El cartógrafo y el misterio del Al-kemal (22 page)

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Authors: Frank G. Slaughter

Tags: #Historico

BOOK: El cartógrafo y el misterio del Al-kemal
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—El vino nunca ha hecho a nadie más valiente, amigo mío —le dijo—. Tengo un trabajo que hacer que requiere habilidad.

—No necesitáis ser muy hábil para cortarle el cuello a ese gallito.

—No pretendo matarlo.

—¡Por Dios! ¿Y por qué no? Si lo está pidiendo a voces, y no dudéis de que él disfrutaría atravesándoos con la lanza.

—Es muy joven. Le enseñaré quién es el jefe aquí y le perdonaré la vida. Esto lo hará un hombre.

Martín Vasques negó con la cabeza.

—Sois un hombre extraño, señor Bianco. ¿Por qué os mantuvisteis alejado de la matanza de esta mañana?

—Algo dentro de mí siente repugnancia ante la idea de matar a gente indefensa —admitió Andrea—. Aunque sean paganos.

—Los sacerdotes nos aseguran que estamos haciendo un favor a los moros que capturamos, salvando sus almas inmortales.

Andrea se encogió de hombros.

—No discutiré de religión con vos, amigo mío. Ni de lo que conviene al alma de un hombre. En las galeras conocí a turcos y a otros moros que son más nobles que muchos cristianos, y he conocido a villanos de las dos religiones por todas partes.

VII

Aún no era mediodía cuando Andrea entró en el círculo que los espectadores habían preparado en la playa. Don Alfonso había elegido un área de arena dura para evitar tropezones traicioneros en la fina arena. Los dos hombres estaban desnudos de cintura para arriba, y aunque Andrea había perdido ya el color que tenía cuando escapó de las galeras, su piel parecía mucho más oscura al lado del pálido blancuzco de la de Gil Vicente.

Sus armas eran dos puñales, exactamente iguales, que les había dado don Alfonso, quien en ese momento los llevó al centro del círculo.

—Os ruego una vez más que solucionéis vuestras diferencias sin lucha —dijo—. Si creéis que es posible.

—El señor Vicente sólo tiene que retirar su desafío —dijo Andrea tranquilamente—. No tengo nada contra él.

Gil Vicente estaba pálido, pero no quiso desaprovechar esta oportunidad.

—No podría hacer como decís y salvaguardar mi honor al mismo tiempo.

—Entonces ordeno que el honor se satisfaga con un duelo a primera sangre. En ese momento el encuentro terminará —anunció Lancarote extendiendo su espada entre los dos hombres—. La lucha comenzará cuando baje la espada y terminará cuando diga “primera sangre”. ¿Entendido?

Ambos asintieron con la cabeza y don Alfonso se retiró algunos pasos hasta que sólo quedó entre ellos la punta de su espada. De repente la levantó y se alejó un poco más manteniéndola alzada.

Andrea miró al joven con cautela. Gil Vicente sería un oponente merecedor de respeto ya que, como aspirante a caballero, estaba entrenado para luchar para conseguirlo, pero el resultado de la lucha dependería más de la habilidad de los oponentes con el puñal, y Andrea contaba con ello. Además, no tenía intención de matarlo.

Se movieron en círculo vigilantes, sin querer dar el primer paso ninguno de los dos. A torso descubierto, la primera herida se vería claramente y don Alfonso, como había anunciado, pararía el combate. Los dos estaban descalzos para tener más equilibrio sobre la arena.

Al final Gil Vicente no pudo seguir resistiendo la tensión y atacó. Andrea había estado mirándolo a los ojos todo el tiempo, y anticipó su intención de atacar. Pudo neutralizar el golpe fácilmente, oponiendo su puñal al del adversario. Durante unos momentos estuvieron así, puñal con puñal, mientras que los espectadores gritaban continuamente, cada uno a favor del que había elegido para sus apuestas.

Tenían la cabeza a unos pocos centímetros el uno del otro, así que Andrea oyó a Gil Vicente cuando le dijo en voz muy baja:

—Esta vez no escaparás como lo hiciste en el barco.

En ese momento Andrea supo quién lo había atacado en la Santa Clara. La verdad es que ya lo había pensado, porque le pareció raro que Gil Vicente, que debería haber estado durmiendo en la toldilla en aquel momento, fuera el primero en llegar en su ayuda cuando gritó. Estaba claro que, como Andrea se había metido el Al-Kemal dentro de la túnica y había gritado socorro mientras que el vigía estaba en la torre, Gil Vicente no había tenido más remedio que fingir que había acudido en su ayuda.

Durante un largo y tenso momento, Andrea tenía bloqueado a Vicente. Entonces, con un movimiento rápido lo empujó hacia atrás, desenganchando así los dos puñales. Andrea tenía mucha más fuerza que él, de modo que el
fidalgo
terminó tirado en el suelo por el empujón. Se oyeron los murmullos de los espectadores cuando Andrea dio algunos pasos hacia atrás para permitir que el joven se levantara y que no terminara ahí la pelea.

