El caso de Charles Dexter Ward (15 page)

BOOK: El caso de Charles Dexter Ward
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Tales fueron los cabos y fragmentos de información que lograron reunir por aquí y por allá el señor Ward y el doctor Willett. Basándose en ellos mantuvieron serias y prolongadas conferencias en que se esforzaron ambos por ejercitar al máximo sus dotes de deducción, inducción e inventiva y trataron de relacionar todos los hechos conocidos de la vida del joven, incluida la angustiosa carta que el médico se había decidido a mostrar al fin, con la escasa documentación de que disponían acerca de Joseph Curwen. Habrían dado cualquier cosa por poder echar una ojeada a los documentos que Charles había encontrado, pues era evidente que la clave de la locura del joven radicaba en lo que éste había descubierto acerca del siniestro mago y sus actividades.

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Y, sin embargo, el siguiente acontecimiento decisivo en aquel caso tan singular no sobrevino como consecuencia de ninguna medida adoptada ni por el señor Ward ni por el médico. Uno y otro, desconcertados y confundidos por una sombra demasiado informe e intangible para poder combatirla, habían permanecido con los brazos cruzados, como quien dice, mientras las notas mecanografiadas que el joven Ward seguía dirigiendo a sus padres, se hacían cada vez más espaciadas. Pero llegó el día primero de mes, con sus acostumbrados ajustes financieros, y los empleados de ciertos bancos comenzaron a menear la cabeza extrañados y a telefonearse unos a otros. Varios de ellos, que conocían a Charles Ward sólo de vista, se presentaron en el
bungalow
para preguntarle por qué todos los cheques que habían recibido de él recientemente presentaban una burda falsificación de su firma, a lo que Ward respondió que durante las últimas semanas su mano se había visto tan afectada por un
shock
nervioso que le resultaba imposible seguir escribiendo normalmente, argumento que no logró tranquilizar a sus interlocutores tanto como él hubiera deseado. Dijo también poder demostrar la verdad de su afirmación por el hecho de que se había visto obligado a mecanografiar todas las cartas, incluso las que dirigía a sus padres, como estos podrían confirmar.

Lo que sorprendió e intrigó a los visitantes no fue aquella explicación, que ni carecía de precedente ni resultaba especialmente sospechosa, ni tampoco las habladurías que corrían por Pawtuxet y cuyos ecos habían llegado a sus oídos. Lo que llamó su atención fue que el confuso razonamiento del joven revelaba un olvido total de importantes transacciones financieras de las que se había ocupado en persona hacía sólo un par de meses. Algo muy raro había en todo aquello, ya que a pesar de la aparente coherencia de sus palabras existía un mal disfrazado desconocimiento de detalles de vital importancia. Por otra parte, aunque ninguno de aquellos hombres conocía a Ward íntimamente, no pudieron dejar de observar el cambio que se había operado en su lenguaje y en sus modales. Habían oído comentar su afición a la historia, pero jamás habían visto a un erudito de esa clase utilizar el habla y los gestos correspondientes a una época pretérita. Aquella combinación de ronquera, parálisis parcial de las manos, pérdida de memoria y alteración de la conducta y del habla, sólo podía significar que el joven estaba enfermo de gravedad y, en consecuencia, decidieron que se imponía conferenciar urgentemente con el padre del infortunado joven.

