Aunque seguía soplando el viento, ahora tenía mucha menos fuerza, por lo que la carabela iba más lenta, y pudo comprobar que el nivel del agua había subido considerablemente, por lo que decidió despertar a Eric justo cuando salían los primeros rayos del sol. Exhausto por haber estado trabajando en las bombas, como el resto de los hombres, Eric estaba durmiendo tumbado en cubierta, cerca de la bitácora.
Eric se dio la vuelta cuando Andrea lo tocó en el hombro, y se incorporó frotándose los ojos. Entonces, al darse cuenta de que el cielo estaba despejado y de que el viento seguía soplando, se levantó de golpe.
—¡Por Odín! —gritó—. ¡La tormenta ha pasado!
Eric gritó lleno de emoción y, como si fuera esto lo que todos estaban esperando, los hombres que estaban en las bombas las abandonaron, y los que estaban durmiendo se despertaron para unirse a él gritando de alegría.
—¡Bendito sea Dios! ¡Estamos salvados!
Salve Regina!
—se escuchaba por todas partes.
—Venga, hermano —Eric llamó a fray Mauro, que estaba durmiendo en la cubierta de popa—. Dirigid una oración de agradecimiento porque ha terminado la tormenta.
Se abrió la puerta de la toldilla, y salió doña Leonor. Estaba recién levantada pero completamente vestida, ya que todos habían dormido con la ropa del día durante las últimas dos semanas. Cuando vio la luz del sol, se le dibujó una gran sonrisa en la cara, y se dirigió a la puerta de la cabina, que estaba abierta.
—Padre, la tormenta ha terminado —exclamó—. Fray Mauro está a punto de dirigir una oración de agradecimiento.
Doña Leonor ayudó a don Bartholomeu a levantarse. Todos, excepto los hombres que seguían trabajando en las bombas, se arrodillaron en cubierta y fray Mauro comenzó la oración, y su voz era lo único que se oía, además del ruido de las bombas de extracción del agua. Cuando terminó, Leonor cantó el Salve Regina, con su voz encantadora, que envolvía el barco y el océano ante ellos. Los demás la siguieron, cantando el himno como nunca antes lo habían hecho.
—Voy a subir al mástil a echar una ojeada —le dijo Andrea a Eric Vallarte cuando terminaron de cantar—. Será mejor que vayáis a comprobar cómo va el agua de las bombas porque el nivel del agua ha subido mientras íbamos más despacio.
—Con la alegría de que se haya terminado la tormenta, se me ha olvidado todo lo demás —admitió Eric tímidamente—. Está claro que seguimos en grave peligro.
Andrea le dio una palmada en la espalda.
—El mundo es redondo, amigo mío. Si lo único que podemos hacer es ir hacia el oeste, lo rodearemos.
Cogiéndose al obenque, Andrea llegó enseguida al punto más alto del mástil, trepando por la enorme columna de madera desde donde se veía el océano. No habría podido explicar lo que esperaba ver desde allí, porque ni siquiera él mismo lo sabía, pero cuando los rayos del sol brillaron por fin hacia el horizonte, no podía dar crédito a sus ojos.
Mirara donde mirara, lo único que se veía era una capa enorme marrón verdosa. Sólo cuando lo miró por segunda vez se dio cuenta de que el Infante Enrique estaba flotando en un vasto océano de algas marinas.
Los que se encontraban en cubierta vieron las algas al mismo tiempo que Andrea y todos empezaron a hablar a la vez, muertos de miedo.
—¡Estamos perdidos! —gritó un marinero y uno de los grumetes se puso a gritar llorando.
—¡Silencio! —gritó Eric Vallarte—. Al próximo que se ponga a gimotear lo colgaremos.
Cogió un cubo del riel, le ató una cuerda y lo echó al agua.
Andrea se bajó del mástil y todos se reunieron en torno a Eric, que sacó el cubo lleno de algas marrón verdosas con forma de vejiga que, cuando las partían en dos, parecían estar llenas de aire, lo que les permitía flotar.
—¡Por Odín! —exclamó el vikingo—. ¿Quién ha oído hablar alguna vez de algo semejante?
Un marinero canoso habló.
—Yo he oído decir que pueden atrapar a un barco entero y no volver a soltarlo nunca más.
—Unas algas como éstas no podrán nunca con un barco tan grande.
Todos querían creerlo, pero en sus caras se veía que apenas conseguían hacerlo. A estas alturas habían perdido la esperanza, en un barco estropeado a muchas millas de casa y sin saber si algún día conseguirían volver.
—Izaremos más velas y veremos a ver qué pasa —decidió Eric, dando las órdenes correspondientes a la tripulación. Contentos por tener algo que hacer que los distrajera para no pensar, se pusieron manos a la obra. Cuando izaron las velas y éstas se hincharon con la brisa, la carabela empezó a moverse con más velocidad por el agua.
—¡Veis! Las algas no nos detienen —exclamó Andrea—. No tenemos nada que temer.