Podría haberlo matado fácilmente, pero esperó a que su oponente se levantara jadeante y cogiera otra vez el puñal con fuerza. Entonces el
fidalgo
intentó asestarle una puñalada, pero Andrea lo esquivó con rapidez. Parando el golpe fácilmente con su propio puñal, le dio otro empujón en el hombro, haciendo que perdiera el equilibrio y dejándolo como aturdido.

Un miedo enfermizo se vio en los ojos de Gil Vicente cuando se dio cuenta de que Andrea lo podía matar en cualquier momento, cuando quisiera. Sin embargo, lo que Andrea quería no era matarlo, sino descubrir qué motivo había llevado al
fidalgo
a unirse a la expedición de don Alfonso sólo unos días después de llegar de Florencia suplicándole, como pariente suyo que era, el privilegio de unirse a su flota y llegar hasta Lagos. Lo que Andrea quería saber era si lo que lo había movido a ello era simplemente su amor por la aventura o si escondía algún oscuro misterio.

Una vez más Andrea lo bloqueó puñal con puñal.

—Podéis salvar la vida si confesáis —le dijo en un tono de voz lo suficientemente bajo para que los otros no lo oyeran—. No quiero mataros.

Dudó un momento.

—Confesaré —dijo.

Andrea dio un paso atrás para dejarlo libre, pero cuando Andrea se dio cuenta de que el otro había aprovechado para coger ventaja sobre él ya era demasiado tarde. En vez de parar el combate, el joven se abalanzó contra él apuntado su puñal sobre el pecho de Andrea, así que lo único que pudo hacer fue inclinarse hacia un lado para intentar evitar el golpe. Un segundo después Andrea sintió que le había alcanzado en una nalga. Aturdido por el dolor, apenas podía creer lo que estaba viendo. La lama del puñal resplandeció por un rayo de sol, y fue entonces cuando entendió lo que había pasado.

La punta del puñal no le había atravesado la carne gracias a las callosidades que se le habían formado en sus cinco largos años de trabajo en los remos de las galeras, y la resistencia de su piel había hecho que el puñal se le escurriera de las manos, cayendo sobre la arena.

Gil Vicente se lanzó desesperadamente a recogerlo, pero esta vez Andrea no se lo permitió. Moviendo la mano para no darle con la punta, lo golpeó con el puño del arma en la cabeza haciéndole caer de rodillas, medio atolondrado. Alejando el puñal de una patada para que no pudiera alcanzarlo, cogió al
fidalgo
de la barba corta que tenía y le dio un tirón para obligarlo a levantar la cabeza.

—Decid la verdad —le ordenó en cólera—. Decid la verdad u os rebanaré el cuello.

—Fui yo quien intentó robar el instrumento de navegación —chilló Gil Vicente—. Os he retado hoy para mataros y robároslo.

—¿Quién os envió a Lagos? —preguntó Andrea.

—¡Mattei Bianco! Estaba en Florencia cuando el capitán Cadamosto estuvo allí y le habló de vuestro descubrimiento. Él me pagó para que viniera a Lagos y os matara para conseguir el secreto.

—Y cuando supisteis que participaría en esta expedición, solicitasteis uniros a ella para llevar a cabo vuestra misión —Andrea terminó la confesión.

—Sí, sí. No me matéis.

Andrea lo empujó desdeñosamente. De hecho hasta se había olvidado de él al enterarse de que Mattei, al no haber conseguido matarlo en Venecia, lo había vuelto a intentar aquí, en la otra parte del Mediterráneo. Su hermanastro debía de estar realmente desesperado, y un hombre desesperado lo seguiría intentando una y otra vez, mientras uno de los dos siguiera con vida.

Don Alfonso llegó a tiempo de escuchar la confesión y se dirigió furioso hacia su pariente.

—¡Cobarde! —le gritó—. Debería mandar ejecutaros aquí y ahora, pero quedaréis bajo arresto hasta que lleguemos a Lagos. Allí el tribunal decidirá qué hacer con vos —Entonces se volvió hacia Andrea y se inclinó ante él respetuosamente—. Os presento mis disculpas por el acto tan cobarde de mi pariente, señor Bianco. Podéis exigirme la satisfacción que deseéis.

—Ya ha habido violencia más que suficiente por hoy —le aseguró Andrea—. Sobre todo para un hombre que lo único que anhela es la paz.

Aunque hoy no habían conseguido matarlo, Andrea no se engañó pensando que iba a poder disfrutar de paz en el futuro. Mattei, quizá más que ningún otro, apreciaría el increíble valor que tendría el Al-Kemal en manos de una persona sin escrúpulos. Por ahora Mattei no podía saber que la misión de Gil Vicente había fracasado, pero en cuanto volvieran a Lagos, la noticia del regreso de Andrea les llegaría a los Medici a Lisboa, y puede que a Mattei a Venecia. Desde ese momento (y Andrea lo sabía) su vida volvería a estar en peligro, hasta que uno de los dos muriera.

