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Authors: Frank G. Slaughter

Tags: #Historico

El cartógrafo y el misterio del Al-kemal (36 page)

BOOK: El cartógrafo y el misterio del Al-kemal
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Eric subió al mástil desde donde Andrea había estado observando la situación, mirando el amplio mar que se extendía ante ellos. Cuando bajó estaba muy serio.

—Con ese banco al sur corremos el peligro de encallar, a no ser que cambiemos de rumbo —dijo.

—Entonces, ¿tendremos que virar al norte o al sur?

—El banco del sur puede que llegue hasta las costas —señaló Eric—. Si ponemos rumbo hacia el noroeste nos alejaremos de la Antilia, pero estaremos más seguros.

—Entonces, voto por ello —dijo Andrea con rapidez.

—Yo también —dijo Eric—. Creo que será mejor que nos arriesguemos a alejarnos de la isla e ir a buscar otra, antes que encallar tan lejos de la costa que nos ahoguemos todos antes de llegar.

Así que dio la orden de “Oeste, a un cuarto del viento del Noroeste” y prepararon las velas para el nuevo rumbo. Conforme se alejaban de la costa de la Antilia, la tripulación empezó a desanimarse. Había sido reconfortante tener la tierra tan cerca, con aquellas colinas tan verdes, aunque no pudieran desembarcar. Ahora, el ver sólo el inmenso mar que se volvía a abrir ante ellos, empezaron a sentirse desconcertados.

Eric avisó a la tripulación de que no había motivo para inquietarse.

—A medianoche nos pondremos al pairo con la costa a la vista —les prometió—. Mañana la tormenta ya se habrá calmado lo suficiente como para que podamos desembarcar en algún punto más allá del banco de arrecifes del sur.

Cuando estuvieron al pairo, un silencio extraño se apoderó de la nave, ya que el leve rumor de las velas flojas y el crujir de algún madero habían sustituido el silbido del viento entre el cordaje y el batir de las velas hinchadas. Con el barco casi parado había que trabajar mucho más en las bombas, acortando los turnos de descanso, para evitar que entrara más agua.

Una o dos veces durante la noche a Andrea le dio la sensación de que la nave se estaba moviendo, aunque no podía estar seguro. Sin embargo, al amanecer pudieron comprobar que habían recorrido una distancia considerable. Las costas de la Antilia, que se veía claramente a la luz de la luna hacia el sur cuando se habían puesto al pairo, había desaparecido. Parecía que una fuerza invisible estuviera empujándolos, aunque no tuvieran izada ninguna de las velas. Era una sensación espeluznante, como si el propio océano los estuviera engullendo; algo que nunca hubieran creído si no les estuviera pasando en ese mismo momento.

No obstante, una nueva esperanza los consolaba, y es que al oeste ya empezaban a divisarse otras islas que se extendían como una cadena irregular de pequeños trozos de tierra. También se veía una nueva cadena de arrecifes, que se rompía a pequeños intervalos en lo que parecían ser diminutos canales que llevaban a aguas más tranquilas. Ninguna de las islas parecía tan alta como la Antilia, pero muchas de ellas tenían árboles y era evidente que tendrían algún tipo de vida. Una cosa era segura: estas islas no les permitirían seguir navegando hacia Occidente.

Tan pronto como hubo luz suficiente, Andrea se subió al mástil y miró hacia el horizonte al oeste. Isla tras isla, todas iban apareciendo en el mar hasta perderse de vista. Algunas eran muy pequeñas, otras más grandes. Sin embargo, por el momento no se veía ningún pasaje lo suficientemente grande como para que el Infante Enrique pudiera atravesarlo.

Visto desde el mástil no le quedaba la menor duda de que una corriente muy fuerte los estaba arrastrando. De hecho, sus límites se distinguían claramente del resto del océano. Cuando bajó y les informó sobre ello, sintió sobre él la mirada preocupada de toda la tripulación.

—¡Es el mismísimo demonio! —gritó uno de los marineros—. Su mano está arrastrando este barco a la condena.

—La corriente oceánica se distingue perfectamente —objetó Andrea—. Se extiende de norte a sur hasta donde alcanza la vista.

—¿Es como la corriente de la que nos hablasteis, que iba desde las Canarias hasta la costa africana? —preguntó fray Mauro.

—Ésta es mucho más fuerte. Casi podría decir que parece un río enorme dentro del mar.

—Sigo diciendo que es el demonio —refunfuñó el marinero—. Estamos malditos.

—Esto ya lo habéis dicho en otras dos ocasiones —le dijo Andrea, cortante—. La primera vez fue cuando chocamos contra las rocas cerca de Gomera, y la segunda cuando entramos en el mar de algas, pero las dos veces conseguimos escapar —se volvió hacia el capitán—. ¿Creéis que podremos liberarnos de esta corriente, Eric?

El vikingo fue hacia uno de los laterales de la nave y miró el agua con atención.

—Estoy seguro de que podremos hacerlo —dijo—, pero, ¿lo que estáis proponiendo es que encalle la nave en el arrecife del este?

