El castillo en el bosque (25 page)

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Authors: Mailer Norman

BOOK: El castillo en el bosque
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Esto me despertó un notable interés. Más de una vez interrogué a mis agentes sobre los pensamientos de Adi que consiguieran espigar, y algo de ello parecía valioso. Aquella noche, Adi había oído a su padre quejarse de que habían rasgado la pantalla que protegía la entrada de la colmena. La entrada era angosta, pero así y todo un ratón podría haberse colado. Alois decidió enseguida que era algo improbable —el agujero no era lo bastante grande—, pero Adi no se quedó convencido. Como su padre había reparado la pantalla aquella tarde, Adi ya no sabía en cuál de las cajas podría haber irrumpido el roedor. Ergo, metió la mano en ambas.

Siendo Nochebuena, el chico se sentía henchido del espíritu conmemorativo de su madre. «En una noche como ésta, hace mil ochocientos noventa y cinco años», dijo Klara, «nació el Hijo de Dios y fue el ser humano más bueno que jamás pisó la tierra. El más encantador, el más dulce. Él te amará si Le amas.»

Adi estaba seguro. Era una noche en que te sentías libre de respirar el aire de la noche, por frío que estuviera. Porque el hijo de Dios estaba presente. ¿Otorgaría a Adi el poder de matar al ratón con la sola fuerza de sus pensamientos?

¿Matar al ratón con la fuerza de sus pensamientos? Yo conocía las limitaciones de mis agentes. No habrían podido concebir tal idea. Provenía de Adi. La idea era suya. Sólo suya. De haber estado presente, yo habría subido la apuesta. Habría podido inducir al chico a que creyese que podía salvar determinadas vidas ejerciendo el poder especial que poseía de destruir otras. Es una de las suposiciones más útiles que podemos implantar en clientes, pero requiere una serie de sueños grabados.

Como no estaba allí, hice lo posible por no cavilar sobre la oportunidad perdida. En San Petersburgo tenía ocupación de sobra. Junto con mis ayudantes, encaraba una considerable oposición a mis actividades. Nunca había encontrado un grupo de Cachiporras tan resueltos como aquella banda rusa. Ni tan brutal. A lo largo de los últimos siglos, los ángeles rusos habían desarrollado una poderosa capacidad de combatir a los muchos demonios que habíamos instalado en iglesias y monasterios ortodoxos rusos. Por lo tanto, aquellos Cachiporras —tan rudos como los más malvados monjes rusos— estaban imbuidos de un celo acusado. En aquellos meses se aprestaban a defender con uñas y dientes la coronación del futuro zar, Nicolás II.

Cuando el Maestro me consultó, cosa que hacía de cuando en cuando, tuve el atrevimiento de decirle que no creía que hubiese muchas posibilidades de perturbar el acontecimiento. Se nos oponían excesivos escollos. Sin embargo, no sería difícil crear un magno desorden pocos días después de la ceremonia.

Había osado expresar lo que pensaba, pero ahora bien: el Maestro no aprecia que sus subordinados más próximos carezcan de opinión. «Dejadme que reflexione sobre los conceptos que algunos de vosotros proporcionan. Para mí son claramente más útiles que el silencio. No consentiré que el temor de equivocaros os deje mentalmente ociosos.»

Punto en boca. Es fácil ver que los asuntos rusos me preocupaban más, al menos temporalmente, que los pequeños sucesos de Hafeld.

