—Gracias, señor Bianco, por la lección que me habéis dado esta noche —dijo
el fidalgo
seriamente—. Trataré de ser el tipo de caballero que me ha descrito.
—Estoy seguro de que lo seréis —le dijo Andrea afectuosamente—. Como vuestro Príncipe.
Andrea siguió trabajando en su boceto mucho tiempo después de que Gonçalves se fuera. El cielo estaba despejado y la luna brillaba tan fuerte que Andrea estaba deseando que hubiera un eclipse para poder fijar con exactitud la posición de la isla de Arguin, pero hasta dentro de unos meses no se esperaba ninguno, así que era imposible. Sin embargo, con sus propios apuntes y los de los viajes de exploración que ya se habían hecho antes a lo largo de estas costas, ya tenían información suficiente para los cartógrafos y geógrafos a su vuelta a Villa do Infante.
Con señas, y con los conocimientos que Andrea había adquirido de los dialectos árabes mientras fue esclavo de Hamet-el-Baku, interrogó a los azanegues, como se llamaban los nativos de la tribu que habían capturado. Sólo le resultaban familiares algunas palabras de su dialecto, pero aun así consiguió tener una considerable cantidad de información que ofrecer a don Alfonso.
Descubrió que los azanegues eran un clan inferior del Islam, que no se podían comparar con los otros grupos de la costa mediterránea o los de las grandes ciudades de Túnez, Alejandría u otros lugares, donde la cultura árabe había llegado a un alto nivel desarrollo. Más que nada parecían mentirosos y traidores que llevaban el pelo negro largo, hasta los hombros, y que se ungían el cuerpo con aceite de pescado, lo que les daba ese olor acre característico. Le dijeron que hacia el interior se podía encontrar un poco de oro, pero que raramente llegaba alguien hasta aquella parte de África. En su mayor parte se destinaba a la ciudad que llamaban Tombuctú y desde allí iba a Túnez y a otras ciudades moras que lo vendían a Europa.
Casi todos los azanegues iban desnudos o, como mucho, llevaban un taparrabos amarrado a la cintura. Algunas mujeres (que tenían una piel color marrón dorado, con ligeros matices más o menos oscuros) eran sorprendentemente hermosas. Llevaban una especie de camiseta corta que les cubría el pecho y nada más. Se consideraban más bonitos los pechos largos, así que las madres les vendaban el pecho a sus hijas cuando empezaban a acercarse a la edad del desarrollo para que les crecieran largos.
Por lo que se refería a los países fronterizos, Andrea, después de su conversación con los azanegues pudo informar a don Alfonso que había algunos asentamientos en las islas vecinas y un poco más lejos, hacia el interior. Por las dificultades que presentaba viajar por aquellas tierras y el peligro de que les cortaran el paso, Lancarote decidió atacar sólo los poblados de las islas. Reunió a un grupo de hombres del barco, y a mediodía emprendió una incursión de dos días en una isla que había un poco más al sur, donde se encontraba el poblado más grande.
Andrea seguía trabajando en uno de sus proyectos con el que pretendía medir la altura exacta del sol del mediodía sobre el horizonte. En cuanto los hombres partieron, vadeó la costa con su astrolabio y otros instrumentos. Primero situó una lanza como indicador sobre la arena blanca para determinar así su sombra cuando el sol de las doce brillaba desde el sur, como indicaba también la aguja del compás.
Los navegantes no solían usar el astrolabio, ya que sus resultados no eran muy exactos al estudiar la altura del sol de mediodía, pero el príncipe Enrique y el maestre Jacomé le habían pedido que lo hiciera desde la costa, cuando le fuera posible, ya que no había participado ningún cartógrafo ni navegante cualificado en ninguna otra expedición de estas características. Como siempre, el Príncipe estaba ansioso por obtener toda la información posible para poder estudiarla más tarde en Villa do Infante.
A los nativos que habían capturado el día anterior los habían metido en una especie de corral que habían improvisado en la isla de Arguin, donde algunos soldados los estaban vigilando. Durante todo el día sus gritos habían hecho el ambiente insoportable, molestando incluso a las nubes de garzas que pasaban por allí. Algunas se chocaban contra los mástiles de las carabelas, cayendo sobre cubierta, mientras que los soldados las atacaban con las lanzas para desplumarlas y meterlas en agua de mar para que la carne se conservase mejor. En general, toda la zona estuvo en un estado de confusión total hasta la noche siguiente, cuando los nativos comenzaron a resignarse a su suerte, y fueron cesando los gritos, aunque siguieron gimiendo con más o menos fuerza conforme las horas iban pasando. Andrea supo más tarde que este sonido llegaba a formar parte de cualquier barco de esclavos como si fuera el propio chirriar de sus maderos.
Aunque estaba ocupado con sus observaciones, Andrea también quería profundizar más en el estudio de la vida de la isla para poder identificar y describir las extrañas aves, peces y otros animales que la poblaban.
Los nativos le dijeron que uno de los grupos de aves que abundan por allí se llamaban
framengos.
