Szeth dejó atrás el salón. Nada más salir, pasó ante la puerta tras la que se celebraba la Fiesta de los Mendigos. Era una tradición alezi, una sala donde se ofrecía a algunos de los hombres y mujeres más pobres de la ciudad un festín que aunaba al del rey y sus invitados. Había un hombre de larga barba canosa desplomado junto a la puerta, sonriendo como un necio, aunque Szeth no supo si era por el vino o porque era débil mental.
—¿Me has visto? —preguntó el hombre con habla pastosa. Se echó a reír, y entonces empezó a hablar en un extraño galimatías, mientras echaba mano a un frasco de vino. Así que era la bebida, después de todo. Szeth pasó de largo, dejando atrás una fila de estatuas que mostraba a los Diez Heraldos de la antigua teología vorin. Jezerezeh, Ishi, Kelek, Talenelat… Fue contándolos uno a uno y advirtió que solo había nueve. Resultaba muy sospechoso. ¿Por qué habían quitado la estatua de Shalash? Se decía que el rey Gavilar era muy devoto del culto vorin. Demasiado devoto, para algunos.
El pasillo giraba a la derecha, siguiendo el perímetro del palacio. Se hallaban en la planta del rey, en la segunda planta del edificio abovedado, rodeados de paredes de roca, techos y suelos. Eso era profano. No se podía hollar la piedra. ¿Pero qué podía hacer él? Era un sin verdad. Hacía lo que sus amos exigían.
Hoy, eso incluía vestir de blanco. Pantalones blancos anchos atados a la cintura con una cuerda, y sobre ellos una fina camisa de mangas largas, abierta por delante. Las ropas blancas para los asesinos eran una tradición entre los parshendi. Aunque Szeth no lo había preguntado, sus amos le habían explicado el porqué.
Blanco para ser osado. Blanco para no mezclarse con la noche. Blanco para advertir.
Pues si ibas a asesinar a un hombre, tenía derecho a verte venir.
Szeth giró a la derecha, siguiendo el pasillo directamente hacia los aposentos del rey. Las antorchas ardían en las paredes, su luz insatisfactoria para él, un ligero guiso tras un largo ayuno. Diminutos llamaspren bailaban a su alrededor, semejantes a insectos hechos de luz solidificada. Las antorchas eran inútiles para él. Echó mano a su bolsa y las esferas que contenía, pero vaciló al ver más luces azules por delante: un par de lámparas de luz tormentosa flotaban en la pared, con brillantes zafiros resplandeciendo en sus corazones. Szeth se acercó a una y tendió la mano para envolver la gema recubierta por el cristal.
—¡Eh, tú! —exclamó una voz en alezi. Había dos guardias en la intersección. Guardias dobles, pues había salvajes en Kholinar esta noche. Cierto, se suponía que esos salvajes eran ahora aliados. Pero las alianzas podían ser endebles.
Esta no duraría una hora.
Szeth vio acercarse a los dos guardias. Llevaban lanzas: no eran ojos claros, y por tanto tenían prohibida la espada. Sin embargo, sus petos pintados de rojo eran ornamentados, igual que sus yelmos. Puede que fueran ojos oscuros, pero se trataba de ciudadanos de alto rango con puestos honorables en la guardia real.
Tras detenerse a unos pocos pasos de distancia, el primer guardia hizo un gesto con la lanza.
—Márchate. Este no es sitio para ti. —Tenía la piel bronceada y llevaba una perilla recortada.
Szeth no se movió.
—¿Bien? —dijo el guardia—. ¿A qué estás esperando?
Szeth inspiró profundamente, atrayendo la luz tormentosa, que fluyó hacia su interior, absorbida por las lámparas de zafiro gemelas de las paredes, como si su aliento las hubiera convocado. La luz tormentosa rugió en su interior, y el pasillo de pronto se volvió más oscuro, sumiéndose en las sombras como la cima de una colina que pierde la luz del sol por el paso de una nube.
