El cartógrafo y el misterio del Al-kemal (16 page)

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Authors: Frank G. Slaughter

Tags: #Historico

BOOK: El cartógrafo y el misterio del Al-kemal
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Hasta principios de siglo los barcos del Mediterráneo se habían construido sólo para navegar hasta Inglaterra o Escocia, o a los cercanos puertos costeros de Francia u Holanda. Raramente se adentraban en el mar hasta una distancia que no pudiera alcanzar la costa a simple vista, y sólo transcurrían unas semanas hasta llegar al próximo puerto, donde poder volver a abastecer las naves con nuevas provisiones y agua dulce.

Cuando las naves del príncipe Enrique habían empezado a navegar mar adentro para rodear el traicionero Cabo Bojador con sus encalladeros, se había hecho necesario construir otro tipo de barcos. Tenían que ser naves que pudieran transportar víveres suficientes y que pudieran soportar los temporales de los océanos, capaces de navegar a gran velocidad con el viento en calma y que fueran aptos para navegar de ceñida para poder seguir, incluso con viento contrario, el viaje de vuelta a casa.

Cuando las velas, considerablemente más eficaces, empezaron a sustituir a los remos, se consiguió la flexibilidad en el gobierno de los navíos utilizando el instrumental latino, con una gran vela triangular. Conforme los barcos iban siendo más grandes, hubo que añadir una segunda vela, además de otras cuadradas que a menudo se colocaban en ambos mástiles. Sin embargo, todo esto dificultaba en gran medida la capacidad de los barcos de navegar de ceñida, y cuando la latina se sustituía por la vela cuadrada del palo de mesana era difícil de timonear porque todo el área de navegación se concentraba en la popa. Se llegó a un equilibrio poniendo un tercer mástil frente al principal, donde se colocó una vela cuadrada. Esta distribución, además de unas líneas más ligeras y una mejora general en la construcción de los barcos, hizo famosas las veloces carabelas del príncipe Enrique, de tres mástiles, con el mástil de proa y el principal equipados con velas cuadradas, y una mesana a proa y a popa.

La carabela tomó su nombre del
carvel,
palabra que describía el modo en que se entablaban las cuadernas, con juntas ligeras entre las planchas en vez de los tablones que se solían usar en aquella época. En realidad se basaba en una nave mediterránea llamada “tarida”, adaptándola para soportar las características del Atlántico. Las nuevas naves tenían una cubierta alta a proa, apta para romper las aguas que encontrara a su paso, y una popa alta y estrecha que dotaba a la nave del espacio necesario para las provisiones. Otra modificación era la “carraca”, más ancha y profunda y, por lo tanto, mejor para el océano, capaz de pasar mucho tiempo en mar abierto.

Andrea se encontró a Eric Vallarte, que estaba siguiendo los progresos de la construcción de un hermoso tipo de carabela-carraca. El vikingo lo saludó efusivamente.

—¡Oh, señor Bianco! —le dijo—. ¿Cómo os sentís sin las cadenas?

—Como un alma que sale del infierno —dijo Andrea sobriamente—. ¿Qué estáis construyendo?

—Un nuevo tipo de carabela. Como podéis ver es más grande y profunda que nuestra pequeña Santa Paula.

—Podrá viajar lejos, aunque no tan veloz como los barcos más pequeños —dijo Andrea admirado.

Vallarte bajó el tono de voz.

—¿Tan lejos como para llegar a la Antilia? ¿O a la Tierra del Vino, quizás?

Andrea lo miró asombrado.

—¿Qué queréis decir?

Eric se encogió de hombros.

—Mis ancestros descubrieron la Tierra del Vino, así que, naturalmente, me gustaría conocerla.

—Pero el príncipe Enrique está buscando una ruta alternativa hacia las Indias rodeando la punta sur de África.

—Si es que la hay.

—¿Lo ponéis en duda?

Vallarte volvió a encogerse de hombros.

—Yo soy marinero, no cartógrafo, ni geógrafo. Los vikingos normalmente no cometemos el error de dar nada por supuesto. Si hay un camino alrededor de África, creo que las naves del Infante lo descubrirán. Y después, ¿qué?

—Con los monzones es más fácil navegar desde las costas orientales de África hasta la India o China, y volver.

—Vos habéis estado allí, así que lo sabréis —admitió Vallarte—, pero supongamos que África se extiende más allá del borde del mundo, como muchos creen. En ese caso sería mejor ir directos hacia el oeste y ver si hay un pasaje entre Groenlandia y la Tierra del Vino, o por alguna otra parte. Nosotros buscamos una ruta hacia las Indias por el este, sí —dijo señalando la curva línea del horizonte que se extendía hacia el oeste— pero también queremos saber lo que hay ahí fuera.

Andrea lo miró con ojos interrogantes.

—Imagino que no sois tan simple como me queréis hacer creer, Eric Vallarte —le dijo—. El mundo entero sabe en qué dirección se mueven los capitanes del príncipe Enrique. ¿Se trata de un viaje secreto?

Los ojos del capitán pelirrojo centellearon.

