Seguir ese camino era peligroso. Nadie gobernaba estas tierras, y al atajar por terreno descubierto y apartarse de las rutas establecidas de comercio, Tvlakv podía encontrarse fácilmente con un puñado de mercenarios sin empleo. Hombres que no tenían honor y no temían matar a un amo de esclavos y a sus propiedades para robar unos cuantos chulls y unas cuantas carretas.
Hombres que no tenían honor. ¿Había hombres que lo tuvieran?
«No —pensó Kaladin—. El honor murió hace ocho meses.»
—¿Y bien? —preguntó el hombre de la barba hirsuta—. ¿Qué hiciste para acabar como esclavo?
Kaladin alzó de nuevo el brazo contra los barrotes.
—¿Cómo te capturaron a ti?
—Eso es lo raro —dijo el hombre. Kaladin no había respondido a su pregunta, pero él sí que había contestado. Eso parecía suficiente—. Fue una mujer, claro. Tendría que haber sabido que acabaría por venderme.
—No tendrías que haber robado chulls. Demasiado lentos. Los caballos habrían sido mejor.
El hombre se rio.
—¿Caballos? ¿Qué crees que soy, un loco? Si me hubieran pillado robando caballos, me habrían ahorcado. Los chulls al menos solo me ganaron una marca de esclavo.
Kaladin miró hacia un lado. La marca de la frente del hombre era más antigua que la suya, la piel alrededor de la cicatriz blanqueada. ¿Qué ponía en aquel glifo?
—
Sas morom
—dijo Kaladin. Era el nombre del distrito donde el hombre había sido marcado originalmente.
El hombre alzó la cabeza, sorprendido.
—¡Eh! ¿Conoces los glifos? —Varios de los esclavos cercanos se agitaron al advertir esta rareza—. Tu historia debe de ser aún mejor de lo que creía, amigo.
Kaladin contempló la hierba que se agitaba con la suave brisa. Cada vez que el viento arreciaba, los tallos de hierba más sensibles se encogían en sus madrigueras, dejando el paisaje a parches, como la piel de un caballo enfermo. Aquel vientospren seguía allí, moviéndose entre la hierba. ¿Cuánto tiempo llevaba siguiéndolo? Al menos un par de meses ya. Eso era muy extraño. Tal vez no se trataba del mismo. Resultaba imposible distinguirlos.
—¿Bien? —instó el hombre—. ¿Por qué estás aquí?
—Hay muchas razones por las que estoy aquí —replicó Kaladin—. Fracasos. Delitos. Traiciones. Probablemente por lo mismo que la mayoría de nosotros.
A su alrededor, varios de los hombres gruñeron, mostrando su asentimiento; uno de aquellos gruñidos degeneró en una tos lastimosa. «Tos chirriante —pensó una parte de la mente de Kaladin—, acompañada de exceso de flema y murmullos febriles de noche. Parece el final.»
—Bueno —dijo el hombre charlatán—, quizá debería hacer una pregunta distinta. Sé más concreto, es lo que decía siempre mi madre. Di lo que pretendes y pide lo que quieres. ¿Cuál es la historia que te hizo conseguir esa marca que llevas?
Kaladin se sentó, sintiendo el carromato sacudirse y rodar bajo él.
—Maté a un ojos claros.
Su desconocido compañero silbó de nuevo, esta vez con más admiración que antes.
—Me sorprende que te dejaran vivir.
—Matar al ojos claros no es lo que me convirtió en esclavo —dijo Kaladin—. El problema es al que no maté.
—¿Cómo es eso?
Kaladin negó con la cabeza, luego dejó de responder a las preguntas del charlatán. El hombre acabó por dirigirse a la parte delantera de la carreta, se sentó y se puso a mirarse los pies descalzos.
Horas más tarde, Kaladin seguía sentado en el mismo sitio, acariciando absorto los glifos de su frente. Esta era su vida, un día tras otro, viajar en estas malditas carretas.
