El caso de la joven alocada (6 page)

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Authors: Michael Burt

Tags: #Policiaca

BOOK: El caso de la joven alocada
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—En efecto. Y, por supuesto, es evidente que si usted pudiera confiarme algunos detalles podríamos aprovechar esta semana, no solamente para ponerla en salvo, sino para llevar la guerra al campo enemigo y sacar allí los colmillos, si puedo usar una metáfora. Pero hagamos una cosa a la vez, como dice usted. Y, hablando de colmillos, ya es hora de que tomemos algo. ¿Tiene usted reloj?

Dio un suspiro, hizo una mueca y seleccionó un objeto pequeño, aplastado, en marroquinería, de entre una serie de cosas que había sacado del bolso. Ya lo había observado antes, y me había intrigado. Bryony oprimió un resorte oculto y la tapa se alzó, revelando un diminuto reloj de oro con manos de platino.

—Burlington Arcade —murmuró, contestando mi silenciosa pregunta—; veintisiete guineas; lo recuerdo… ¡Demonio! ¡Es la una y veinte, Roger! Y ahora que recuerda el asunto, tengo un doloroso vacío…

—Lo mismo digo. Tomé el desayuno a las ocho y media.

—¡Dichoso de usted! Yo no tomé ninguno.

—¿Cómo fue eso? ¿Otro mareo?

—No… Cosa curiosa: anoche me fui a la cama apenas pasadas las diez, muy sobria. Salí esta mañana entre las cuatro y las cinco, y no me detuve para desayunar.

—¿Por qué? —dije mirándola ceñudo.

—Tenía miedo de que me siguieran, si salía a una hora normal —dijo—. Me han estado acechando, Roger, pero tenía motivos para creer que me descuidarían desde que me fui a la cama hasta después del desayuno. Y como no quería que nadie supiera que venía a encontrarme con usted (ya que ellos es probable que no supondrían que usted estaba vinculado conmigo en alguna forma), pensé que sería mejor levantarme tempranito y deslizarme mientras la costa estuviera libre. Fui con el coche a Portsmouth y volví antes de venir aquí, justamente para matar el tiempo.

—Y no pensó usted en desayunarse…

—Y no pensé en desayunarme. Esto le dará una idea de cómo tenía la cabeza estos días.

14

D
E REPENTE
, me di cuenta que el problema de la comida era urgente espinoso. Yo había pensado, en ausencia de mi prima Barbary, almorzar en
Green Maiden
, en Merrington, donde atienden muy bien a un precio muy razonable. Pero, en vista de que había que mantener el secreto, no quería dejarme ver allí en compañía de Bryony. Por otra parte, parecía un poco dudoso que los humildes recursos de
The King of Sussex
pudieran extenderse para darnos de comer. Sin embargo, recordé que todo posadero, por ley, debe estar preparado para servir, por lo menos, pan y queso.

Dejé a Bryony en la sala mientras fui a consultar a Bill Thrush. Lo encontré solo, limpiando vasos detrás del mostrador. El resto se había vuelto a sus domicilios en busca de comida. Y cuando le di a conocer mi problema, comprobé con satisfacción que habíamos tenido suerte, pues me dijo que pasados algunos minutos, a la una y media, estaría su propio almuerzo de los domingos: cordero asado y pastel de ruibarbo; y que si la «señora» y yo queríamos molestarnos en participar de su comida, casera pero sabrosa, estaría encantado de que su hija nos sirviera en la sala.

Estábamos precisamente discutiendo el asunto en detalle cuando llegó a mis oídos el zumbido de un poderoso automóvil que se detenía cerca de la taberna. A través de la ventana, vi que era el mismo modelo escarlata que me había pasado mientras yo pedaleaba desde Merrington hacia aquí. El automóvil se detuvo, y se abrió su puerta de par en par y salió de él el mismo joven amarillento y con verrugas. Se dirigió al bar.

