Mi querido Andrea,
El señor Cadamosto me ha traído la maravillosa noticia de que aún seguís con vida después de todo este tiempo. Os ruego que volváis enseguida a Venecia para reclamar lo que os corresponde por derecho.
Andrea apenas podía dudar de lo que significaba. Angelita había sido suya, en todos los sentidos de la palabra, antes de zarpar. Las palabras y el tono de la carta sólo podían significar que quería volver a serlo.
Es terrible lo que os ha hecho Mattei, pero creedme, olvidaréis todo esto y los años que habéis pasado como esclavo en cuanto estéis entre mis brazos. El señor Cadamosto volverá pronto a Venecia con su galera y me romperíais el corazón si no volvierais con él, amor mío. No permitáis que nada os impida volar hasta Vuestra amada
Angelita
Andrea levantó los ojos de la carta y vio la cara sonriente del patrón de la galera veneciana.
—Estoy contento de ser el portador de buenas noticias, señor Bianco —dijo Cadamosto.
—Entonces, ¿conocéis el contenido de la carta?
—La señora me la dio en mano, sellada como ha llegado hasta vos, pero por la felicidad que se leía en sus ojos… yo me sentiría transportado, como lo estáis vos, sin duda.
—¿Qué me decís de mi hermano Mattei?
—Doña Angelita es parte de la familia de los Medici, señor. Me imagino que habrán intentado deshacerse de él, cuando hayan sabido la verdad.
—¿Ha recibido castigo?
—Dejé Venecia antes de poder saber nada más, pero la justicia de Venecia es famosa. Seguro que un castigo pondrá justicia a su delito.
Andrea se habría entusiasmado menos si se hubiera parado a pensar que, como él había podido comprobar, la justicia de Venecia estaba aún lejos de ser perfecta; pero en estos momentos sólo podía pensar en la promesa de la carta de Angelita.
—Por lo que parece, ¿sólo tendría que presentarme ante el Consejo de los Diez y solicitar que anulen mi sentencia?
—Yo sé poco de asuntos legales —admitió Cadamosto—, pero con el dinero suficiente en los bolsillos necesarios, casi todo se puede conseguir.
Andrea se puso serio.
—Lo único que poseo son las ropas que llevo —admitió.
—Estoy seguro de que después de vuestro éxito en el viaje a Guinea podréis negociar fácilmente un préstamo.
—Puede que el príncipe Enrique me preste lo que necesito —a Andrea se le iluminó la cara—, o don Bartholomeu.
—Entonces está todo arreglado. Os haré llamar cuando vuelva de mi viaje a Londres.
—¿Cuánto tardaréis?
Cadamosto se encogió de hombros.
—Depende de los vientos. Tal vez un mes.
—Para entonces ya debería saber lo que voy a hacer —concordó Andrea.
Cadamosto le dio una palmada en la espalda con alegría.
—Con una dama tan hermosa esperándome en Venecia, yo sabría cuál sería mi decisión. Que será seguramente la suya.
—Por cierto —dijo Andrea—. ¿Conocéis a un tal don Gil Vicente de Florencia, pariente de don Alfonso Lancarote?
Cadamosto negó con la cabeza.
—No recuerdo ese nombre. ¿Por qué?
—Intentó matarme en el viaje a Guinea y robarme mi instrumento de navegación secreto.
—
Eccolo!
Y, ¿cómo supo de él?
—Vicente confesó que mi hermano Mattei estaba en Florencia cuando vos llegasteis, en la corte de los Medici. Leyó vuestro informe y entre los dos conspiraron para terminar conmigo y hacerse con el instrumento.
Cadamosto estaba muy serio.
—El señor Mattei estaba en Florencia a mi llegada, pero no hablé con él. Siento mucho lo que os ha ocurrido, señor Bianco, lo siento de verdad, pero ya os advertí que tendría que hablarles sobre su descubrimiento a mis superiores. Ahora parece que he estado a punto de ser el responsable de vuestra muerte.
Andrea sonrió.
—Parece que más bien me habéis hecho un favor, señor Cadamosto. La advertencia me ha servido para estar más atento en el futuro, y vos me habéis hecho un favor aún mayor entregándome esta carta, así que en realidad soy yo quien está en deuda con vos.
Cadamosto zarpó aquella misma tarde. Al día siguiente Andrea recibió una invitación para ir a la humilde casa que el Príncipe tenía, a modo de palacio, en Villa do Infante. El maestre Jacomé también estaba allí, además del Príncipe, con Eric Vallarte y don Bartholomeu di Perestrello. Después de los habituales saludos, el maestre Jacomé tomó la palabra.
—Hay un asunto importante que debo plantearos, señor Andrea —dijo el viejo cartógrafo—. Ya que nos concierne a todos me he permitido invitar también a estos señores.
—¿Habéis recibido nuevas noticias de vuestros amigos de Venecia? —preguntó Andrea rápidamente.
—Me han dicho que están progresando. Todos los implicados están de acuerdo en que pronto tendrán las pruebas necesarias para restablecer vuestro buen nombre.
