Los riscos y montículos rocosos presentaban numerosas cicatrices. Algunos eran secciones arrasadas donde habían combatido los absorbentes. Con menos frecuencia, pasó ante huecos resquebrajados de extraña forma donde los tronadores se habían soltado de la roca para unirse a la batalla.
Muchos de los cuerpos que yacían alrededor de él eran humanos; otros muchos, no. Sangres diversas. Roja, anaranjada, violeta. Aunque ninguno de los cadáveres se movía, una confusa neblina de sonidos flotaba en el aire. Gemidos de dolor, alaridos de pena. No parecían los sonidos de una victoria. El humo surgía de los pocos arbustos o de los montones de cadáveres ardientes. Incluso algunas secciones de roca humeaban. Los polvorientos habían hecho bien su trabajo.
«Pero yo he sobrevivido, he logrado sobrevivir esta vez», pensó Kalak, con la mano en el pecho mientras se apresuraba hacia el lugar de encuentro.
Eso era peligroso. Cuando moría, era enviado de vuelta, sin remisión. Cuando sobreviviera a la Desolación, se suponía que debía volver también. De vuelta al lugar que temía. De vuelta a aquel daño de dolor y fuego. ¿Y si decidía…, no ir?
Pensamientos comprometidos, quizá pensamientos traicioneros. Avivó el paso.
El lugar de encuentro estaba a la sombra de una gran formación rocosa, una torre que se alzaba hacia el cielo. Como siempre, ellos diez lo habían decidido antes de la batalla. Los supervivientes llegarían hasta aquí. Extrañamente, solo uno de los demás lo estaba esperando. Jezrien. ¿Habían muerto los otros ocho? Era posible. La batalla había sido demasiado cruenta esta vez, una de las peores. El enemigo se volvía cada vez más tenaz.
Pero no. Kalak frunció el ceño mientras se acercaba a la base de la torre. Allí había siete magníficas espadas, clavadas en el suelo de piedra. Cada una de ellas era una obra de arte, elegante en su diseño, grabada con glifos y pautas. Las reconoció todas. Si sus amos hubieran muerto, las espadas se habrían desvanecido.
Estas espadas eran armas de poder superior incluso a las espadas esquirladas. Eran únicas. Preciosas. Jezrien permanecía apartado del círculo de espadas, mirando hacia el este.
—¿Jezrien?
La figura de blanco y azul se volvió a mirarlo. Incluso después de tantos siglos, Jezrien parecía joven, como si apenas estuviera en la treintena. Su barba negra estaba bien recortada, aunque su ropa, antaño elegante, estaba chamuscada y manchada de sangre. Cruzó las manos a su espalda mientras se volvía hacia Kalak.
—¿Qué ocurre, Jezrien? —preguntó Kalak—. ¿Dónde están los demás?
—Han partido —la voz de Jezrien era tranquila, grave, regia. Aunque hacía siglos que no llevaba corona, conservaba sus modales reales. Siempre parecía saber qué hacer—. Podríamos decir que fue un milagro. Solo uno de nosotros murió esta vez.
—Talanel —dijo Kalak. La suya era la única espada que faltaba.
—Sí. Murió defendiendo ese pasaje junto al río norte.
Kalak asintió. Talanel tenía tendencia a elegir luchas desesperadas y ganarlas. También tenía tendencia a morir en el proceso. Ya estaría de vuelta en el lugar donde iban entre Desolaciones. El lugar de las pesadillas.
Kalak descubrió que estaba temblando. ¿Cuándo se había vuelto tan débil?
—Jezrien, no puedo regresar esta vez —Kalak susurró las palabras, se acercó y agarró al otro hombre por el brazo—. No puedo.
Kalak sintió que algo en su interior se quebraba con aquella admisión. ¿Cuánto tiempo había sido? Siglos, tal vez milenios de tortura. Era tan difícil seguir la cuenta… Aquellos fuegos, aquellos garfios clavándose en su carne cada nuevo día. Arrancándole la piel del brazo, quemando luego la grasa, buscando después el hueso. Podía olerlo. ¡Todopoderoso, podía olerlo!
—Deja tu espada —dijo Jezrien.
—¿Qué?
Jezrien indicó con un gesto el círculo de armas.
—Me eligieron para que te esperase. No estábamos seguros de que hubieras sobrevivido. Se ha…, se ha tomado una decisión. Es hora de que el Juramento llegue a su fin.
Kalak sintió una aguda punzada de terror.
—¿De qué servirá eso?