Sus primeras marcas habían sanado hacía mucho tiempo, pero la piel alrededor de la marca del
shash
estaba roja, irritada, y cubierta de postillas. Latía, casi como un segundo corazón. Dolía aun más que la quemadura que sufrió cuando agarró el asa caliente de una olla cuando era niño.
Las lecciones que su padre le había enseñado susurraron en el fondo de su cerebro, recordando la manera adecuada de tratar una quemadura. Aplicar un ungüento para impedir la infección, lavarla a diario. Esos recuerdos no suponían ningún consuelo, sino una molestia. No tenía hojas de trébol ni aceite de lister: ni siquiera tenía agua para lavar la herida.
Las partes que habían desarrollado la postilla le tiraban de la piel, haciendo que sintiera la frente tensa. Apenas podía pasar unos pocos minutos sin arrugar el ceño e irritar la herida. Se había acostumbrado a tocarse y secar la sangre que manaba de las grietas: tenía manchada toda la parte derecha de la frente. Si hubiera tenido un espejo, probablemente habría localizado los diminutos putrispren rojos reunidos alrededor de la herida.
El sol se puso por el oeste, pero los carromatos siguieron rodando. Salas Violeta asomó al horizonte por oriente, vacilante al principio, como para asegurarse de que se había puesto el sol. Era una noche despejada, y las estrellas titilaban en lo alto. La Cicatriz de Taln (un puñado de estrellas rojo oscuro que destacaban vibrantes entre el parpadeo de las blancas) estaba alta en el cielo esta estación.
El esclavo que tosía antes volvía a hacerlo. Una tos bronca, húmeda. En otro tiempo, Kaladin habría corrido a ayudar, pero algo en su interior había cambiado. Había intentado ayudar a tanta gente que ahora estaba muerta… Le parecía, irracionalmente, que ese hombre estaría mejor sin su interferencia. Después de fallarle a Tien, y luego a Dallet y su equipo, y luego a diez sucesivos grupos de esclavos, era difícil encontrar la fuerza de voluntad para volver a hacerlo.
Dos horas después de la Primera Luna Tvlakv finalmente ordenó parar. Sus dos brutales mercenarios bajaron de lo alto de los carromatos, y luego se dispusieron a encender una pequeña hoguera. El larguirucho Taran, el chico que les servía de criado, atendió a los chulls. Los grandes crustáceos eran casi tan grandes como las carretas. Se posaron, replegándose en sus caparazones para pasar la noche con unos puñados de grano. Finalmente, Tvlakv empezó a comprobar uno por uno a los esclavos, dando a cada uno un tazón de agua, asegurándose de que su inversión gozaba de buena salud. O, al menos, tan buena como podía esperarse de este pobre grupo.
Tvlakv empezó con el primer carromato, y Kaladin, todavía sentado, metió los dedos en su cinturón improvisado, comprobando las hojas que había escondido allí. Crujieron satisfactoriamente, y notó la aspereza de las hojas secas y tiesas contra su piel. Todavía no estaba seguro de lo que iba a hacer con ellas. Las había cogido en un impulso durante uno de los momentos en los que le habían permitido salir del carromato para estirar las piernas. Dudaba que nadie más en la caravana supiera reconocer el acónito negro con sus hojas estrechas de punta en forma de tenedor, así que no había sido un riesgo demasiado grande.
Ausente, sacó las hojas y las frotó entre el índice y la palma de su mano. Tenía que secarlas antes de que alcanzaran su potencia. ¿Por qué las llevaba? ¿Pretendía dárselas a Tvlakv y vengarse? ¿O era una contingencia, algo que conservar por si las cosas salían demasiado mal y se volvían demasiado insoportables?
«No habré caído tan bajo», pensó. Lo más probable era que se tratara de su instinto por apoderarse de un arma cuando veía una, no importaba lo poco corriente que fuera. El paisaje era oscuro. Salas era la más pequeña y la más tenue de las lunas, y aunque su color violeta había inspirado a incontables bardos, no hacía mucho para ayudarte a ver tu propia mano delante de tu cara.
