—Bueno, yo renuncio —exclamó Flambeau—. Esto no me entra en la cabeza, y esto se ha acabado. Rapé, devocionarios estropeados, interiores de cajas de música y qué sé yo qué más…
Pero Brown, descubriéndose la cara y arrojando la azada con impaciencia, le interrumpió:
—¡Calle, calle! Todo eso está más claro que el día.
Esta mañana, al abrir los ojos, entendí todo eso del rapé y las rodajas de acero. Y después me he puesto a probar un poco al viejo Gow, que no es tan sordo ni tan estúpido como aparenta. No hay nada de malo en todos esos objetos encontrados. También me había equivocado en lo de los misales estropeados; no hay ningún mal en ello. Pero esto último me inquieta. Profanar sepulcros y robarse las cabezas de los muertos, ¿puede no ser malo? ¿No estará en esto la magia negra? Y esto no tiene nada que ver con el sencillísimo hecho del rapé y la colección de velas. —Y se puso a pasear, fumando filosóficamente.
—Amigo mío —dijo Flambeau con un gesto de buen humor—. Tenga usted cuidado conmigo, recuerde usted que yo he sido en otro tiempo un bribón. La inmensa ventaja de ese estado consiste en que yo mismo forzaba la intriga y la desarrollaba al instante. Pero esta función policíaca de esperar y esperar sin fin, es demasiado para mi impaciencia francesa. Toda mi vida, para bien o para mal, lo he hecho todo en un instante. Todo duelo que se me ofrecía había de ser para la mañana del día siguiente; toda cuenta, al contado, ni siquiera aplazaba yo una visita al dentista.
El padre Brown dejó caer la pipa, que se rompió en tres pedazos sobre el suelo, y abrió unos ojazos de idiota.
—¡Dios mío, qué estúpido soy!; ¡pero qué estúpido! Y soltó una risa descompuesta.
—¡El dentista! —repitió—. ¡Seis horas en el más completo abismo espiritual, y todo por no haber pensado en el dentista! ¡Una idea tan sencilla, tan hermosa, tan pacífica! ¡Amigos míos: nos hemos pasado una noche en el infierno; pero ahora se ha levantado el sol, los pájaros cantan, y la radiante evocación del dentista restituye al mundo su tranquilidad!
—Declaro que ni con los tormentos de la Inquisición podría yo sacar el sentido de semejante logogrifo —dijo Flambeau, encaminándose al castillo.
El padre Brown tuvo que contener su impulso de ponerse a bailar en mitad de la vereda, ya iluminada por el sol, y gritó después de un modo casi lastimoso y como un chiquillo:
—¡Por favor, déjenme ser loco un instante! ¡He padecido tanto con este misterio! Ahora comprendo que todo esto es de lo más inocente.
—Apenas un poco extravagante. Y eso, ¿qué más da?
Dio una vuelta en un pie como un chiquillo, y después se enfrentó con sus amigos y dijo gravemente:
—Aquí no hay crimen ninguno. Al contrario: se trata de un caso de honradez tan extraño que es alambicado. Precisamente se trata quizá del único hombre de la tierra que no ha hecho más que su deber. Es un caso extremo de esa lógica vital y terrible que constituye la religión de esta raza.
La vieja tonadilla local sobre la casa de Glengyle:
Como savia nueva para los árboles pujantes,
tal es el oro rubio para los Ogilvie.
es al mismo tiempo metafórico y literal. No sólo significa el anhelo de bienestar de los Glengyle; también significa, literalmente, que coleccionaban oro, que tenían una gran cantidad de ornamentos y utensilios de este metal. Que eran, en suma, avaros con la manía del oro. Y a la luz de esta suposición recorramos ahora todos los objetos encontrados en el castillo; diamantes sin sortija de oro; velas sin sus candelabros de oro; rapé sin tabaquera de oro; minas de lápiz sin el lapicero de oro; un bastón sin su puño de oro; piezas de relojería sin las cajas de oro de los relojes o, mejor dicho, sin relojes. Y, aunque parezca locura, el halo del Niño Jesús y el nombre de Dios de los viejos misales sólo han sido raspados porque eran de oro legítimo.