De todos modos, me interesaran o no, Klara dio a luz a otro hijo el 21 de enero. El nacimiento no suscitó en Alois una gran alegría. El tan esperado hombre fuerte del futuro aún no había llegado. Una niña ocupaba el lecho materno. Ahora retumbaría para nada el jaleo de alimentar al bebé de noche y de sus gritos de día. Había contado con un vendaval de hijo que endulzase su vejez, sí, que representara una mejora sobre los tres chicos de los que, por ahora, no podía presumir: el revoltoso, el niño de mamá y el mocoso llorica. Por ende, Alois no tenía ganas de festejar el nuevo nacimiento, pero lo hizo, noche tras noche, bastantes seguidas, en la taberna de Fischlham, hasta que la cerveza adquirió un olor tan agrio como la vomitona de un rorro. Había ahora seis habitantes en casa. Serían siete al final de la primavera, cuando Alois hijo regresara de Spital. El alboroto de voces en el bar se estaba volviendo comparable al ruido de la chiquillería en casa.

Mis agentes no sacaron nada de las visitas de Alois a la taberna. Si unos hombres beben en un lugar concurrido, surge la solidaridad entre ellos. Planean impulsados por céfiros etílicos, se instaura un desafío fraternal contra las incursiones de ángeles y demonios, una seguridad de que en ese momento están a la altura de las fuerzas exteriores.

No son buenas condiciones para nuestro trabajo, pero se presentan ocasiones cuando los parroquianos vuelven trastabillando a casa. Entonces es nuestro turno. A veces, indignados por las horas perdidas, los derribamos al suelo. Se lo suelen tomar como una ofensa, es su lamento más característico. «Alguien me ha empujado», gritan a menudo. Nadie les cree, pero ellos saben que es cierto. La cólera les había fustigado entre los omoplatos, aquella furia no era en absoluto de ellos.

11

Al regresar, puede que Alois diera algunos bandazos, pero también se sentía demasiado animado para entrar en casa. Se sentó junto al colmenar y sacó un tubo de caucho que llevaba guardado en el bolsillo. A continuación colocó un cabo contra la pared de una de las cajas y pudo así escuchar el repiqueteo de los moradores en su pequeña ciudad. Era un murmullo bonito, casi una canción, punteada con oleadas de satisfacción. ¿Por qué no iban a estar satisfechas las abejas? Al llegar la mañana, cientos, miles de abejas se agolparían en un enjambre listo para succionar del cedazo que tapaba el tarro de boca ancha y atracarse de aguamiel. Así pues, en aquella hora oscura y gratamente ebria, pensamientos aislados desfilaron por Alois como caballos en fila, un pensamiento a la vez. Intentó contar el número de abejas que habría en la colmena. Por borracho que estuviera, aún era capaz de un cálculo inteligente. Veinte mil, pongamos. Tenía que ser la respuesta correcta. A su pesar, sabiendo que no debía molestar a la abejera, dio un golpe brusco en un lado. Porque así, a través del tubo, oiría el cambio de sonido. ¿Estaban dando la alarma? El murmullo había subido de tono. Como las cuerdas de un violín loco. Después, de nuevo silencio. Suavidad. Como gatos que retraen las zarpas. Que ronronean durmiendo.

Se despabiló durante un largo rato para entrar en la casa y quitarse la camisa y los pantalones. Después se acostó. Pero seguía oyendo el coro. Unos sonidos extraños. Su respiración superó un pequeño titubeo y Alois se sumió en el sueño. Tuvo un pensamiento final tan espléndido como un hermoso caballo en un desfile: era que, desde luego, le gustaban mucho más los himnos de las abejas que los maullidos de un bebé.

Sus sueños, sin embargo, no fueron tan buenos. Había entrado en un interior amplio y cavernoso donde, sin que le asombrara, se encontró en medio de sus abejas. Estaban defecando, lo mismo que él, como una más, sufriendo igual que sus semejantes, que se consumían en las contracciones de una grave dolencia intestinal, todas defecando en los pasillos estrechos de la caja Langstroth: qué sucia escena.

Intentó despertarse. Porque aquello era un sueño. Las abejas saludables no ensuciaban su hábitat (salvo quizás los zánganos peores y más holgazanes); no, él las había escuchado en una colmena y producían un sonido honorable. Aguardarían a que el clima se caldeara para salir.