El 6 de marzo de 1928 se celebró una seria y prolongada reunión en la oficina del señor Ward, después de la cual éste acudió desolado a consultar al doctor Willett. Examinó el médico las extrañas firmas de los cheques y las comparó mentalmente con la caligrafía de la última carta que había recibido de Charles. Desde luego el cambio era radical y profundo aunque en la nueva escritura no dejaba de haber algo siniestramente familiar. Los rasgos tenían una clara tendencia arcaizante y eran completamente distintos a los que el joven había utilizado siempre. Pero lo más curioso del caso era que el doctor Willett tenía la sensación de haberlos visto anteriormente. En conjunto, era evidente que Charles estaba loco y, puesto que no se hallaba en condiciones ni de administrar su fortuna ni de mantener un trato normal con el resto de la sociedad, debía tomarse rápidamente alguna medida para su internamiento y posible curación. Fue entonces cuando se llamó a consulta a los alienistas Peck y Waite, de Providence, y Lyman, de Boston. El señor Ward y el doctor Willett les informaron exhaustivamente del caso y juntos examinaron todos los libros y documentos que el joven había dejado en su biblioteca a fin de averiguar cuáles eran los que se había llevado y deducir de ello cómo había evolucionado su pensamiento. Después de revisarlo todo cuidadosamente y de analizar la carta que el joven había escrito al doctor Willett, convinieron los alienistas en que los estudios de Charles Ward habían sido de una naturaleza capaz de trastornar a cualquier intelecto normal. Habrían querido examinar los volúmenes y documentos que tenía entonces el joven en su posesión, pero sabían que eso sólo podrían conseguirlo tras una terrible escena y ni así estaban seguros de poder lograrlo. Willett se entregó al estudio del caso con febril energía. Fue entonces cuando obtuvo la declaración de los obreros que habían presenciado el hallazgo de los documentos tras el retrato de Curwen y cuando averiguó el verdadero significado de la mutilación de los periódicos llevada a cabo por el joven, pues acudió a los archivos del
Journal
y allí pudo averiguar cuál era el contenido de los artículos en cuestión.

El jueves ocho de marzo, los doctores Willett, Peck, Lyman y Waite acompañados por el señor Ward, visitaron al joven sin ocultarle el propósito de su visita y sometieron al que ya consideraban su paciente a un minucioso interrogatorio. Charles, a pesar de que tardó bastante tiempo en acudir a su presencia y cuando lo hizo llegó con las ropas impregnadas por los fétidos olores de su laboratorio, no se mostró recalcitrante en modo alguno. Admitió sin reservas que su memoria y su equilibrio nervioso se habían visto afectados por su apasionada dedicación a estudios muy complejos. No ofreció resistencia cuando los visitantes insistieron en que debía cambiar de alojamiento y, aparte de la pérdida de la memoria, manifestó un alto grado de inteligencia. Su comportamiento hubiera engañado por completo a los alienistas de no haber sido por la tendencia arcaizante de su lenguaje y por el hecho de que las ideas antiguas habían sustituido en su cerebro a las modernas, lo cual indicaba sin lugar a dudas una flagrante anormalidad mental. De su trabajo no dijo más que lo que había dicho anteriormente a su familia y al doctor Willett, y en cuanto a la extraña carta que había escrito hacía un mes, la atribuyó a los nervios y a la histeria. Insistió en que no había en su sombrío
bungalow
más laboratorio ni biblioteca que los visibles y se negó a explicar la ausencia en la casa de los olores que permeaban su ropa. Las murmuraciones del vecindario las atribuyó a la imaginación colectiva impulsada por una curiosidad frustrada. En cuanto al paradero del doctor Allen, dijo no tener libertad para afirmar nada concreto, pero aseguró a sus visitantes que el barbudo extranjero de gafas oscuras regresaría cuando fuera necesario. Al despedir al estólido mulato, el cual resistió sin parpadear el interrogatorio a que le sometieron los visitantes, y al cerrar el
bungalow
que parecía albergar oscuros secretos, Ward no manifestó el menor nerviosismo aparte de una tendencia apenas perceptible a detenerse a escuchar, como si tratara de percibir algún sonido muy débil. Le animaba al parecer una tranquila resignación filosófica, como si juzgara aquel traslado un incidente sin importancia decisiva. Era evidente que confiaba en salir con bien de la prueba a que iba a ser sometido. Se decidió no informar a su madre de lo ocurrido; el señor Ward seguiría enviándole notas mecanografiadas en nombre de su hijo. Ward ingresó en la apacible clínica particular del doctor Waite, situada en un pintoresco lugar de la isla de Conanicut, en plena bahía, donde fue sometido a rigurosa observación y fue interrogado por todos los médicos relacionados con el caso. Fue entonces cuando se descubrieron las anomalías físicas que presentaba: la lentitud de su metabolismo, la curiosa estructura molecular de su epidermis y la desproporción de sus reacciones nerviosas. El doctor Willett fue el más desconcertado de todos los que le examinaron, ya que por haber asistido a Ward desde que éste viniera al mundo podía apreciar mejor que sus colegas el alcance de aquel proceso de alteración física. Incluso la marca de nacimiento que tuviera siempre en la cadera había desaparecido, al mismo tiempo que se había formado en su pecho una especie de verruga o mancha alargada negra que llevó a Willett a preguntarse si habría asistido el joven a alguna de aquellas ceremonias que, según se decía, celebraban las brujas en parajes agrestes y solitarios y en las cuales se marcaba a los asistentes. A la mente del doctor acudió inevitablemente el recuerdo de cierto fragmento de la transcripción de un juicio celebrado en Salem, fragmento que Charles le había mostrado en la época anterior a su demencia y que decía: «El señor G. B. impuso aquella noche la Marca del Diablo a Bridget S., Jonathan A., Simon O., Deliverance W., Joseph C., Susan P., Mehitable C. y Deborah B.» También el rostro de Charles le inquietaba horriblemente hasta que por fin descubrió la causa de aquella impresión. Sobre el ojo derecho del joven había una marca que hasta entonces nunca había visto allí: una pequeña cicatriz exactamente igual a la que viera un día en el retrato de Joseph Curwen y que quizá fuera resultado de alguna espantosa inoculación ritualista a la cual se hubieran sometido ambos en una etapa determinada de sus investigaciones en el campo del ocultismo.

