Read El camino del guerrero Online
Authors: Chris Bradford
Jack se debatió y pataleó tanto que el jardinero tuvo que acudir a sujetarlo también, aunque el anciano tuvo mucho cuidado con su brazo roto.
Jack se sintió como un bebé cuando lo frotaron y lo metieron, todavía protestando, en el humeante baño. El calor era casi insoportable, pero cada vez que intentaba salir de allí la mujer volvía a empujarlo hacia dentro.
Al cabo de un rato lo dejaron salir, pero sólo para volver a lavarlo, esta vez con agua jabonosa y tibia. A esas alturas, Jack estaba demasiado cansado para resistirse y se resignó a la indignidad de todo aquello. ¡Lo peor era que el agua estaba perfumada! Olía como una «chica».
Luego volvieron a meterlo en la bañera: tenía la piel rojiza por el calor. Al cabo de un rato, le indicaron que saliera y lo sometieron a una dosis final de agua fría antes de secarlo y vestirlo con una túnica nueva.
Agotado, lo condujeron de vuelta a su habitación, donde se desplomó sobre su colchón y se quedó inmediatamente sumido en un profundo sueño.
—
Ofuro
—dijo la mujer
—Me bañé ayer... —se quejó Jack.
—
¡Ofuro!
—reprendió ella.
Jack, advirtiendo que era inútil resistirse, se puso la bata limpia y se abrió paso por el pintoresco jardín hasta el baño. Esta vez, casi disfrutó de la experiencia.
Aparte del dolor en el brazo y la cabeza, tuvo que admitir que el baño le había sentado bien. Estaba más descansado y, una vez eliminada el agua marina y los piojos, el cuero cabelludo ya no le picaba.
Cuando regresó a su habitación, observó que sobre la cama le habían dejado ropas similares a las del samurái. ¿Qué quería esa gente de él? Lo alimentaban, lo lavaban y lo vestían, pero mantenían siempre las distancias y evitaban todo contacto innecesario.
La mujer del rostro redondo entró en la habitación.
—¡Chiro! —exclamó, y la criada llegó corriendo.
La criada era joven, de unos dieciocho años, pero a Jack le resultaba difícil juzgarlo, pues su piel era perfectamente lisa. Tenía los ojos pequeños y oscuros y una corta melena de cabello negro. Su rostro poseía los delicados rasgos de una muñeca de porcelana y, aunque era hermosa, su belleza no podía compararse a la de la muchacha que lo había atendido durante su fiebre.
¿Dónde estaba, por cierto? Y, ya puestos, ¿dónde estaba el hombre del rostro cubierto de cicatrices? Sólo había visto a otros dos hombres en la casa: el viejo jardinero, a quien la mujer llamaba Uekiya, y el samurái de aspecto fiero... Y ninguno de los dos tenía cicatrices. Tal vez la muchacha y el hombre de las cicatrices eran ambos producto de su imaginación, como la muchacha que había creído ver en tierra.
—
Goshujin kimono
—dijo la mujer, señalando las ropas.
Jack comprendió que la mujer pretendía que se pusiera aquella ropa, pero al mirar el sorprendente conjunto de piezas, se preguntó por dónde demonios tenía que empezar. Cogió un par de curiosos calcetines de dedos hendidos. Al menos era evidente dónde iban, pero sus pies eran demasiado grandes. La criada comprendió su apuro y se rio suavemente, cubriéndose la boca con la mano.
—Bueno, ¿y cómo se supone que debo ponerme estas ropas absurdas? —dijo Jack irritado.
La criada dejó de reírse, se puso de rodillas e inclinó la cabeza pidiendo disculpas. La mujer dio un paso adelante.
