—No me gusta oírle a usted hablar así —dijo la muchacha, que estaba muy excitada—. Sólo eso sabe usted hablar desde que se ha vuelto un odioso yo no sé qué. Ya saben ustedes lo que quiero decir. ¿Cómo se llama eso? ¿Cómo llaman al que quisiera darle un beso al deshollinador?
—Un santo —dijo el padre Brown.
—Creo —dijo sir Leopold con una sonrisa de importancia— que Ruby quiere decir «un socialista».
—Pero radical no quiere decir hombre que sólo se alimenta con raíces —observó Crook con cierta impaciencia—, así como conservador no significa hombre que conserva o preserva el jamón. Tampoco socialista, lo aseguro a ustedes, significa hombre que desea pasarse una noche de tertulia con un deshollinador. Un socialista es un hombre que desea que todas las chimeneas sean deshollinadas, y todos los deshollinadores recompensados por su trabajo.
—Pero —completó el sacerdote en voz baja— que no le consiente a uno ser dueño siquiera de su propio hollín.
Crook le miró con respetuoso interés.
—¿Y qué necesidad tiene uno de poseer hollín? —preguntó.
—Alguna —contestó Brown, con aire pensativo—. He oído decir que los jardineros lo usan. Y yo una vez, por Navidad, habiendo faltado el prestidigitador que había de divertirlos, hice la felicidad de seis niños jugando a tiznarlos con hollín.
—¡Espléndido! ¡Espléndido! —exclamó entusiasmada Ruby—. ¿Por qué no lo hace usted para divertirnos a nosotros?
Mr. Blount, el ruidoso canadiense, alzó su estruendosa voz para aplaudir el proyecto, y también el asombrado financiero la suya, algo cascada, cuando alguien llamó a la puerta. El sacerdote fue a abrir, y los batientes plegados dejaron ver el jardín de siemprevivas, con su araucaria y demás encantos, destacándose como bultos negros sobre el opulento crepúsculo violeta. Aquel delicado fondo parecía una pintoresca decoración de teatro, y todos, por un momento, hicieron más caso del escenario que de la insignificante figura que en él apareció.
Era un hombre de aspecto descuidado, que llevaba un gabán raído: un mensajero, sin duda
—¿Alguno de estos caballeros es Mr. Blount? —preguntó alargando una carta.
Mr. Blount se levantó y lanzó un grito de asentimiento. Rasgó el sobre y leyó el mensaje con evidente asombro; pareció turbarse un momento, después se tranquilizó y, dirigiéndose a su cuñado y huésped:
—Coronel —dijo con esa cortesía jovial propia de las colonias—, lamento tener que causar una molestia. ¿Le incomodaría a usted que se presentara por aquí esta noche un conocido mío a tratar de negocios? Es el francés Florian, famoso acróbata y actor cómico. Le conocí hace años en el Oeste (es canadiense de nacimiento), y parece que tiene algún trato que proponerme, aunque no me imagino qué podrá ser.
—No faltaba más —replicó el coronel—. Cualquier amigo de usted tiene aquí entrada libre, querido mío. Estoy seguro de que nos resultará un compañero agradable.
—Quiere usted decir que se tiznará la cara para divertirnos, ¿verdad? —dijo Blount riendo—. No lo dudo, y también a los demás nos hará bromas. Yo, por mi parte, me divierto con esas cosas: no soy refinado. Me encantan las pantomimas a la antigua, en que un hombre se sienta sobre la copa de un sombrero.
—Pues que no se siente sobre el mío, ¿estamos? —dijo sir Leopold Fischer con dignidad.
—Bueno, bueno —dijo Crook alegremente—. Por eso no hay que reñir. Todavía hay burlas más pesadas que sentarse en la copa del sombrero.
Pero Fischer, a quien le disgustaba mucho el joven de la corbata roja, en razón de sus opiniones extremas y de su notoria intimidad con la linda ahijada, dijo con el tono más sarcástico y magistral del mundo:
—¿De modo que ha encontrado usted algo peor, más humillante que sentarse uno en un sombrero de copa? ¿Y qué es ello, si puede saberse?
—¡Toma! Que el sombrero de copa se le siente a uno encima.
—Vamos, vamos —exclamó el hacendado canadiense con su benevolencia bárbara—. No echemos a perder la fiesta. Lo que yo digo es que hay que inventar alguna diversión para esta noche. Nada de tiznarse la cara con hollín ni sentarse en la copa del sombrero, si eso no les gusta a ustedes; pero alguna otra cosa por el estilo. ¿Por qué no una vieja pantomima inglesa, de ésas en que aparecen el clown y Colombina y demás figuras? Cuando salí de Inglaterra, a los doce años de edad, recuerdo haber visto una, y desde entonces me parece que la llevo adentro encendida como una hoguera. Regresé a la patria el año pasado, y me encuentro con que la costumbre se ha extinguido; con que ya no hay sino un montón de comedias fantásticas del género lacrimoso. No, señor: yo pido un diablo que atice el fogón y un policía hecho salchicha, y sólo me dan princesas moralizantes a la luz de la luna, pájaros azules y cosa así. El Barba Azul está más en mi género, y nada me gusta tanto como verle transformado en Arlequín.
