El caso de la joven alocada (44 page)

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Authors: Michael Burt

Tags: #Policiaca

BOOK: El caso de la joven alocada
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—Pero usted no puede saberlo, mi querido muchacho —censuró el sacerdote suavemente.

¡Dios mío! ¡Si no he oído nada menos razonable en mi vida! De acuerdo a los principios que acaba usted de enunciar, es incapaz, o de todas maneras poco dispuesto, a creer en nada que no haya visto con sus propios ojos. Una posición muy razonable y que tiene muchos precedentes famosos en la historia. Santo Tomás, el apóstol, es el primero que recuerdo. Usted no ha visto Australia, ergo, no hay tal lugar. Usted no ha visto al Diablo, ergo… —Un evidente encogimiento de hombros completó el argumento.

¡Pobre Browning! Pero el Comisario Principal vino en su auxilio.

—Eso no sirve como paralelo, Padre. Resulta, desafortunadamente para su argumento, que yo estuve en Australia y por consiguiente estoy en situación de asegurarle a Browning que ese lugar existe.

El ladre Prior suspiró.

—Y desafortunadamente para su argumento, mi querido Comisario —replicó cortésmente—, ocurre que yo vi al Diablo, y estoy por consiguiente en situación de asegurar que existe. —Sus labios se fruncieron en mueca divertida, y había un destello en sus ojos, mientras observaba las distintas expresiones de los que rodeaban la mesa, ante su aseveración—. ¿Qué tienen ustedes que objetar? —inquirió el Padre después de una significativa pausa.

15

—F
UE HACE
mucho tiempo —dijo el Padre Prior reminiscentemente—, y era yo un cura joven en ese entonces. No, no estaba ni borracho, ni delirando, ni sufría por exceso de ayunos, ni mortificaciones. De todos modos, el hecho y sus circunstancias no vienen al caso. Mi único propósito al mencionar el incidente fue demostrar que en esta vida no llegaremos lejos si confiamos solamente en las pruebas concluyentes que nos brindan nuestros sentidos. Que cada uno analice la cultura que haya almacenado durante su vida y verá que obtuvo la mayor parte en libros o por lo menos en la experiencia relatada de otros hombres. Si excluimos de nuestro conocimiento estrictamente todo lo que nos cuentan, toda tradición, toda información de segunda mano, seremos caprichosos y extravagantes si se nos compara con nuestros vecinos normales. Nosotros, los que estamos ahora en esta habitación no podemos saber por testimonio propio que la reina Victoria llegó al trono en 1837, y menos aún que existió una persona llamada Cayo Julio César. Sin embargo sabemos estas cosas. Es raro, ¿verdad? Pensad en ello. Digo que sabemos estas cosas y miles más de igual origen, referentes a historia, geografía, ciencia o cualquiera otra rama del saber, simplemente a través de segunda, tercera o centésima mano, y aceptamos tales hechos sin dudarlos por la importancia del testimonio y la fe que merece el testigo. Muy bien, entonces. Apliquemos el mismo razonamiento al asunto que se discute, y veremos cómo no importa en absoluto el que vosotros o yo hayamos encontrado al Diablo. Lo importante es que el testimonio es lo bastante serio para que podamos creerlo. Yo digo que lo es, pero no discutamos eso ahora. Además, creo que la solución del problema que nos concierne no necesita que nadie crea en la verdadera existencia del Diablo. Es suficiente que se crea en la existencia del culto del Demonio, vale decir, que es suficiente con que creáis que a través de la historia de la Iglesia ha habido una minoría de hombres y mujeres tan pervertidos que tuvieron la osadía de destronar al buen Dios del lugar que debía ocupar en sus corazones, y sustituir por ritos obscenos y blasfemos en adoración del malvado los puros y santos con que se adora al benigno Creador. Temo que estoy hablando demasiado —dijo el Padre Prior, dándose cuenta de su elocuencia.

