El Camino de las Sombras (21 page)

BOOK: El Camino de las Sombras
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Kylar recapacitó, mientras el maestro Blint esperaba.

—Sabemos que tengo Talento pero no cómo ni cuánto, por eso no podéis decirme qué seré capaz de hacer.

—Exacto —dijo el maestro Blint—. Conmigo como maestro, sin duda aprenderás algunas cosas. ¿Que necesitas esconderte? Tu Talento desviará algo de luz. ¿Que tienes que caminar en silencio? Amortiguará el sonido de sus pasos. Pero, como cualquier talento, tiene sus límites. Si caminas a pleno sol del mediodía, te verán. Si pisas hojas secas, te oirán. Tienes Talento, no eres un dios. Tal vez tengas más labia que nadie pero, si insultas al rey, te las verás con el verdugo.

—Si domino doce idiomas y me hablan en un decimotercero, no entenderé lo que me dicen.

—A veces sí que escuchas —reconoció el maestro Blint—. Ahora tengo que irme. El conde Drake cuidará de ti. Es un buen hombre, Kylar. Demasiado bueno. Puedes confiarle tu vida; eso sí, no le dejes que empiece con el rollo de tu alma. Y piensa en ti mismo siempre como en Kylar. Azoth está muerto.

—¿Muerto? —La palabra liberó todos los recuerdos, el miedo y la ira que se habían acumulado dentro de Kylar como si los hubieran disparado con ballesta. Su máscara cayó al instante y fue Azoth una vez más.

Agarró el brazo del maestro Blint.

—¿De ve... de verdad mo...?

—¡No! No moriste. ¿A ti esto te parece el infierno? —Blint hizo un gesto—. Ja. Y en el cielo no me dejarían entrar a verte.

Sin embargo, Azoth recordaba haber visto el cuchillo que le sobresalía del pecho... qué real había parecido. «¿Cómo pudo pasar algo así?»

—No podía trabajar para ellos —dijo el maestro Blint—. Para esa gente yo sería una espada ensangrentada. No podrían limpiarme y no podrían envainarme. Habrían acabado matándome. Es más fácil tener controlados a tus enemigos que a tus amigos.

—¿Por eso os habéis dedicado a matar ejecutores? —preguntó Azoth, intentando dominarse. Durante semanas había apartado de su pensamiento aquella tarde, pero ya no podía evitarlo. Recordó la expresión de los ojos del general supremo, el pasmo absoluto. Recordó que había seguido esos ojos hasta su propio pecho.

—Nadie bueno aceptaría el encargo de matarme. Los hombres como Wrable, Patíbulo y Severing se ganan demasiado bien la vida con sus trabajos habituales para jugarse el pellejo enfrentándose a un verdadero ejecutor. Y ahora, recuerda: eres un Stern. Estás orgulloso de eso, aunque seas pobre. Los Stern son barones, de modo que pertenecen a la alta nobleza, pero en su nivel más bajo...

—Lo sé —lo interrumpió Azoth—. Lo sé.

¿Eran imaginaciones suyas, o el maestro Blint acababa de poner cara de culpabilidad? El ejecutor metió la mano en un bolsillo y se echó un diente de ajo a la boca. Si se hubiera tratado de cualquier otra persona, Azoth habría jurado que intentaba distraerlo, que ardía en deseos de salir de la habitación antes de que Azoth le echara algo en cara. «¿Por qué tenía tantas ganas de complacer a un hombre dispuesto a asesinarme?»

«Creía que le importaba.» En las semanas que había pasado en la cama, Kylar había estado solo. Había dejado atrás todo lo perteneciente a su antigua vida. Jarl y Muñeca habían sido auténticos amigos. Se preocupaban por él. Ahora fingía ser amigo de Logan de Gyre... y hasta él se había ido. Ni siquiera Mama K pasaba a visitarlo.