—Creo que encontraremos un pasaje para cruzar el arrecife más adelante —explicó Andrea—. Lo que propongo es cruzarlo y dejar el barco ir a la deriva en aguas seguras cuando la marea sea alta, si podemos. Luego, cuando hayamos encontrado un sitio donde carenar la nave, con el bote podremos llevarla hasta un punto de marea más baja y volver a sacarla a flote cuando vuelva a subir.

Ayudados por la corriente misteriosa y la fuerza de los marineros, el Infante Enrique procedió lentamente hacia el norte. En algunas zonas el arrecife que protegía las costas se levantaba por encima del nivel del mar, en otras no llegaba a la superficie. En algunos puntos el agua era azul y clara y a Andrea le bastaba con mirarla atentamente desde lo alto del mástil para distinguir las rocas bajo el agua. En otros puntos daba la impresión de que las rocas eran tan profundas que habrían podido cruzar el arrecife, pero habría sido una solución desesperada que no quería tomar, a no ser que no les quedara más remedio. Lo que Andrea iba buscando era un canal seguro, y el sentido común le decía que tarde o temprano alguno tendrían que encontrar.

Las rocas parecían hacerse cada vez más grandes conforme avanzaban hacia el norte, aunque salpicadas por rocas más pequeñas. Algunas veces a Andrea le daba la impresión de haber divisado un pasaje, pero cada vez que se acercaban veía que había rocas bajo el agua. Cuando fue pasando el día y fueron dejando atrás isla tras isla, empezó a desesperarse. Le dolía la cabeza de tanto mirar fijamente al agua bajo la luz del sol y por estar todo el día allí, en la punta más alta del mástil, sudando y sin ningún tipo de protección.

Ya era mediodía y todavía no había la más mínima señal de un posible canal, así que, desesperado, Andrea pensó sugerirle a Eric que intentara pasar sobre las rocas, arriesgándose a que se rompiera el casco de la carabela. Fue en ese momento cuando vio que, a lo lejos, iba tomando forma una orilla más grande, con una línea de islas que parecían encontrarse entre ella y la barrera protectora del arrecife. También empezaba a divisar lo que parecía una playa arenosa con palmeras que se levantaban hacia el cielo, como las que lo guiaron hasta el río Sanaga en las tierras de Guinea. Además, entre las dos filas de islas se entreveía una especie de paso que rompía la línea del arrecife.

—Parece que hay un canal más adelante —gritó a cubierta.

Eric Vallarte subió por el cordaje con una habilidad sorprendente para alguien tan corpulento como él. Pasando una pierna sobre el mástil miró hacia el noroeste, hacia el punto que le estaba indicando Andrea.

—Es demasiado pronto para estar seguros, pero puede que tengáis razón —el capitán miró a Andrea, que tenía los ojos entrecerrados y la cara toda sudada—. Deberíais haber pedido que os dieran el relevo antes —le dijo—. Bajad y descansad un poco, cubriré vuestro turno un rato.

Una vez en cubierta, Andrea bebió mucha agua. Después se fue hacia el riel y se echó un cubo de agua de mar por la cabeza. El agua estaba fría, así que al refrescarse empezó a sentirse un poco mejor. La extraña línea de demarcación entre la corriente y el resto del mar se veía claramente porque, gracias al rumbo que habían puesto, ya estaban muy cerca del borde.

Leonor lo miró desde donde estaba remendando algunas velas a la sombra del palo mayor.

—Parecéis un cangrejo cocido —le dijo sonriente.

—Allí arriba es un infierno pero, por cierto, puede que mañana a esta ahora estemos comiendo cangrejos.

—¿Creéis que encontraremos pronto un canal para cruzar el arrecife?

—O un canal o pasaremos sobre las rocas. De una forma o de otra conseguiremos entrar.

—Ya hace mucho que no veo ninguna abertura en la costa. ¿Creéis que la isla más grande que se ve delante de nosotros puede ser Satanazes?

—Podría ser y, si es de verdad la Mano de Satán, tiene que tener por lo menos uno o dos arroyos.

—Y un canal.

Andrea dijo que sí con la cabeza.

—O, por lo menos, eso espero.

El barco siguió avanzando trabajosamente una hora y, entonces, Eric lo llamó desde lo alto.

—Subid, Andrea. Quiero que veáis una cosa.

Andrea trepó enseguida por el cordaje.

—Mirad allí, hacia el oeste —le señaló Eric—. ¿No os parece que detrás de las islas pequeñas hay una más grande con una abertura entre los árboles?

Andrea veía lo que señalaba Eric, que parecía una imperfección en la sólida pared de vegetación que formaba la línea de la costa de la isla más grande que veían desde que dejaron atrás la Antilia. En realidad era tan grande que se perdía de la vista hacia el norte.

—Creo que podría ser la desembocadura de un río que afluye a una bahía en la otra parte del arrecife —dijo Eric.

—Si es así encontraremos un pasaje a través de él —dijo rápidamente Andrea—, y no tiene que estar muy lejos.

Durante toda una vuelta del reloj de arena estuvieron mirando atentamente la línea de la costa, mientras la isla tomaba forma. De repente, Eric señaló adelante.