—¡De ninguna manera, de ninguna manera! —ladró roncamente el viejo Jayne—. Resulta sumamente interesante todo esto, aunque admito que nunca lo consideré seriamente. No obstante, comprendo lo que quiere usted decir. Podemos no creer en el Diablo, pero usted nos pide que aceptemos el hecho de que pueda haber quien cree y quien celebre con ese motivo «misas negras», aquelarres y todas esas pamplinas.

El Padre Prior tosió delicadamente.

—Ésa es la creencia general —admitió—, pero temo que cometamos un error si desechamos los ritos del satanismo por considerados pamplinas. Comprendo que para la presente generación el satanismo representa algo así como una ópera cómica, que no atrae ni a la gente de mediana inteligencia; pero les pido que me crean si les digo que este concepto es del todo equivocado. Se origina, en parte, por un total descuido de la religión, y en parte porque las convenciones modernas hacen necesario correr un velo sobre los errores y abominaciones del ritual satanista. No hay nada de gracioso ni de divertido, ni de agradablemente malo en él, amigos míos. ¡Es sucio, malvado, horrible, maligno, espectral, abominable, en una palabra, demoníaco! Nadie habló.

—Acabo de usar dos adjetivos muy comunes para describir los ritos del culto del Diablo: obscenos y blasfemos —prosiguió el Padre Prior—. Todos ustedes conocen el significado de estas palabras y sólo necesito agregar que las usé adrede y con su significado literal. La blasfemia y la obscenidad son las dos características sobresalientes del satanismo, ambas llevadas a un extremo nunca soñado por la generalidad de los mortales decentes. De las dos, la blasfemia debe considerarse como la más condenable, pues va dirigida a insultar y a desafiar al buen Dios y a profanar su Santa Religión y sus Sacerdotes. Sin embargo, creo que en la presente ocasión no es menester profundizar demasiado. Me parece, después de lo que me dijo Mr. Thrupp que nos interesa en especial el otro aspecto del satanismo, que podemos resumir bajo el título general de obscenidad.

Hizo una pausa y un silencio tenso invadió la habitación.

—En esta época irreligiosa, a la gente no le interesa la blasfemia —continuó—. A menos que uno crea en Dios, no puede encontrar diversión en burlarse de Él o insultarle, y se desprende que el aumento del agnosticismo y de la indiferencia va acompañado de una correspondiente distracción de lo que yo llamaría «blasfemia aplicada», esto es, la perpetración de actos de profanación deliberados y calculados tales como la llamada «misa negra». Desgraciadamente, no puede decirse lo mismo de la obscenidad. La obscenidad es la indulgencia de los sentidos, la depravación y la intemperancia. Siempre han de encontrar nutrida clientela en este mundo, pues el hombre es una criatura pecadora y las tentaciones de la carne siempre lo acechan. Lo que quiero demostrar es que mientras la obscenidad puede florecer independientemente de la blasfemia, las formas más avanzadas de la obscenidad fueron siempre consideradas como ingredientes más o menos esenciales de las mayores blasfemias, hecho que no dejaron de aprovechar el Diablo y sus discípulos humanos. Como digo, pocos son los seres humanos que llegan a participar en actos deliberados de blasfemia contra Dios. Los individuos religiosos morirían antes que hacer semejante cosa, y los demás… bueno, como no están seguros de la existencia de Dios no sacarían ningún provecho con profanarlo… Perderían el tiempo, sin ventaja alguna. Por otro lado, la oportunidad de participar en orgías de libertinaje sin freno atrae a algunos temperamentos a los que no tentaría la blasfemia en sí. Para expresarlo en otros términos, el satanismo activo, el culto activo del Mal, es sólo posible en hombres y mujeres que han alcanzado el grado máximo de corrupción moral, y el Diablo sabe muy bien que el modo más fácil y seguro de corromper a la gente es dándole oportunidad de satisfacer sus pasiones más bajas, haciéndole promesas más y más tentadoras de nuevos goces, hasta que se hunden siempre más en el marasmo de la corrupción.