Sentía un dolor casi físico cuando el conde y la condesa entraban al mismo tiempo. Su amor mutuo era evidente, un vínculo genuino que les proporcionaba seguridad y felicidad. Hasta Logan y Serah intercambiaban a veces unas miradas que ponían de manifiesto que se gustaban. Esas miradas, ese amor, llenaban a Kylar de un anhelo tan hondo que creía que le abriría un hueco en el pecho. No era simple hambre; un rata de hermandad conocía el hambre igual que conocía las alcantarillas donde se acurrucaba buscando calor en invierno. El hambre no era cómoda, pero resultaba familiar y no era algo que temer. Lo suyo era más una sed, como si su cuerpo entero estuviese reseco, cuarteado, a punto de desmigajarse. Moría de sed a orillas del lago más grande del mundo.

Todo aquello le estaba vedado. Para él, ese lago era un océano. Era agua salada que solo le daría más y más sed, hasta causarle la locura y la muerte. El amor era la muerte para un ejecutor. Locura, debilidad, vulnerabilidad y muerte, no solo para el propio ejecutor, sino también para cualquiera al que amase. En la vida de Azoth todo era muerte. Había jurado no amar jamás, pero cuando lo prometió no había visto nada parecido a lo que compartían el conde y la condesa. Resultaría tolerable si por lo menos le importase a alguien.

En la temporada que llevaba con el maestro Blint, había empezado a creer que el ejecutor lo apreciaba, que lo cuidaba. Había creído que en ocasiones el maestro Blint incluso se enorgullecía de él. Pese a que Azoth no tenía nada que ver con el canoso general supremo, hubo algo correcto en la indignación y la incredulidad que expresó el viejo militar cuando el maestro Blint apuñaló a su aprendiz. No debería haber hecho eso. Azoth rompió a llorar.

—¿Cómo pudisteis hacerlo? ¿Qué os pasa? No estuvo bien.

Pilló a Blint desprevenido por un momento, aunque después montó en cólera. Agarró a Azoth por la túnica y lo sacudió.

—¡Maldito seas! ¡Usa la cabeza! Si no eres más espabilado, debería haberte matado de verdad. ¿Me creyó el general cuando dije que no me importaba si te mataban?

Azoth apartó la vista, su maestro tenía razón.

—Lo teníais planeado desde el principio.

—¡Pues claro que sí! ¿Por qué te crees que te descoloramos el pelo? Era el único modo de salvarte. Azoth debía morir para que Kylar viviese. De otro modo hubiesen tenido una palanca. Cualquier lazo que establezcas en esta vida será usado contra ti. Por eso somos fuertes. Por eso cuatro ejecutores no han podido matarme. Porque no tengo lazos. Por eso no puedes enamorarte. Te vuelve débil. En cuanto hallas algo a lo que no puedes renunciar, estás atrapado, condenado. Si alguien piensa que me importa un pelo de culo de rata lo que te pase, tú te conviertes en un blanco. Para todo el mundo.

«¿Cómo lo hace? ¿Cómo es tan fuerte?»—Y ahora mira. ¡Mírame las manos, joder!

Blint las levantó. Las dos estaban vacías. Cerró un puño y se golpeó con él el otro brazo. Una daga ensangrentada asomó por el otro lado. Retiró la mano y el cuchillo salió atravesándole la carne. Después se deshizo en volutas como si fuera de humo y desapareció.

—Tengo un poco de Talento para las ilusiones, Kylar. Con la tuya me esmeré más porque tenía que dar el pego, pero lo único que hice fue clavarte en la espalda una aguja envenenada y mantener la ilusión hasta que hizo efecto.

—Pero yo lo sentí —dijo Kylar. Estaba recobrando el equilibrio. Las lágrimas se habían secado. Volvía a pensar en sí mismo como en Kylar.

—Claro que lo sentiste. Sentiste que te golpeaba y viste salir una daga de tu pecho. Al mismo tiempo tu cuerpo intentaba luchar contra una docena de venenos suaves. Sacaste las conclusiones que pudiste. Fue una apuesta arriesgada. Esa ilusión consumió casi todo el poder que puedo usar en un día. Si los hombres de Agón hubiesen irrumpido en la habitación, habría sido nuestro fin. Los venenos que usé sembraron el caos en tu cuerpo. Podrían haberte matado. Una vez más, era un riesgo que debía correr.

