El cartógrafo y el misterio del Al-kemal (32 page)

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Authors: Frank G. Slaughter

Tags: #Historico

BOOK: El cartógrafo y el misterio del Al-kemal
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No había visto a Leonor desde la noche anterior. Don Bartholomeu no era un buen marinero, y con el barco balanceándose continuamente haciendo agua con cada oleada, el pobre anciano estaba en cama y necesitaba todas las atenciones que su hija pudiera darle. Un poco antes del crepúsculo la tormenta se calmó un poco, y Andrea fue a cubierta para coger una caja de pan marinero y un barril de agua y vino para que la tripulación pudiera reponerse antes de comenzar la difícil tarea de dirigir el barco en plena tempestad. Aquella noche no tomarían nada caliente.

En ese preciso momento Leonor salió de la toldilla y Andrea pudo ver que estaba preocupada y abatida.

—¿Está amainando la tormenta? —preguntó nerviosa.

—Me temo que sólo está recuperando fuerzas para empeorar todavía más, señora. ¿Cómo se encuentra vuestro padre?

—Estará bien en cuanto echemos anclas en el puerto.

Miró a su alrededor y vio las nubes negras que se estaban concentrando en el cielo y las olas enormes y aceitosas que los arrastraban, levantando el barco como si fuera el juguete de un niño. Cuando pasaba el pico de la ola, la carabela se precipitaba hacia abajo cayendo de punta en el espacio que se formaba entre ola y ola. Por momentos la carabela se veía rodeada de impresionantes murallas de agua que parecían amenazar con hundirlo, pero la nave volvía a alzarse hacia el pico de la nueva ola.

—¿No sería más seguro abrirnos paso mar adentro? —preguntó la joven.

—Estaba a punto de hablar con Eric de esto —le dijo—. No podemos seguir acercándonos con seguridad a la costa con la oscuridad y la tempestad aumentando por momentos.

—Decidle que no se preocupe por nosotros —se apresuró a decirle—. Lo más importante es la seguridad del barco.

Justo en ese momento el Infante Enrique chocó contra algo contundente.

Andrea no había observado ningún obstáculo en el agua, y el vigía tampoco había visto nada, pero con el mar en aquellas condiciones, una roca o la punta de un peñasco podían haber pasado desapercibidas.

La fuerza del impacto hizo que Leonor cayera sobre Andrea, que la rodeó entre sus brazos. Una segunda colisión los empujó hacia la pared de la toldilla mientras que un torrente de agua surgía y aumentaba bruscamente a través de la rendija que había quedado abierta, en el lugar donde la caña del timón se enganchaba con el timón de dirección. Los anegó mientras que el agua inundaba la cubierta de popa y llegaba hacia abajo, a la parte central del barco, y Andrea tuvo que poner en juego todas sus fuerzas para que el agua no se los llevara hacia el mar por encima del riel.

Todas las vigas del Infante Enrique crujían y se estremecían como intentando evitar las garras de una amenaza aún por llegar, mientras seguía tambaleándose. Andrea oyó que Eric estaba gritándole a la tripulación, pero por el momento todo lo que podía hacer era evitar que otra ola los arrastrara. El barco colisionó por tercera vez y quedó suspendido por un momento; después pareció que se deslizaba poco a poco liberándose del obstáculo con el que había chocado.

La carabela se estremeció con la convulsión mortal de un animal, y un nuevo torrente de agua surgió de la rendija de la caña del timón llegando hasta la cubierta de popa. Andrea se abrazó a la pared de la toldilla, apretando a Leonor entre el riel y su propio cuerpo.

—¿Contra qué hemos chocado? —preguntó, casi sin aliento.

—Supongo que contra alguna roca demasiado profunda para que se pudiera ver desde la superficie con la tormenta.

El navío se estremeció otra vez, y desde su interior se oyó un ruido áspero y prolongado cuando la quilla pasaba raspando un nuevo obstáculo. Luego, cuando su mismo peso la obligó a inclinarse hacia un lado, columpiándose hacia adelante, se oyó otra serie de sacudidas menos intensas hasta que un estremecimiento final pareció liberarla.

—Entra y quédate ahí con tu padre —dijo Andrea mientras la ayudaba a llegar hasta la puerta de la toldilla—. Si no estamos naufragando aún, todos los hombres serán pocos para ayudar con las bombas.

Ella asintió y entró, cerrando la puerta. Incluso en una situación tan grave como aquella, parecía no perder los nervios. Andrea cruzó corriendo la cubierta hasta donde Eric Vallarte y los otros hombres estaban intentando sujetar la vela mayor, que se batía furiosamente con los movimientos de la nave, para tratar de controlar el barco. Sin embargo, en cuanto cogió una de las cuerdas, Eric lo llamó.

—Ocúpate del daño del casco, Andrea —le dijo—. Puede que tengamos que encallarla para que no se hunda.

Con la ayuda de uno de los marineros, Andrea levantó la escotilla de la parte central y bajó a la bodega. Estaba llena de agua, que se movía furiosamente dando bandazos con los movimientos de la nave. Estaba todo hecho un desastre, con los barriles y toneles flotando por todas partes, chocándose entre ellos y contra las paredes del barco. El agua le llegaba a las rodillas, así que volvió dando tropezones hasta la escotilla y salió a cubierta.

