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Authors: Frank G. Slaughter

Tags: #Historico

El cartógrafo y el misterio del Al-kemal (39 page)

BOOK: El cartógrafo y el misterio del Al-kemal
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—Así que podréis establecer según el número de horas de diferencia cuántos grados hemos recorrido —exclamó Leonor—. ¿Qué otra forma más sencilla podría haber?

Andrea se rió.

—Ojalá fuera tan fácil,
madonna mia.
Alguien tiene que observar el eclipse en cada zona en concreto y determinar la hora exacta, así que la determinación de la longitud no podrá ser nunca más exacta que la de nuestro método para saber la hora, y ya habéis visto lo difícil que es girar el reloj en el momento justo.

Ella asintió con la cabeza.

—Me duelen los ojos de estar mirando fijamente los últimos granos de arena.

—Además —continuó Andrea—, hasta que no sepamos exactamente cuántas millas se recorren en quince grados de la circunferencia de la Tierra, nuestros resultados no podrán ser del todo exactos.

—Entonces, ¿para qué sirve?

—Los descubrimientos, no importa de qué campo se traten, normalmente no los realiza un hombre solo. Cada uno suele descubrir algo nuevo que se añade a lo que otros ya descubrieron, hasta que dé con la explicación exacta… si es que tiene suerte. Si yo determino el momento en que tiene lugar el eclipse aquí, en Satanazes, y el maestre Jacomé también lo determina en Villa do Infante, podremos saber cuántos grados quedan entre nosotros. Otros muchos observarán este eclipse desde otras partes del mundo, al igual que los eclipses que vendrán. Así, un día los astrónomos encontrarán dos lugares cuya distancia se pueda medir con exactitud. Entonces sabremos la distancia que hay en quince grados, y el tamaño real del mundo… y, si no nos damos prisa —añadió—, nos vamos a perder lo que hemos venido a ver.

Mientras Andrea y fray Mauro miraban atentamente alguna señal del eclipse, Leonor se encargaba de los relojes.

—Ya lo veo —dijo Andrea de repente, y unos segundos después fray Mauro confirmó su observación.

—Los relojes están a la mitad —informó Leonor—. Los dos iguales.

—Anotadlo —le ordenó Andrea. Se habían llevado a la playa el cuaderno del barco, pluma y tinta para escribir.

Escribieron otras dos anotaciones del tiempo, una cuando la sombra del eclipse cubría completamente la Luna y otra cuando terminó de pasar.

—Esto es todo lo que teníamos que hacer —dijo Andrea bastante satisfecho—. Tenemos todos los datos que necesitamos.

—Y, ¿no tenéis idea de a qué distancia estamos de Villa do Infante? —preguntó Leonor.

—Yo diría que a unas mil millas o un poco menos —le dijo—, pero es sólo una aproximación.

Leonor se quedó sin respiración.

—¡Nunca conseguiremos volver a casa! ¡Nunca!

—Con el barco como nuevo y el viento a nuestro favor hasta las Azores, volaremos como los pájaros —le aseguró—. Hemos dejado atrás todos nuestros problemas.

VI

El optimismo de Andrea parecía totalmente justificado cuando el día siguiente amaneció claro y soleado. Las preparaciones iban a buen ritmo, subiendo al barco las últimas provisiones de agua y comida. A medida que fueran usando algún barril lo volverían a llenar con agua del mar para que el barco mantuviera estable su profundidad, porque sería muy peligroso que flotara cada vez más alto conforme fuera teniendo menos lastre.

El barco estaba precioso: ancorado en la enérgica corriente del río, con la cubierta limpia, las velas listas para que las llenara la brisa y el timón nuevo a popa. Cuando pensaba en cómo habían navegado casi mil millas con el agua borboteando en el casco y las bombas funcionando sin parar, Andrea no tenía la menor duda de que podrían llegar sin problemas hasta Portugal.