El Padre Prior hizo una nueva pausa.

—Esto se parece mucho a un sermón —dijo sonriendo—, pero en verdad no ha sido esa mi intención. Sólo estoy tratando de hacer lo que me pidió Thrupp antes de la reunión, es decir, tratar de convencerlos de que no hay nada de improbable ni de especialmente nuevo en la existencia de un club secreto o círculo que, aunque ostensiblemente organizado con el propósito de proveer oportunidades a los inmorales para juntarse o mezclarse con otros de su calaña, tiene como objeto primordial la corrupción total de sus socios más promisorios, y su conversión primero y su iniciación después en el sucio y oscuro culto de la adoración de Satanás. La idea es todo lo contrario. Círculos semejantes han existido desde los tiempos más remotos, y supongo que mientras la naturaleza humana permanezca débil y sensual y el Diablo retenga el poder de corromper a la humanidad, existirán siempre y prosperarán en secreto. Oímos hablar de estas sociedades a través de toda la historia, desde las llamadas «abominaciones» del Antiguo Testamento, hasta nuestros días. Los que estudiaron el satanismo han insistido siempre en que el asunto no era sólo histórico sino también contemporáneo y la gente se ha reído de ellos, simplemente porque (como nuestro buen amigo el Inspector Browning) el público es reacio a creer en lo que no puede ver. Que pueda existir un círculo semejante en el Londres del siglo XX es algo que encuentro penoso y repugnante, pero no sorprendente. Más aún, me sorprendería que fuese éste el único existente.

Con una pequeña inclinación de cabeza al Comisario Principal y a Thrupp el Padre Párroco dejó de hablar y examinó atentamente sus uñas. Un silencio invadió la habitación y nadie parecía dispuesto a romperlo.

16

E
L COMANDANTE
Jayne habló por fin.

—Aclaremos bien todo de una vez por todas —dijo aparentando más tranquilidad que la que sentía—. Es un asunto serio y no creo que sea éste el momento para andar con parábolas y con acertijos. Creo entender, Thrupp, por qué ha elegido este rodeo para exponer su punto de vista, pero ha llegado el momento de que hablemos claramente y demos la cara a los hechos.

Voy a hacer una pregunta directa, Thrupp:

—¿Debo acaso entender por lo que usted y el Padre han dicho, que esta joven, Bryony Hurst, pertenecía a alguna clase de club dedicado al culto del Diablo y que el crimen tiene relación directa con ese hecho?

—A grandes rasgos, señor, eso es lo que sostengo —dijo Thrupp.

—¿Qué quiere usted decir por «a grandes rasgos»? —preguntó el Comisario Principal de manera chabacana—. ¡Al diablo, hombre! Que no quiero que hable usted a grandes rasgos; quiero que lo haga usted detalladamente, con agudeza y al grano.

—Dije «a grandes rasgos», señor, porque pudo usted tener una impresión completamente errónea si yo hubiera contestado simplemente «sí» a su pregunta. Hecha como usted la hizo, no daba lugar a una respuesta directa de sí o no.

—¡Vamos, vamos, hombre¡ No busque usted pelos al asunto.

—Muy lejos de mi intención, señor. Déjeme explicarle y permítame modificar los términos de su pregunta y decir exactamente lo que opino. Primero, tenemos toda clase de razones para creer que en Londres existe un club o círculo igual a los que mencionó el Padre Prior. Además creemos que este círculo no es en realidad una simple sociedad, sino dos círculos concéntricos, uno dentro del otro. El círculo exterior aparece como un club secreto, patrocinado por cierta gente joven de la sociedad que encuentra los entretenimientos ordinarios de la
West End
demasiado aburridos y respetables para sus gustos, y que puede, formando parte del club, gozar de las emociones y sensaciones que desea, Pero que no le están permitidas por la ley o por las convenciones. Ya saben a qué me refiero…

—¡Sí, sí, sí, sí! No necesita entrar en detalles.

