—Entonces, ¿ella no lo ama?
—Como a un hermano, o a un familiar, tal vez.
Andrea no pudo evitar sentirse aliviado por la respuesta, pero esto no resolvía su problema. Él amaba a Leonor, estaba seguro. Sin embargo, no podía deshacerse del lazo que lo unía a Angelita. De hecho, el sentido común le decía claramente que sería un idiota si hiciera algo que la pudiera enfadar justo ahora que estaba dispuesta a ayudarlo a recuperar su buen nombre y a hacer que le devolvieran la fortuna que Mattei le había quitado. Ahora su problema se complicaba aún más, ya que consiguiendo el amor de Leonor, heriría profundamente a un hombre por quien sentía un gran aprecio.
—¿Qué vais a hacer? —le preguntó fray Mauro.
Andrea levantó las manos en un gesto de impotencia.
—¿Qué puedo hacer?
—Como hombre de honor, no le deberíais decir nada a Leonor hasta que no se resuelva el asunto de Venecia. Después, será ella la que deberá elegir libremente. Mientras tanto, Eric y vos estáis embarcados en un largo viaje. No será de gran ayuda que os odiéis y os tratéis como enemigos.
—Me habéis dado una carga muy pesada, hermano.
—Sólo porque estoy convencido de que podéis con ella, hijo mío —le dijo el fraile con confianza—. No me defraudéis.
Día tras día el Infante Enrique avanzaba hacia el suroeste, sin apenas una alteración en la rutina del viaje. Todos los días, cuando el sol estaba a punto de alcanzar su cenit, Andrea ponía un gnomon a modo de indicador sobre el compás, marcando el momento del mediodía cuando la sombra caía exactamente en la línea de la aguja. En ese momento le daban la vuelta al reloj de arena y comenzaba un nuevo periodo de veinticuatro horas. Todas las noches estudiaba la Estrella del Norte, apuntando meticulosamente sus observaciones para que, además de servirle como guía junto con el Al-Kemal, las usaran más tarde el maestre Jacomé y los cartógrafos de Villa do Infante.
Eric Vallarte era un capitán estricto y gobernaba con total precisión la nave para que la rutina diaria se cumpliera con exactitud y regularidad. Todos los días el tonelero inspeccionaba los barriles de agua y vino porque en latitudes tan cálidas como aquella era fácil que la madera se pudiera secar, por lo que se romperían las vetas que contenían el líquido tan preciado. Para comer tenían pan marinero, que todavía no se había infectado con parásitos, como solía pasar en viajes tan largos como aquel. Lo acompañaban con vino, aceite de oliva para cocinar y mojar el pan duro, carne de vacuno (seca, o curada en sal) o cerdo, judías, cebollas y ajo. También llevaban, para completar la dieta, sardinas y anchoas en barriles, además de vinagre, queso, garbanzos, lentejas, habichuelas, miel, arroz, almendras y pasas.
La única comida caliente de la jornada se servía al mediodía. El grumete anunciaba a los oficiales y demás pasajeros cuándo había llegado el momento:
“A la mesa, a la mesa, señor capitán,
patrón y resto de la compañía,
la mesa está lista; la carne preparada;
y el agua para el capitán,
el patrón y el resto de la compañía.
Larga vida al Rey
y al infante Enrique, nuestro patrón.
A quien le declarara la guerra,
le cortaremos la cabeza,
quien no diga amén,
no tendrá qué beber.
La mesa está lista,
quien no venga se queda sin comer.”
Andrea y Eric Vallarte comieron con don Bartholomeu, Leonor y fray Mauro en una mesa que se les había preparado en la cubierta de popa. Un grumete les servía en una especie de bandeja de madera la carne de vacuno o cerdo duro que habían cocinado en los fuegos que preparaban en la cocina sobre los peroles llenos de arena, y cada uno se servía según su apetito. Cuando terminó la comida, normalmente no tenían nada que hacer, sino echarse una buena siesta o buscarse otras tareas.
A media tarde cambiaba el turno de guardia, y se preparaban para pescar en fila en el riel, usando como cebo los trozos de carne que el grumete hubiera dejado de la comida. Cuando algún pez picaba, lo lanzaban a cubierta, provocando un gran revuelo, y todos se amontonaban a su alrededor mientras daba sus últimos alientos saltando desesperadamente en la cubierta, mientras que a todos se les hacía la boca agua pensando en la suculenta comida que les esperaba.
Con el atardecer llegaron las oraciones de la tarde. Presididos por los infatigables grumetes, era el turno de fray Mauro de leerlas. El ritual de la tarde normalmente comenzaba cuando uno de los chicos levantaba la lámpara de la bitácora sobre el compás del timón, cuando el sol caía sobre el horizonte hacia el oeste y, con el mismo tono nasal con que había cantado por la mañana, anunciaba:
“Amén, y Dios nos dé
buenas noches y buena travesía;
buena navegación para el barco,
el señor capitán, el buen patrón
y la buena compañía.”