Por alguna razón indefinible, su llegada me desagradó; es más, me molestó. Naturalmente, nada tenía yo contra este hombre, excepto que me había hecho un ademán injurioso poco antes, mientras yo sudaba y mi máquina rechinaba a lo largo de ese abrasador camino. Pero ahora, viéndolo de nuevo y más de cerca, me encontré con que todo él me desagradaba, su aspecto y sus maneras. Razonablemente, no lo podía censurar por sus verrugas ni por su color, pero mi estado de ánimo no estaba muy razonable. Me desagradaban en general y en particular, su rostro redondo y atildado, su nariz sorprendentemente puntiaguda, y sus ojos castaños, uno de los cuales estaba afectado de una ligera pero desconcertante desviación. A simple vista le noté una dura epidermis y una gran disposición al espionaje; y, por gran número de razones, no deseaba que me descubriera precisamente entonces.

Para colmo de mi fastidio, el individuo me saludó casi como a un antiguo camarada, presumiblemente, a causa de nuestro momentáneo encuentro en el camino.

—¡Ajá! ¿Así que por fin llegó usted aquí? –exclamó con voz de barítono excesivamente cordial—. Creí reconocer afuera la vieja bicicleta. Debe ser un trabajo serio ese de estar pedaleando en un día como hoy.

Levanté las cejas, me atusé la barba y lo miré fríamente, inquisitivo, aunque no con excesiva arrogancia.

—¿Que si llegué aquí? —repetí vagamente—. Lo siento mucho, pero no sé qué quiere usted decir. ¿He tenido alguna vez el placer de…?

—¡Perdón! —me interrumpió con un ademán suplicante de la mano—. Tiene usted razón, señor: no nos conocemos, y dudo que usted recuerde haberme visto antes. En resumidas cuentas, nos estuvimos pasando el uno al otro en el camino entre este lugar y Merrington hará una hora o dos. Pero, justamente, como yo recuerdo su fisonomía, no hay razón para suponer que usted no haya observado la mía.

Me encogí de hombros, y sonreí en forma ligeramente más amistosa. Después de todo, no tenía por qué oponerme a él tan tenazmente.

—Supongo que mi barba es la culpable —sugerí.

Me miró algo consternado.

—Hombre, en rigor, no se ven muchas ahora.

—En mi juventud, cuando solíamos practicar un juego ridículo llamado «Castor», usted hubiera ganado muchos tantos al ver un hombre barbudo montado en una bicicleta, de mujer —dije riendo—. Sea como fuere, lamento no poder decir que me fijé en usted. Ir pedaleando en esta vieja bicicleta es un trabajo absorbente y con toda seguridad que no hubiera reparado ni en el Papa de Roma pedaleando en tandem con H. G. Wells, si hubieran pasado por mi camino. ¿Me acompañaría a tomar un trago?

—Muy amable, señor. Pero nada de alcohol, si no lo toma a mal. Preferiría un vaso de agua. Está verdaderamente insoportable afuera, ¿no es cierto?

—Bitter para mí y el Brebaje de las Bestias para este caballero —ordené, volviéndome al mostrador. Y al hacerlo así, encontré la mirada del tabernero, y conseguí hacerle un pequeño gesto, como indicándole que debería mantenerse un silencioso tacto en mis asuntos hasta que el intruso se marchara. Bill me contestó con una imperceptible inclinación de cabeza, me sirvió la cerveza en silencio, y llenó de agua el vaso de mi convidado con esa sonrisa desdeñosa que todo buen tabernero presenta en tales ocasiones. Pagué mi bebida y alcancé el agua a mi nuevo conocido.

Correspondimos nuestros brindis, y bebimos.

—En efecto, hace un calor de mil diablos –convine a renglón seguido—. Y como siempre, mantengo que ésta es una de las partes más calurosas de Inglaterra cuando viene una ola de calor.

Pero, a lo mejor, usted vive por los alrededores —añadí como al descuido.

