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Authors: Frank G. Slaughter

Tags: #Historico

El cartógrafo y el misterio del Al-kemal (27 page)

BOOK: El cartógrafo y el misterio del Al-kemal
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No podía evitar sentir una gran emoción al pensar en el cambio que se produciría en los campos de la navegación y otros oficios marítimos si su nuevo método resultaba eficaz. Ni tampoco pudo evitar un cierto orgullo ante el hecho de que, además de ser (que él supiera) el europeo que había viajado más hacia el este, también había llegado más al sur que ningún otro desde los tiempos de los fenicios al servicio del navegador Hannón, hacía unos dos mil años.

Libro IV Viaje a las Antillas
I

El sol brillaba en el cielo despejado unas tres semanas más tarde, cuando la Santa Clara, ondeando orgullosamente su insignia, entraba en el puerto de Lagos seguida de la Santa María, preparadas para atracar en el muelle. Habían navegado bajo cielos despejados casi todo el camino, impulsadas por los vientos que había predicho Andrea.

Cuando llegaron a la latitud de Madeira, que Andrea pudo determinar sin mayores complicaciones gracias al Al-Kemal, los capitanes se habían reunido para decidir pararse a repostar, ya que ambas carabelas llevaban casi cien hombres y estaban cortos de víveres y agua. Unos pocos días de navegación directa hacia el este los había llevado hasta aquella isla maravillosa, donde habían recargado las provisiones antes de seguir hacia Lagos.

Las condiciones de los esclavos eran mucho mejores de lo que era habitual, ya que en los viajes anteriores las naves se habían visto obligadas a tantear la ruta hacia el norte, incluso durante meses, hasta dar con el puerto. En algunas expediciones habían llegado a enfermar y morir incluso un tercio de ellos, pero con un viaje tan rápido, agua dulce en los barriles y carne fresca, ninguna de las dos carabelas había sufrido grandes pérdidas en su valioso cargamento.

Amontonados como ganado en las bodegas, los negros habrían estado muchísimo peor si no hubiera sido porque Andrea había insistido en que los llevaran todos los días a cubierta mientras se limpiaba la suciedad que tan rápidamente se formaba en las bodegas. Aunque celoso de su autoridad, don Alfonso no había puesto objeciones, viendo que los negros estaban mucho mejor con este sistema. Además, un negro sano se pagaba mucho mejor en el mercado de esclavos.

Entre los esclavos había muchas mujeres, que lo habían pasado mejor que los demás, en cuanto descubrieron que por una noche en la cubierta de popa (donde dormían don Alfonso y los otros dos
fidalgos
oficiales), conseguían una ración más de comida y vino, además de la oportunidad de dormir allí en el suelo después de la orgía.

Don Alfonso se puso al lado de Andrea en la proa de la Santa Clara mientras los arrastraban hasta el muelle de Lagos. Como los demás, Andrea estaba examinando las embarcaciones que estaban atracadas en el puerto, pero fue João Gonçalves el que dio la noticia que estaban esperando.


¡Por los entrados!
—exclamó—. Vos y vuestros métodos de navegación habéis triunfado, señor Bianco. Las otras carabelas aún no han regresado.

Andrea escrutaba el mar de caras que se alzaban para darles la bienvenida y recibirlos como héroes. Por fin vio las dos que estaba buscando. Fray Mauro, rechoncho y encendido como siempre, entrecerraba los ojos, con la cabeza rapada ya quemada por el sol. A su lado vio la esbelta y graciosa figura de doña Leonor, con los cabellos oscuros que le brillaban aún más por el sol, y que llevaba sólo parcialmente cubiertos con una peineta alta y una mantilla.

El corazón de Andrea empezó a latir fuerte al verla. Desde aquella noche en los acantilados de arena de Sagres, cuando le enseñó a usar el Al-Kemal, y después en el jardín, cuando fray Mauro los había dejado y ella lo había besado, había estado demasiado ocupado para pararse a pensar en Leonor y en la tristeza que le producía su ausencia, pero ahora se daba cuenta de lo mucho que había echado de menos aquella graciosa y esbelta figura, así como su gran inteligencia.

Sin embargo, por encima de todo, lo que recordaba más vivamente eran sus labios cuando la había besado la noche antes de zarpar. Todavía recordaba la suavidad y frescura de su boca contra la de él, como el roce del pétalo de una rosa.

Se preguntaba una y otra vez si un hombre podría amar a dos mujeres a la vez. Sobre todo, a dos mujeres tan distintas como Angelita y doña Leonor.

Pero éste era un pensamiento que lo turbaba, y no era día para ello. Entre la alegría de la llegada y de toda aquella bienvenida la única nota discordante y de infelicidad era los gemidos, como de animal, que llegaban desde la parte más estrecha del barco, donde habían encerrado a los esclavos. Un lamento que había sido constante desde que dejaron el río Sanaga.