—Dadme una linterna —le ordenó a uno de la tripulación—. Tengo que inspeccionar mejor los daños.

Parecía que los balanceos de la nave eran un poco menos pronunciados ahora, por lo que se imaginó que Eric habría conseguido virarla para tener el viento a favor con un área suficiente de navegación para que se mantuviera con el rumbo fijo. Cuando le dieron la linterna la levantó entre las manos y empezó a caminar por el agua agitando los barriles.

No encontró ninguna entrada de agua importante, por lo que no parecía que hubiera ninguna brecha grande en el entablado. Barriles, cajas y toneles se movían libremente por el agua. Era peligroso estar allí, porque en cualquier momento podrían chocar contra él o aplastarlo contra las cuadernas mientras estaba lejos de la escotilla, en la penumbra, intentando evaluar los daños tal y como necesitaban hacer para saber cómo debían proceder a partir de ese momento.

Andrea no encontró ninguna rotura en el entablado y, ahora que iban más rápido, estaba entrando menos agua, así que se volvió hacia la escotilla, le pasó la linterna a uno de los hombres que estaban fuera y lo ayudaron a salir. En mitad de la oscuridad, Eric Vallarte lo miraba preocupado mientras salía de las bodegas.

—Estamos haciendo aguas —le informó—. La roca ha debido de abrir alguna veta, pero creo que las bombas podrán controlarlo, por lo menos por ahora.

—¡Flores! —Eric llamó gritando al carpintero—. Coged a todos los hombres que necesitéis y ocupaos de las bombas hasta que no haya agua.

Entonces miró por la escotilla dentro de la bodega, y vio los toneles y cajas flotando y chocando entre ellos, con el movimiento de la tempestad que seguía aumentando poco a poco.

—Coged también algunos barriles, toneles y cajas. Vamos a necesitar toda el agua y la comida si la tormenta dura mucho.

Los hombres pasaron corriendo delante de ellos hacia las bombas. Andrea se agarró al palo de mesana y miró hacia arriba. Con los golpes, el trinquete se había soltado y se estaba rompiendo a pedazos. Esto lo arreglaría más tarde. Ahora lo importante era mantener a flote la nave.

—¿Cómo van los daños por aquí arriba, aparte del casco?

Eric estaba pálido.

—Hemos tenido que chocar contra una roca lo suficientemente profunda como para que la quilla pudiera pasar por encima, pero ha arrancado casi todo el timón.

No hacía falta decir nada más. Ambos se daban cuenta de la gravedad de la situación.

—¿Ha quedado algo? —preguntó, por fin, Andrea.

El vikingo negó con la cabeza.

—Ni siquiera llega a hundirse en el agua. He dispuesto la vela mayor para que sigamos navegando con el viento a favor, pero sólo podemos proceder en una dirección: hacia el oeste.

VIII

La tempestad seguía aumentando con las horas, pero la carabela estaba bastante estable navegando con viento a favor. En realidad, el Infante Enrique estaba navegando a más velocidad de lo normal, pero cada hora que pasaba los separaba más y más de las islas Canarias y de la costa africana.

Con las bombas funcionando sin interrupción y el barco avanzando a toda velocidad, el nivel de agua en las bodegas no parecía subir. Estaba claro que la velocidad ayudaba. Esto era un fenómeno que no sabían explicar, pero que los marineros experimentados conocían bien.

Eric Vallarte habló de la situación en la toldilla por la mañana. Don Bartholomeu estaba pálido y tenía bolsas negras en los ojos, pero con el barco avanzando constante a favor del viento, las sacudidas violentas de la noche anterior habían cesado, por lo que se había recuperado lo suficiente como para hablar.

Leonor también estaba pálida. Tenía los ojos rojos y grandes ojeras por falta de sueño, pero no mostraba ninguna señal de pánico.

—Entonces, ¿cuál es nuestra situación, Eric? —preguntó don Bartholomeu.

—Nos mantenemos a flote —dijo el capitán, encogiéndose de hombros—. Lo que debemos agradecer a los dioses, después de que haya sido tan estúpido como para haber acercado tanto el barco a la costa.

—Lo que queríais era encontrar un puerto seguro para todos nosotros —dijo don Bartholomeu—. En este momento, lo más importante es saber qué vamos a hacer ahora.

—Mientras sigamos navegando a esta velocidad no entrará más agua en las bodegas de las que las bombas puedan expulsar —le explicó Eric—. Con el viento a favor podremos seguir navegando hacia el oeste y probablemente salir de ésta con vida. Hasta que amaine la tormenta.

—Y después, ¿qué?

—Con buen tiempo podremos construir un timón provisional, pero cuando el tiempo se calme, nuestra velocidad disminuirá, así que puede que no nos dé tiempo.

—¿Queréis decir que no podemos dejar de navegar el tiempo suficiente para construir un nuevo timón? —preguntó Leonor.