Con signos y dibujos en la arena Andrea le explicó a Selvaggio que zarparían pronto, y que le gustaría que los acompañara. La herida del chico ya estaba casi curada, y aceptó ir con ellos con toda la ilusión de un muchacho ansioso por descubrir cosas nuevas. Leonor y él habían pasado todo el día recogiendo más fruta para ponerla con el resto de las provisiones. Habían decidido zarpar justo después del desayuno, antes de que empezara a hacer más calor, pero Andrea empezó a preocuparse cuando vio que ya había pasado una hora desde el mediodía y que ninguno de los dos había vuelto, así que decidió salir a buscarlos con los arqueros que normalmente lo acompañaban cuando iba a cazar.

Andrea estaba seguro de que con Selvaggio Leonor no se perdería, ya que el chico había demostrado sentirse más en casa en los bosques que él en la carabela, pero cuando vio que no había ninguna pista de ellos en toda la orilla empezó a preocuparse mucho más. No quería ni pensar en la posibilidad de que los salvajes de la tribu del chico los hubieran podido capturar, pero no podía quitárselo de la cabeza, y cuando más se preocupó fue cuando no los encontraron ni siquiera a casi un kilómetro más adentro, donde nunca habían llegado ni él ni los soldados cuando habían salido de caza. Les pidió a todos que se pararan para ver si algún ruido pudiera darles una pista de dónde estaba Leonor, pero lo único que oyeron fue el ruido de los pájaros en los árboles y del viento entre las ramas, así que decidió subirse a un roble muy alto que extendía sus ramas por encima del resto.

Al principio lo único que vio fue un mar de vegetación, pero después vio al oeste una columna de humo que se levantaba hasta el cielo. Al verlo un escalofrío lo recorrió de arriba abajo, ya que esto sólo podía significar que los indígenas de la tribu de Selvaggio habían puesto un campamento cerca de donde habían ancorado el Infante Enrique. Ni por un momento Andrea creyó que el chico hubiera podido coger a Leonor como prisionera, o que los hubiera traicionado llevándosela a su gente; pero ahora que veía que los indígenas habían puesto un campamento tan cerca de la nave, era posible que los hubieran visto mientras recogían la fruta.

—Señor Bianco —dijo uno de los soldados que estaban detrás de él—. Creo haber escuchado voces delante de nosotros. Puede que fuera doña Leonor.

Andrea se bajó rápidamente del árbol y poniéndose las manos alrededor de los labios la llamó.

—¡Leonor! ¡Leonor! ¿Me oyes?

La respuesta de la joven apenas se oyó desde algún punto de la orilla delante de ellos.

—Los salvajes la han cogido —gritó Andrea—. Seguidme por la orilla.

Los cazadores ya conocían un sendero que iba a lo largo del río y que seguramente usarían los salvajes para ir a coger crustáceos, así que lo siguieron hacia donde habían oído el grito de Leonor.

A unos cien pasos de allí vieron algo que hizo que entendieran lo que les había pasado a los dos. En una zona la maleza estaba pisoteada y había un jirón del vestido de Leonor entre los arbustos. En una parte más clara del camino estaba el cuerpo de Selvaggio, con una lanza clavada en una herida profunda de la que todavía le salía sangre.

Ya no podían hacer nada por Selvaggio, así que siguieron adelante. Andrea esperaba que Selvaggio se hubiera defendido lo suficiente como para retrasar la captura de la chica y que los soldados pudieran cogerlos. Enseguida vio otro trozo del vestido de Leonor que brillaba entre los arbustos, por lo que supo que estaban muy cerca de su presa. Un momento más tarde llegaron a una escampada entre los pinos donde la maleza no estaba tan pisoteada, y vio a un salvaje alto que arrastraba a la chica, mientras que otros dos cubrían la retaguardia.

—Ocupaos de los otros dos y derribadlos si podéis —les ordenó Andrea a los soldados que estaban detrás de él—. Yo me ocuparé del que lleva a doña Leonor.

