que irían primero a por Azo, después a por ti... ¡y sabían lo de Vonda!
Mama K se apartó. ¿Quién tenía el poder de amenazar a Durzo? ¿Quién o qué podía asustar a Durzo Blint?
El ejecutor se dejó caer pesadamente en una silla y hundió la cara entre las manos.
—Tienen que creer que está muerto. Y más con lo de esta noche.
—¿Has fingido que matabas a Azoth?
Durzo asintió.
—Para demostrar que no me importaba. Para demostrar que no podían presionarme.
«Pero te importa —pensó Mama K—, y sí pueden.» Sabía que Durzo estaba pensando lo mismo. El ejecutor nunca había sido tan invencible como aparentaba. Y cuando su control se resquebrajaba lo más mínimo, cedía a lo grande. Lo mejor que podía hacer Mama K era asegurarse de que Durzo fuera a alguno de sus burdeles, donde encargaría a alguien que le echara un ojo. Tal vez se quedara allí dos o tres días seguidos, pero Mama K podía mantenerlo a salvo. Relativamente.
—Yo me ocuparé del chico —se oyó decir—. ¿Tienes idea de qué hacer con él cuando se despierte?
—Se quedará con los Drake como teníamos planeado. Está muerto para este mundo.
—¿Qué has usado?
Durzo la miró, confundido.
—¿Qué veneno...? Déjalo, tú dime cuánto tiempo permanecerá inconsciente.
—A saber.
Mama K entrecerró los ojos. Le daban ganas de volver a abofetearlo. Estaba loco. Hasta para un envenenador tan brillante como Durzo era facilísimo errar la proporción cuando se trataba de un niño. Un menor no era simplemente un adulto a pequeña escala. Podría haberlo matado. Quizá Azoth nunca despertara, o quizá al despertar se hubiera quedado imbécil o hubiese perdido la movilidad de sus extremidades.
—Sabías que podía morir —dijo ella.
—A veces hay que jugársela. —Durzo se palmeó los bolsillos en busca de ajo.
—Empiezas a querer a este niño y eso te tiene muerto de miedo. Una parte de ti desea verlo muerto, ¿no es así, Durzo?
—Si no me queda más remedio que escuchar tu parloteo, ¿puedes por lo menos ofrecerme un trago?
—Responde.
—La vida está vacía. El amor es el fracaso. Mejor que muera ahora que provocar que nos maten a los dos más tarde. —Con eso, Blint pareció desinflarse. Mama K supo que no diría nada más.
—¿Cuánto tiempo te pasarás de putas? —preguntó.
—A saber —contestó Blint, sin apenas moverse.
—¡Maldito seas! ¿Más o menos de lo normal?
—Más —dijo Durzo al cabo de un minuto—. Sin duda más.
El torrente de imprecaciones anunció con diez segundos de antelación la llegada del rey al salón del trono. El general supremo Agón oyó a los sirvientes que se escabullían, vio a los centinelas de las entradas cambiar de postura con desasosiego y reparó en que todo miembro del personal cuya presencia no fuera inexcusable huía despavorido.
El rey Aleine IX irrumpió en la sala.
—¡Brant! Maldito, montón de... —El general supremo borró de su cabeza la larga lista de cosas repulsivas a las que se parecía y solo prestó atención de nuevo cuando el Nono retomó el hilo—. ¿Qué pasó anoche?
—Majestad —dijo el general—, no lo sabemos.
Otro aluvión de palabrotas, algunas de ellas más creativas de lo normal, aunque el Nono no era un dechado de inventiva y nadie osaba maldecir en su presencia, de modo que su arsenal se limitaba a las variaciones de la palabra «mierda».
—Lo que sí sabemos es lo siguiente —dijo Brant Agón—: alguien entró anoche en el castillo. Supongo que podemos dar por sentado que fue el hombre del que hemos hablado. —No hacía falta que los espías presentes se enterasen de todo.
—Durzo Blint —dijo el rey, asintiendo.
El general supremo suspiró.
—Sí, majestad. Al parecer dejó inconscientes a un guardia del propio castillo, a Fergund Sa'fasti y a vuestro caballerizo mayor.
Más palabrotas, y luego:
—¿Cómo que «dejó inconscientes»? —El rey caminaba de un lado a otro.
—No tenían ninguna marca y no se acordaban de nada, aunque el guardia tenía un pequeño pinchazo en el cuello, como de una aguja.