Szeth pudo sentir el calor de la luz, su furia, como una tempestad que hubieran inyectado directamente en sus venas. Su poder era vigorizante pero peligroso. Lo impulsaba a actuar. A moverse. A golpear.
Conteniendo la respiración, se aferró a la luz tormentosa. Podía sentirla brotando de él. Solo era posible contenerla unos pocos instantes como máximo. Se filtraba, pues el cuerpo humano constituía un contenedor demasiado poroso. Szeth había oído que los Vaciadores podían contenerla perfectamente. Pero claro, ¿existían todavía? Su castigo declaraba que no. Su honor exigía que existieran.
Ardiendo de energía sagrada, Szeth se volvió hacia los guardias. Estos pudieron ver que filtraba luz tormentosa, y que arabescos de luz brotaban de su piel como humo luminiscente. El primer guardia entornó los ojos, frunciendo el ceño. Szeth estaba seguro de que el hombre nunca había visto antes nada así. Por lo que recordaba, Szeth había matado a todos los pisapiedras que habían llegado a ver lo que podía hacer.
—¿Qué…, qué eres? —la voz del guardia había perdido su seguridad—. ¿Espíritu u hombre?
—¿Qué soy? —susurró Szeth, y un poco de luz manó de sus labios mientras miraba más allá del hombre al fondo del largo pasillo—. Yo…, lo siento.
Szeth parpadeó, lanzándose a aquel lejano punto del pasillo. La luz tormentosa surgió de su ser con un destello, helando su piel, y el suelo dejó inmediatamente de tirar de él hacia abajo. En cambio, fue empujado hacia aquel lejano punto: como si, para él, esa dirección se hubiera convertido de repente en su abajo.
Era un lanzamiento básico, el primero de sus tres tipos de lanzamientos. Le proporcionaba la habilidad de manipular cualquier fuerza, spren o dios que sujetara a los hombres al suelo. Con la sacudida de este lanzamiento, podía sujetar a las personas o los objetos a distintas superficies o enviarlas en distintas direcciones.
Desde la perspectiva de Szeth, el pasillo era ahora un pozo profundo por el que caía, y los dos guardias estaban de pie en uno de los lados. Se sorprendieron cuando los pies de Szeth los golpearon en la cara, derribándolos. Szeth cambió su punto de vista y se arrojó al suelo. La luz brotó de él. El suelo del pasillo se convirtió de nuevo en su abajo, y aterrizó entre los dos guardias, con las ropas crujiendo y dejando caer copos de escarcha. Se levantó, y comenzó el proceso de invocar a su espada esquirlada.
Uno de los guardias trató de echar mano a su lanza. Szeth tocó al soldado en el hombro y alzó la cabeza. Se concentró en un punto sobre él mientras dejaba la luz salir de su cuerpo y entrar en el guardia, lanzando al pobre hombre hacia el techo.
El guardia soltó un grito de sorpresa cuando el arriba se convirtió en el abajo para él. Sacudiéndose con la luz, chocó contra el techo y soltó la lanza, que no había sido sacudida directamente y que cayó al suelo cerca de Szeth.
Matar. Era el mayor de los pecados. Y sin embargo allí estaba Szeth, sin verdad, caminando profanamente sobre piedras usadas para construir. Y no terminaría. Como sin verdad, solo había una vida que tenía prohibido tomar.
Y era la suya propia.
Al décimo latido de su corazón, su hoja esquirlada cayó en su mano, que permanecía a la espera. Se formó como si se condensara a partir de la bruma, el agua perlada a lo largo de la hoja. Era una espada larga y fina, de doble filo, más pequeña que la mayoría de las espadas. Szeth la blandió, trazó una línea en el suelo de piedra y atravesó el cuello del segundo guardia.