—¿Cómo volveremos a casa? —uno de los marineros hizo la pregunta que los tenía a todos preocupados—. Si me podéis contestar a esto, señor, os seguiré dondequiera que vayáis.
—Antes que nada tenemos que saber la importancia real del daño de la nave, y qué tipo de travesaño podemos usar como timón.
Andrea miró hacia arriba rápidamente, al oír un sonido que no se hubiera esperado nunca en mitad de un mar de algas, en medio del océano occidental. Era el ruido de unos pájaros que se posaban sobre la capa de algas, flotando por un momento antes de remontar el vuelo, picoteando por todas partes. Eran unos pájaros blancos, con colas largas y rectas como cañas.
—Las algas y los pájaros, ¿no son señales de que hay tierra cerca? —preguntó Leonor.
Eric Vallarte negó con la cabeza.
—A veces se encuentran pájaros mar adentro, señora.
—Pero no algas. Esto significa que hemos sido arrastrados hacia el norte, en dirección a las Azores —se volvió hacia Andrea—. ¿No es así?
Andrea odiaba tener que desmontar cualquier mínima esperanza que pudiera levantar la presencia de los pájaros y del mar de algas en que se encontraban, pero alimentar falsas esperanzas sólo empeoraría la situación.
—Me temo que no, señora. Según los datos de mi última observación, nos encontramos mucho más al sur que las islas.
—¿Puede que los pájaros vengan de la Antilia?
Era la primera vez que alguien mencionaba esta isla legendaria desde que habían empezado a navegar hacia el oeste, aunque Andrea había pensado mucho en esta posibilidad.
—Incluso podríamos estar muy cerca de una de las islas de San Brandán —añadió fray Mauro—. Según la leyenda, hace muchos años un monje, que más tarde se conocería como San Brandán, llevó a un grupo de personas de Irlanda para que poblaran una isla en el Atlántico. Se dice que prosperaron como comunidad cristiana, pero nadie ha visto la isla ni a sus habitantes.
—Muchos cartógrafos creen que la historia de San Brandán es sólo una leyenda —dijo Andrea—, pero podríamos estar cerca de unas tierras que mencionaron los hermanos Zeno de Venecia.
Eric Vallarte lo miró con aspereza.
—¿Es ésta otra de vuestras historias para animarnos?
—Por supuesto que no —dijo Andrea indignado—. Antonio Zeno navegó hacia el oeste hace unos cincuenta años. Fue a Groenlandia al servicio del príncipe Zichmni de Thule y, desde allí, siguió más al sudoeste hasta llegar a una tierra que llamó Estotiland
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. Después se dirigió aún más al sudoeste hacia una tierra llamada Droceo
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, donde encontraron a unos hombres vestidos con pieles de animales y cuyas armas no eran más que arcos y flechas.
—Podría haber sido cualquier otra isla —señaló Leonor.
—Puede ser —admitió Andrea—, pero en los relatos que hizo Zeno de sus viajes describía Droceo como un país muy grande, como un nuevo mundo. Los habitantes de aquellas tierras le contaron que más al sur el clima era templado hasta en invierno y que la gente que vivía allí había construido ciudades y templos donde se adoraba a los dioses y que incluso ofrecían sacrificios humanos matando a hombres para ellos y que después se los comían.
—Puede que se refirieran a las Indias —dijo Leonor— o a la isla de Cipangu.
—No si el mundo es tan grande como creemos, señora. Todas nuestras pruebas apuntan a que existe una gran masa de tierra o, por lo menos, un conjunto de islas, que separan a Europa de las Indias.
—¿Más allá de la isla de la Antilia? —preguntó fray Mauro.
—O más allá o cerca de ella.
—Entonces, ¿qué creéis que debemos hacer?
—El barco navegará sólo arrastrado por el viento hasta que consigamos arreglar el timón —señaló Andrea—, y para arreglarlo tendremos que atracar. La isla de la Antilia tiene que estar en algún lugar más hacia el oeste, en la dirección en que nos dirigimos.
—¿Y si perdemos la isla?
—Entonces llegaremos más allá, hasta las tierras que Antonio Zeno llamó Droceo —dijo Andrea.
—Pero nos estaremos alejando cada vez más de casa —protestó Leonor.
—A veces hay que alejarse para volver, señora —le dijo muy serio—. Espero que también sea así esta vez.
Nadie puso ninguna objeción, ya que todos se daban cuenta de que no les quedaba otra opción.
—Lo primero que tenemos que hacer es examinar los daños del casco —continuó Andrea—. Ver si debajo de él ha quedado algo del timón donde poder amarrar una caña.
—¿Estáis diciendo que hay que ir debajo del casco? —exclamó Leonor.
—Bajaré con una cuerda atada a la cintura —le aseguró Andrea—. Como hacemos con los cubos con los que cogemos agua del mar.
—Pero las algas…
—No creo que sean muy profundas. Eric me pescó una vez del mar, cuando llevaba cadenas muy pesadas que tiraban de mí hacia abajo. Podrá volver a hacerlo si hubiera algún problema.