—No lo sabremos hasta que no lo intentemos —dijo Eric—. Todo lo que podemos hacer por ahora es navegar empujados por el viento.

—Y, ¿dónde nos llevará?

Eric se encogió de hombros.

—Eso será mejor que se lo preguntéis al navegante.

—¿Estamos en una situación desesperada, señor Bianco? —preguntó don Bartholomeu.

—Ninguna situación es desesperada, señor, mientras tengamos un barco bajo los pies y velas para dirigirlo.

—Pero sin timón, ¿cómo podremos marcar el rumbo?

—Por ahora no podemos —admitió Andrea—. Mientras dure la tormenta sólo podremos ir hacia el oeste. Cuando por fin amaine, podremos usar algo como timón, como dice Eric. Luego podremos navegar hacia el norte, a las Azores, si los vientos nos son favorables como creo que lo serán en aquella zona.

—¿Podremos volver a casa? —preguntó don Bartholomeu.

—Tal vez —dijo Andrea—. El bergantín pirata en el que me encontrasteis llevaba unos travesaños a cada lado del timón para marcar el rumbo. Cuando pase la tormenta podremos hacer algo así. Después, si conseguimos recalar y carenar el casco, todos nuestros problemas se solucionarán.

Eric miró desolado a su alrededor y las aguas agitadas por la tormenta.

—¿Cuál es exactamente esa tierra donde decís que podremos recalar?

—Puede que las Azores.

—Si conseguimos llegar.

—¿Creéis que podremos llegar hasta ellas en nuestra situación? —le preguntó don Bartholomeu a Andrea.

Ésta era una pregunta que lo preocupaba, y a la que no sabía contestar. Lo único que podía hacer era darles un poco de esperanza.

—Si mi teoría sobre la dirección de los vientos es correcta —les dijo— cuando lleguemos un poco más al oeste, el viento debería cambiar hacia la dirección de las Azores, llevándonos hacia ellas.

—Pero, ¿cómo podremos encontrar unas islas tan pequeñas en mitad de un océano tan grande? —preguntó don Bartholomeu.

—Las encontraré para vos —le dijo Andrea con gran seguridad.

La cara del anciano se iluminó.

—Vuestro instrumento de navegación. Se me había olvidado.

—Nos guiaría a casa incluso desde la otra punta del mundo, si fuera necesario —le aseguró Andrea.

—Siempre que sigamos teniendo un barco bajo los pies —dijo Eric Vallarte levantándose—. Ya que no podemos hacer nada por el momento, creo que deberíamos volver a las bombas, Andrea.

Durante dos semanas el viento sopló con la misma fuerza a sus espaldas, así que la carabela siguió adentrándose en mares desconocidos. Hora tras hora, día tras día, los hombres trabajaron en las bombas, con Andrea y Eric turnándose con ellos.

Cuando el viento empezó a amainar, el nivel del agua comenzó a subir pero sólo para volver a bajar cuando aumentaba la velocidad, y todos los días las bombas expulsaban al mar la misma cantidad de agua que entraba por la brecha del casco. Las caras estaban cada vez más largas, la paciencia más agotada y los ojos más rojos mientras seguían adentrándose en el misterioso oeste, donde, hora tras hora, lo único que se veía era la espuma de las olas. Lo peor de todo era saber que, si dejaban de navegar hacia el oeste, el barco se hundiría rápidamente.

Andrea había asegurado a la tripulación que él contaba con los medios necesarios para llevarlos de vuelta a casa, pero incluso el más novato de los marineros sabía que un barco sin timón sólo podía navegar donde lo llevara el viento. En esta situación, lo único que podían hacer era confiar en Dios.

Fray Mauro era un pilar para la tripulación en aquellos momentos. El fraile regordete empezó a adelgazar poco a poco cuando se puso a hacer los turnos en las bombas con los demás, pero nunca perdió la esperanza de que Dios los había salvado de las rocas por algún motivo especial, que pronto les sería revelado. La serena confianza de fray Mauro los animaba a seguir bombeando, sin que ninguno quisiera ser el primero en perder la esperanza.

Incluso con la tormenta, a veces el mar y el viento se calmaban un poco, y cuando Andrea observaba la Estrella Polar, se daba cuenta de que también estaban yendo hacia el sur, y no sólo hacia el oeste.

Por fin, la tormenta se calmó, el sol empezó a brillar tímidamente y las borrascas intermitentes fueron disminuyendo poco a poco. Eric había colocado una de las velas para recoger el agua de lluvia para beber. El agua era uno de sus más preciados privilegios en estos momentos, ya que para comer siempre podían pescar algo.

Quince días después del desastre de las Canarias, Andrea se despertó al alba para empezar su turno en las bombas cuando vio que el cielo estaba casi despejado. Un viento suave los seguía empujando a sus espaldas, pero el barco había disminuido mucho su velocidad, indicando que la tormenta prácticamente había pasado. La noche era aún muy oscura, pero templada y con una brisa casi agradable. Mientras bombeaba no conseguía ver el agua, pero estaba seguro de que estaría mucho más calmada de lo que lo había estado las últimas semanas.

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