Mientras Willett intrigaba de esta forma a todos los médicos del hospital, se seguía manteniendo una estrecha vigilancia sobre la correspondencia dirigida al paciente o al doctor Allen, correspondencia que se entregaba religiosamente al señor Ward. Willett había predicho que aquella vigilancia resultaría inútil, porque lo más probable era que cualquier información vital que alguien quisiera transmitir a cualquiera de los dos habría de llegar por medio de un mensajero, pero lo cierto es que a finales de marzo llegó una carta de Praga dirigida al doctor Allen que dio mucho que pensar al doctor y al padre de Charles. La caligrafía era muy arcaica, y aunque evidentemente la misiva no había sido escrita por un extranjero, no estaba tampoco redactada en inglés moderno. Decía:

Kleinstrasse, 11

Alstadt, Praga

11, febrero de 1928

Hermano en Almousin-Metraron:

En este día recibo noticia de lo que se elevó de las Sales que envié a su merced. No era ése el resultado que esperaba. de lo cual se deduce que las lápidas habían sido cambiadas cuando Barnabus envió el Espécimen. Ocurre esto a menudo, como sabrá su merced por lo ocurrido con lo hallado en la Capilla Real en 1769 y en el Cementerio Viejo en 1690. Cosa muy semejante ocurrióme en Egipto 75 años ha, de lo cual me vino la cicatriz que viera el Muchacho en 1924. Encarezco de nuevo a su merced lo que le aconsejé tiempo ha, que ejercite gran cautela y no llame a su presencia, ni a partir de las Sales ni de más allá de las Esferas, a nadie que no pueda hacer desaparecer. Tenga siempre su merced preparada la Invocación necesaria para ello y nunca confíe hasta estar bien seguro de Quién ha requerido a su presencia. Cambiadas suelen estar las lápidas en nueve de cada diez tumbas y conveniente es desconfiar hasta que se ha empezado a interrogar. Igualmente en el día de hoy recibí noticia de H. quien se ha visto en grandes dificultades con los soldados. Laméntase de que Transilvania haya pasado a manos de Rumania y trasladaríase a otro lugar si no abundara tanto su Castillo en lo que ya sabemos. No tardará en recibir noticias suyas. Envío a su merced algo encontrado en una Tumba de Oriente y que habrá de complacerle en gran manera, y reitero mi deseo de disponer de B. F. si puede procurármelo. Conoce a G. en Filadelfia mejor que yo. Utilícelo primero si así lo desea, pero no hasta tal punto que provoque su enojo, pues finalmente, habré de interrogarle yo también.