Como don Alfonso había prometido, hicieron en la playa una gran fiesta, pero Andrea sólo se quedó el tiempo suficiente para probar el cerdo que habían asado para el banquete. Cuando se sació, se dirigió hacia la Santa Clara, que estaba anclada cerca de la isla de Arguin. Una vez allí, cogió sus instrumentos de navegación y sacó de su estuche de madera el astrolabio que le había dado el príncipe Enrique para que lo usara en el viaje.

Le habían dicho que era un nuevo instrumento árabe que habían conseguido en el ataque a Ceuta, pero algunos de los signos escritos en él le eran familiares. Con él determinó varias veces el ángulo de la Estrella del Norte respecto al horizonte, comparando los resultados para una mayor exactitud y los anotó en un mapa que estaba diseñando de la región, donde ya había indicado la posición de la isla de Arguin, la isla de las Garzas y muchas otras que había visto aquella tarde desde la playa.

También anotó en el informe que estaba preparando sobre el viaje que, cuando la marea era baja, los hombres podían caminar por el agua hasta la playa, y que había una gran cantidad de pescado, gaviotas y otros pájaros, y huevos de los grajos de la isla. Por último apuntó que había también muchos animales, llamados lobos marinos, cuya piel lisa y brillante era muy apreciada en Portugal como abrigo y decoración de la ropa de los ricos. Tenía pensado pedir a don Alfonso al día siguiente que le diera un bote con remeros para explorar los alrededores de la isla y así definir su perfil en el mapa que estaba diseñando. Quería incorporar esta información en el gran mapa de la costa de África en el que trabajaría una vez de vuelta a Villa do Infante.

Estaba inclinado trazando el borrador cuando oyó una voz detrás de él.

—Señor Bianco.

Andrea se volvió rápidamente. Era don João Gonçalves, el ayudante de don Alfonso Lancarote.

—Siento… siento molestaros, señor —dijo el joven—, pero quería que supierais que nunca he sido amigo de ese cobarde de Gil Vicente.

Andrea sonrió.

—A decir verdad, ya me había olvidado de él —señaló el boceto—. Estoy diseñando un mapa de la región. El príncipe Enrique espera poder establecer algún día una colonia en las costas de África que sirva como base para futuras operaciones, y la isla de Arguin puede que sea el lugar más indicado. Hay mucha agua fresca y comida, y permite un buen anclaje para los barcos.

—¿Consideráis más importante esa labor que la de llevar las armas y lograr la gloria, señor?

—No encuentro nada malo en llevar las armas —dijo Andrea—, pero ese tipo de fama raramente sobrevive a aquel que la logra.

—¿De verdad?

—A veces sí. Vuestro Príncipe es considerado, sobre todo por los portugueses, como uno de los conquistadores de Ceuta y como un gran caballero, pero su nombre se venera y se respeta por todo el mundo por promover los viajes de exploración. Estoy seguro de que su fama en este campo durará mucho más que la gloria adquirida en las batallas contra los moros.

—Nunca lo había pensado desde ese punto de vista —admitió Gonçalves—. Yo creo que es un caballero ideal y un gran impulsor de nuestra Fe Cristiana en la batalla contra el Islam.

—Y en verdad lo es —convino Andrea—, y lo admiro mucho por ello, pero creo que nuestra Fe se podría difundir mucho más llevando los cargamentos de nuestros barcos para venderlos y estableciendo ciudades comerciales en tierras paganas que con las armas.

—Cuando lo explicáis entiendo vuestro punto de vista, señor —admitió João Gonçalves—, pero hay una cosa que no entiendo. ¿Por qué le habéis perdonado la vida hoy a Gil Vicente?

—¿Qué bien me reportaría matarlo?

—Os ha retado y acusado de cobarde, y ha intentado mataros.

—Pero no lo ha conseguido.

—Habríais ganado honor matando a alguien que era tan evidente que merecía morir.

Andrea sonrió.

—El honor no es algo que un hombre lleve en la manga, señor Gonçalves, como la gracia de una dama. Es una cualidad que un hombre lleva en su interior, y que le dona humildad, comprensión y bondad, al tiempo que valor. Nuestro Príncipe posee todas estas virtudes en alto grado, mientras que nadie lo acusa de ser un cobarde por no estar predispuesto a luchar contra ningún hombre porque no le guste el color de su piel, o de sus ojos, o el sonido de su voz, o incluso la religión que profesa.

—Nunca me había parado a considerarlo de este modo —admitió João.

—Si hubierais llevado los remos de una galera mora durante años, como yo lo hice, sabríais que puede llegar un momento en que tener suficiente para comer, un poco de vinagre y aceite mezclados con agua, y la fuerza de empujar un remo para no sentir el latigazo de un capataz pueden llegar a significar más que la propia vida. Yo casi llegué a ese punto. Lo único que me hizo seguir adelante fue no perder la esperanza de escapar algún día. Os puedo asegurar que había poco espacio para pensar en el honor en aquellos momentos.

Gonçalves sonrió amargamente.

—Me hacéis sentir como un niño.

—Es bueno para un hombre sentirse como un niño —le dijo Andrea—. Recordad las palabras de Nuestro Señor,
“El que no acepte el reino de Dios como un niño, no entrará en él”.

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