Los arqueros pusieron una rodilla en el suelo y apoyaron en la otra sus armas para apuntar mejor. Mientras corría a través del descampado oyó el silbido de las flechas y el ruido de los pernos de las ballestas cuando dispararon. Uno de los salvajes cayó en silencio hacia adelante y el segundo se le quedó mirando sorprendido, sin entender qué había pasado con la flecha que no veía.

El otro arquero no lo alcanzó, pero ninguno de los otros salvajes de color cobre parecía dispuesto a quedarse y luchar. El que arrastraba a Leonor levantó la lanza para clavársela, como habían hecho con Selvaggio, así que Andrea le gritó para intentar desviar su atención.

Por suerte el primer arquero volvió a cargar su arma enseguida. Justo cuando la lanza del salvaje estaba a punto de atravesar el cuerpo de Leonor, el arquero disparó y el salvaje cayó desplomado sangrando a borbotones por la boca, dejando caer la lanza. Asustado por la lluvia mortal que caía del cielo, el tercer hombre salió corriendo, esquivando los árboles, así que ninguno de los dos arqueros pudo alcanzarlo y desapareció en la jungla.

Leonor se tiró a los brazos de Andrea cuando llegó hasta ella, temblando aliviada porque la habían salvado de la muerte. Con sólo mirarla se dio cuenta de que no estaba herida, salvo por un pequeño corte en el labio que le hizo el salvaje cuando la golpeó.

—¿Lo seguimos, señor? —pregunto uno de los arqueros.

—No —dijo Andrea—. Será mejor que volvamos al campamento lo antes posible. He visto el fuego de un campamento o un poblado cerca de aquí desde lo alto del árbol.

Los soldados no necesitaron que les insistiera. Leonor ya se había recuperado lo suficiente para hablar, y con la ayuda de Andrea se apresuraron a seguir el sendero hasta la orilla. Mientras volvían le contó lo que había pasado.

—Selvaggio sabía que encontraríamos muchos árboles frutales si nos adentrábamos un poco en el bosque —le dijo—. Estábamos cogiendo la fruta cuando aparecieron tres indígenas. Selvaggio discutió con ellos. Creo que les dijo que estábamos a punto de irnos, pero lo mataron de todas formas —sintió un escalofrío mientras se lo contaba—. Son como demonios.

—Quienquiera que sea que haya descubierto este lugar no se equivocó al llamarlos demonios —afirmó Andrea—. Tenemos que irnos lo antes posible de aquí.

—¿Creéis que nos atacarán?

—Seguramente. Su campamento no está muy lejos, pero conseguiremos embarcar antes de que lo hagan.

Cuando llegaron al espacio abierto donde habían ancorado la nave, la gente corrió hacia ellos al saber lo que le había pasado a Leonor y cómo había conseguido escapar de la muerte a manos de aquellos salvajes. Andrea llamó a Eric Vallarte y le contó rápidamente lo ocurrido.

—Tenemos que embarcar enseguida —dijo Eric—. La marea está creciendo, así que podremos cruzar el canal dentro de poco.

—¿De cuánto?

—Dentro de unas horas.

—Entonces, tendremos que prepararnos para defendernos —dijo Andrea—. Estoy seguro de que los indígenas han acampado muy cerca de aquí. En cuanto el que se ha escapado les diga que estamos a punto de irnos, vendrán a atacarnos y a saquear el barco.

Eric dio las órdenes para que los soldados se prepararan y se pusieran alrededor del campamento y de la orilla. Leonor y su padre, con fray Mauro, se apresuraron a subir al bote con Eric, que los llevó al Infante Enrique. Mientras tanto, Andrea se ocupó de los hombres que iban a defender el campamento, ordenándoles tomar todas las precauciones necesarias y esconderse detrás de los árboles y las maderas que encontraran mientras esperaban a que apareciera el enemigo.