Yog-Sothoth Neblod Zin

Simon O.

J. C.

Providence

El señor Ward y el doctor Willett quedaron profundamente desconcertados ante la increíble muestra de locura que constituía aquella carta. Sólo por grados consiguieron asimilar su posible significado. ¿De modo que había sido el doctor Allen y no Charles el cerebro dominante en Pawtuxet? Eso podría explicar la angustiada referencia a Allen en la última carta que escribiera el joven. Pero, ¿qué pensar en cuanto al hecho de que la carta fuera dirigida a J. C.? Sólo cabía hacer una deducción, pero hasta las monstruosidades tienen un límite. ¿Quién sería Simon O.? ¿El anciano a quien Charles había visitado en Praga cuatro años antes? Tal vez, pero evidentemente había existido siglos antes otro Simon O., Simon Orne, por otro nombre Jedediah de Salem, desaparecido en 1771 y
cuya peculiar caligrafía acababa de reconocer en la misiva el doctor Willett gracias a las copias de las fórmulas de Orne que Charles le había mostrado en cierta ocasión
. ¿Qué horrores y misterios, qué contradicciones y violaciones de las leyes de la naturaleza habían vuelto después de siglo y medio a turbar la paz de la antigua Providence dormida entre torres y chapiteles?

El padre y el anciano médico, sin saber qué hacer ni qué pensar, fueron a visitar a Charles al hospital y le interrogaron con la mayor delicadeza posible acerca del doctor Allen, de su viaje a Praga y de lo que sabía sobre Simon o Jedediah Orne, de Salem. El joven respondió cortésmente a todas sus preguntas sin comprometerse, limitándose a decir con un ronco susurro que había descubierto que el doctor Allen poseía extraordinarias dotes para ponerse en contacto con los espíritus del pasado y que suponía que quienquiera que fuese su corresponsal de Praga debía poseer las mismas dotes. Al salir de la clínica, el doctor Willett y el señor Ward cayeron en la cuenta de que los interrogados había sido ellos en realidad, ya que sin revelar nada especial acerca de sí mismo, el joven les había sonsacado hábilmente acerca del contenido de la carta procedente de Praga.

Los doctores Peck, Waite y Lyman por su parte se mostraron muy poco inclinados a conceder importancia a la extraña correspondencia que mantenía el compañero del joven Ward. Sabían de la tendencia propia de excéntricos y monomaníacos a relacionarse entre sí y creyeron sencillamente que Charles o Allen habían trabado amistad con algún loco expatriado, un individuo que probablemente había tenido ocasión de ver la caligrafía de Orne y la imitaba con el fin de hacerse pasar por reencarnación de aquel misterioso personaje. Quizá el doctor Allen fuera un caso similar y hubiera logrado convencer al joven de que se había reencarnado en él el espíritu de su antepasado Joseph Curwen. No era la primera vez que ocurrían cosas semejantes y, basándose en esos antecedentes, descartaron los testarudos doctores la creciente inquietud del doctor Willett con respecto a la escritura de su paciente, pues creía el buen médico haber hallado al fin la explicación de la extraña familiaridad que encontraba en aquella escritura y que no se debía a otra cosa que a la semejanza que guardaba con la caligrafía del propio Curwen. Consideraron los alienistas aquella semejanza como propia de una fase imitativa característica del tipo de manía que padecía el joven, y se negaron a concederle importancia, ni en sentido positivo ni afirmativo. Ante la prosaica actitud de sus colegas, Willett aconsejó al señor Ward que no les mostrara la carta que llegó de Rakus, Transilvania, el día 2 de abril, dirigida al doctor Allen, y que mostraba una caligrafía tan semejante a la del volumen en clave de Hutchinson que el padre y el médico se detuvieron unos instantes, espantados, antes de abrir el sobre. Decía la carta:

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