Pero una vez despierto, tuvo una dolorosa conciencia de todos los excrementos que se habían acumulado en sus colonias en todos aquellos meses. ¿Cómo podían retenerlos las cabronas?

Al día siguiente hizo calor, fue la primera mañana calurosa de un deshielo de febrero, y cuando Alois salió de la casa, vio a sus huestes por doquier, a cientos, a miles, incontables. Soltaban sus cagarrutas por todas partes, a una distancia de quince y, después, de hasta más de treinta metros. Todo alrededor olía como a plátanos maduros, y la nieve era un campo blanco salpicado de innumerables manchas amarillas, en un amplio círculo en torno al asiento de colmena. ¡Ranúnculos en la nieve! Colgados de un tendedero, los pañales de Paula estaban manchados. Qué inmenso diluvio de defecación se había producido. Alois se alejó. Sí, hasta se encontraban puntos amarillos a cien pasos de las colmenas.

Klara se puso tan furiosa como se atrevió a ponerse.

—No me dijiste que tuviera cuidado —le dijo a su marido.

—Qué lástima —dijo él— que tengas que hacer otra vez la colada. Pero ¿por qué disculparse? Al fin y al cabo, es un acto que nos ha asignado ese Buen Dios que tú estás tan segura de que es tuyo.

Ella se marchó. Media hora después, bullendo el agua en dos ollas enormes, Klara descolgó los pañales y los puso a hervir de nuevo.

Alois no tenía intención de decirle que lo lamentaba. Más bien se alegraba por las abejas. Qué placer mostraban revoloteando. Como era sábado, Adi estaba en los prados cercanos y Alois, en un impulso, decidió llamarle. Que oiga algo interesante.

—Todo el mundo caga —le dijo al chico—. Todos los seres vivos cagan. Es como tiene que ser. Lo que debes recordar es que si no aprendes a deshacerte de la mierda, la mierda te caerá encima. ¿Entendido? Tienes que mantenerte limpio, ¿me oyes? Mira esas abejas. Son maravillosas. Se aguantan todo el invierno. Por nada del mundo manchan la colmena. Nosotros podemos imitarlas. Somos buena gente. Tenemos inmaculado el lugar donde vivimos.

—Pero, padre —dijo Adi—, ¿y Edmund?

—Qué le pasa a Edmund?

—Todavía se lo hace en el pantalón.

—Eso no es cosa nuestra, sino de tu madre.

El mismo día, más tarde, Adi recordó la vez que Alois hijo le untó la nariz con un poco de excremento, y bastaba recordarlo para que le entraran ganas de llorar. Todavía se sentía muy humillado y, a la vez, contentísimo. Tampoco pudo reprimir su entusiasmo por el vuelo de limpieza. Aquellas abejas habían estado bailando en el viento. Era porque estaban repletas de caca y se habían liberado. No podía contener la risa. Todo aquello había enfurecido a su madre.

Recordó lo que Angela le había dicho una mañana.

— Tu madre tiene un dicho — dijo—.
«Kinder, Küche, Kirche.»
[6]
Él asintió. Ya lo había oído. Bostezó en la cara de su hermana.

—Oh, crees que ya lo sabes todo —dijo Angela—, pero no. También hay una palabra secreta.

—¿Quién te la ha dicho? ¿Mi madre?

—No puedo decírtelo. Es secreta.

—¿Quién te la ha dicho?

Ella vio que él estaba a punto de pillar una rabieta.

—Vale, te la digo —dijo—. Si, me la dijo tu madre, tu querida madre, que me quiere aunque no sea su hija.

—Dímela o grito y me oirá.

—Así eres tú. Así de ruin eres. —Le agarró de la oreja—. Recuerda que me dijo en secreto que el verdadero dicho es:
«Kinder, Küche, Kirche, und...»
—empezó a reírse—
«und Kacke!»
[7]

Él también se echó a reír. Oh, aquellas abejas, peores que bebés. Imaginó el disparate de ver a cada abeja con un pañal puesto, un pañal diminuto. Se estaba riendo tanto que tuvo ganas de orinar, y esto le hizo pensar en Der Alte, que muy a menudo aparecía en sus pensamientos, sobre todo cuando tenía que orinar.