Conforme el velo de terciopelo oscuro de los trópicos iba envolviendo el barco, fray Mauro los instruía en la doctrina cristiana, con el Padre Nuestro, el Ave María y el Credo. Al final, Leonor cantaba el “Salve Regina” y toda la compañía, normalmente desafinando, se unía a sus hermosas palabras:
“Salve Regina, Mater Misericordiae,
Vita, dulcedo et spes nostra salve.
Ad Te clamamus exsalves, Filii Hovae.
Ad Te suspiramus
Gementes et flentes in hac lacrimarum valle.
Eia ergo, advocata nostra, illos tuos
Misericordes oculos ad nos converte.
Et Jesum, benedictum fructum ventris tui,
Nobis post hoc exsilium ostende.
O clemens, O Pia, O Dulcis, Virgo Maria.”
El contramaestre apagaba los fuegos de la cocina y, cuando se giraba el reloj de arena para indicar el principio del turno del vigía de la noche, el grumete cantaba:
“Bendita sea la hora
en que nació el Señor,
Santa María que lo llevó en su seno.
San Juan que lo bautizó.
Se llama al vigía,
el reloj giró;
que tengamos buen viaje
si es la voluntad de Dios.”
Conforme avanzaba la carabela hacia el suroeste en plena noche, los únicos murmullos que rompían el silencio eran las voces de los hombres que hacían la guardia y el suave ajetreo del mar.
Éste era el momento de la jornada que más le gustaba a Andrea. Normalmente se sentaba solo en una zona aislada de la cubierta de proa donde hacía sus observaciones nocturnas, escuchando el silencio de la noche; pero el día antes de llegar a las Canarias, a Tenerife, vio que le había quitado el sitio Leonor di Perestrello.
Ella había sido amable con él, pero un poco reservada desde la noche en que observaron juntos la Estrella Polar. Además, después de su conversación con fray Mauro sobre Eric, Andrea no había vuelto a buscarla. Ahora, viéndola allí, dudó por un momento, y cuando estaba a punto de darse la vuelta, ella le dijo:
—No quería robaros el sitio, señor Bianco. Es sólo que, como es nuestra última noche en alta mar, pensé que no os importaría.
—El sitio no es mío, señora —le dijo, parándose un momento para pasar por debajo de la vela. Estaban en un sitio aislado del resto del barco, que les daba una cierta intimidad.
—¿Qué es lo que veis todas las noches aquí solo?
—Lo que ven todos los que diseñamos mapas, señora. Nuevas tierras tras el horizonte, nuevas aventuras y, quizá, cosas que puedan ser de gran valor para la humanidad.
—¿Esperáis encontrar esas nuevas tierras?
—¿Quién puede decirlo? Hace mucho tiempo, cuando perdí mi libertad, tuve el privilegio de viajar hasta los confines de Oriente y ser testigo de cosas que ningún hombre blanco ha visto jamás.
—¿Qué pasaría si no fueseis libre?
—No entiendo lo que queréis decir, señora.
Se volvió hacia él para mirarlo y pudo ver que Leonor tenía lágrimas en los ojos.
—Una mujer no es libre en un mundo de hombres. Yo seguiría adelante con el Infante Enrique si tuviera el derecho de elegir, pero mi padre tiene que trabajar, así que me quedaré atrás, en las islas.
—Tienen que ser muy bonitas —señaló—. Si no fuera así no las habrían llamado Afortunadas.
—¿No os parece que las mujeres podamos desear algo más que ocuparnos de la comida y de las tareas de la casa?
—¿Y de criar niños preciosos?
Se puso rígida.
—¿No os parece que estáis siendo un poco impertinente, señor?
—No puede ser una impertinencia el sugerir que una chica preciosa llegará a tener hijos e hijas maravillosos, señora. Especialmente cuando lo mejor de la sangre de su país corre por sus venas.
Tras ellos, en la cubierta, el grumete de guardia empezó a cantar con su inevitable falta de armonía la canción que correspondía al momento de girar el reloj:
“Una vuelta que se va
una vuelta que viene,
y si Nuestro Dios quiere
aún más horas pasarán.
Roguemos a Nuestro Señor
que buena travesía nos dé;
y a Su Madre Santísima
nuestra abogada en las Alturas,
que nos proteja en las aguas
de tempestades nocturnas.”
Entonces su voz se alzó al vigía:
—¡Eh, vigía! ¡Mantened la guardia!
El centinela lanzó una maldición para demostrar que estaba despierto y vigilante, y doña Leonor se rió.
—Me hubiera gustado ser un chico —parecía que le había vuelto el buen humor—. Habría viajado como grumete y algún día llegaría a capitanear un barco.
—La gracia y la belleza que tenéis, señora, no se encuentran fácilmente en este mundo, pero la necesitamos mucho más que capitanes o cartógrafos.
La joven se encogió de hombros.
—Hombres como vos y Eric valen mucho más que ninguna mujer.