«Al maestro Blint sí le importa lo que me pase.» El pensamiento lo asaltó como un rayo. El maestro Blint se había arriesgado gastando todo su poder para salvar a Azoth. Aunque solo fuera el afecto que puede sentir un maestro por su aprendiz aventajado, la aprobación de Blint inundó a Azoth —«¡Kylar!»— como si el ejecutor le hubiese dado un abrazo.

A ningún adulto le había importado nunca lo que le pasara. La única otra persona que había arriesgado alguna vez algo por él era Jarl, y Jarl formaba parte de otra vida.

La verdad era que Azoth odiaba a Azoth. Azoth era cobarde, pasivo, débil, temeroso y desleal. Azoth había vacilado. El maestro Blint no lo sabía, pero los venenos de la aguja sí habían matado a Azoth. En adelante sería Kylar, y Kylar sería todo lo que Azoth no se había atrevido a ser.

En ese momento, Azoth se convirtió en Kylar y Kylar se entregó a Blint. Si alguna vez había obedecido a su maestro con desgana o por miedo, si alguna vez había fantaseado con regresar un día y matarlo por lo duro que era el entrenamiento, todo eso se lo acababa de llevar el viento. El maestro Blint era duro con Kylar porque la vida era dura. La vida era dura pero Blint era más duro, más fuerte y más resistente que todo lo que las Madrigueras pudieran ponerle por delante. Prohibía el amor porque el amor destruiría a Kylar. El maestro Blint era más sabio que él. Era fuerte, y haría fuerte a Kylar. Era temible, y Kylar sería temible. Pero todo lo hacía por Kylar. Todo lo hacía para protegerlo, para convertirlo en el mejor ejecutor que pudiera ser.

De acuerdo, no era amor. ¿Y qué? Era algo. A lo mejor los nobles tenían la suerte de vivir a la orilla de ese lago y beber a su antojo. Esa vida no estaba escrita para un rata de hermandad. La existencia de Kylar transcurría en el desierto. Pero hay vida en el desierto, y un pequeño oasis llevaba su nombre. No había sitio para Azoth. El oasis era demasiado pequeño y Azoth tenía demasiada sed. Sin embargo, Kylar podía sobrevivir. Kylar sobreviviría. Haría que el maestro Blint estuviera orgulloso.

—Bien —dijo el maestro Blint. Por supuesto, no podía ver lo que pensaba, pero Kylar sabía que la ansiedad de sus ojos era inconfundible—. Ahora, chaval, ¿estás preparado para convertirte en una espada en las sombras?

Capítulo 24

—Levántate, chaval. Es hora de matar.

Kylar se despertó en el acto. Tenía catorce años y el entrenamiento le había calado lo suficiente para que repasara su lista de supervivencia al instante. Cada pregunta encontraba solo una respuesta lacónica. Cada sensación recibía apenas un brevísimo instante de su atención. «¿Qué te ha despertado?» Una voz. «¿Qué ves?» Oscuridad, polvo, luz de la tarde, chabola. «¿Qué hueles?» Blint, alcantarilla, el Plith. «¿Qué tocas?» Manta caliente, paja limpia, mi cama, sin hormigueo de advertencia. «¿Puedes moverte?» Sí. «¿Dónde estás?» Es una casa segura. «¿Hay peligro?» La última pregunta, por supuesto, era la culminación. Podía moverse, las armas estaban en sus fundas, todo iba bien.

Era algo que no se daba por sentado, ni siquiera allí, en esa destartalada casa segura a la sombra de uno de los pocos tramos del antiguo acueducto que seguía en pie. Más de una vez, Durzo había atado una espada al techo por encima de la cama de Kylar, y el maldito trasto era casi invisible cuando se miraba directamente a la punta. Durzo lo despertaba y, si no reconocía el peligro en menos de tres segundos, cortaba la cuerda. Por suerte, la primera vez había puesto un botón en la punta de la espada, y también la segunda. La tercera, no.