El comisario Principal dirigía miradas significativas a Barbary y al padre Párroco, quienes en verdad, estaban mucho más serenos que los demás.

—Este club —continuó Thrupp— se llama Naxos Club y se reúne en una gran habitación en la casa de Xantippe Gnox, una poetisa en
Shepherd Market
. Difiere del corriente club «dudoso» en que sostiene ser una recreación de los antiguos «misterios dionisíacos» que se practicaron en la isla de Naxos, ideado no sólo para diferenciarlo de otros establecimientos similares y como excusa para hacerlo muy exclusivo y sumamente caro, sino también para ofrecer una novedad y escenarios más llamativos para lo que, en sitios más comunes, resultaría repugnantemente crudo y plebeyo a las mentes fastidiosas de su distinguida clientela. Una atmósfera pseudomística, una ceremonia elaborada de iniciación, un coro de hermosas sacerdotisas, y un ritual planeado con sensualidad. Todo esto, y algo más produce un sabor excitante e inédito, a los procedimientos, pero sirve también, por así decir, como excusa o pretexto para ellos. Actos que podrían estigmatizarse como «prohibidos» a sangre fría, toman nuevo significado y atractivo cuando se los presenta como parte de un ritual que celebran los iniciados de un club secreto con trajes y escenarios de fantasía: Vestiduras, incienso, luces, gestos, movimientos rituales y postraciones. Espero que el Padre Prior no me interprete mal cuando diga que las Iglesias cristianas más antiguas no han dejado de reconocer que tales cosas obran sobre los sentidos de los adoradores, ni cuando diga que el ritualismo era muy antiguo cuando la Iglesia católica era aún muy nueva.

El Padre sacudió la cabeza en silencio.

—Muy bien, entonces —prosiguió Thrupp—. Para abreviar una larga historia, esta emprendedora joven que se hace llamar Xantippe Gnox estableció en Londres algo así como un templo griego sofisticado donde iniciados cuidadosamente seleccionados (se me ocurre elegidos de acuerdo a los balances de sus bancos y de su temperamento) podían satisfacer su sensualidad bajo el pretexto atrayente de actualizar el antiguo ritual de los misterios de Naxos. Y ahora, volviendo a la última pregunta del Comisario Principal, puedo contestarle diciendo que Bryony Hurst era, con seguridad, socia de este Naxos Club. Pero es sumamente importante que conozcamos a esta desventurada muchacha en su verdadera personalidad. No daría resultado tratar de justificada, pero tampoco se trata de condenarla indebidamente. Creo, que no era peor que muchas de las jóvenes de su clase, pero era, ciertamente, una descocada. Como ya le dije vez pasada, yo tuve un contacto intermitente con ella, y debo admitir que el hecho de pasar el fin de semana con un hombre le resultaba tan natural como una partida de golf a vosotros o a mí. De todas maneras, nunca hubo en su conducta (salvo lo que pueda haber ocurrido en ese Club) nada que motivara mi intervención.

Éste es aún un país más o menos libre, y si una muchacha elige ese camino, no es misión de la policía el evitarlo. Además, acertadamente o no, siempre tuve la impresión de que aunque la moral de Bryony Hurst dejaba mucho que desear no había en ella mal verdadero. Es decir, no era viciosa en el verdadero sentido de la palabra. Era casquivana pero siempre creí que eso era en ella algo natural, instintivo y que hacía lo que hacía, sencillamente porque le resultaba divertido. Cualquiera haya sido su conducta no creo que fuera una pervertida. Puede haberse comportado como tal pero me parece que el fondo estaba todavía sano e incorrupto… Barbary, usted es la única persona, aparte de mí, que la trató de cerca. ¿Qué opina?

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