La joven se estremeció.
—Por favor, tened cuidado.
Andrea supo, por la mirada dura de Eric, que había comprendido a qué se debía la preocupación de Leonor, y por la estima que sentía hacia el vikingo y el saber el daño que le hacía, se sintió aún más preocupado.
Eric ordenó que cabecearan un poco el barco y, con un taparrabos como el que había llevado durante todos sus años de esclavo con los moros, Andrea saltó por la cubierta de popa con una cuerda atada a la cintura. Bajando por los fragmentos astillados del casco por donde pasaba normalmente el timón, llegó hasta el agua. Estaba bastante templada y, cuando empezaba a sentir la repulsión del contacto de las algas sobre la piel, se dio cuenta de que no era difícil apartar la fina capa de algas liberándose de ellas a su alrededor por lo menos en el círculo que dibujaban sus brazos al apartarlas.
Respiró profundamente y se sumergió sujetándose a las argollas de metal que habían mantenido el timón antes de que la roca lo arrancara. Los ojos le escocían con el agua salada, pero se acostumbró enseguida. La capa de algas dificultaba en gran medida que traspasara la luz del sol, pero veía lo suficiente con la que pasaba a través de la zona que había limpiado.
Descubrió que la roca contra la que habían chocado en las islas Canarias había arrancado la parte de madera del timón, pero que muchos de los ajustes y los pernos seguían allí, con fragmentos del entablado, aunque no quedaba madera suficiente para usarla como timón en aquel estado. Por suerte, la roca había arrancado el timón con un golpe seco llevándose con ella sólo algunos ajustes.
Una vez terminado su primer análisis, subió a la superficie. Respirando profundamente con un gran “¡uff!” miró hacia el riel, donde vio las caras de todos los que lo miraban preocupados desde allí.
—Lo que quiera que sea contra lo que nos chocamos en las Canarias ha arrancado el timón de un golpe limpio y seco —informó—, pero aún tenemos algunos de los ajustes, que podemos usar para arreglarlo.
—Si lo arreglamos —dijo uno de los marineros, pero nadie se rió. Todos se daban cuenta de la gravedad de la situación.
—Eric, soltad un poco más la cuerda —le pidió Andrea—. Voy a bajar un poco más por debajo del casco para examinarlo mejor.
—Tened cuidado con las lapas —le advirtió el vikingo. Siendo tan nuevo, el Infante Enrique no debería de tener todavía demasiadas, pero el caparazón de esos moluscos que se agarran al casco de los barcos es tan afilado que cortan la piel del hombre como cuchillos.
Cogiendo otra vez todo el aire que le permitían sus pulmones, se agarró a los maderos para sumergirse bajo el casco, pero como ya había algunas lapas, sintió como si una navaja se le hincara en los dedos. Empezó a salirle sangre, así que pensó que tenía que darse prisa, antes de que atrajera a los tiburones, que no faltaban en ningún océano. Estudió la situación del casco abriendo bien los ojos bajo el agua. Los grandes cortes de la superficie indicaban el lugar por el que los crueles bordes de la roca habían atacado el barco, pero ninguno de ellos parecía representar un peligro inminente.
Enseguida vio junto a la quilla cuál era el problema principal. La roca había separado las junturas del calafateado cuando el casco pasó arrastrándose sobre ella, por lo que el agua estaba entrando a través de las grietas que se habían formado. Cuando carenaran el barco, sería fácil cortar tiras finas de madera para ponerlas entre las grietas, calafateando todo el fondo con brea. Una vez que se tomaran todas estas medidas, el Infante Enrique volvería a estar seco por dentro y tan nuevo como al principio.
Con tres inmersiones Andrea consiguió inspeccionar todo el casco, sin encontrar ningún daño más serio que el de las junturas a los lados de la quilla. Ninguna de las cuadernas se había hundido como consecuencia de los golpes, y la quilla, aunque un poco arañada, seguía entera. Después subió a la nave y se cambió de ropa mientras volvían a izar las velas. Una vez más la carabela empezó a moverse, flotando sobre la fina capa de algas, y rumbo al sudoeste, como las dos últimas semanas.
Leonor le vendó las heridas que se había hecho en los dedos con las lapas. Luego se dirigió a la bitácora para informar de la situación rodeado de toda la tripulación.
—El barco está en buen estado —les dijo—. Sólo se han abierto un poco las junturas a los lados de la quilla. Lo único que tenemos que hacer es calafatear el casco cuando carenemos la nave y ponerle un timón nuevo. Tenemos agua para varias semanas más, y lo más probable es que llueva antes de que se gaste. Además, podremos pescar para comer.
—¿Tenéis una idea de dónde nos encontramos, señor navegante? —preguntó uno de la tripulación.
—Tengo pensado hacer unas observaciones de la Estrella del Norte esta noche —le dijo Andrea—. Así sabremos la distancia que hemos recorrido hacia el Sur.