El castillo en el bosque (27 page)

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Authors: Mailer Norman

BOOK: El castillo en el bosque
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15

El final del tiempo caluroso también menguó el optimismo de Alois. Llegó una racha fría, cruel para las expectativas que había despertado una precoz primavera. Alois se hizo a la idea de que aquel frío extemporáneo le privaría de todos sus progresos.

Recordó un viejo axioma. Johann Nepomuk solía decir: «La primavera es la estación más traicionera.»

Así que hubo días en que estuvo cerca del agotamiento, a fuerza de tanto ir y venir quitando cartón alquitranado de encima de cada colmena para volverlo a poner si la luz se atenuaba al mediodía en el cielo. Poco después, tenía que retirar el cartón a toda prisa porque el sol había vuelto a salir y el día era de nuevo caluroso.

Pilló un resfriado durante una racha de frío casi glacial. Lo cual le produjo una inquietud concomitante. ¿Era imposible que alguna de sus reinas se resfriara también? ¿Por simpatía con el cacique? Se reprendió él mismo. ¡Qué insensatez!

Entonces dio en pensar que la reaparición de sus temores quizás no fuese tan tonta. ¿Y si fuera un reflejo de lo que sentía sobre el estado de su auténtica salud? ¿Se acercaba su fin? Era el peor pensamiento posible. Su imaginación abordó un asunto que nunca se había permitido plantear. A lo largo de los años, hasta donde recordaba, no había sentido la amenaza de la muerte. Un fin insulso de una buena vida, quizás, pero nada relacionado con el infierno.

Ahora, sin embargo, las malditas preguntas se sucedían una tras otra. ¿Y si la muerte no era como había supuesto? Había estado convencido de que una excelente razón práctica justificaba la existencia de la religión. No podía ser más simple: había que mantener a raya a los débiles y a los rebeldes. Pero un hombre orgulloso (como él) podía hacer lo que se le antojara.

Sentía ahora otra clase de pánico. Su corazón dio un brinco al pensarlo, un brinco aterrador, como si le hubieran aporreado el pecho. ¿La culpa era real?

Pobre Alois. Estaba indefenso. Ningún Cachiporra se molestaría en protegerle. Yo podría gozar el placer comprobado de aparecerme a él en un sueño. Podría suplantar a un ángel de la guarda. Ni siquiera tenía que estar presente. Sería facilísimo que lo llevaran a cabo mis tres mejores agentes.

Pero ¿con qué objeto? ¿Valdría Alois el mantenimiento?

El hecho escueto, que hacemos bien en no pasar por alto, es que las personas de la edad de Alois rara vez valen la pena. Su utilidad es limitada. Su naturaleza demasiado rígida cuesta moldearla, y flexibilidad es lo que buscamos en prometedores clientes nuevos. Lo ideal es reorientar sus aspiraciones con las nuestras.

En las raras ocasiones en que elegimos a un hombre o una mujer de más de cincuenta años, buscamos en su estructura psíquica un contorno que nos sirva para un propósito específico. Un ejemplo son las irritaciones repetitivas. Una anciana obtusa que no para de preguntar a todo el mundo si quieren comer algo cuando sabe que no quieren desquicia a una buena familia. La desasosiega la tentación cada vez más apremiante de asfixiar a la anciana con la almohada más próxima.

Alois, sin embargo, era un producto humano de lo más común. No había mucha necesidad de reclutarle. Bastaba un seguimiento rutinario. Que mis agentes sobrevolaran sus sueños.

16

A principios de mayo volvió el calor y cesaron muchas tribulaciones de Alois. En parte había recuperado el buen ánimo limpiando y engrasando los utensilios que le había comprado en otoño a Der Alte, y realizó esta tarea de un modo muy similar a como un buen soldado desmonta su fusil para engrasarlo y después vuelve a montarlo.

Mis agentes de Hafeld, como no había mucho de que informar, llenaban sus últimos comunicados con listas de herramientas, y lo hacían con tanta frecuencia que me tenían harto sus enumeraciones de comederos de polen, jaulas de incubar, ahumadores de abejas, un rociador de agua, una caja de acoplamiento (fuera lo que fuese) y hasta un removedor de miel hecho por el propio Alois con madera de haya. Y también había un incrustador de rueda dentada para preparar la base de los bastidores insertables: un montón de chismes que no me interesaban nada.