—¿Por qué lo llamáis siempre Eric y a mí señor Bianco, señora?
—Pues no sé. Eric es tan distinto del resto de mi gente…
—Y es muy afectuoso con vos; os ama profundamente.
—¿Estáis seguro de lo que… de lo que me estáis diciendo?
—Me lo dijo él mismo —pero no le aclaró que, en realidad, no se lo había dicho con estas palabras.
La joven se dio la vuelta, dirigiéndose al riel y Andrea no pudo evitar sentir como un pinchazo de dolor y celos. Estaba claro que el haberle revelado que el vikingo la amaba le había afectado mucho, y esto sólo podía significar que fray Mauro se había equivocado al decir que ella no amaba a Eric, y que lo amaba a él.
—Eric es un buen hombre —dijo Andrea—. Un buen hombre y un buen capitán. Y estoy seguro de que será un esposo excelente, señora —añadió, sintiendo que la cabeza le iba a explotar.
Lo que hizo entonces doña Leonor lo sorprendió. Se dio la vuelta y por un momento le pareció que le iba a pegar.
—Nadie os ha empleado como casamentero, señor. Os ruego que me dejáis elegir quién será mi propio marido.
—Pero, señora…
—Un hombre que me ame no necesita mandar a otro para que apoye su causa. Y en cuanto a vos, volved a Venecia, buscad a vuestra Angelita y casaos con ella, que es lo que os merecéis.
Entonces se marchó, rompiendo el silencio de la noche al cerrar la escotilla. Eric Vallarte subió a la cubierta de proa.
—¿Qué ha pasado aquí arriba? —preguntó el vikingo recelosamente—. ¿Habéis hecho algo que molestara a Leonor?
—Estaba apoyando vuestra causa, pedazo de idiota —dijo Andrea disgustado—. Nunca la he visto tan enfadada.
—¿Conmigo o con vos?
—Conmigo. Pero he aprendido una cosa. Ahora sé que os admira profundamente; de hecho, creo que está enamorada de vos.
Eric cambió de tema radicalmente.
—¿Habéis mirado al cielo últimamente?
—No. ¿Por qué?
—Por lo que parece, tardaremos en ver el pico de Tenerife más de lo previsto.
Andrea miró hacia el cielo, y lo que vio le produjo un escalofrío que lo recorrió de arriba abajo. Había notado que el cielo estaba un poco nublado cuando el sol se estaba poniendo, pero ahora esta neblina se había extendido por todas partes, y hasta amenazaba con tapar la luz de la luna. Junto a estos cambios, la marea creciente dio una bofetada al barco, y la arboladura parecía enfadarse cada vez que las velas la empujaban, presentándose así los primeros presagios del más peligroso de los compañeros de viaje de un capitán y su barco: una tempestad.
—¿Por qué no habrá podido esperarse a que llegáramos a las islas Afortunadas? —se preguntó Eric amargamente—. Ahora tendremos que recalar en plena tormenta.
—Y, ¿por qué no nos dirigimos hacia alta mar para capearla?
Eric miró hacia el cielo y después al agua.
—Sólo está empezando. Se supone que el puerto de San Sebastián debería estar protegido. Quizá podamos pasarla allí.
—Si conseguimos encontrar el fondeadero y entrar —concordó Andrea—. El curso que llevamos debería permitirnos recalar en Tenerife mañana por la mañana. Una vez allí podremos cambiar los planes, según como vaya en tierra —alzó la mirada hacia el mástil principal—, pero yo me sentiría más seguro si nos dirigiéramos hacia alta mar.
—Leonor y don Bartholomeu estarán más seguros en San Sebastián —dijo Eric—. Esto es lo más importante.
Por la mañana ya se asomaba por el horizonte el pico llameante de Tenerife, exactamente donde Andrea se lo esperaba, hacia el suroeste. El temporal que se había ido formando poco a poco durante la noche había convertido al mar en un mundo horrible de olas de espuma. El viento se estaba levantando, pero lentamente, por lo que parecía que aún estaban a tiempo de echar anclas en la isla de Gomera, donde debían quedarse don Bartholomeu y su familia.
Con el área de las velas reducida a una sola vela cuadrada en el mástil principal para mantener la nave bajo control, el Infante Enrique todavía sentía cómo el temporal lo arrastraba con fuerza. Para aquel momento el brillo de la luz del sol del día anterior ya había desaparecido por completo, y parecía que alguien había pintado el cielo con un cristalino opaco, de modo que lo único que iluminaba el mundo era una especie de reflejo amarillento, vaticinio seguro de un tiempo aún peor.
Andrea pasó todo el día con el vigía, buscando, mientras se acercaban a la isla, algún quiebre de la línea de la costa o la boca del río que formaba el puerto. Allí podrían anclar y ponerse al resguardo de los vientos que ululaban y del martilleo continuo del mar cuando el barco avanzaba bamboleándose sobre las olas, asediado por las corrientes cruzadas que lo rodeaban.