—Yo también estoy por ver a un policía hecho salchicha —dijo John Crook—. Es una definición del socialismo mucho mejor que la propuesta antes. Pero será difícil encontrar los disfraces y montar la pieza.
—¡No! —exclamó Blount, casi con transporte—. Nada es más fácil que arreglar una arlequinada. Por dos razones: primera, porque todo lo que a uno se le antoje hacer sale bien, y segunda, porque todos los muebles y objetos son cosas domésticas: mesas, toalleros, cestos de ropa y cosas por el estilo.
—Cierto —asintió Crook, paseando por la estancia—. Pero, ¿de dónde sacar el uniforme de policía? Yo no he matado a ningún policía últimamente.
Blount reflexionó un poco, y luego, dándose con la mano en el muslo, gritó:
—¡Sí, podemos obtenerlo también! Aquí tengo las señas de Florian, y Florian conoce a todos los sastres de Londres. Voy a decirle por teléfono que traiga consigo un uniforme de policía.
Y se dirigió resuelto al teléfono.
—¡Qué gusto, padrino! —exclamó Ruby, casi bailando de alegría—. Yo haré de Colombina, y usted hará de Pantalón.
El millonario, muy rígido y con cierta solemnidad pagana, contestó:
—Hija mía, creo que debes buscar a otro para Pantalón.
—Si quieres, yo seré Pantalón —dijo el coronel Adams, por primera y última vez.
—¡Merecerá usted que le alcen una estatua! —gritó el canadiense, que volvía, radiante, del teléfono—. De suerte que todo está arreglado. Mr. Crook hará de clown: es periodista, y conocerá todos los chistes viejos. Yo seré Arlequín, para lo cual no hace falta más que tener largas piernas y saber saltar. Mi amigo Florian dice que traerá consigo el uniforme de policía y se mudará el traje en el camino. La representación puede hacerse en esta misma sala. El público se sentará en las gradas de la escalera, en varias filas. La puerta de entrada será el fondo del escenario, y, según esté cerrada o abierta, representará, ya un interior inglés, ya un jardín al claro de luna. Todo, como por obra de magia.
Y sacando del bolsillo un trozo de yeso, de esos con que se apuntan los tantos del billar, trazó una raya en mitad del suelo, entre la escalera y la puerta, para marcar el sitio de las candilejas.
Cómo se las arreglaron para preparar aquella mojiganga en tan poco tiempo, es inexplicable. Pero todos contribuyeron a ello, con esa mezcla de atrevimiento e industria que aparece siempre cuando hay juventud en casa; y aquella noche había juventud en casa, aunque no todos sabían precisar cuáles eran las dos caras, los dos corazones de donde irradiaba, la juventud. Como siempre sucede, la invención, a pesar de la mansedumbre de las conveniencias burguesas en que fue concebida, se fue poniendo cada vez más fantástica. Colombina estaba encantadora con una falda hueca que tenía un extraño parecido con la enorme pantalla que solía verse en la lámpara del salón. El clown y Arlequín se pusieron blancos con la harina que les dio el cocinero, y rojos con rojo que les proporcionó alguna otra persona del servicio, la cual, como los verdaderos bienhechores cristianos, quiso permanecer anónima. A Arlequín, vestido con papel de plata de cajas de puros, costó trabajo impedirle que rompiera los viejos candelabros victorianos para adornarse con cristales resplandecientes. Y sin duda los hubiera roto, a no ser porque Ruby desenterró unas joyas falsas que había usado en un baile de máscaras para hacer de Reina de los Diamantes. Verdaderamente, su tío, James Blount, estaba en un estado de excitación increíble: parecía un muchacho. Hizo una cabeza de asno de papel y se la acomodó nada menos que al padre Brown, quien la aceptó pacientemente, y llevó su amabilidad hasta descubrir por su cuenta el medio de mover las orejas. Al propio sir Leopold Fischer en nada estuvo que le colgara en los faldones la cola del asno. Pero al caballero no le hizo mucha gracia.
—El tío está imposible —le había dicho Ruby a Crook quitándose el cigarro de la boca y decidiéndose a hablar al tiempo de acomodarle sobre los hombros, muy seriamente, un collar de salchichas—. ¿Qué le pasa?
—Nada: que es el Arlequín de tal Colombina —dijo Crook—. Yo sólo soy el pobre clown al que toca decir los chistes viejos.
—De veras hubiera yo querido que usted fuera el Arlequín —dijo ella, dejando colgar el collar de salchichas.