Como siempre, la hoja esquirlada mataba de manera extraña: aunque cortaba con facilidad la piedra, el acero o todo lo que fuera inanimado, se difuminaba nada más tocar piel viva. Viajó a través del cuello del guardia sin dejar una marca, pero una vez terminado su trayecto, los ojos del hombre humearon y ardieron. Se volvieron negros, marchitándose en su cabeza, y el hombre se desplomó, muerto. Una espada esquirlada no cortaba la carne viva: cortaba el alma.
Arriba, el primer guardia jadeó. Había conseguido ponerse en pie, aunque estos estuvieran plantados en el techo del pasillo.
—¡Un portador de esquirlada! —gritó—. ¡Un portador de esquirlada ataca el salón del rey! ¡A las armas!
«Por fin», pensó Szeth. Los guardias desconocían su uso de la luz tormentosa, pero conocían una hoja esquirlada en cuanto veían una.
Szeth se arrodilló y recogió la lanza que había caído de arriba. Al hacerlo, liberó el aliento que había estado conteniendo desde que atrajo la luz tormentosa. Lo retenía mientras la empuñaba, pero aquellas dos linternas no contenían mucha cantidad, de modo que pronto necesitaría respirar. En cuanto dejó de contener el aliento la luz empezó a vaciarse cada vez más rápido.
Szeth apoyó la culata de la lanza en el suelo de piedra, y luego miró hacia arriba. El guardia dejó de gritar, abriendo mucho los ojos cuando los faldones de su camisa empezaron a resbalar hacia abajo, y la tierra empezaba a recuperar su dominio. La luz que brotaba de su cuerpo menguó.
Miró a Szeth. Miró la punta de la lanza que señalaba directamente a su corazón. Miedospren violetas brotaron del techo de piedra en torno a él.
La luz se apagó. El guardia cayó.
Gritó cuando alcanzó la lanza que le atravesó el pecho. Szeth dejó caer el arma, que golpeó el suelo con un golpe sordo a causa del cuerpo que se retorcía en su extremo. Con la hoja esquirlada en la mano, se volvió hacia un pasillo lateral, siguiendo el plano que había memorizado. Dobló una esquina y se pegó a la pared justo cuando un pelotón de guardias llegaba al lugar donde yacían los soldados muertos. Los recién llegados empezaron a gritar de inmediato, en señal de alarma.
Las instrucciones de Szeth eran claras. Debía matar al rey, pero tenían que verlo haciéndolo. Que los alezi supiesen lo que era capaz de hacer. ¿Por qué? ¿Por qué habían accedido los parshendi a este tratado, si habían enviado a un asesino la misma noche de su firma?
Más gemas brillaban en las paredes del pasillo. Al rey Gavilar le gustaba la ostentación, y no podía decirse que dejaba fuentes de poder para que Szeth las usara en sus lanzamientos. Las cosas que Szeth hacía no se veían desde hacía milenios. Las historias de aquellos tiempos casi se habían extinguido, y las leyendas eran horriblemente inadecuadas.
Szeth se asomó al pasillo. Uno de los guardias de la intersección lo vio y, señalándolo, soltó un grito. Szeth se aseguró de que lo vieran bien, luego se escabulló. Inspiró profundamente mientras corría, atrayendo luz tormentosa de las linternas. Su cuerpo se llenó de vida con ella, y su velocidad aumentó, los músculos rebosantes de energía. Dentro de él, la luz se convirtió en una tormenta; la sangre le tronó en los oídos. Era algo terrible y maravilloso al mismo tiempo.
Dos pasillos por delante, uno a cada lado. Abrió la puerta de una habitación de almacenaje, entonces vaciló un momento (lo suficiente para que un guardia doblara una esquina y lo viera) antes de meterse en la estancia. Preparándose para un lanzamiento completo, levantó el brazo y ordenó a la luz tormentosa que se acumulara allí, haciendo que la piel resplandeciera. Entonces hizo un gesto con la mano hacia el marco de la puerta, esparciendo luminiscencia blanca como si fuera pintura. Cerró la puerta de golpe justo cuando llegaban los guardias.