El jardín pareció llenarse de luz. El sol era ya más vivo, y la hierba resplandecía. La verdad se había hecho. Flambeau encendió un cigarrillo mientras su amigo continuaba:
—Todo ese oro ha sido sustraído, pero no robado. Un ladrón no hubiera dejado rastros semejantes: se habría llevado las tabaqueras con rapé y todo, los lapiceros con mina y todo, etc. Tenemos que habérnoslas con un hombre que tiene una conciencia muy singular, pero que tiene conciencia. Este extraño moralista ha estado charlando conmigo esta mañana en el jardincito de la cocina, y de sus labios oí una historia que me permite reconstruirlo todo:
»El difunto Archivald Ogilvie era el hombre más cercano al tipo de hombre bueno que jamás haya nacido en Glengyle. Pero su virtud, amargada, se convirtió en misantropía. Las faltas de sus antecesores le abrumaban, y de ellas inducía la maldad general de la raza humana. Sobre todo tenía desconfianza de la filantropía o liberalidad. Y se prometió a sí mismo que, si encontraba un hombre capaz de tomar sólo lo que estrictamente le correspondía, ése sería el dueño de todo el oro de Glengyle. Tras este reto a la Humanidad, se encerró en su castillo sin la menor esperanza de que el reto fuera nunca contestado. Sin embargo, una noche, un muchacho sordo y al parecer idiota vino de una aldea distante a traerle un telegrama, y Glengyle, con un humorismo amargo, le dio un cuarto de penique nuevo que llevaba en el bolsillo entre las otras monedas. Mejor dicho, eso creyó haber hecho, porque cuando, un instante después, examinó las monedas, vio que aún conservaba el cuarto de penique, y echó de menos en cambio una libra esterlina. Este accidente fue para él un tema de amargas meditaciones. El muchacho había demostrado la codicia que era de esperar en la especie humana. Porque, si desaparecía, era un ratero vulgar que se embolsa una moneda. Y si volvía, haciéndose el virtuoso, era por la esperanza de la recompensa. Pero a la medianoche, lord Glengyle tuvo que levantarse a abrir la puerta porque vivía solo y se encontró con el sordo idiota. Y el sordo idiota venía a devolverle, no la libra esterlina, sino la suma exacta de diecinueve chelines, once peniques y tres cuartos de penique. Es decir, que el muchacho había tomado para sí un cuarto de penique.
»La exactitud extravagante de este acto impresionó vivamente al desequilibrado caballero. Se dijo que, nuevo Diógenes afortunado, había descubierto al hombre honrado que deseaba. Hizo entonces un nuevo testamento, que yo he visto esta mañana. Trajo a su enorme y abandonado caserón al muchacho, le educó, hizo de él su criado solitario y, a su manera, lo instituyó heredero de sus bienes. Esta criatura mutilada, aunque entendía poco entendió muy bien las dos ideas fijas de su señor: primera, que en este mundo lo esencial es el derecho, y segunda, que él había de ser, por derecho, el dueño de todo el oro de Glengyle. Y esto es todo, y es muy sencillo. El hombre ha sacado de la casa todo el oro que había, y ni una partícula que no fuera de oro: ni siquiera un minúsculo grano de rapé. Y así levantó todo el oro de las viejas miniaturas, convencido de que dejaba el resto intacto. Todo eso me era ya comprensible, pero no podía yo entender lo del cráneo, y me desesperaba el hecho de haberlo encontrado escondido entre las patatas… Me desesperaba… hasta que a Flambeau se le ocurrió decir la palabra dichosa.
Todo está ya muy claro, y todo irá bien. Este hombre volverá el cráneo a la sepultura, en cuanto le haya extraído las muelas de oro.
Y, en efecto, al pasar aquella mañana por la colina donde estaba el cementerio, Flambeau vio a aquel extraño ser, a aquel justo avaro, cavando en la sepultura profanada, con la bufanda escocesa al cuello, agitada por el viento de la montaña, y el tétrico sombrero de copa en la cabeza.
Una de las carreteras que salen por el norte de Londres se prolonga hacia el campo en un remedo de calle, donde la línea se conserva, aunque haya muchos huecos de terreno sin edificar. Aquí aparece un grupo de tiendas que lindan con un solar cercado o una dehesa, y más allá una taberna famosa, y luego —tal vez— un mercado de hortalizas, o el jardín de un hospicio para niños, y después una espaciosa mansión privada, y a continuación vuelve al campo, y luego otra posada, etc. El que pase por esta carretera no dejará de reparar en cierta casa que le llamará la atención, sin que él mismo sepa por qué. Es una casa larga y más bien baja, que corre paralela a la calle, pintada de blanco y verde pálido, con verja y persianas, y pórtico cubierto por una de esas lindas cúpulas que parecen sombrillas de madera, y que suele uno ver en algunas casas anticuadas. Y es que, en efecto, se trata de una casa anticuada, muy inglesa y muy suburbana, en el bueno, en el viejo, en el cómodo sentido de la palabra como corresponde al barrio de Clapbam. Sin embargo, la casa tiene aire de haber sido construida para clima caliente. Aquel color blanco, aquellas persianas, hacen pensar vagamente en turbantes, y hasta en palmeras, despiertan la idea de una procedencia que no acierto a describir. Tal vez la casa ha sido construida por ingleses de la India.
Todo el que pase por allí —he dicho—, sentirá cierta fascinación ante aquella casa, sentirá que aquella casa tiene historia. Y, como, vais a ver, no se equivocará al suponerlo. Porque ésta es precisamente la historia: la extraña historia de las cosas sucedidas en esa casa, allá por la Pentecostés, del año mil ochocientos y tantos.