Jack soltó los calcetines y aceptó a regañadientes que la mujer y la joven criada lo ayudaran a vestirse. Primero le pusieron los blancos calcetines
tabi
, que afortunadamente cedieron un poco. Entonces, para alivio de Jack, le dieron una ropa interior llamada
juban
: una camisa blanca de algodón y una falda. Luego lo envolvieron en una túnica de seda, y las mujeres se aseguraron con cuidado de que el lazo izquierdo de la túnica se solapara con el derecho antes de atarlo todo desde atrás con un ancho fajín rojo llamado
obi.
Al salir al porche, Jack se sintió incómodo con su nuevo atuendo. Estaba acostumbrado a calzones y camisas varoniles, no a «vestidos» y «faldas». Cuando se movía, el quimono dejaba pasar el aire por todas partes, pero tuvo que admitir que la suave seda era mucho más agradable que el tejido rígido de sus calzones y el áspero cáñamo de su camisa de marinero.
La criada desapareció en otra habitación mientras la mujer lo conducía por el porche hasta otra
shoji.
Entraron en una habitación pequeña similar a la suya... Excepto que en el interior de ésta había una mesa baja y alargada y cuatro cojines planos dispuestos a cada lado. En la pared del fondo colgaban dos magníficas espadas, con empuñaduras de un tono rojo oscuro y brillantes vainas negras repujadas de madreperla. Bajo estas armas había un pequeño altar donde ardían dos velas y una vara de incienso que perfumaba el aire con un ligero olor a jazmín.
Un niño pequeño estaba sentado con las piernas cruzadas en uno de los cojines, y miraba a Jack, rubio y de ojos azules, lleno de asombro.
La mujer le indicó a Jack que se sentara junto al niño mientras ella ocupaba el sitio opuesto.
Se produjo un embarazoso silencio.
Jack advirtió que el cuarto cojín estaba desocupado y supuso que debían de estar esperando a alguien. El niño pequeño continuó mirando a Jack.
—Soy Jack Fletcher —le dijo al niño, intentando romper el silencio—. ¿Cómo te llamas?
El niño estalló en carcajadas al oír hablar a Jack.
La mujer le habló con brusquedad y el niño guardó silencio. Jack miró a la mujer.
—Soy Jack Fletcher —dijo el muchacho, señalándose el pecho—. ¿Y usted? —añadió, señalando a la mujer.
Jack repitió el gesto varias veces. Ella seguía sin parecer comprender, manteniendo en sus labios la misma sonrisa enervante. Jack estaba a punto de darse por vencido cuando el niño pequeño intervino.
—Jaku Furecha —dijo, y luego se señaló la nariz—. Jiro.
—Jiro. Sí, sí, mi nombre es Jack.
—¡Jaku! ¡Jiro! ¡Jaku! ¡Jiro! —exclamó el niño, encantado, señalando alternativamente a Jack y luego a sí mismo.
La mujer, comprendiendo, inclinó la cabeza
—
Watashi wa Dâte Hiroko. Hi-ro-ko.
—Hi-ro-ko —repitió Jack lentamente, devolviendo la inclinación de cabeza. Al menos ahora sabía sus nombres.
Una
shoji
lateral se deslizó para abrirse y entró Chiro, la criada, con una bandeja y seis pequeños cuencos lacados. Mientras los colocaba sobre la mesa, Jack se dio cuenta de pronto de lo hambriento que estaba. Había sopa de pescado, arroz, tiras de extrañas verduras sin cocer, lo que parecían ser densas gachas de trigo y pequeños trocitos de pescado crudo. La criada se inclinó y se marchó.
Jack se preguntó dónde estaba el resto de la comida. La mesita estaba adornada con cuenquecitos de comida, pero ¿era suficiente para todos? ¿Dónde estaba la carne? ¿La salsa? ¿Aunque sólo fuera un trozo de pan con manteca? ¡Por el amor de Dios, el pescado ni siquiera estaba cocido! Temiendo ofender de nuevo a sus anfitriones, esperó a ser servido. Se produjo un largo silencio, y entonces Hiroko cogió dos palillos que había junto a su cuenco.
Jiro hizo lo mismo.