—Ishar cree que basta con que uno de nosotros siga unido al Juramento. Existe la posibilidad de que pongamos fin al ciclo de Desolaciones.
Kalak miró al rey inmortal a los ojos. De un pequeño montículo a su izquierda brotaba una negra columna de humo. Los gemidos de los moribundos los acosaban desde atrás. En los ojos de Jezrien, Kalak vio angustia y pesar. Acaso incluso cobardía. Era un hombre que pendía de un hilo sobre un acantilado.
«Todopoderoso —pensó Kalak—. Tú también has llegado al límite, ¿verdad?». Les había sucedido a todos.
Kalak dio media vuelta y se dirigió a un pequeño risco que se alzaba sobre una parte del campo de batalla.
Había muchísimos cadáveres, y entre ellos caminaban los vivos.
Hombres con atuendos primitivos, con lanzas rematadas por puntas de bronce. Entre ellos, había otros con brillantes armaduras plateadas. Un grupo pasó de largo, cuatro hombres con pieles curtidas o cuero gastado que se unieron a una poderosa figura con una hermosa armadura plateada, sorprendentemente intrincada. Qué contraste. Jezrien se detuvo junto a él.
—Nos ven como divinidades —susurró Kalak—. Confían en nosotros, Jezrien. Somos todo lo que tienen.
—Tienen a los Radiantes. Eso será suficiente.
Kalak negó con la cabeza.
—Esto no detendrá al enemigo. Encontrará un modo de superarlo. Sabes que lo hará.
—Tal vez —el rey de los Heraldos no ofreció ninguna otra explicación.
—¿Y Taln? —preguntó Kalak. «La sangre ardiendo. Los fuegos. El dolor una y otra vez…»
—Mejor que sufra un hombre y no diez —susurró Jezrien. Parecía tan frío. Como una sombra causada por el calor y la luz que cayeran sobre alguien honorable y sincero y proyectara detrás esta negra imitación.
Jezrien regresó al círculo de espadas. Su propia hoja se formó en sus manos, apareciendo de entre la bruma, húmeda de condensación.
—Ha sido decidido, Kalak. Seguiremos nuestros caminos, y no nos buscaremos unos a otros. Nuestras hojas deben quedarse. El Juramento termina ahora.
Alzó su espada y la clavó en la piedra junto con las otras siete.
Jezrien vaciló, mirando la espada, y luego inclinó la cabeza y dio media vuelta. Como avergonzado.
—Escogimos voluntariamente esta carga. Bueno, podemos decidir dejarla si queremos.
—¿Qué le diremos a la gente, Jezrien? —preguntó Kalak—. ¿Qué dirán de este día?
—Es sencillo —respondió Jezrien, alejándose—. Les diremos que finalmente han ganado. Es una mentira fácil. ¿Quién sabe? Quizás acabe convirtiéndose en verdad.
Kalak vio que Jezrien se marchaba a través del paisaje calcinado. Finalmente, convocó a su propia hoja y la clavó en la piedra junto con las otras ocho. Dio media vuelta y echó a andar en la dirección opuesta a Jezrien.
Y sin embargo, no pudo dejar de volverse a mirar de nuevo el círculo de espadas y el único hueco que quedaba. El lugar donde tendría que haber estado la décima espada.
Aquel de ellos que se había perdido. Aquel al que habían abandonado.
«Perdónanos», pensó Kalak, y luego se marchó.
EL CAMINO DE LOS REYES
4.500 años más tarde
«El amor de los hombres es frío, un arroyo de las montañas cercano al hielo. Somos suyos. Oh, Padre Tormenta…, somos suyos. Solo faltan mil días y la Eterna Tormenta viene.»
Recogido el primer día de la semana Palah del mes Shash del año 1171, treinta y un segundos antes de la muerte. El sujeto era una mujer de ojos oscuros, embarazada, de mediana edad. Su hijo no sobrevivió.
Szeth-hijo-hijo-Vallano, sin-verdad de Shinovar, vestía de blanco el día que iba a matar a un rey. Las ropas blancas eran una tradición parshendi, extraña para él. Pero hacía lo que sus amos exigían y no pedía explicaciones.
Estaba sentado en un gran salón de piedra, caldeado por numerosas hogueras que proyectaban una luz brillante sobre los juerguistas, haciendo que en su piel se formaran perlas de sudor mientras bailaban y bebían y chillaban y cantaban y aplaudían. Algunos caían al suelo con la cara enrojecida; la fiesta era demasiado desenfrenada para ellos, los estómagos demostraban no estar a la altura de los odres de vino trasegados. Parecía como si estuvieran muertos, al menos hasta que sus amigos los sacaron del salón donde se celebraba la fiesta y los llevaron a las camas que los esperaban.