La luz tormentosa sostuvo la puerta en el marco con la fuerza de cien brazos. Un lanzamiento completo unía las cosas, sujetándolas hasta que la luz se agotaba. Tardaba más tiempo en crearse que un lanzamiento básico, y apuraba la luz tormentosa con más rapidez. El picaporte de la puerta se estremeció, y la madera empezó a quebrarse cuando los guardias arrojaron su peso contra ella. Un hombre pidió un hacha a gritos.
Szeth cruzó la habitación con rápidas zancadas, entre los muebles cubiertos por sábanas que había almacenados dentro. Eran de paño rojo y maderas oscuras y exquisitas. Llegó a la pared del fondo y, preparándose para otra blasfemia más, alzó su hoja esquirlada y descargó un golpe en horizontal contra la piedra gris oscuro. La roca se abrió con facilidad: una espada esquirlada podía cortar cualquier objeto inanimado. Continuó con dos tajos en vertical, luego otro horizontal al pie, hasta obtener un gran bloque de forma cúbica. Presionó con la mano, introduciendo la luz tormentosa en la piedra.
Tras él, la puerta de la habitación empezó a quebrarse. Miró por encima del hombro y se concentró en la temblorosa puerta, lanzando el bloque en esa dirección. La escarcha se cristalizó en sus ropas: arrojar algo tan grande requería también gran cantidad de luz tormentosa. La tempestad en su interior se apaciguó, como una tempestad que queda reducida a una llovizna.
Se hizo a un lado. El gran bloque de piedra tronó, deslizándose hacia la habitación. Normalmente, mover el bloque habría sido imposible. Su propio peso lo habría arrastrado hacia las piedras de abajo. Pero ahora ese mismo peso lo liberó, pues para el bloque la dirección de la puerta de la habitación era su abajo. Con un sonido profundo y rechinante, el bloque se soltó de la pared y recorrió el aire dando tumbos, aplastando los muebles.
Los soldados finalmente irrumpieron a través de la puerta, y entraron en la habitación en el instante en que el enorme bloque chocaba contra ellos.
Szeth volvió la espalda al terrible sonido de los gritos, la madera al quebrarse y los huesos al romperse. Se agachó y pasó por su nuevo agujero, accediendo al pasillo exterior.
Caminó despacio, atrayendo la luz tormentosa de las lámparas por delante de las que pasaba, absorbiéndola y almacenando de nuevo la tempestad dentro de sí. A medida que las lámparas menguaban, el pasillo se oscureció. Al fondo había una gruesa puerta de madera, y cuando él se acercaba, pequeños miedospren, con forma de goterones de baba púrpura, empezaron a sacudirse en el artesonado, señalando hacia la puerta. Los atraía el terror que sentían al otro lado.
Szeth abrió la puerta, y entró en el último pasillo que conducía a los aposentos del rey. Altos jarrones de cerámica roja adornaban el pasillo, intercalados con nerviosos soldados. Flanqueaban una alfombra larga, estrecha y roja, que semejaba un río de sangre.
Los lanceros no esperaron a que se acercase. Echaron a correr, alzando sus cortas azagayas. Szeth dirigió la mano hacia un lado, introduciendo luz tormentosa en el marco de la puerta, usando el tercero y último tipo de lanzamiento, el inverso. Este actuaba de manera distinta a los otros dos. No hizo que el marco de la puerta emitiera luz tormentosa; de hecho, pareció atraer hacia ella la luz cercana, dándole una extraña penumbra.
Los lanceros arrojaron sus armas, y Szeth permaneció quieto, con la mano en el marco. Un lanzamiento inverso requería su contacto constante pero relativamente poca luz tormentosa. Durante ese tipo de lanzamiento, todo lo que se acercara a él (en especial los objetos más ligeros) era en cambio dirigido y devuelto hacia el origen mismo de aquel.