—Parece que las olas están rompiendo muy lejos de la costa. Esto normalmente significa que hay una barrera y un canal.

—Bajad a cubierta y marcad el rumbo para salir de la corriente —le dijo Andrea—. Cuando vea el canal os dirigiré hacia él desde aquí arriba, desde donde podré calcular mejor la profundidad.

Eric bajó del mástil, gritando las órdenes mientras lo hacía. Los hombres que estaban al timón se pusieron de espaldas a los remos y poco a poco el Infante Enrique fue virando hacia el noroeste.

Torpe y lentamente por el agua que gorgoteaba en el casco, la carabela empezó a responder poco a poco a los remos del timón. Casi daba la impresión de que el Infante Enrique no quería abandonar la corriente que lo arrastraba sin esfuerzo.

Andrea se puso a rezar en silencio, seguro de que todos los que estaban abajo viendo la complicada maniobra, también lo estaban haciendo, al tiempo que la carabela parecía acercarse muy poco a poco al borde de la corriente que definían bien el color del agua y la espuma y pequeños fragmentos de desechos que flotaban hacia el norte en la superficie.

Entonces, inesperadamente, se vieron libres de ella, y todos se animaron. La velocidad de la carabela disminuyó considerablemente, pero a nadie le importó, ya que Andrea ya veía bien la barrera y les describió cómo era el estrecho canal que llevaba a la abertura del arrecife que, a su vez, los llevaría hacia las aguas, más tranquilas, de la bahía luminosa. Más allá de ella se veía también la desembocadura de un río que rompía la pared de vegetación con una playa de arena blanca.

—Un cuarto al Oeste —gritó Andrea desde el mástil, así que los hombres del timón se apresuraron a establecer el nuevo rumbo.

Ya se veía claramente el canal, con la espuma de las olas que rompían en la barrera a ambos lados del pasaje. Con el agua que había entrado por la rotura del casco, el Infante Enrique iba mucho más hundido de lo normal, así que Eric arrió las velas tan pronto como entraron en el canal, dejando sólo las necesarias para que el barco avanzara, pero sin perder el control. De esta forma, si el casco se encontraba con algún obstáculo en el fondo, no chocaría con tanta fuerza y aún tendrían la posibilidad de que la carabela siguiera flotando libremente cuando la marea subiera.

El agua estaba muy limpia, así que Andrea no tenía ningún problema para distinguir con toda claridad, desde lo alto del mástil, cómo iba perdiendo profundidad a medida que se iban acercando al punto donde se encontraba el estrecho canal del arrecife. De vez en cuando miraba rápidamente hacia el oeste, donde veía la desembocadura estrecha de un río con árboles de tronco ancho a ambos lados, por lo que sería un punto perfecto para carenar la nave. También se veían claramente muchos peces de colores que nadaban junto al barco, y una de las veces pudo distinguir la sombra de un tiburón que, desde las profundidades, se acercó a ellos, pasando por debajo del casco, como si estuviera examinando a aquel extraño visitante de su soleado mundo marino.

—¿El canal está abierto? —preguntó, ansioso, Eric desde cubierta.

—Todavía no se ve ningún obstáculo.

Andrea sabía muy bien lo que le preocupaba a Eric. Si no la veían a tiempo, una formación rocosa del arrecife podría machacar incluso la parte más dura del entablado, y un daño como éste sólo se podría reparar en un astillero bien equipado como el de Lagos.

Debajo del casco, la quilla seguía avanzando tranquilamente conforme se acercaban al punto crucial. La arena era blanca, y no había nada que indicara la presencia de rocas oscuras.

Entonces, tan rápido que no le dio ni tiempo a darse cuenta realmente, el canal empezó a descender otra vez, como señal segura de que habían cruzado el acantilado.

—¡Lo hemos pasado! —gritó Andrea—. ¡Demos gracias a Dios! ¡Lo hemos pasado!

Desde cubierta se oyeron gritos de agradecimiento.

La desembocadura del río se veía ya claramente: era como una grieta oscura en mitad de un muro completamente verde, que les daba la bienvenida a puerto tras un viaje de semanas interminables en alta mar.

Andrea fue dando las indicaciones necesarias para guiar la nave hacia la desembocadura del río, buscando la mejor zona para carenar. El canal que llevaba a la desembocadura era bastante profundo, y sólo cuando estuvieron a salvo dentro de él, le dijo a Eric que diera las órdenes para dirigir la proa hacia la orilla. Allí había algunas palmeras altas que les serían muy útiles para carenar la nave en el margen del río.

Llegados a este punto, la carabela ya casi no se movía, así que la tripulación usó los remos para acercarla a la ribera donde estaban las palmeras, en el punto exacto que Andrea había elegido. Por fin la carabela tocó el fondo de arena dura, con tanta facilidad y alivio como un hombre herido que por fin descansa sobre la camilla después de una dura batalla. Enseguida echaron las anclas de proa y de popa para mantenerla en su lugar y Andrea bajó del mástil para unirse a los demás en lo primero que hicieron al llegar a estas nuevas tierras: un acto de agradecimiento dirigido por fray Mauro a la Divina Providencia por haberlos ayudado a llegar sanos y salvos a la orilla.

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