—¿Un hombre invisible? —preguntó Angus, arqueando las cejas rojas.
—Mentalmente invisible —dijo, precisando, el padre Brown.
Y uno o dos minutos después continuó en el mismo tono, como quien medita en voz alta:
—Es un hombre en quien no se piensa, como no sea premeditadamente. En esto está su talento. A mí se me ocurrió pensar en él por dos o tres circunstancias del relato de Mr. Angus. La primera, que Welkin era un andarín. La segunda, la tira de papel pegada al escaparate. Después (y es lo principal), las dos cosas que contó la joven, y que pudieran no ser absolutamente exactas… No se incomode usted —añadió, advirtiendo un movimiento de disgusto del escocés—. Ella creyó que eran verdad, pero no era posible que fueran verdad. Un instante después de haber recibido una carta en la calle no se está completamente solo. Ella no estaba completamente sola en la calle al detenerse a leer una carta recién recibida. Alguien estaba a su lado, aunque ese alguien fuese mentalmente invisible.
—Y ¿por qué había de estar alguien junto a ella? —preguntó Angus.
—Porque —dijo el padre Brown—, excepto las palomas mensajeras, alguien tiene que haberle llevado la carta.
—¿Quiere usted decir preguntó Flambeau precisando— que Welkin le llevaba a la joven las cartas de su rival?
—Sí —dijo el sacerdote—. Welkin le llevaba a su dama las cartas de su rival. No puede haber sido de otro modo.
—No lo entiendo —estalló Flambeau—. ¿Quién es ese sujeto? ¿Cómo es? ¿Cuál es el disfraz o apariencia habitual de un hombre mentalmente invisible?
—Su disfraz es muy bonito. Rojo, azul y oro —dijo al instante el sacerdote—. Y con este disfraz notable y hasta llamativo, nuestro hombre invisible logró penetrar en la casa Himalaya, burlando la vigilancia de ocho ojos humanos; mató a Smythe con toda tranquilidad, y salió otra vez llevando a cuestas el cadáver…
—Reverendo padre —exclamó Angus, deteniéndose—. ¿Se ha vuelto usted loco, o soy yo el loco?
—No, no está usted loco —explicó Brown—. Simplemente, no es usted muy observador. Usted nunca se ha fijado en hombres como éste, por ejemplo.
Y diciendo esto, dio tres largos pasos y puso la mano sobre el hombro de un cartero que, a la sombra de los árboles, había pasado junto a ellos sin ser notado.
—Sí —continuó el sacerdote reflexionando—, nadie se fija en los carteros y, sin embargo, tienen pasiones como los demás hombres, y a veces llevan a cuestas unos sacos enormes donde cabe muy bien el cadáver de un hombre de pequeña estatura.
El cartero, en lugar de volverse, como hubiera sido lo natural, se había metido, chapuzando y dando traspiés, en la zanja que corría junto al jardín. Era un hombre flaco, rubio, de apariencia ordinaria; pero al volver a ellos el azorado rostro, los tres vieron que era más bizco que un demonio.
Flambeau volvió a sus espadas, a sus tapices rojos y a su gato persa, porque tenía muchos negocios pendientes. John Turnbull Angus volvió al lado de la confitera, con quien el imprudente joven logró arreglárselas muy bien. Pero el padre Brown siguió recorriendo durante varias horas aquellas colinas llenas de nieve, a la luz de las estrellas y en compañía de un asesino. Y lo que aquellos dos hombres hablaron nunca se sabrá.
Caía la tarde —una tempestuosa tarde color de aceituna y de plata— cuando el padre Brown, envuelto en una manta escocesa, llegó al término de cierto valle escocés y pudo contemplar el singular castillo de Glengyle. El castillo cerraba el paso de un barranco o cañada, y parecía el límite del mundo. Aquella cascada de techos inclinados y cúspides de pizarra verde mar, al estilo de los viejos
chateaux
franco-escoceses, hacía pensar a un inglés en los sombreros en forma de campanarios que usan las brujas de los cuentos de hadas. Y el bosque de pinos que se balanceaba en torno a sus verdes torreones parecía, por comparación, tan oscuro como una bandada de innumerables cuervos. Esta nota de diabolismo soñador y casi soñoliento no era una simple casualidad del paisaje. Porque en aquel paraje flotaba, en efecto, una de esas nubes de orgullo y locura y misteriosa aflicción que caen con mayor pesadumbre sobre las casas escocesas que sobre ninguna otra morada de los hijos del hombre. Porque Escocia padece una dosis doble del veneno llamado «herencia»: la tradición aristocrática de la sangre, y la tradición calvinista del destino.
El sacerdote había robado un día a sus trabajos en Glasgow, para ir a ver a su amigo Flambeau, el detective aficionado, que estaba a la sazón en el castillo de Glengyle, acompañado de un empleado oficial, haciendo averiguaciones sobre la vida y muerte del difundo conde de Glengyle. Este misterioso personaje era el último representante de una raza cuyo valor, locura y cruel astucia la habían hecho terrible aun entre la más siniestra nobleza de la nación allá por el siglo XVI. Ninguna familia estuvo más en aquel laberinto de ambiciones, en los secretos de los secretos de aquel palacio de mentiras que se edificó en torno a María, reina de los escoceses.