Eran un poco más grandes que las garzas, tenían el cuello largo y las plumas finas, y sus picos eran tan lagos y pesados que parecía que no podían con ellos, así que dejaban caer la cabeza sobre una pata o sobre las plumas cuando estaban de pie en el agua.
La expedición del don Alfonso Lancarote volvió a los dos días por la noche, con unos cincuenta esclavos más, sobre todo niños. Los llevaron a la playa con la mitad de los soldados para vigilarlos, mientras que los otros llevaban al barco los botes de la expedición.
Don Alfonso estaba contentísimo, ya que en sólo tres días habían capturado cerca de doscientos esclavos, que era más de lo que ninguna otra expedición había conseguido jamás. Al día siguiente organizó una reunión con los capitanes, que estaban de acuerdo con él en volver a casa con la mercancía.
Al final de la reunión se dirigió a Andrea.
—Ya que sois beneficiario de este viaje, tenéis derecho a opinar, señor Bianco. ¿Estáis de acuerdo en volver a Lagos?
—Eso depende de si os contentáis con una modesta ganancia —le dijo.
Don Alfonso frunció el ceño.
—¿Qué queréis decir?
—El príncipe Enrique esperaba que navegásemos por lo menos hasta el río Sanaga y las tierras de Guinea. Ya que hemos llegado hasta aquí, sería una pena volvernos sin descubrir nuevas tierras.
—El señor Bianco tiene razón —admitió Ugo Tremolina—. Seguro que el Infante nos recompensará si trazamos el mapa que lleva hasta la tierra de los negros.
—Los moros enferman y mueren en los viajes largos —objetó uno de los capitanes—. Seremos afortunados si llegamos hasta Lagos con dos tercios de los que tenemos ahora.
—¿Por qué no mandamos algunas de las carabelas de vuelta a casa con los esclavos? —dijo Andrea—. El resto podemos seguir hacia el sur. Los negros de Guinea valen mucho más como esclavos que los moros, pero aunque no consigamos más esclavos en Guinea en este viaje, será mucho más fácil hacerlos en el próximo.
—¿Qué queréis decir, señor? —el que hablaba era el capitán Gomes Pires de la carabela Santa María, un marinero despierto e inteligente.
—Si llegamos hasta el río de las palmeras, que marca la entrada a las tierras de Guinea —explicó Andrea—, haré las observaciones necesarias para establecer el paralelo exacto de latitud en que se encuentra, de forma que cualquier barco podría navegar directamente hasta allí como hemos hecho nosotros con la isla de Arguin, sin tener que andar buscando por la costa.
—¿Estáis totalmente seguro de poder hacer algo así, señor Bianco? —le preguntó Gomes Pires.
—Puedo volver a cualquier parte del mundo, una vez que he estado allí —le aseguró Andrea—, a no ser que se encuentre por debajo de la línea equinoccial, e incluso así creo poder encontrarla.
Alfonso Lancarote se acarició la barbilla.
—Tenéis un gran poder de convicción, señor Bianco —admitió—. Además, el atractivo de conseguir una carga mayor de esclavos es grande.
—Más el elogio de nuestro Príncipe —le recordó Andrea—. He oído que recompensa bien a quien hace nuevos descubrimientos.
—Lo votaremos —decidió don Alfonso.
El resultado del voto fue como Andrea esperaba. Tres de los capitanes decidieron volver a Portugal. Gomes Pires y Ugo Tremolina, junto con don Alfonso, votaron seguir adelante.
—Meteremos a todos los esclavos en las tres carabelas —decidió Lancarote—. Podrán salir para Lagos en cuanto carguen el barco de agua dulce y carne fresca. Los demás continuaremos nuestro viaje. Nuestra suerte está en vuestras manos, señor Bianco —añadió seriamente—. Rogad que vuestros cálculos sean correctos.
Tres días más tarde toda la flota levó anclas. Frente a la isla de Arguin la carabela de don Alfonso disparó la señal y las otras tres carabelas pusieron rumbo al oeste. A causa del viento que soplaba continuamente al suroeste, impidiéndoles avanzar, tuvieron que cambiar de rumbo hacia atrás y hacia adelante durante todo el camino de vuelta.
Andrea, audaz, estableció el rumbo de las otras dos carabelas hacia el sur y ligeramente hacia el oeste. Según la información que el príncipe Enrique había obtenido de los esclavos moros y negros, este rumbo recorrería en paralelo las costas mar adentro, llevándolos hasta el río Sanaga. Pronto perdieron de vista las costas, y con un buen viento a favor, las dos carabelas avanzaron por aguas tranquilas.
Habían cogido una buena cantidad de pescado fresco, garzas y carne de lobo de mar en la isla de Arguin, así que la comida era mucho más rica de lo que solía ser en alta mar. Consistía en unos setecientos gramos de pan del que solían comer a bordo, como base, quinientos gramos de carne de buey y otros quinientos de cerdo, un litro de agua y un poco de vino, además de aceite, vinagre y cebollas para sazonar la carne. En los días de ayuno el queso sustituía a la carne y, en los pocos días en los que amainaba el viento, conseguían pescar bastante.