Andrea esperaba que Eric se quedara en el barco y que llevara a cabo las preparaciones necesarias para la navegación, pero el vikingo volvió con el bote. Se había puesto la armadura y el casco. Llevaba una espada corta atada a la cintura, y un casco redondo en la mano izquierda.

—¿Por qué no os habéis quedado en el barco? —le preguntó Andrea—. El lugar del capitán es a bordo.

—Vos sois el único que conoce el secreto del método de navegación que nos llevará a las Azores —dijo el vikingo—. Si os matan nunca conseguiremos llegar a Portugal.

—Entonces lucharemos juntos.

Eric negó con la cabeza.

—Os iréis al barco ahora mismo. Antes de que lleguen los salvajes.

—Pero…

—Leonor tiene que salvarse a toda costa y vos sois el único que podéis llevarla con vida a casa. Yo soy el que da las órdenes aquí, ¿os acordáis?

La lógica del capitán era irrefutable. Era verdad que en un momento dado Leonor y fray Mauro podrían hacer las observaciones necesarias de la Estrella Polar para llevarlos a Portugal, pero las dificultades que entrañaba el guiar el barco hasta las Azores, a través de la inmensidad del océano, requerirían toda la habilidad de navegación de Andrea, además del Al-Kemal.

—Aún no nos han atacado —le recordó Andrea—. Podría estar con vos por lo menos hasta que empiece la batalla.

—¿Tengo que llevarlo al barco arrestado? —le preguntó Eric—, ¿u obedeceréis mis órdenes?

Andrea negó con la cabeza.

—Obedeceré, por supuesto, pero no entiendo por qué no puedo quedarme en la orilla hasta que el resto de la tripulación haya embarcado.

—Si me ocurriera algo, quedaréis a cargo del barco —le dijo Eric—. Preparaos para zarpar inmediatamente.

Entonces sonrió, y por un momento volvió a ser como el Eric de antes, el joven compañero de los días de Villa do Infante y de Lagos.

—Pero no creáis que podréis escapar con mi nave y dejarme aquí. Recordad que los vikingos nadamos muy bien y que os alcanzaría.

—Espero que ninguno de los dos se quede atrás —le dijo Andrea con toda sinceridad, tendiéndole la mano.

—Si nos da tiempo a hacer dos o tres cargamentos más —dijo Eric—, por mí se pueden llevar esta isla los demonios.

Andrea bajó a la playa y se dirigió hacia el bote, y remando con todas sus fuerzas llegó enseguida al Infante Enrique.

—Poneos de espaldas a los remos —le dijo a los cuatro soldados que iban a ir a la playa en el bote—. Cuanto antes embarquemos todos antes nos iremos.

—¿Hay alguna señal de los salvajes? —le preguntó Leonor nerviosa en cuanto saltó el riel.

—Todavía no. Eric me ha ordenado que suba a bordo. Dice que si pasa algo y sólo uno de los dos consigue zarpar con el barco, prefiere que sea yo para que pueda usar el Al-Kemal.

La joven miró hacia la playa, donde vio la figura alta de Eric Vallarte, dando zancadas hacia el fondeadero con su casco y su armadura que brillaban con la luz del sol.

—Él sabe que os amo —dijo amablemente—, pero me ama tanto que sólo quiere mi felicidad.

—Entonces, rogad para que los salvajes no ataquen. Sólo tenemos que esperar una hora y podremos estar todos a bordo preparados para irnos de aquí.

Todo estaba listo para zarpar, como vio Andrea cuando inspeccionó los preparativos que había hecho Eric. Una única ancla mantenía el Infante Enrique en el río, con la proa apuntando hacia el canal que los llevaría a mar abierto. En caso de urgencia siempre se podría cortar la cuerda e izar las velas en un minuto. Ocupado como estaba en comprobar que todo estuviera dispuesto, no vio lo que estaba pasando en orilla hasta que doña Leonor gritó para avisarle.

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