Una tonadilla local daba testimonio de las causas y resultados de sus maquinaciones, en estas cándidas palabras:
Como savia nueva para los árboles pujantes,
tal es el oro rubio para los Ogilvie.
Durante muchos siglos, el castillo de Glengyle no había tenido un amo digno, y era de creer que ya para la época de la reina Victoria, agotadas las excentricidades, sería de otro modo. Sin embargo, el último Glengyle cumplió la tradición de su tribu, haciendo la única cosa original que le quedaba por hacer: desapareció. No quiero decir que se fue a otro país; al contrario: si aún estaba en alguna parte, todos los indicios hacían creer que permanecía en el castillo. Pero, aunque su nombre constaba en el registro de la iglesia, así como en el voluminoso libro de los Pares, nadie lo había visto bajo el sol.
A menos que le hubiera visto cierto servidor solitario que era para él algo entre lacayo y hortelano. Era este sujeto tan sordo que la gente apresurada tomaba por mudo, aunque los más penetrantes lo tenían por medio imbécil. Era un labriego flaco, pelirrojo, de fuerte mandíbula y barba, y de ojos azules casi lelos; respondía al nombre de Israel Gow, y era el único servidor de aquella desierta propiedad. Pero la diligencia con que cultivaba las patatas y la regularidad con que desaparecía en la cocina, hacía pensar a la gente que estaba preparando la comida a su superior, y que el extravagante conde seguía escondido en su castillo. Con todo, si alguien deseaba averiguarlo a ciencia cierta, el criado afirmaba con la mayor persistencia que el amo estaba ausente.
Una mañana, el director de la escuela y el ministro (los Glengyle eran presbiterianos) fueron citados en el castillo. Y allí se encontraron con que el jardinero, cocinero y lacayo había añadido a sus muchos oficios el de empresario de pompas fúnebres, y había metido en un ataúd a su noble y difunto señor. Si se aclaró o dejó de aclararse el caso, es asunto que todavía aparece algo confuso, porque nunca se procedió a hacer la menor averiguación legal, hasta que Flambeau apareció por aquella zona del Norte. De esto, a la sazón, hacía unos dos o tres días. Y hasta entonces el cadáver de lord Glengyle (si es que era su cadáver) había quedado depositado en la iglesita de la colina.
Al pasar el padre Brown por el oscuro y pequeño jardín y entrar en la sombra del castillo, había unas nubes opacas y el aire era húmedo y tempestuoso. Sobre el jirón de oro del último reflejo solar, vio una negra silueta humana: era un hombre con sombrero alto y una enorme azada al hombro. Aquella ridícula combinación hacía pensar en un sepulturero; pero el padre Brown la encontró muy natural al recordar al criado sordo que cultivaba las patatas. No le eran desconocidas las costumbres de los labriegos de Escocia, y sabía que eran lo bastante solemnes para creerse obligados a llevar traje negro durante una investigación oficial, y lo bastante económicos para no desperdiciar por eso una hora de laboreo. Y la mirada entre sorprendida y desconfiada con que vio pasar al sacerdote era también algo que convenía muy bien a su tipo de celoso guardián..
Flambeau en persona acudió a abrir la puerta, acompañado de un hombre de aspecto frágil, con cabellos color gris metálico y un rollo de papeles en la mano: era el inspector Craven, de Scotland Yard. El vestíbulo estaba completamente abandonado y casi vacío, y sólo, desde sus pelucas negras y oscuros lienzos, las caras pálidas y burlonas de los Ogilvie parecían contemplar a sus huéspedes.
Siguiendo a los otros hacia una sala interior, el padre Brown vio que se habían instalado en una larga mesa de roble, llena de papeles garrapateados, de whisky y de tabaco en un extremo. Y el resto de la mesa lo ocupaban varios objetos, formando montones separados; objetos tan inexplicables como indiferentes. Un montoncito parecía contener los trozos de un espejo roto. Otro, era un montón de polvo moreno. El tercer objeto era un bastón.
—Esto parece un museo geológico —dijo el padre Brown, sentándose y señalando con la cabeza los montones de cristal y de polvo.
—No un museo geológico —aclaró Flambeau—, sino un museo psicológico.
—¡Por amor de Dios! —dijo el policía oficial riendo—. No empecemos con palabrotas.
—¿No sabe usted lo que quiere decir psicología? —preguntó Flambeau con amable sorpresa—. Psicología quiere decir que no está uno en sus cabales.
—No lo entiendo bien —insistió el oficial.
—Bueno —dijo Flambeau con decisión—. Lo que yo quiero decir es que sólo una cosa hemos puesto en claro respecto a lord Glengyle, y es que era un maniático.