—¡Oh! —dijo una suave voz femenina—. ¿Qué es eso?
Un figura transparente, de apenas un palmo de altura, asomó en el borde del suelo, cerca de Kaladin. Se subió a la carreta, como si escalara una alta meseta. El vientospren había tomado la forma de una mujer joven (los spren más grandes podían cambiar de forma y tamaño), de rostro anguloso y largo cabello ondulante que se convertía en bruma tras su cabeza. La mujer (Kaladin no podía dejar de pensar que el vientospren era una mujer) estaba formada de celestes y blancos y llevaba un sencillo vestido blanco de corte infantil que le llegaba hasta la mitad del muslo. Como el cabello, se convertía en bruma en la parte inferior. Sus pies, manos y rostro eran claramente definidos, y tenía las caderas y el busto de una mujer esbelta.
Kaladin la miró con el ceño fruncido. Los spren estaban por todas partes: se les ignoraba la mayor parte de las veces. Pero este era una rareza. El vientospren siguió avanzando, como si subiera por una escalera invisible. Llegó a una altura en la que pudo mirar a la mano de Kaladin, de modo que él cerró los dedos en torno a las hojas negras. La criatura rodeó su puño. Aunque brillaba como una imagen retinal tras contemplar el sol, su forma no proporcionaba ninguna iluminación real.
Se agachó, mirándole la mano desde diferentes ángulos, como una niña que esperara encontrar un caramelo oculto.
—¿Qué es? —su voz era como un susurro—. Puedes enseñármelo. No se lo diré a nadie. ¿Es un tesoro? ¿Has cortado un pedazo de la capa de la noche y lo has guardado? ¿Es el corazón de un escarabajo, diminuto pero poderoso?
Él no dijo nada, lo que provocó un puchero en la spren. La criatura flotó hacia arriba, gravitando aunque no tenía alas, y lo miró a los ojos.
—Kaladin, ¿por qué me ignoras?
Kaladin se sobresaltó.
—¿Qué has dicho?
Ella sonrió con picardía, y entonces dio un brinco y su figura se difuminó en un largo lazo blanco de luz blanquiazul. Salió disparada entre los barrotes, retorciendo y agitando el aire, como una tira de tela capturada por el viento, y se introdujo bajo la carreta.
—¡La tormenta te caiga encima! —dijo Kaladin, poniéndose en pie de un salto—. ¡Espíritu! ¿Qué has dicho? ¡Repite eso!
Los spren no usaban los nombres de la gente. No eran inteligentes. Los más grandes (como los vientospren o los ríospren) podían imitar voces y expresiones, pero no pensaban de verdad. No…
—¿Ha oído alguno de vosotros eso? —preguntó Kaladin, volviéndose hacia los otros ocupantes de la jaula. El techo apenas le permitía ponerse en pie. Los demás estaban tendidos, esperando recibir su ración de agua. No obtuvo ninguna respuesta más allá de unos cuantos murmullos para que se callara y unas toses por parte del hombre enfermo del rincón. Incluso el «amigo» de antes le ignoró. El hombre se había sumido en el estupor, mirándose los pies, y agitando de vez en cuando los dedos.
Tal vez no habían visto a la spren. Muchos de los más grandes eran invisibles, excepto para la persona a la que atormentaban. Kaladin se sentó en el suelo del carromato y asomó las piernas. La vientospren había dicho su nombre, pero sin duda solo repetía lo que había oído antes. Pero… Ninguno de los hombres del carromato sabía su nombre.
«Tal vez me estoy volviendo loco —pensó Kaladin—. Veo cosas que no existen. Oigo voces.»