Entonces comprendió que le gustaría visitar al viejo, sí, le apetecía muchísimo.

Al día siguiente, domingo, hizo calor otra vez y él estaba de nuevo al aire libre. Después de que Klara se fuera a la iglesia y mientras Alois dormitaba, Adi empezó a corretear por el prado, como para ahogar el impulso de visitar a Der Alte, pero mentalmente seguía viendo cada bifurcación en el camino del bosque, y sabía que encontraría la choza. El deseo de hacer aquel viaje era tan imperioso como si le arrastraran con una cuerda.

Fue. Y Der Alte, preparado para la visita (gracias al mismo mensaje, naturalmente, que Adi había recibido), se presentó de nuevo en la puerta, pero aún no tenía en la mano la cucharada de miel; no, para eso Adi tuvo que sentarse en sus rodillas.

—Sí, qué buen chico eres —dijo Der Alte—. Puedo quererte como a un nieto, y nunca tendrás miedo de mí. Sí, qué chico tan guapo y tan fuerte eres.

Descansó una mano en el muslo de Adi, pero sólo fue un roce muy suave mientras el chico degustaba la miel.

No tuvo miedo o, si acaso, quizás un poco. En la escuela leían cuentos de hadas y a veces había ogros en el bosque y malos espíritus que transformaban a los niños en cerdos o cabras. Sin embargo, no parecía tan peligroso sentarse en las piernas de Der Alte. Era mejor que en las rodillas de su padre. Nunca sabía cuándo su padre le soplaría en la cara el humo de la pipa.

Y en realidad se quedó donde estaba un rato largo después de haber terminado la cucharada de miel, y se sintió a gusto con la mano del viejo posada en su rodilla.

Con todo, empezó a sentirse menos cómodo cuando hubo transcurrido casi una hora. ¿Se preguntaría su padre dónde estaba? Se removió y entonces Der Alte dijo unas palabras que suscitaron la misma sensación de sorpresa que cuando al pasar una página de un libro te encuentras delante un bonito dibujo.

—No se lo digas a nadie —dijo Der Alte—, pero estoy intentando hacer muy feliz a una abeja. La he escogido para que viva a mi lado. Te lo contaré. La tengo en la cocina.

—¿Intenta hablar?

—Produce sonidos. ¡Desde luego! —Der Alte sonrió—. Pero no, querido chico, no intento animarla a que hable nuestro lenguaje. Eso es pedir mucho. Sólo procuro hacerla feliz. Que no es tan fácil. Porque ahora que la he elegido, tiene que vivir sola en una cajita de princesa que utilizo, aunque no es una reina.

—Mi padre dice que las abejas sólo viven para las otras abejas. Se... —se esforzó en recordar el verbo— entregan a la comunidad.

—Tu padre está en lo cierto. Sí. Las abejas viven en una colmena. No quieren vivir solas.

—Aunque les den de comer continuamente cosas ricas?

—Eres el chico más inteligente que conozco. Tienes mucho entendimiento. Quise ver qué sucedía si elegía una abeja, la guardaba abrigada y muy bien alimentada y pensaba en ella a todas horas con el mejor sentimiento que hay en mi corazón. Así que me preocupo de hablarle cuando voy al otro cuarto. Y voy veinte veces al día. Ella no comprende lo que le digo. Pero quiero que sepa que pienso en ella. A veces incluso la saco de la caja.

—¿Y no se va volando?

—Oh, no, yo evito esa posibilidad. —Tocó con ternura la cabeza del chico—. Cuando la saco de la cajita, da saltos alrededor, se pone muy contenta, pero sabe que no debe intentar volar.

—¿No tiene alas?

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