Szeth no seguía el ritmo de los tambores, ni bebía el vino de color zafiro, ni se levantaba a bailar. Estaba sentado en un taburete al fondo, un criado silencioso vestido de blanco. Pocos en la celebración por la firma del tratado reparaban en él. Era solo un sirviente, y los shin eran fáciles de ignorar. La mayoría de la gente del este creía que la raza de Szeth era dócil e inofensiva. Generalmente tenía razón.
Los tambores iniciaron un nuevo ritmo. El compás sacudió a Szeth como un cuarteto de corazones latientes, bombeando por toda la sala oleadas de sangre invisible. Los amos de Szeth, despreciados como salvajes en los reinos más civilizados, estaban sentados ante sus propias mesas. Eran hombres de piel negra moteada de rojo. Parshendi, se llamaban, primos de los pueblos de servidores más dóciles conocidos como parshmenios en la mayor parte del mundo. Una rareza. Ellos no se llamaban a sí mismos así: parshendi era el nombre que les daban los alezi. Significaba, más o menos, «parshmenios que saben pensar». Nadie parecía considerarlo un insulto.
Los parshendi habían traído a los músicos. Al principio, los alezi de ojos claros se mostraron reticentes. Para ellos, los tambores eran instrumentos de la gente corriente de los ojos oscuros. Pero el vino fue el gran asesino tanto de la tradición como de la propiedad, y ahora la élite de los alezi bailaba con abandono.
Szeth se levantó y empezó a abrirse paso por la sala. La fiesta había durado mucho: incluso el rey se había retirado hacía horas. Pero muchos seguían celebrando. Mientras caminaba, Szeth se vio obligado a evitar a Dalinar Kholin, el hermano del mismísimo rey, que se había desplomado borracho en una mesita. El hombre, mayor pero fornido, había rechazado a aquellos que trataron de convencerlo para que se fuera a la cama. ¿Dónde estaba Jasnah, la hija del rey? Elhokar, el hijo varón y heredero, estaba sentado ante la alta mesa, dirigiendo la fiesta en ausencia de su padre. Conversaba con dos hombres, un azish de piel oscura que tenía una extraña marca de piel clara en la mejilla, y un alezi más joven que no dejaba de mirar por encima del hombro.
Los compañeros de farra del heredero no tenían importancia. Szeth se mantuvo alejado de él, quedándose en los lados de la sala, y pasó junto a los músicos que tocaban los tambores. Los musispren flotaban en el aire a su alrededor, los diminutos espíritus tomaban la forma de lazos transparentes que giraban. Los músicos repararon en Szeth cuando pasó por su lado. Se retirarían pronto, al igual que los demás parshendi.
No parecían ofendidos. No parecían furiosos. Y sin embargo en apenas unas horas iban a romper el tratado. No tenía ningún sentido. Pero Szeth no hacía preguntas.
En el fondo de la sala, pasó ante hileras de luces azules que brotaban donde la pared se encontraba con el suelo. Contenían zafiros imbuidos de luz tormentosa. Profanos. ¿Cómo podían los hombres de esas tierras usar algo tan sagrado solo para iluminarse? Peor, se decía que los sabios alezi estaban a punto de crear nuevas hojas esquirladas. Szeth esperaba que solo fueran exageraciones. Porque si llegaba a ocurrir eso, el mundo cambiaría. Probablemente de un modo que acabaría con la gente de todos aquellos países, de la lejana Thaylenah a la alta Jah Keved, donde se hablaba alezi.
Eran un gran pueblo, estos alezi. Incluso borrachos, tenían una nobleza natural. Altos y bien proporcionados, los hombres vestidos con atuendos de seda oscura que se abotonaban a los lados del pecho y tenían elaborados bordados de plata o de oro. Cada uno parecía un general en el campo de batalla.
Las mujeres eran aún más espléndidas. Llevaban elegantes vestidos de seda muy ajustados cuyos brillantes colores contrastaban con los tonos oscuros que preferían los hombres. La manga izquierda de cada vestido era más larga que la derecha y cubría la mano. Los alezi tenían un extraño sentido del decoro. Llevaban la negra cabellera recogida en lo alto de la cabeza, a veces en intrincados rodetes. A menudo los remataban con lazos o adornos dorados, junto con joyas que brillaban con la luz tormentosa. Precioso. Profano, pero precioso.