La negra silueta de Gow con su sombrero de copa y su azada al hombro pasó ante la ventana destacada confusamente sobre el cielo nublado. El padre Brown la contempló mecánicamente, y dijo:
—Ya me doy cuenta de que algo extraño le suce día, cuando de tal modo permaneció enterrado en vida y tanta prisa dio a enterrarse al morir. Pero, ¿qué razones especiales hay para suponerle loco?
—Pues mire usted —contestó Flambeau—: vea usted la lista de objetos que Mr. Craven se ha encontrado en la casa.
—Habrá que encender una vela —dijo Craven—. Va a caer una tormenta, y ya está muy oscuro para leer.
—¿Ha encontrado usted alguna vela entre sus muchas curiosidades? —preguntó Brown, sonriendo.
Flambeau levantó el grave rostro y miró a su amigo con sus ojazos negros:
—También esto es curioso —dijo—. Veinticinco velas, y ni rastro de candelero.
En la oscuridad creciente de la sala, en medio del creciente rumor del viento tempestuoso, Brown buscó en la mesa entre los demás despojos, el montón de velas de cera. Al hacerlo, se inclinó casualmente sobre el montón de polvo rojizo, y no pudo contener un estornudo.
—¡Achís! ¡Ajá! ¡Rapé!
Cogió una vela, la encendió con mucho cuidado, y después la metió en una botella de whisky vacía. El aire inquieto de la noche, colándose por la ventana desvencijada, agitaba la llama como una banderola. Y en torno al castillo podían oírse las millas y millas de pino negro, hirviendo como un negro mar en torno a una roca.
—Voy a leer el inventario —anunció Craven gravemente, tomando un papel—. El inventario de todas las cosas inconexas e inexplicables que hemos encontrado en el castillo. Antes conviene que sepa usted que esto está desmantelado y abandonado, pero que uno o dos cuartos han sido habitados por alguien evidentemente, por alguien que no es el criado Gow, y que llevaba, sin duda, una vida muy simple, aunque no miserable. He aquí la lista:
»Primero. Un verdadero tesoro en piedras preciosas, casi todas diamantes, y todas sueltas, sin ninguna montura. Desde luego, es muy natural que los Ogilvie poseyeran joyas de familia, pero en las joyas de familia las piedras siempre aparecen montadas en artículos de adorno, y los Ogilvie parece que hubieran llevado sus piedras sueltas en los bolsillos, como moneda de cobre.
»Segundo. Montones y montones de rapé, pero no guardado en cuerno, tabaquera ni bolsa, sino por ahí sobre las repisas de las chimeneas, en los aparadores, sobre el piano; en cualquier parte, como si el caballero no quisiera darse el trabajo de abrir una bolsa o abrir una tapa.
»Tercero. Aquí y allá, por toda la casa, montoncitos de metal, unos como resortes y otros como ruedas microscópicas, como si hubieran destripado algún juguete mecánico.
»Cuarto. Las velas, que hay que ensartar en botellas por no haber un solo candelero. Y ahora fíjese usted en que esto es mucho más extravagante de lo que uno se imagina. Porque ya el enigma esencial lo teníamos descontado: a primera vista hemos comprendido que algo extraño había pasado con el difunto conde. Hemos venido aquí para averiguar si realmente vivió aquí, si realmente murió aquí, si este espantajo pelirrojo que lo inhumó tuvo algo que ver en su muerte. Ahora bien: supóngase usted lo peor, imagine usted la explicación más extraña y melodramática. Suponga usted que el criado mató a su amo, o que éste no ha muerto verdaderamente, o que el amo se ha disfrazado de criado, o que el criado ha sido enterrado en lugar del amo. Invente usted la tragedia que más le guste, al estilo de Kilkie Collins, y todavía así le será a usted imposible explicarse esta ausencia de candeleros, o el hecho de que un anciano caballero de buena familia derramase el rapé sobre el piano. El corazón, el centro del enigma, está claro; pero no así los contornos y orillas. Porque no hay hilo de imaginación que pueda conectar el rapé, los diamantes, las velas y los mecanismos de relojería triturados.
—Yo creo ver la conexión —dijo el sacerdote—. Este Glengyle tenía la manía de odiar la Revolución francesa. Era un entusiasta del
ancien régime
, y trataba de reproducir al pie de la letra la vida familiar de los últimos Borbones. Tenía rapé, porque era un lujo del siglo XVIII; velas de cera, porque eran el procedimiento del alumbrado del siglo XVIII; los trocitos metálicos representaban la chifladura de cerrajero de Luis XVI; y los diamantes, el collar de diamantes de María Antonieta.
Los dos amigos le miraron con ojos sorprendidos.
—¡Qué suposición más extraordinaria y perfecta! —dijo Flambeau—. ¿Y cree usted realmente que es verdadera?
—Estoy enteramente seguro de que no lo es —contestó el padre Brown—. Sólo que ustedes aseguran que no hay medio de relacionar el rapé, los diamantes, las relojerías y las velas, y yo les propongo la primera relación que se me ocurre, para demostrarles lo contrario. Pero estoy seguro de que la verdad es más profunda, está más allá.