En otra ocasión, Durzo había encargado a Wrable Cicatrices —solo Durzo lo llamaba Ben— que despertase a Kylar. Wrable hasta se había puesto la ropa de Durzo y había imitado su voz a la perfección; formaba parte de su Talento. En esa ocasión, Kylar no se había dejado engañar. Ni siquiera una comida con mucho ajo daba el mismo aliento que masticar los dientes crudos.

Lo último que hizo fue descodificar las palabras de Durzo. «Hora de matar.»

—¿Creéis que estoy preparado? —preguntó Kylar, con el corazón en un puño.

—Estabas preparado hace un año. Solo estaba esperando al trabajo adecuado para tu estreno en solitario.

—¿De qué se trata? —«¿Cómo que estaba preparado hace un año?» Los cumplidos de Blint llegaban así, cuando llegaban. Además, por lo general hasta un cumplido a regañadientes iba seguido de alguna crítica.

—Es en el castillo, y tiene que hacerse hoy. Tu muriente tiene veintiséis años, carece de formación militar y no debería ir armado. Pero cae bien a la gente, es una abejita muy laboriosa, siempre de flor en flor. Un «asesino» dejaría... víctimas accesorias. —Dijo asesino con desprecio, como haría cualquier ejecutor—. Todo eso no cambia nada en cuanto al encargo. El muriente debe morir y punto. Haz tu trabajo.

A Kylar no le cabía el corazón en el pecho. De modo que así iba a ser. No se trataba de una simple prueba. No era «¿Puede Kylar matar él solo?», sino «¿Puede Kylar hacer lo que hace un ejecutor? ¿Puede Kylar decidir una estrategia de entrada adecuada (en el mismísimo castillo, nada menos)? ¿Puede matar él solo, puede hacerlo sin llevarse inocentes por delante, puede escapar después del golpe? Ah, y ¿puede usar su Talento, auténtica medida de lo que separa a un ejecutor de un asesino común?».

«¿Cómo diablos se le ocurren a Blint estas cosas?» El maestro tenía un don para localizar y explotar las debilidades de Kylar, sobre todo la más sangrante: Kylar no había sido capaz de usar el Talento. Todavía no. Ni siquiera una vez. A esas alturas ya debería haber brotado, según Blint, que no dejaba de presionarle de nuevas maneras con la esperanza de que alguna situación de tensión extrema, de necesidad perentoria, lo hiciera aflorar. Hasta el momento nada había funcionado.

Durzo se había preguntado en voz alta si no sería mejor matar a Kylar y punto. En lugar de eso, había decidido que, mientras su aprendiz pudiera hacer todo lo que estaba al alcance de un ejecutor, seguiría entrenándolo. También le había prometido que, al final, fracasaría. Era imposible. Un ejecutor no era un ejecutor sin el Talento.

—¿Quién ha encargado el trabajo? —preguntó Kylar.

—El shinga.

—¿Y me confiáis eso?

—Tú vas esta tarde. Si la jodes, yo entro por la noche y le llevo al shinga dos cabezas. —Kylar no necesitaba preguntar a quién pertenecería la segunda.

—¿Qué ha hecho el muriente?

—No necesitas saberlo.

—¿Acaso importa?

Apareció un cuchillo en la mano de Durzo, pero no había violencia en sus ojos. Estaba pensando y, mientras tanto, se pasaba el cuchillo de un dedo a otro. Dedo, dedo, dedo, pausa. Dedo, dedo, dedo, vuelta. Kylar se lo había visto hacer a un bardo con una moneda, pero solo Durzo usaba un cuchillo.

—No —dijo su maestro—. No importa. Se llama Devon Corgi y digamos simplemente que mucha gente, cuando intenta alejarse de la oscuridad, prefiere llevarse consigo unas cuantas bolsas bien cargadas. Esas bolsas los entorpecen. Nunca se salen con la suya. En toda mi vida, solo he conocido a un hombre que estuviera dispuesto a pagar el precio completo de dejar el Sa'kagé.

—¿Quién?

—Chaval, dentro de dos horas tienes una cita con un muriente. Tienes mejores preguntas que hacer.

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