—¿Por qué debería ser un secreto si el señor Di Perestrello va a colonizar islas como las Azores en nombre del Infante? Si los mercaderes de Génova, Francia y Venecia creen que estamos buscando un camino hacia las Indias por el oeste, no lo negaré. Permitidles estar tan confusos como quieran estarlo.

—Y, mientras tanto, las flotas de África buscan una ruta más corta, ¿no es así?

Vallarte se encogió de hombros.

—Las flotas de África están siempre buscando. Después de todo los católicos creen que es una buena idea atraer moros y negros a su religión, aunque sea poniéndoles cadenas.

—¿Será éste el barco que lleve a don Bartholomeu a las Azores?

Eric Vallarte asintió con la cabeza.

—A él, a su familia y a algunos colonizadores. Si se demuestra que África es más grande de lo que cree el maestre Jacomé y los demás, y tenemos que buscar un camino hacia el oeste, habrá que preparar suministros y un lugar donde reparar los barcos en las Azores, como hacemos ya en Madeira en los viajes hacia África. Esta es la aventura a la que don Bartholomeu está a punto de lanzarse —el vikingo sonrió burlonamente—. Y la presencia de la hermosa doña Leonor no hará ciertamente que la empresa sea menos atractiva. ¿Estáis con nosotros?

Andrea negó con la cabeza.

—Don Alfonso Lancarote me acaba de emplear como navegante esta mañana para explorar las costas de África más allá del Cabo Blanco.

—¡Por las barbas de Odín! —explotó Vallarte—. No ha perdido el tiempo, ¿eh? Ayer por la noche el Infante me dijo que estaba considerando la posibilidad de proponeros que os unierais a nosotros rumbo a las Azores.

—Don Alfonso me pagará una centésima parte de las ganancias de la carga de los barcos que vuelvan a casa —dijo Andrea orgulloso—. Más una centésima parte del siguiente viaje.

Vallarte silbó.

—Es una buena suma, considerando lo que se está pagando por los negros, pero no creo que vayáis con él.

—¿Qué puede impedirme hacer una fortuna, si tengo la oportunidad? —le preguntó Andrea—. El príncipe Enrique, ¿me pagaría tanto por un viaje a las Azores?

Vallarte negó con la cabeza.

—Habrá pocas ganancias en este viaje, por lo menos si no encontramos nada mejor de lo que ya descubrieron quienes estuvieron allí antes que nosotros.

—Entonces sería un necio si no hiciera el viaje con don Alfonso.

—Es un modo de verlo.

—¿Hay otro?

—Para vos, quizás no, pese a que vos sabéis lo que significa ser un esclavo. Pero los del norte nunca hemos llevado cadenas y no nos gusta la idea de quitar la libertad a otros hombres. Yo iré a las Azores, amigo mío —puso una mano sobre el hombro de Andrea—, pero os deseo un buen viaje y un feliz retorno. De hecho, puede que aún estemos aquí cuando volváis. Estamos construyendo este barco para que sea fuerte y resistente. Puede que surque mares que ningún hombre de Europa haya visto jamás.

VIII

Como Andrea esperaba, cuando se corrió la noticia de que estaba familiarizado con un método de navegación que usaban los árabes (que eran famosos por ser capaces de navegar miles de millas mar adentro en los mares del este sin encontrar ningún tipo de problema para volver a casa) despertó un nuevo interés entre los hombres de la expedición de don Alfonso Lancarote. No hubo problemas en formar la tripulación necesaria, todos los días llegaba gente interesada, y la dotación completa de los cinco barcos estuvo lista en poco tiempo.

Don Bartholomeu di Perestrello lo había invitado a seguir viviendo en su casa, así que seguía compartiendo habitación con fray Mauro. A doña Leonor la veía muy poco, casi siempre a la hora del almuerzo.

Desde la noche de la fiesta en que intentó besarla, lo había tratado siempre con una frialdad que no sabía cómo romper. Aunque, en realidad, tampoco lo había intentado, ya que el que él le gustara o no era algo que ella tenía que decidir libremente. Y, sin embargo, un hombre tendría que ser de piedra para no admirar las encantadoras líneas de su perfil cuando se sentaba a la mesa con su padre y su hermana menor, Filippa, o la gracia de su cuerpo cuando abandonaba la habitación al terminar la comida, pasando cerca de donde él estaba.

Tenía poco tiempo para pensar en Angelita, o en cómo vengarse de Mattei, ya que se había ofrecido como voluntario para supervisar los últimos cargamentos de provisiones del barco de don Alfonso Lancarote para poder zarpar antes de que empezara el mal tiempo que llegaba con los calores del verano. Este era el primer paso en el camino de vuelta hacia el verdadero Andrea Bianco, y con la intensidad que lo caracterizaba, se concentró en ello sin ayuda de nadie. Con el dinero de este viaje y del próximo, podría empezar a pensar en cómo conseguir restablecer su inocencia de los delitos de que había sido considerado culpable en la corte de Venecia. Después de esto, llegaría a un trato con Mattei para recuperar a Angelita.