A continuación, para asombro de Jack, sujetando los palillos con una sola mano, empezaron a coger pequeñas cantidades de comida y se las introdujeron con destreza en la boca sin dejar ni un instante de observar atentamente a Jack.
Jack ni siquiera se había fijado en que tenía un par de palillos junto a su cuenco. Examinó los pedazos de madera, finos como lápices. ¿Cómo demonios se suponía que iba a comer con eso?
Jiro le sonrió con la boca llena.
—
Hashi
—dijo, señalándolos.
Jiro abrió la mano para enseñarle a Jack a sujetar correctamente los palillos. Aunque consiguió imitar el movimiento de tijera de Jiro, no logró sujetar ni el pescado ni la verdura tiempo suficiente para levantarlos del cuenco.
Cuanta más comida se le caía, más frustrado se sentía. Pero no era de los que se rinden fácilmente, así que lo intentó de nuevo, con una mueca. Esta vez se concentró en el arroz. Esto tenía que ser más fácil: había más. Pero la mitad de la cantidad volvió a caer inmediatamente en el cuenco. La otra mitad se esparció por la mesa. Para cuando llegó a la boca de Jack, todo lo que quedaba era un granito de arroz.
Satisfecho de haberlo conseguido, Jack masticó el único grano y se frotó la barriga fingiendo que estaba saciado.
Jiro se echó a reír.
Al pequeño podría haberle gustado la broma, pensó Jack, pero si no aprendía a utilizar pronto estos
hashi
, iba a morirse de hambre. ¡Y eso no era cosa de risa!
Jack se aclimató a la cómoda rutina de bañarse, comer y dormir.
Su cuerpo fue recuperándose gradualmente de la fiebre, el brazo se le curó y pudo dar paseos regulares por el jardín. La mayor parte de los días se sentaba bajo el cerezo y contemplaba como Uekiya, el jardinero, arrancaba hierbas del lecho de flores o recortaba los arbolitos con infinito cuidado. Uekiya reconocía la presencia de Jack con una breve inclinación de cabeza, pero como Jack no entendía ni palabra de su extraño lenguaje, entre ambos había poca relación.
Jack empezó a inquietarse. Su mundo se reducía a una monotonía de habitaciones indistinguibles, a bañarse diariamente y a un jardín sin mácula. Se sentía atrapado, como un canario encerrado en una jaula dorada. ¿Qué quería esa gente de él? Estaban constantemente observándolo, pero nadie le dirigía nunca la palabra. Le permitían pasearse por la casa y el jardín, pero nunca le dejaban dar un paso más allá. ¿Estaban decidiendo su destino? ¿O acaso esperaban a la persona que iba a decidirlo?
Jack estaba desesperado por saber qué había detrás de las tapias de aquel jardín. Sin duda tenía que haber alguien que entendiera el inglés y pudiera ayudarle a volver a casa, o tal vez encontraría un barco con destino a un puerto extranjero. Quizá podría colarse a bordo con la esperanza de que en su siguiente recalada pudiera encontrar pasaje de vuelta a Inglaterra y a su hermana, la única familia que le quedaba. Fuera lo que fuese, tenía que ser mejor que estar sentado bajo un árbol sin hacer nada.
Jack decidió escapar.
El joven samurái, Taka-san, que parecía ser el guardián de la casa de Hiroko, entraba y salía cada día por una puertecita que había en la tapia del jardín. Ésa sería su ruta de escape. Era absurdo preguntarle a esa gente si podía salir: era prisionero del lenguaje y de las circunstancias. Ellos simplemente se inclinaban y respondían
«Gomennasai, wakarimasen»
a todo lo que les decía, y, a juzgar por la expresión de sus rostros y el tono de su voz, Jack suponía que querían decir algo así como «Lo siento, no comprendo».
Tras el ahora predecible desayuno de arroz, verduras sazonadas y gachas de trigo, Jack se dispuso a dar su acostumbrado paseo por el jardín. Cuando Uekiya se agachó para atender un ya inmaculado adorno de flores, Jack se dirigió en silencio hacia la puerta.