—Ayer recibí una carta de Venecia —dijo Andrea— en la que se me informa de que el asunto ya está arreglado y de que mi hermano ha sido arrestado.
El maestre Jacomé lo miró sorprendido.
—En las noticias que yo he recibido no se menciona ningún arresto. ¿Estáis seguro de que vuestra información es correcta, señor?
—Es de alguien que yo… yo considero completamente de fiar —dijo Andrea—, pero ahora que me acuerdo bien, la carta sólo implicaba un arresto. La persona que me ha escrito me pide que vaya lo antes posible a Venecia para restablecer mi buen nombre.
—Y, ¿tenéis pensado ir? —preguntó el príncipe Enrique.
Andrea sonrió irónicamente.
—No tengo un céntimo, Excelencia, y necesitaría dinero para pagarme el pasaje y un abogado para presentar mi petición ante el Consejo de los Diez.
—Por no hablar de los sobornos —añadió el maestre Jacomé secamente—. Estos asuntos no se solucionan sin allanar primero el camino, señor.
—Esto también me preocupa —admitió Andrea.
—Sería para mí un honor haceros un préstamo para que podáis restablecer vuestro buen nombre —ofreció el príncipe Enrique.
—Gracias, Excelencia —dijo Andrea agradecido—. Si decido acompañar al señor Cadamosto en su viaje de vuelta a Venecia cuando su galera pase por aquí dentro de un mes más o menos, aceptaré vuestra generosa oferta. Podéis estar seguro de que os lo devolveré todo en el mismo momento en que me restituyan las propiedades que me corresponden por derecho en Venecia.
—No lo dudo —aseguró el Infante—. La generosidad con la que habéis liberado a los esclavos me ha convencido de algo que os quería proponer. Como sabéis, don Bartholomeu estaba a punto de zarpar para las Azores en un viaje de colonización. De hecho, todo estaba preparado… hasta que volvisteis del río Sanaga —añadió.
Tras un momento, continuó.
—Don Alfonso Lancarote ya está planeando otro viaje a Guinea para procurarse otro cargamento de esclavos, y seguramente después vendrán otros. De hecho, el maestre Jacomé y yo estamos convencidos de que la circunnavegación de África será posible sólo si hay barcos cuyo único propósito sea la exploración. Los demás se verán siempre tentados a pararse antes del objetivo, si pueden obtener una buena carga de esclavos tan fácilmente como vuestra nave lo hizo en el río Sanaga. No es que culpe a don Alfonso y al resto de los patrones que navegan a mi servicio por querer obtener grandes ganancias. Después de todo, invierten grandes sumas de dinero en la preparación de los viajes y tienen derecho a una recompensa justa. Pero, mientras el propósito central de estos viajes sea el conseguir esclavos, no creo que nuestros barcos lleguen a navegar tan al sur como sea posible.
—Estoy de acuerdo —dijo Andrea.
—Ni tampoco creo, por lo que nos contasteis, que el río Sanaga sea el Nilo occidental.
—El rey Budomel me habló de otro río mucho más grande al sur —le dijo Andrea—. Dicen que nace en un gran lago.
—Lo que propongo es que parta una nueva carabela, capitaneada por el señor Vallarte, aquí presente, en un viaje exclusivamente de exploración. Buscará la boca del Nilo occidental más al sur del río Sanaga, por supuesto, pero el objetivo principal del viaje será rodear la punta sur de África, si es que existe —sonrió—, y todos estamos de acuerdo en que hay un solo hombre en el mundo capaz de llevar a cabo un proyecto como éste. Su nombre es Andrea Bianco.
Andrea se emocionó más por esta afirmación tan sencilla que por ninguna otra alabanza que hubiera recibido desde que llegó a Villa do Infante. Si el príncipe Enrique y el maestre Jacomé lo consideraban capaz de un desafío como aquel, significaba que habían puesto en él toda su confianza, y la confianza de hombres como ellos era algo que no se conseguía tan fácilmente.
—La carabela está lista y podría zarpar en una semana —dijo el maestre Jacomé—. Tendréis que retrasar vuestro viaje a Venecia sólo unos meses si decidís acompañarlos.
—Mientras tanto me encargaré de redactar los hechos que conciernen a vuestra petición ante el Santo Padre, en Roma —añadió el príncipe Enrique—. Vuestra solicitud ante el Consejo de los Diez para que os sean devueltas vuestras propiedades y fortunas se verá notablemente enriquecida con una petición del Vaticano de que vuestro caso sea considerado con especial atención.
Andrea no respondió inmediatamente, así que habló don Bartholomeu.
—Por supuesto, sabréis, señor, que todos los que navegamos al servicio de nuestro Príncipe recibimos una buena recompensa.
—Creedme, Excelencia y demás señores —dijo Andrea—, que no estaba pensando en la recompensa, sino en el modo en que me maravillé de mi fortuna desde el primer momento en que vi una nave al servicio de Vuestra Excelencia. El trabajar a vuestro servicio y encontrar un camino a las Indias es recompensa más que suficiente.