El padre Brown, aunque estaba al tanto de todos los secretos de entre bastidores y hasta había merecido aplausos transformando una almohada en un bebé que parecía hablar, prefirió sentarse entre el público, demostrando la misma expectación solemne del niño que asiste por primera vez a un espectáculo. Los espectadores eran pocos: algunos parientes, uno o dos vecinos y los criados. Sir Leopold estaba en el asiento de honor, al frente, tapando con su cuerpo, todavía envuelto en pieles, al curita, que estaba sentado detrás de él. Pero si el curita perdió mucho con eso, no lo han decidido nunca las autoridades artísticas. La representación fue de lo más caótica, aunque no por eso desdeñable. Por toda ella corrió una fecunda vena de improvisación, brotada, sobre todo, del cerebro de Crook el clown. Era siempre hombre muy ingenioso; pero aquella noche parecía dotado de facultades omniscientes, con una locura más sabia que todas las sabidurías: ésa que se apodera de un joven cuando cree descubrir por un instante una expresión particular en un rostro particular. Aunque hacía de clown, lo era todo o casi todo: era el autor (hasta donde había autor en aquel caos), el apuntador, el pintor escenógrafo, el tramoyista, y, sobre todo, la orquesta. A intervalos inesperados con disfraz y todo, corría hacia el piano y se soltaba tocando algún aire popular, tan absurdo como apropiado al caso.
Pero el instante supremo fue cuando se abrieron de par en par los batientes de la puerta del fondo, dejando ver el lindo jardín, bañado por la luz de la luna, y dejando ver, sobre todo, al famoso huésped profesional: al gran Florian vestido de policía. El clown se puso a tocar en el piano el coro de los alguaciles de
Los Piratas de Penzance
; pero la música quedó ahogada bajo los ensordecedores aplausos, porque todos y cada uno de los ademanes del gran actor cómico eran una reproducción exacta y correcta de los modales corrientes del policía. Arlequín saltó sobre él y le dio un golpe en el casco. El pianista ejecutó entonces el aria
¿De dónde sacaste ese sombrero?
, y el guardia miró entonces alrededor con un asombro admirablemente fingido. Arlequín da otro salto, y vuelve a pegarle en el casco, mientras el pianista esbozaba unos compases de
Venga otro más
. Y entonces Arlequín se arroja entre los brazos del policía y le cae encima entre una salva de aplausos. Y fue aquí donde el actor extranjero hizo la célebre imitación del hombre muerto de que todavía cuenta la fama de los alrededores de Putney. Imposible creer que una persona viva pudiera afectar tal flacidez.
El atlético Arlequín parecía volverle del revés como a un saco, o esgrimirle como a una cachiporra india, y todo esto al compás de los enloquecedores y caprichosos acordes del piano. Cuando Arlequín levantó del suelo, con su esfuerzo, al cómico policía, el clown tocó el aire
Me despierto de soñar contigo
. Cuando se le echó a la espalda, el aire
Con mi fardo a la espalda
, y cuando después Arlequín le dejó caer con un ruido convincente, el lunático del piano atacó una tonada de retintines, cuya letra, era según parece,
Una carta le escribí a mi amor y de camino, la dejé caer
.
Al llegar a este límite de la anarquía mental, la vista del padre Brown quedó oscurecida del todo; el magnate que estaba frente a él se había puesto de pie, y hurgaba con desesperación sus muchos y recónditos bolsillos. Sentóse después con aire inquieto y, siempre hurgándose volvió a levantarse. Por un instante pareció de veras que iba a salvar la línea de las candilejas; después volvióse a ver con ojos de fuego al clown, que seguía manoteando en el piano; y, al fin, sin decir palabra, salió de la habitación.
El cura pudo contemplar un rato a sus anchas la danza absurda, pero no inelegante, del Arlequín «amateur» sobre el cuerpo espléndidamente inconsciente de su enemigo vencido. Con un arte rudo y sincero, Arlequín danzaba ahora retrocediendo hacia la puerta que daba al jardín, lleno de silencio y de luna. El grotesco traje de plata y lentejuelas —demasiado resplandeciente a la luz de las candilejas— se veía más plateado y mágico a medida que el danzante se alejaba bajo los fulgores de la luna. Y el auditorio estalló en cataratas de aplausos. En este momento, el padre Brown sintió un toquecito en el brazo, y oyó una voz que le invitaba, cuchicheando, a pasar al estudio del coronel.
Y siguió, muy intrigado, al que le llamaba, y la escena con que se encontró en el estudio llena de solemne ridiculez, no hizo más que aumentar su curiosidad. Allí estaba el coronel Adams, todavía disfrazado de Pantalón, llevando en la cabeza la barba de ballena con la bolita en la punta que se balanceaba sobre sus cejas, pero con una expresión tal en sus tristes ojos de viejo, que hubiera enfriado hasta los entusiasmos de una fiesta saturnal. Sir Leopold Fischer, apoyado en el muro de la chimenea, jadeaba casi con toda la importancia del pánico.
—Se trata de algo muy penoso, padre Brown —dijo Adams—. El caso es que esos diamantes que todos hemos admirado esta misma tarde han desaparecido de los faldones del chaqué de mi amigo. Y como da la casualidad de que usted…
—De que yo —completó el padre Brown con una mueca expresiva— estaba sentado justamente detrás de él…
—Nadie se ha atrevido a hacer la menor suposición —dijo el coronel Adams, dirigiendo una mirada firme a Fischer, que más bien denunciaba que sí se había atrevido alguien a hacer suposiciones—. Yo sólo le pido a usted que me proporcione el auxilio que, en este caso, es de esperar de un caballero.