Inspiró profundamente, y luego abrió la mano. La presión había quebrado y roto las hojas. Tendría que guardarlas para impedir nuevos…
—Esas hojas parecen interesantes —dijo la misma voz femenina—. Te gustan mucho, ¿no?
Kaladin dio un respingo y se torció hacia un lado. La vientospren flotaba en el aire junto a su cabeza, el vestido blanco ondulando con un viento que Kaladin no podía sentir.
—¿Cómo sabes mi nombre? —preguntó.
La vientospren no respondió. Caminó en el aire hacia los barrotes, asomó la cabeza, y vio a Tvlakv, el tratante de esclavos, administrar bebidas a los últimos esclavos del primer carromato. Miró de nuevo a Kaladin.
—¿Por qué no luchas? Lo hacías antes. Ahora lo has dejado.
—¿Y a ti qué te importa, espíritu?
Ella ladeó la cabeza.
—No lo sé —dijo, como sorprendida—. Pero me importa. ¿No es extraño?
Era más que extraño. ¿Qué podía interpretar de una spren que no solo usaba su nombre, sino que parecía recordar cosas que él había hecho hacía semanas?
—La gente no come hojas, Kaladin, ¿sabes? —dijo ella, cruzando sus brazos transparentes. Entonces ladeó la cabeza—. ¿O sí? No me acuerdo. Sois tan extraños, metiéndoos algunas cosas en la boca, y vertiendo otras cuando creéis que no hay nadie mirando.
—¿Cómo sabes mi nombre?
—¿Cómo lo sabes tú?
—Lo sé porque…, porque es mío. Mis padres me lo dijeron. No lo sé.
—Bueno, pues yo tampoco —respondió ella, como si acabara de ganar una discusión importante.
—Bien. ¿Pero por qué usas mi nombre?
—Porque es educado. Y tú eres maleducado.
—¡Los spren no saben lo que eso significa!
Kaladin parpadeó. Bueno, estaba muy lejos del lugar donde había crecido, recorriendo piedras extranjeras y comiendo comida extranjera. Tal vez los spren que vivían aquí eran diferentes a los de casa.
—¿Por qué no luchas? —preguntó ella, posándose en sus piernas y mirándolo a la cara. No tenía ningún peso que Kaladin pudiera sentir.
—No puedo luchar —respondió él en voz baja.
—Lo hiciste antes.
Kaladin cerró los ojos y apoyó la cabeza contra los barrotes.
—Estoy cansado.
No se refería a la fatiga física, aunque ocho meses de comer sobras habían sustraído gran parte de la fuerza que había cultivado durante la guerra. Se sentía cansado. Incluso aunque durmiera lo suficiente. Incluso en aquellos raros días en que no tenía hambre, ni frío, ni se sentía dolorido tras una paliza. Tan cansado…
—Has estado cansado antes.
—He fracasado, espíritu —replicó él, cerrando con fuerza los ojos—. ¿Debes torturarme así?
Todos estaban muertos. Cenn y Dallet, y antes de eso Tukk y los Tomadores. Antes que eso, Tien. Antes de eso, sangre en sus manos y el cadáver de una joven de piel pálida.
Alguno de los esclavos cercanos murmuró, pensando probablemente que estaba loco. Cualquiera podía acabar atrayendo a un spren, pero aprendías pronto que hablar con uno de ellos carecía de sentido. ¿Estaba loco? Tal vez debería desear eso: la locura era una huida al dolor. En cambio, lo aterrorizaba.
Abrió los ojos. Tvlakv finalmente se acercaba al carromato de Kaladin con su cubo de agua. El hombre, grueso y de ojos marrones, caminaba con una leve cojera; resultado de una pierna rota, tal vez. Era thayleño, y todos los thayleños tenían las mismas barbas y cejas blancas, no importaba su edad ni el color del pelo de sus cabezas. Aquellas cejas crecían muy largas, y los thayleños las llevaban recogidas tras las orejas. Eso hacía que pareciera que tenía dos vetas blancas en su cabello, por lo demás negro.