Andrea había visto poco al príncipe Enrique desde que el Gobernador del Algarbe empezó a estar tan ocupado con los problemas de la regencia. Se sorprendió un día cuando se lo encontró cerca de donde estaba trabajando en un cobertizo, contando sacos de cebollas que se estaban cargando en las carabelas de don Alfonso. Hincó una rodilla en el suelo, pero el Príncipe le dijo tranquilamente:

—Levantaos, señor Bianco. Yo trabajo aquí como lo hacéis vos.

—Es un trabajo que deleita el corazón de los que aman el mar, Excelencia —dijo Andrea—. He aprendido más de barcos aquí las últimas dos semanas de lo que creía que se podría aprender.

El Príncipe miró hacia el sur, hacia la pálida línea azul de la costa africana.

—Aún queda mucho por aprender, y tan poco tiempo para hacerlo… A veces yo mismo me desanimo.

—Si os referíais a la ruta marítima hacia las Indias, estoy seguro de que la encontraremos.

El Infante asintió con la cabeza.

—Tiene que haberla. A veces desearía que la vida me hubiera dado la posibilidad de ser capitán. Imagino la emoción que sentirá quienquiera que consiga rodear la punta sur de África, encontrando ante sí sólo un océano que lo separe de las Indias —se volvió hacia Andrea—. Vos habéis visitado aquellas tierras, señor. El descubrimiento de una nueva ruta, ¿vale la pena ante el sufrimiento de la pérdida de hombres que esto supone, y de barcos?

—¿Y de dinero?

—Esto no lo considero importante, si conseguimos llegar hasta el reino del Preste Juan —el Príncipe indicó con una línea el vasto continente africano hacia el sur—. Los hombres negros de Guinea, e incluso los moros, no conocen a Nuestro Salvador. Yo quisiera poder llevarlos hasta Él. Entonces, con el Preste Juan como aliado, podríamos abrir ese continente a los hombres blancos para que se instalen allí y puedan vivir decentemente, y no hacinados como ganado en las ciudades, llenas de suciedad y enfermedades.

—Es un objetivo noble. Con sólo un punto débil.

—¿Cuál?

—Vuestros planes han de ser llevados a cabo por hombres, Excelencia, y los hombres son recipientes frágiles en los que verter las propias esperanzas.

El príncipe Enrique negó con la cabeza.

—En esto os equivocáis, señor Andrea. Son frágiles, sí, pero sólo el hombre, después de Dios, es capaz de tener altos ideales y las ambiciones necesarias para un proyecto como éste.

—Entonces, todos nosotros en Villa do Infante somos afortunados por tener un ejemplo de ello en Vuestra Excelencia.

El noble sonrió.

—Hago lo que está en mi mano, pero como vos decís, somos todos frágiles, así que mi única oportunidad es usar la ambición de los hombres para ir más allá de ella hasta un objetivo más alto.

Andrea lo miró sorprendido, ya que el Príncipe había resumido en pocas palabras el objetivo real del viaje que estaba a punto de emprender.

—Afortunadamente —continuó el Príncipe— la esperanza de riqueza mueve a los hombres a aventurarse más allá de lo que lo haría el simple amor por el descubrimiento, o incluso la propagación de nuestra Santa Fe.

—Si sois consciente de ello, sabréis que yo también me he embarcado en esta aventura principalmente por las ganancias que de ella obtendré.

—Por las ganancias, sí, y no os culpo por ello, ya que la fortuna os ha tratado bastante mal, pero por lo de “principalmente” no estoy tan seguro. Vos tenéis un espíritu de descubrimiento mucho mayor que el de otros hombres, señor Bianco.

—No soy digno, Excelencia…

—Lo sois, aunque esperéis llenaros el bolsillo con ello al mismo tiempo —los ojos del Príncipe relucían—. Además, quién sabe hasta qué punto dará seguridad y confianza a los hombres este nuevo método de navegación que poseéis, una vez que hayáis demostrado su valor en un viaje tan largo como el de don Alfonso.

»Cada nueva tierra donde llegamos es un paso más hacia las Indias y un nuevo vínculo con el Preste Juan —continuó—. Un hombre que venía de Guinea entre los esclavos procedente de otro viaje me habló de un gran río al sur, cuya desembocadura está marcada por grandes palmeras. Yo creí que debía de ser el Nilo occidental, quizá hasta lo hayáis visto en vuestros viajes. ¿Quién sabe? Podría incluso llevarnos en línea directa hasta el reino del Preste Juan. Si es así, podríamos unir nuestras fuerzas y así vencer al Islam.

—Es un gran sueño.

—¿Y qué es un gran sueño si los sueños más pequeños no se ajustan a él? Es como un armador que une las placas de las cuadernas para formar el casco de la carabela.

—Sólo un gran hombre puede tener grandes sueños, Excelencia.

El Infante movió la cabeza.

—No me digáis que no habéis soñado grandes cosas cuando descubristeis el secreto de la navegación de los capitanes árabes, o cuando pusisteis aquel asta en Alejandría, incluso siendo un esclavo, para confirmar las medidas que Eratóstenes había calculado del mundo.

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