—En rigor, no —contestó—. Soy de los Midlands, pero paso la mayor parte de mi vida en la capital. No; estoy aquí por hoy solamente, echando una mirada y respirando un soplo de aire campestre. Aunque, en verdad, no se respira mucho aire hoy. Sin embargo, es una campiña encantadora, debo confesarlo, y tendré que ir conociéndola mejor. ¿Vive usted por los alrededores, señor?

—Sí; tengo mucho de indígena.

—¿Nacido y criado en Sussex?

—¿Yo? ¡Claro que sí! Y mis padres y abuelos antes que yo —declaré piadosamente. (Puedo decir que estoy bastante orgulloso de mi origen.)

—¿Cierto? Esto es interesantísimo —dijo cortésmente.

—No tengo la pretensión de poder exhibir un detallado árbol genealógico de tres yardas —expliqué—. No obstante, es completamente cierto que mis antepasados y yo, entre nosotros, hemos permanecido en Sussex durante más de mil años.

—¡Diablos si han estado! Llegaron con el viejo y robusto Conquistador, ¿eh?

—¡Vaya al infierno el Conquistador! —repliqué irritado—. Si se refiere usted a ese calamitoso villano, Guillermo, el Bastardo, permítame decir que nosotros los Poynings ya estábamos establecidos en Sussex algunos siglos antes de que hubiera nacido o de que se pensara en él. Verdaderamente —proseguí, acalorándome con el tema—, una de las pocas familias antediluvianas genuinas, a quien ni el Diluvio pudo hacer desaparecer, como tan pulidamente lo hubiera dicho el poeta Congrave.

—Mi querido amigo: lejos de venir con el Bastardo, hicimos lo imposible para que no pudiera desembarcar. ¿No sabe usted que precisamente porque, la mejor sangre inglesa estaba en el antiguo reino de Sussex (la tierra de los Sajones del Sur) Guillermo (quien con todas sus faltas no era cobarde) eligió este sitio para desembarcar? —El rostro averrugado hizo una mueca y me miró de reojo.

—De cualquier manera, los zurró a ustedes.

—Eso fue —argumenté majestuosamente— tan sólo porque no llegaron a tiempo los refuerzos prometidos por vuestros puercos Midlands. Tengo entendido que se les helaron los pies en el camino…

15

R
IÓ CON
buen humor de esto, pero yo tenía conciencia de que me estaba estudiando con detenimiento.

—Creo que ahora lo he localizado a usted, señor –dijo un momento después—. Acaba usted de decirme que se llama Poynings.

—Eso es.

—Entonces usted es Roger Poynings, el escritor.

—El mismo.

—Su rostro me pareció algo familiar cuando lo pasé esta mañana. He visto su foto en la tapa de sus novelas.

—¡Ajá!

El rostro lleno de verrugas se iluminó con una sonrisa, y yo deseaba saber cuál de sus ojos era el que me estaba mirando.

—Éste es un día de suerte para mí —dijo—. Disfruto mucho con sus libros, Mr. Poynings. Sangrientos, pero bien escritos. Y sus personajes son todos seres humanos. Me gusta llevarme a la cama unas gotas de sangre verdadera.

—Eso es precisamente lo que procuro hacer, Mr… Mr…

—Custerbell.

—¿Constable?

—Custerbell… Ronald Custerbell. Mucho me temo no haber traído una tarjeta.

—Y yo también… Custerbell… Custerbell —musité—. Un nombre raro, aunque no es el primero que me encuentro. Para ser preciso, he conocido a dos Custerbell. Uno estuvo en Beaumont conmigo; el otro estaba en la policía India.

Movió la cabeza negativamente.

—No tengo la culpa, que yo sepa. Si son parientes, deben ser muy lejanos.

—Lo felicito —observé—. Ambos pertenecían a la chusma, aunque en diferente forma.

Sonrió y terminó de beber el agua.

—¿Otra vuelta? —invitó, señalando mi cubilete vacío.