Comprobó que Jiro e Hiroko estaban en la casa antes de tirar de la aldaba. Por suerte, la llave no estaba echada. Salió en silencio. La puerta se cerró con un chasquido casi imperceptible, pero Uekiya lo oyó y salió gritando tras él.
—
¡Iye!¡Abunai!¡Abunai!
Jack echó a correr.
Sin preocuparse de adonde se dirigía, bajó corriendo por un camino de tierra que serpenteaba entre edificios hasta que perdió la casa de vista.
Tras echar un rápido vistazo a sus inmediaciones, Jack comprendió que la aldea se encontraba en la hondonada de una gran bahía natural desde la que se divisaban montañas elevándose en la distancia. Alrededor de la bahía había unas doscientas viviendas, muchas con techos de paja, otras con tejados rojos. Alrededor de la aldea había incontables terrenos escalonados en los que algunos granjeros atendían los campos de arroz. A pesar de que le dolía el brazo, Jack corrió entre los aturdidos aldeanos colina abajo, hacia el mar.
Dobló una esquina y se encontró de pronto en medio de una plaza. La plaza conducía a un gran malecón de piedra donde hombres y mujeres limpiaban pescado y reparaban redes. En la bahía, un puñado de barcos de pesca salpicaba las aguas. Mujeres vestidas con finas ropas blancas se lanzaban al agua desde los barcos, para desaparecer y volver a aparecer con bolsas llenas de algas marinas, marisco y ostras. Una pequeña isla arenosa se alzaba en el centro de la bahía, y un portal de madera roja dominaba su playa.
El silencio se apoderó de la plaza y Jack fue consciente de que cientos de ojos lo estudiaban. Toda la aldea parecía detenida en el tiempo. Las mujeres vestidas con quimonos de vibrantes colores se quedaron arrodilladas inmóviles en mitad de la compra; los pescados, medio abiertos en las manos de los pescadores, brillaron al sol; y un samurái, como una estatua, se le quedó mirando pétreo.
Tras un momento de vacilación, Jack inclinó la cabeza, vacilante. El samurái apenas reconoció el saludo, pero continuó su camino, ignorándolo. Unas cuantas mujeres le devolvieron la inclinación de cabeza, con una sonrisa brillando en sus ojos, y los aldeanos reemprendieron sus actividades cotidianas. Sin saber qué hacer a continuación, Jack se recuperó, cruzó la plaza hacia el malecón, y se dirigió a una playa pequeña.
Escrutó los barcos buscando desesperadamente un buque extranjero. Pero no tuvo suerte: todos los navíos eran japoneses y estaban tripulados por japoneses. Desesperado, Jack se sentó junto a un bote y miró el mar.
Inglaterra estaba a dos años y cuatro mil leguas de distancia. El único hogar que conocía, y Jess, la única familia que le quedaba, estaban en el otro lado del mundo. ¿Qué esperanza le quedaba de volver a verla? ¿Qué sentido tenía tratar de escapar? No había ningún sitio adonde ir. No tenía dinero. Ni cuaderno de ruta. ¡Ni siquiera sus propias ropas! Con su pelo rubio, destacaba como un dedo hinchado entre los japoneses de pelo negro.
Jack contempló los barcos que fondeaban en la bahía, sin saber qué hacer a continuación. Y entonces apareció ella, surgiendo de las aguas como una sirena. Su piel era tan inmaculada y el negro de su cabello tan puro como el de la muchacha que había visto en el templo.
Jack la vio emerger del mar y subir a uno de los botes más cercanos a la orilla. Un pescador recogió su bolsa, cargada de ostras, y, mientras ella se incorporaba y se secaba, el hombre se dispuso a abrir las ostras en busca de perlas. Ella se pasó las manos por el pelo. El agua de mar cayó en cascada, reflejando la luz de la mañana como un millar de estrellas diminutas.