Al lado de doña Leonor y fray Mauro estaba Eric Vallarte, con el pelo rojo y las espaldas enormes que lo distinguían de la multitud, como la nueva carabela que estaba supervisando cuando Andrea zarpó y que resaltaba claramente en medio de las demás naves del puerto. Andrea se dio cuenta de que la nueva carabela estaba ya lista para zarpar. Los hombres habían abandonado sus puestos de trabajo para unirse a la multitud, justo cuando estaban arbolando la inmensa vela cuadrada. Esto significaba sin duda que estaban a punto de partir, a no ser que por algún extraño motivo don Bartholomeu hubiera cambiado sus planes.

Más allá, entre la muchedumbre, Andrea vio la figurilla del maestre Jacomé, que observaba con ojos inteligentes el navío mientras lo arrastraban con las amarras que habían tirado desde la carabela al muelle y que aferraba la multitud. Ya empezaba a saborear el placer que le daría al viejo cartógrafo judío y al príncipe Enrique cuando les contara las cosas que había aprendido: cómo dirigir un barco directamente desde una recalada a través de más de mil millas de océano, y cómo, usando los vientos y la dirección predominante de la corriente, un barco podía recorrer los catetos de un triángulo rectángulo y llegar antes que otro que seguía el recorrido tradicional que marcaba la hipotenusa. Qué debate tan maravilloso sería cuando defendiera sus conclusiones ante el maestre Jacomé y la asamblea de Villa do Infante y les revelara todas las noticias que había reunido sobre las costas de África y la región de la desembocadura del Sanaga, y la tierra de riqueza que era Guinea.

Con una ligera sacudida la carabela llegó hasta el muelle y los marineros saltaron a tierra para atar las amarras. Aseguraron enseguida la plancha, por la que bajó triunfante, con la armadura completa, don Alfonso, acompañado por sus dos
fidalgos
ayudantes, marchando entre la multitud que lo vitoreaba. Andrea lo siguió, haciéndose camino entre la gente, que se reía contenta, hasta donde estaban doña Leonor, fray Mauro y Eric Vallarte.

—¡Señora Leonor! —exclamó, cogiéndole las dos manos entre las suyas—. Vuestra cara fue la primera que vi entre la multitud.

Vio cómo se le enrojecían las mejillas, pero en sus ojos no encontró la mirada de bienvenida que se esperaba. De hecho, tenía los ojos empañados, como si estuviera tratando de retener las lágrimas.

—Doy gracias a Dios porque habéis regresado sano y salvo, señor —le dijo. Entonces, sacando sus manos de repente de entre las de él, se dio media vuelta y desapareció a toda prisa entre la multitud.

Andrea la siguió con la mirada, perplejo, mientras fray Mauro le daba la mano en señal de bienvenida y Eric Vallarte le dio tal palmada en la espalda que le hizo castañetear los dientes.

—¿No os alegráis de ver a vuestros viejos amigos, señor Andrea? —le preguntó Eric.

—Por supuesto que me alegro —exclamó, abrazándolos a los dos—, y me alegro aún más de que todavía estéis aquí, mi amigo vikingo.

—Zarparemos dentro de dos semanas —dijo Eric—. El buen fraile está preocupado por las tormentas, pero yo le he dicho que la nueva carabela que hemos construido esta vez no debe temerle a nada, excepto a la mismísima ira de Dios.

Eric se fue a dar la bienvenida a Gomes Pires, ahora que su barco ya estaba atracado en el muelle. Andrea se volvió hacia fray Mauro.

—¿Qué le pasa a doña Leonor, hermano? —preguntó—. La noche que zarpé éramos buenos amigos, pero ahora me trata como si fuera un leproso.

—Ha ocurrido lo que me temía hace mucho tiempo —dijo el fraile amablemente.

—¿No estará enferma?

—No, nunca la he visto tan sana como ahora.

—Entonces, ¿por qué no se alegra de verme volver a casa?

—Se alegra de veros, pero aquella Leonor a la que llamasteis niña una vez, ya no lo es —dijo seriamente el franciscano—. Está enamorada.

Andrea lo miró sorprendido.

—¿De quién? —por lo que sabía, antes de zarpar Leonor no había elegido aún a ninguno de los jóvenes de Lagos o Villa do Infante, aunque muchos de ellos la admiraban y trataban de cortejarla.

—¿No lo adivináis?

—No estoy para adivinanzas —le advirtió Andrea—. ¿Qué puedo tener yo que ver con que haya elegido a un ingenuo andrajoso que se pavonee de ser
fidalgo
y que no vale ni la mitad de lo que ella se merece?

—No es a un
fidalgo
presumido al que ama —le dijo fray Mauro seriamente—, sino a otro tipo de pájaro presumido, a un cartógrafo.

—¿Un cartógrafo?

—Que se llama Andrea Bianco. Aunque lo que vea en vos…

Andrea agarró su túnica ancha por los hombros, sintiéndose de repente más excitado de lo que pudiera explicarse.

—¿Y por qué debería estar enamorada de mí? —le preguntó—. ¿Es que alguna vez la he cortejado?

—Puede que no conscientemente.

—Además, yo soy diez años mayor que ella.

Fray Mauro se encogió de hombros.

—Ocho sería más exacto, y por alguna extraña razón eso hace más atractivos a los hombres, sobre todo cuando se trata de una joven seria como Leonor.