El rey maldijo un rato más y luego insultó al avergonzado mago. Como de costumbre, Agón se descubrió más aburrido que ofendido. Las maldiciones del rey no significaban nada salvo «Miradme, soy un niño mimado». El Nono por fin fue a dar con otra pregunta coherente.
—¿No pasó nada más?
—Todavía no hemos descubierto nada, mi señor. Todos los guardias de vuestros aposentos y los de vuestra esposa, hijas e hijo informaron de que no vieron nada fuera de lo normal.
—No es justo —protestó el rey, mientras se dirigía con paso de niño caprichoso hacia su trono—. ¿Qué he hecho yo para merecer esto? —Se dejó caer en el trono y soltó un chillido.
Prácticamente salió volando de los cojines. Se agarró al general supremo Agón.
—¡Ay, dioses! Me mareo. ¡Me muero! ¡Malditos seáis todos! ¡Me muero! ¡Guardias! ¡Socorro! ¡Guardias! —La voz del rey se fue volviendo cada vez más aguda, hasta que rompió a llorar mientras los centinelas hacían sonar silbatos y campanas y el salón del trono se convertía en un hervidero de actividad.
El general Agón se quitó de encima las manos del rey y lo dejó con las piernas flojeando en brazos de su secuaz, Fergund Sa'fasti, que fue tan torpe que lo dejó caer. El rey se derrumbó en el suelo y se puso a gimotear como un crío. El general Agón lo dejó de lado y se acercó al trono con paso firme.
Enseguida vio lo que estaba buscando: una aguja larga y gruesa que asomaba en vertical de un desgastado cojín del trono. Intentó sacarla con los dedos, pero estaba enganchada. La habían encajado de forma que no se doblase si el rey se sentaba en un ángulo extraño.
El general Agón desenfundó su cuchillo y desgarró el cojín. Tiró de la aguja, sin prestar atención a las campanas ni a los guardias que entraban en tropel en la sala, rodeaban al rey y se llevaban a todos los presentes a una salita lateral para retenerlos e interrogarlos.
Agón extrajo por fin la aguja. Llevaba una nota atada que rezaba: «Podría haber estado envenenada».
—¡Paso! —exclamaba un hombre menudo que se acercaba desde atrás apartando soldados de su camino. Era el médico del rey.
—Dejadle pasar —ordenó el general supremo. Los soldados se apartaron del rey, que seguía lloriqueando en el suelo.
Brant le hizo una seña al médico, le enseñó la nota y susurró:
—El rey necesitará un poco de vino de adormidera, puede que mucho. Pero no está envenenado.
—Gracias —dijo el hombre. Tras él, el monarca se había bajado los pantalones y arqueaba el cuello intentando verse la herida de la nalga—. Pero creedme, sé cómo tratar con él.
El general contuvo una sonrisa.
—Escoltad al rey a sus aposentos —ordenó a los soldados—. Montad guardia a su puerta, con dos capitanes dentro de la habitación. El resto, regresad a vuestras ocupaciones.
—¡Brant! —aulló el rey mientras los guardias lo recogían del suelo—. ¡Brant! ¡Lo quiero muerto! ¡Maldita sea, lo quiero muerto!
Brant Agón no se movió hasta que el salón del trono estuvo vacío una vez más. El rey quería declarar la guerra a una sombra, a una sombra sin más partes corpóreas que el acero de sus armas. Asesinar a un ejecutor sería equivalente a eso. O a algo peor. ¿Cuántos hombres morirían antes de que el orgullo del rey quedara restaurado?
—¿Mi señor? —preguntó una mujer armándose de valor. Era una de las dueñas. Tenía un fardo de tela en las manos—. Me han... escogido para informar en nombre de todas las señoras de honor, general. Pero como el rey se ha retirado y todo lo demás... ¿Podría...?
El general la miró con atención. Era una anciana y a todas luces temía por su vida. Supuso que la habían «escogido» por el expediente de sacar la pajita más corta.
—¿De qué se trata?
—Hemos encontrado esto. Alguien dejó uno en todas las alcobas reales, señor.
La dueña le pasó el fardo. Contenía seis dagas negras. —¿Dónde? —preguntó Agón, con un nudo en la garganta. —Bajo... Bajo las almohadas de la familia real, señor.