Todo el que pasara por allí el jueves anterior al domingo de Pentecostés, hacia las cuatro y media de la tarde, vería que se abría la puerta de la casa, y el padre Brown, de la iglesia de san Mungo, salía fumando su enorme pipa, acompañado de un gigantesco amigo suyo, un francés llamado Flambeau, que fumaba también, aunque un cigarrillo diminuto. Estos personajes podrán o no tener interés a los ojos del lector, pero lo cierto es que no eran la única cosa interesante que apareció al abrirse la puerta de la verde y blanca mansión. La mansión ésta tenía otras peculiaridades que conviene describir, no sólo para que el lector entienda esta trágica historia, sino también para que entienda qué fue lo que se vio al abrirse la puerta.
La planta de la casa afectaba la forma de una T, pero una T de cruz transversal muy larga y de cola muy corta. La cruz transversal formaba la fachada, con su puerta en el centro; era de dos pisos y contenía las salas y habitaciones más importantes. La cola muy corta, que salía precisamente del lado opuesto a la puerta de entrada, sólo era de un piso, y sólo tenía dos largas salas consecutivas. La primera era el estudio, donde el famoso Quinton escribía sus poemas y novelas orientales. Y la segunda era un invernadero de cristales, lleno de plantas del trópico, de belleza única y casi monstruosa, las cuales, en tardes como aquélla, centelleaban bajo la espléndida luz del sol.
De modo que, al abrirse la puerta, más de un transeúnte se detuvo a ver, porque se descubría una perspectiva de ricas habitaciones que acababa en algo como un escenario de comedia de magia: nubes de púrpura, estrellas carmesíes, soles dorados, a la vez vivos, abrasadores, transparentes y distantes.
Leonard Quinton, el poeta, había procurado con premeditación este efecto; y cabe dudar que en ninguno de sus poemas haya expresado mejor que en esto su personalidad. Porque era hombre que bebía los colores y se bañaba en los colores, y a quien la sed del color llevaba al descuido de las formas y aun de las buenas formas. Ésta era la causa de que se hubiera entregado tan completamente al arte y a los temas orientales, y que tuviera tanta afición a aquellos tapices enloquecedores, a aquellos deslumbradores bordados, donde todos los colores parecen haber caído en un caos feliz, sin ningún propósito de formar tipos o dictar enseñanzas. Había intentado, acaso sin un completo éxito artístico, pero con innegables dotes de imaginación e invención, componer historias épicas y amorosas que reflejaran el tormento del color vívido y hasta cruel; cuentos en que se veían cielos tropicales de oro ardiente o cobre sangriento; o en que se hablaba de héroes orientales que pasaban con unos turbantes como mitras, sobre el lomo de elefantes pintados de púrpura o verde pavo, o de joyas gigantescas que un centenar de negros no bastaba a cargar, y que ardían con un brillo arcaico y de mil colores.
En suma —para decirlo desde el punto de vista común—: que pintaba unos cielos orientales peores que los infiernos occidentales; unos monarcas orientales que parecían verdaderos maniáticos, y unas joyas orientales que un joyero de Bond Street (si los cien jadeantes negros se las trajeran hasta la joyería), probablemente declararía joyas falsas. Quinton, por lo demás, era un genio, aunque desequilibrado; y su desequilibrio se notaba más en su vida que en su obra. Era, por temperamento, débil e irritable, y su salud estaba muy resentida a causa de ciertos experimentos con el opio oriental. Su esposa —una mujer hermosa, laboriosa y evidentemente fatigada— tenía mucho que objetar al uso del opio, pero más todavía tenía que decir contra cierto ermitaño indostánico, criatura de carne y hueso, que vestía siempre de amarillo y blanco, y a quien su marido se empeñaba en mantener en la casa meses y más meses, a título de Virgilio que guiara su alma por entre los cielos y los avernos del Oriente.
De esta casa, pues, de esta aristocrática morada salían el padre Brown y su amigo; y a juzgar por su fisonomía, salían con una sensación de alivio. Flambeau había conocido a Quinton en los turbulentos días de la vida estudiantil de París, y hacía sólo una semana que había renovado la amistad. Pero, aparte de que la historia posterior de Flambeau fuera escabrosa, no se entendía bien con el poeta. No le parecía que, para un caballero, la mejor manera de darse al diablo fuera ahogarse con opio y escribir versitos eróticos en vitela. Al cruzar los dos amigos el umbral, antes de dar un paseíto por el jardín, la puerta de la verja se abrió de golpe, y un joven con un sombrero hongo echado hacia la nuca trepó a saltos la escalinata precipitadamente. Era un joven de aspecto disipado; llevaba una corbata de un rajo chillón, muy torcida, como si hubiera dormido con ella, y venía jugando y haciendo chascar una de esas cañas flexibles y nudosas.
—Necesito —dijo casi sin resuello—, necesito ver a Quinton. Tengo que verle ahora mismo. ¿No está en casa?
—Mr. Quinton está en casa —dijo el padre Brown vaciando su pipa, pero no sé si podrá usted verle, porque en este momento está con el doctor.
El joven, que parecía no estar muy católico, penetro en el vestíbulo dando traspiés. En el mismo instante, el doctor salía del estudio de Quinton, cerraba tras sí la puerta y comenzaba a ponerse los guantes.