Una cosa preocupaba a Andrea en aquellas latitudes, y era el continuo descenso de la Estrella del Norte en el cielo conforme navegaban hacia el sur. Se lo había esperado, por supuesto, pero según se iba haciendo más baja, el ángulo entre la Estrella Polar y el horizonte eran más difíciles de obtener con el Al-Kemal, y estaba notando cómo la exactitud del instrumento disminuía.
La longitud del Al-Kemal era cada vez más corta, ya que se veía obligado a mover la tablilla de madera más y más lejos de la vista, y aún no había podido identificar ninguna otra constelación que le pudiera servir de guía, aunque esperaba encontrar la que los árabes del Este habían descrito como una cuadriga o una cruz.
Cuando pasaron cuatro días desde que habían dejado Arguin, Andrea ordenó cambiar el rumbo hacia una dirección más al sureste a medianoche y se puso en la proa junto al capitán Ugo para observar las aguas que se extendían ante ellos. Con el alba no llegó ninguna señal de tierra, así que desayunaron en el barco con pan y vino, y un poco de queso (porque era viernes y, por lo tanto, día de ayuno). Era media mañana cuando el vigía, que se había encaramado a la parte más alta del mástil principal, dio la señal de haber divisado algo ante ellos que podría ser la línea de la costa.
Don Alfonso y los
fidalgos
que estaban en la torre posterior dejaron sus posiciones y empezaron a hablar con entusiasmo.
—¿Veis palmeras? —le preguntó Andrea al vigía—, ¿o alguna grieta en la costa que pudiera ser un río?
—Todavía no.
—Mirad hacia el sur —le ordenó Andrea—. ¿Se ve algo en aquella dirección?
—Nada. ¡Esperad! Veo algo en el agua —el vigía alzó la voz excitado—. Parece que hay una gran línea marrón en el agua.
Inmediatamente empezaron a hablar todos en cubierta. El capitán Ugo miró perplejo a Andrea, que negó con la cabeza.
—No parece probable que una lengua de tierra pueda llegar tan lejos de la costa —dijo pensativo—, pero será mejor aminorar la marcha.
El capitán gritó la orden, y cuando se arriaron las velas de mesana y del mástil principal la velocidad de la carabela se redujo considerablemente. Gomes Pires, en la Santa María, vio la maniobra y la imitó. Ambas carabelas navegaban lentamente mientras que Andrea, desde su posición en la proa, aguzaba la vista hacia el sur y enseguida vio lo que había anunciado el vigía una mancha marrón que parecía cruzar todo el océano ante ellos.
—¡Es una señal! —gritó, nervioso, uno de los marineros—. ¡Un aviso del cielo para que no sigamos adelante! —los otros oyeron el grito, y un montón de voces, llenas de miedo, se levantaron por toda la cubierta.
La voz de don Alfonso se oyó por encima de todas ellas.
—Parad el barco, capitán —ordenó—. ¡El Cielo nos ha advertido que no debemos seguir adelante!
Cuando se arriaron el resto de las velas, la elegante carabela casi se inmovilizó. Sin embargo, Andrea no estaba dispuesto a aceptar que esta cosa tan extraña lo detuviera.
—Lo que estamos viendo tiene que tener una explicación racional —le aseguró a don Alfonso—. Si me lo permitís, bajaré con un bote para investigar sin que la carabela tenga que acercarse.
Lancarote no estaba de acuerdo, pero Andrea insistió.
—Si me ocurre algo —le dijo— podéis izar las velas y abandonar este lugar inmediatamente.
—Toda la responsabilidad es vuestra —le advirtió don Alfonso—. No enviaré a ninguno de mis hombres a recogeros.
Martín Vasques dio un paso al frente.
—Puedo llevar los remos y luchar.
—Yo también —dijo João Gonçalves uniéndose a ellos.
Muchos otros se ofrecieron como voluntarios, y con una flota de seis hombres pusieron el bote en el agua. Unos cuantos metros más allá, donde se había detenido la otra carabela, vieron que estaban echando al agua otro bote.
Con seis hombres fuertes a los remos, el bote se dirigió hacia el sur por unas aguas tranquilas. Cuando se estaban aproximando a la línea marrón, Andrea dejó su puesto y se subió al banco de remos. Pudo ver entonces que lo que habían descubierto era en realidad el borde de una enorme zona del mar que se extendía hacia el este y el oeste, y también hacia el sur, más allá del alcance de la vista. En esta área el agua tenía el color marrón del fango, pero no se veía tierra en la superficie. De repente se dio cuenta de lo que era, y fue tal la sorpresa, que empezó a reír aliviado.
—¡Es fango! —dijo contento—. Es el fango que trae al mar el agua de un río enorme. Ya lo he visto antes en el Nilo, cerca de Alejandría.