—Entonces, ¿aceptáis?
—Con mucho gusto, Excelencia. Es un honor tan grande para mí que no podría expresarlo con palabras.
Tras felicitarse entre ellos comenzaron a hablar de los detalles más prácticos del viaje.
—El maestre Jacomé y yo hemos decidido concentrarnos por completo en las costas africanas por el momento —explicó el príncipe Enrique—. Esto significa que tendremos que hacer un uso mejor de las islas Canarias como base intermedia de operaciones. Por fortuna he podido convencer a nuestra mano derecha aquí presente, don Bartholomeu, para que sea nombrado gobernador de nuestras posesiones en aquellas tierras. Os acompañará en vuestro viaje y tan pronto como sea posible establecerá aserraderos, mandará cortar maderos para reparar los barcos y se ocupará de los suministros necesarios. Con una base de operaciones tan al sur, nuestra búsqueda de una ruta marítima en torno a África se verá en gran medida facilitada.
—Seguramente pronto necesitaréis una segunda base más al sur —sugirió Andrea—. La isla de Arguin tiene una situación excelente.
—Probablemente éste será nuestro próximo proyecto —concordó el Infante—. De hecho, este nuevo viaje tal vez sea uno de los más importantes que se hayan realizado jamás, abriendo las puertas a un nuevo mundo totalmente inexplorado por el hombre blanco.
¡Con qué emoción celebraron Andrea y Eric Vallarte aquella tarde el nuevo proyecto con una botella de vino! Por supuesto, ninguno de los dos se daba cuenta realmente de lo proféticas que habían sido las palabras del príncipe Enrique, ni hasta qué punto se verían ambos implicados en ello.
El primer día de junio la carabela Infante Enrique zarpó de Lagos hacia la isla de Gomera en las Canarias, donde el señor Bartholomeu di Perestrello tomaría su cargo como capitán general. Como puerto donde atracaban todos los barcos que se dirigían a las costas africanas, San Sebastián, la ciudad más importante de la isla, estaba situada en una rada en la boca de un río de corriente rápida. En esta ciudad, de acuerdo con los planes del príncipe Enrique, don Bartholomeu debía establecer un almacén de maderos y unos astilleros, al tiempo que debería ocuparse de la supervisión de las provisiones de comida y otros bienes que pudieran necesitar los barcos que recalaban allí en sus viajes a las costas de Guinea y en los viajes de exploración de otras tierras situadas más al sur y al este.
Las Canarias estaban bien definidas en los mapas, así como la ruta que había que seguir para llegar hasta ellas, así que Andrea no se preocupó por la primera etapa del viaje. Don Bartholomeu y doña Leonor tenían para ellos la toldilla, que habían separado en dos camarotes para poder disfrutar de un poco de privacidad. El resto de la compañía, incluidos Andrea y fray Mauro, dormían en cubierta con la tripulación y Eric Vallarte, el capitán.
Andrea seguía con su costumbre de observar la Estrella del Norte con el Al-Kemal durante las primeras horas de la mañana. El segundo día se sorprendió, cuando al subirse en el riel buscando la posición adecuada mientras movía el Al-Kemal hacia adelante y hacia atrás, oyó unas ligeras pisadas que se le acercaban. Se volvió rápidamente, creyendo que sería alguien interesado en descubrir el secreto, pero quien estaba allí era Leonor.
—Señora —le dijo—. Deberíais estar durmiendo.
—Estaba nerviosa. ¿Podría estudiar las estrellas con vos para practicar con el Al-Kemal que me disteis?
—Por supuesto.
Dio una ojeada veloz a su alrededor para asegurarse de que no había nadie mirando desde cubierta. Como había hecho desde el viaje de Guinea, solía hacer sus observaciones desde la cubierta de proa. Estaba escondido en un punto en el que eran pocas las posibilidades de ser visto, tras la vela mayor para que no lo vieran ni el timonel ni el vigía, que normalmente estaban junto a la bitácora, donde el enorme travesaño del timón penetraba en el puente de popa por una abertura.
Doña Leonor se echó a un lado un instante. Andrea vio que estaba buscando algo a la altura del pecho hasta que sacó el pequeño bloque de madera que llevaba atado a una cuerda.
—Lo llevo escondido —le dijo— como me pedisteis.
—¿Os acordáis de cómo debéis buscar la Estrella Polar?
La joven miró al cielo.
—Veo la Osa Polar y los “punteros” —susurró—. Sí, ahí está —levantó el Al-Kemal con la mano izquierda y lo movió hacia adelante y hacia atrás un momento, antes de fijar la posición exacta—. Tiene que ser ésta —dijo—. ¿No creéis?
Andrea se quedó detrás de ella mirando por encima de sus hombros.
—El ángulo parece correcto —continuó—. Ahora, si queréis volver a este mismo punto, sólo hay que hacer un nudo en el cordel.
—¿Por qué creéis que nunca nadie ha pensado en algo tan fácil como esto?