Maria Sanctissima!
—exclamó Andrea, sin comprender aún por qué el saber que Leonor lo amaba le provocaba aquella tremenda excitación en el pecho. Nunca había sentido nada parecido, ni siquiera por Angelita en sus momentos más íntimos. Era un sentimiento de felicidad cada vez mayor, era como la sensación de estar sobre una nube mirando el mundo debajo de él, cantando y dando gritos de alegría sin ningún motivo, excepto el saber que lo amaban y, como se dio cuenta enseguida, que era un amor correspondido.

Empezó a buscar a Leonor, pero fray Mauro lo cogió por la manga.

—¿Adónde vais? —le preguntó el franciscano.

—A buscar a Leonor y decirle que la amo.

—No tan rápido —dijo el fraile—. ¿Qué hay de la mujer de Venecia? ¿Aún la amáis?

—No… no lo sé. Lo que siento por Leonor es completamente distinto.

—Antes de hablar con ella tenéis que estar absolutamente seguro de lo que sentís por aquella otra mujer —insistió el fraile—. Doña Leonor es una muchacha demasiado buena para que le rompáis el corazón.

—Sabéis que nunca le haría daño —dijo Andrea indignado.

—Por eso no debéis hablarle de amor hasta que no estéis seguro —fray Mauro estaba muy serio—, y hasta que no haya ninguna otra mujer en vuestro corazón.

—Amo demasiado a Leonor como para hacerla infeliz —protestó Andrea.

—¿Y la otra mujer?

Andrea no contestó, porque los recuerdos se le agolparon en la mente: la dulce entrega de Angelita en el cenador antes de zarpar para Trebisonda, y la llama de la pasión que se había encendido en los dos, venciendo toda reserva, toda restricción. Incluso ahora sentía que la llama se encendía en su cuerpo con el simple recuerdo.

—Vuestro cuerpo, al menos, todavía le pertenece —dijo fray Mauro tristemente—. Debéis purgaros de ese deseo antes de hablarle de amor a doña Leonor.

II

En los días siguientes estuvo tan ocupado que no tuvo tiempo de estar a solas con Leonor. Las compañías de ambos barcos recibieron la calurosa bienvenida del príncipe Enrique el día de su llegada, y al día siguiente Andrea se presentó ante la asamblea de Villa do Infante y describió los resultados de su viaje a los hombres que se habían reunido allí. El maestre Jacomé y los otros le preguntaron con perspicacia, pero él defendió sus conclusiones con tenacidad, y especialmente su nuevo método de navegación por el cual había que aprovechar el flujo de los vientos y no avanzar simplemente hacia el punto donde se quería llegar. Cuando terminaron estaba seguro de que había mejorado su posición ante los ojos del Príncipe y de que el maestre Jacomé lo estimaba más que antes.

Sólo había un asunto que todavía le rondaba en la cabeza, y era el sucio truco que le habían gastado al rey Budomel en el río Sanaga. El gemido constante de los esclavos que venía de los compartimentos donde habían metido a los esclavos esperando a que llegaran los otros barcos se lo traía a la memoria constantemente. Andrea sabía que ganaría mucho con ello, pero ni el dinero conseguía borrar sus remordimientos cuando pasaba por allí y los oía.

Andrea notaba que Leonor lo estaba evitando, pero no la buscó, dejando que fuera ella la que diera el primer paso. Ni tampoco se solucionó su problema cuando el maestre Jacomé le dio sus noticias una tarde cuando estaba en la habitación de fray Mauro con el franciscano y el otro viejo cartógrafo, bebiendo un poco de vino y hablando de las tierras de Guinea.

—Seguro que os acordáis de que os había prometido escribir a mis amigos de Venecia sobre las circunstancias que rodean vuestra sentencia por asesinato —dijo el maestre Jacomé.

—¿Habéis sabido algo sobre ello? —le preguntó Andrea con entusiasmo.

—Están haciendo progresos. Me llegó una carta hace unos pocos días de una galera veneciana.

—Entonces, ¿todavía no he recuperado mi buen nombre? —la mirada de Andrea mostraba su decepción.

El maestre Jacomé negó con la cabeza.

—Borrar una acusación de asesinato de una persona de tanta influencia en Venecia como es Mattei Bianco no es fácil. Después de todo, cuenta con el apoyo de los Medici y tiene también una gran influencia en el Consejo de los Diez.

—Debería haberme imaginado que mi caso no tiene remedio —dijo Andrea desalentado—. Mattei es lo suficientemente inteligente como para cubrirse bien.

—No os rindáis tan fácilmente —le amonestó el maestre Jacomé—. Mis amigos han obtenido una declaración del sirviente, Vittorio Panimo, que testificó contra vos. Ha hecho una nueva declaración ante el notario y ha contado lo que pasó realmente la noche que os atacaron, declarando que vos matasteis a aquel hombre en defensa propia.

—¿Cómo lo han conseguido? Panimo juró ante el tribunal que yo robé el dinero y que los ataqué sin que me hubieran provocado.

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