Unos pasitos penetraron en la consciencia de Azoth. Era algo extraño oír eso estando muerto, pero no había otra forma de describirlo. Pies pequeños y desnudos sobre un suelo de piedra. Debía de estar al aire libre, porque el sonido no rebotaba en ninguna pared. Intentó abrir los ojos y no lo consiguió. Quizá estar muerto consistía en eso. Quizá nunca se abandonaba el cuerpo. Quizá uno permanecía dentro de su cadáver, obligado a sentir su propia y lenta descomposición. Esperaba no ser pasto de los perros. O de los lobos. Había tenido sueños terroríficos en los que un lobo de ojos amarillos incandescentes le sonreía. Si estuviera atrapado en su cuerpo muerto, ¿qué pasaría si empezaban a arrancarle trozos? ¿Encontraría el olvido como si por fin durmiera o se partiría en pedacitos de consciencia que acabarían disipándose en la tierra tras pasar por la panza de una docena de animales?
Notó algo en la cara y los ojos se le abrieron de golpe. Oyó el gritito ahogado antes de que pudiera enfocar la mirada a quien lo había lanzado. Era una niña pequeña, de a lo mejor cinco años, con los ojos tan abiertos que parecían cubrirle la mitad de la cara.
—¿Nunca has visto un cadáver? —preguntó Azoth.
—¡Padre! ¡Padre! —chilló la cría con el sorprendente volumen que pueden alcanzar los niños pequeños.
Azoth gimió —los chillidos se clavaban en su cabeza como puñales— y se recostó de nuevo en las almohadas. «¿Almohadas?» Entonces no estaba muerto. Se suponía que eso era bueno.
Cuando volvió a despertarse, debía de haber pasado algo de tiempo, porque en la habitación había luz y corriente de aire. Las amplias ventanas estaban abiertas, y los muebles de cerezo y el suelo de mármol relucían a la luz del sol. Azoth reconoció el artesonado del techo; lo había contemplado antes. Estaba en el cuarto de invitados del conde Drake.
—Has regresado de entre los muertos, ¿eh? —dijo el conde. Estaba sonriendo. Al ver la expresión de Azoth, añadió—: No me hagas caso, lo siento. No pienses en eso. No pienses en nada. Come.
Dejó un plato humeante de huevos con jamón delante de Azoth, junto a una copa de vino bien aguado. La comida habló sin intermediarios con el estómago de Azoth, sorteando por completo sus funciones cognitivas superiores. Habían pasado varios minutos cuando se dio cuenta de que tanto el plato como la copa estaban vacíos.
—Mejor —dijo el conde. Se sentó al borde de la cama y limpió con aire distraído los cristales de sus quevedos—. ¿Sabes quién soy y dónde estás? Bien. ¿Recuerdas quién eres?
Azoth asintió con lentitud. «Kylar.»
—Me han transmitido unos cuantos mensajes para ti, pero si no te sientes del todo bien...
—No, adelante —dijo Kylar.
—El maestro «Tulii» dice que tu trabajo ahora es prepararte para tu nueva vida y ponerte bien. Textualmente: «Mantén el culo en la cama. Quiero que estés listo cuando vaya a buscarte».
Kylar se rió. Muy propio del maestro Blint, no cabía duda.
—¿Y cuándo vendrá?
Una expresión de congoja asomó al rostro del conde.
—Tardará lo suyo. Pero no tienes que preocuparte por eso. A partir de ahora vivirás aquí. Para siempre. Seguirás recibiendo lecciones de tu maestro, claro está, pero haremos todo lo posible por quitarte ese aspecto barriobajero. Tu maestro me ha encargado comunicarte que no te recuperarás tan pronto como esperas. Y además, hay otra cosa que quiero decirte yo. Sobre tu amiguita.
—¿Queréis decir...?
—Le va bien, Kylar.
—¿De verdad?
—Su nueva familia le ha puesto el nombre de Elene. Tiene ropa buena y tres comidas al día. Son buenas personas. La querrán. Ahora podrá tener una vida real. Sin embargo, si quieres serle de alguna utilidad, tienes que reponerte.
Kylar se sentía como si flotara. El sol que entraba a raudales por las ventanas parecía más brillante, más nítido. En el alféizar resplandecía un ramo de rosas anaranjadas y flores de lavanda. Se sentía bien, como no se había sentido desde que Rata se convirtió en el puño del Dragón Negro.
—Hasta la llevaron a una maga que dijo que se pondrá bien, pero no pudo hacer nada con las cicatrices.
Fue como si acabaran de perfilar su felicidad con alquitrán.