—Para, mí, no, gracias. Mis amígdalas están ya a flor de agua.

Asintió y pareció aliviado.

—Para ser franco, también lo están las mías —admitió—. Ésta es la décima taberna en que he estado desde las doce, y naturalmente, he tenido que tomar algo en todas ellas.

Lo miré con renovado interés.

—Bueno, ésta es una forma de pasar el día como cualquier otra —dije—, aunque creo que una recorrida así se podría haces más rápidamente en la Capital, especialmente si usted es abstemio.

Se rió.

—Parece absurdo, ¿verdad?, pero, en realidad no vine aquí para nada de eso.

—¿No?

—Nada de eso. Había pensado pasar el día aquí con una joven amiga, pero parece que la perdí de vista. Debemos habernos confundido en la cita o algo por el estilo, porque no hemos podido encontramos. He estado corriendo de una taberna a la otra durante más de una hora, siguiéndole las huellas. Una tarea agobiadora, Se lo aseguro.

Vacilaría en describirme como intuitivo pero debo admitir que en más de una ocasión he sido el recipiente de extrañas influencias. Sea como fuere, por lo menos es cierto que tan pronto como este amarillento conocido mencionó la ausencia de una amiga, una silenciosa campana de alarma comenzó a sonar en mi cerebro y una legión de sospechas completamente injustificadas se apoderó de mí. Busqué mi cigarrera, y no la encontré. Recordé, entonces, que la había dejado en la sala. Volviendo al mostrador, compré un nuevo atado a Mr. Thrush y aproveché la transacción para hacerle una nueva advertencia. El tabernero, astuto como buen Kebtisk, silenciosamente me correspondió con el más leve asentimiento.

Ofrecí a Custerbell un cigarrillo, pero parecía que tampoco era fumador. Me di a pensar cuál sería su vicio redentor.

—Para ser sincero —dije, momentos después—, me consuela saber que había una muchacha amiga en el asunto, aunque haya tenido usted la desgracia de no encontrarla. Con esto solamente quiero decir que me agrada saber que un día de campo presupone, todavía, una compañía femenina.

En mi juventud se consideraba fundamental una falda, de cualquier tipo que fuera, propiamente considerado, un absoluto
sine qua non
para tales expediciones. Debo confesar que estaba sorprendido y apenado al encontrar un mozo de vuestra edad ocupado en tan solitaria recorrida. No es cosa mía, pero, ahí tiene usted: lamento saber que no pudo encontrar a la dama en cuestión.

¿Una joven de la localidad, presumo?

—¡Oh!, ¡no! También es de Londres.

—Ah, ¿sí? Y ¿cómo? ¿No vinieron ustedes juntos?

—Este… no. —Custerbell pareció más bien confundido por un instante, y tuve la impresión de que estaba maquinando algo. Pero se recobró en seguida y prosiguió:

—Sucede, Mr. Poynings, que a ella le dieron un auto nuevo, un Maraton sport, y yo tengo otro, también nuevo.

Está ahí afuera, un Speedwell. Y naturalmente, como a los dos nos gusta correr, hemos apostado cuál de los dos es más ligero. Para decir verdad, nos criticamos mutuamente la forma de manejar: yo no tengo confianza en ella, ni ella la tiene en mí. De cualquier forma, no pudimos ponernos de acuerdo sobre el auto que habríamos de usar en la excursión de hoy, de manera que, al final, después de discutir, decidimos hacerlo por separado, citándonos en la
Green Maiden
de Merrington. Usted me vio llegar, o al menos me hubiera visto llegar si hubiera estado mirando, pero hasta ahora no he podido encontrar rastros de Bry… es decir, de mi amiga. Supongo –concluyó mirándome inquisitivo y bisojo— que usted no la ha visto.

16

M
I CEREBRO
había estado trabajando a toda velocidad, mientras él hablaba y el pequeño error que cometió en la penúltima frase confirmó todas mis sospechas…

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