Klara, en cambio, sabía cómo sacarle más partido a la primavera en Hafeld. No siempre estaba contando cuántos nidos había llenos de pupas nuevas, ni se preocupaba por la temperatura en el interior de las colmenas. Ahora que una segunda ola de sol y aire ondulante había mejorado el clima, se dispuso a aflojar algunos de los nudos que aquel invierno le habían anquilosado los miembros. «Dios también está descansando», se dijo, mientras aspiraba una bocanada de aire por la ventana abierta de la cocina, y luego, obedeciendo a un impulso, a pesar de que había mucho que hacer en la casa, cogió a Paula, que tenía cuatro meses, y salió con ella al prado. Reinaba el más encantador de los silencios, una ausencia absoluta de sonidos, un silencio que absorbía hasta la más ligera caricia del aire. Era como si oyese el balanceo de la hierba alta en el campo, y casi las reverencias de las flores. Era como si la suma de aquellas sensaciones tiernas apoyara el silencio de las colinas. «Escucha esta quietud», le dijo a Paula. «Escucha, angelito, y oirás el susurro de las flores.» Fue como si los pétalos más próximos hubieran oído lo que había dicho, porque en efecto empezaron a inclinarse hacia ella, las margaritas más alegres que había visto en su vida.

Se arrodilló en la hierba, con la niña en brazos, y les habló. «Todas sois preciosas», dijo, y sí, no era una ilusión, las flores se movían para ella. «Sí, Paula», dijo, «a estas flores les gustamos tú y yo porque las queremos, ¿verdad, pequeñuelas?» Estaba convencida de que la habían oído y de que hicieron otra delicada reverencia. «Sí, son señoritas», le dijo a Paula, y no pudo por menos de reírse al pensar —¿no era una pura locura?— que las margaritas no sólo le eran queridas, sino que la querían a ella. «Oh, qué tontísima soy», dijo en voz alta. Pero no podía evitarlo. Seguía creyendo que aquellos pétalos blancos le estaban escuchando. El aire balsámico era como amor, sí, exactamente como el amor que sentía por el bebé de cuatro meses en sus brazos. Klara estaba recuperando su cuerpo, o al menos tenía esta sensación. El viejo cuerpo abultado, herido, magullado y estúpido de todos aquellos meses de invierno después de que Paula hubiera nacido, ahora le parecía ablandado por el comienzo de una recuperación auténtica. Se dijo que era primavera y que la propia naturaleza se había puesto festiva. ¿Podía ser de otro modo? En cada bocanada había una gran fragancia. Dios estaba cerca y estaba en el aire, el buen Dios esplendoroso. Pero el aire estaba en paz. ¿Estaría Dios descansando en sus laureles? Se lo merecía. Lo merecía con creces. Quiso rezarle pero no supo cómo, puesto que en aquel momento no quería pedir nada, sólo alabarle por su gran bondad, lo cual era mejor hacerlo en la iglesia. Allí los demás harían lo mismo que ella y se entendería como un acto humilde, no vanidoso, mientras que en el prado estaba sola con Paula y las flores, y rebosante de felicidad. En efecto, pensaba en todos los niños y niñas de su infancia y en aquellas ocasiones insólitas en que retozaban y jugaban igual que aquellas dulces abejas locas que revoloteaban alrededor de la casa, eufóricas por estar al sol después de haber vivido todo el invierno en una mazmorra, locas de júbilo ahora que podían dar volatines aéreos, libres por un rato de todas sus obligaciones y tareas. En realidad, como Paula, eran nuevas bajo el sol.

Y Klara pensó en los años venideros en que Paula jugaría, y esta idea la llenó de amor por el pequeño Edmund, que era tan amable con el bebé, el único de los niños que lo era. Angela no le hacía demasiado caso (aunque era una chica cumplidora), y Adi era un problema: una vez le había visto pellizcar a Paula en un carrillo lo bastante fuerte para hacerla llorar. Klara le había dado un azote, una palmada seca en las posaderas, pero en adelante se lo pensaría antes de pegarle de aquel modo, porque ¿quién lo diría? Él le había mirado fijamente: el príncipe de príncipes, una mirada tan intensa que ella tuvo que emplear toda la fuerza en sus ojos para que él la bajara.

Era un día demasiado hermoso para pensar en aquel momento aciago —tan penoso había sido—; no, prefería dar gracias a Dios por haberle dado un bebé tan dulce, una hija que ella sabía que llegaría a ser su querida y preciosa amiga íntima. Y hasta se lo dijo en voz alta a Paula: «Que los ángeles me oigan», le susurró a su niña antes de volverse hacia la casa y sus quehaceres.

LIBRO VIII
La coronación de Nicolás II
1

Si ahora quiero interrumpir mi relato con mi traslado a Rusia, le recuerdo al lector que yo también soy un protagonista. Puesto que seguiré siendo el guía de Adolf Hitler durante decenios, su evolución futura dependerá en gran medida de la mía propia, y puedo asegurar que los ocho meses que viví en Rusia, desde finales de 1895 hasta principios del verano de 1896, representaron un elemento primordial en mi desarrollo como un alto demonio. Posteriormente fui mucho más capaz de prever el desenlace de grandes acontecimientos, un instinto que sólo los demonios más altos desarrollan. Huelga añadir que el Hitler de la década de 1930 había desarrollado similares talentos. Lo que aprendí sobre los grandes duques rusos durante mi estancia de ocho meses resultó aplicable a mi conocimiento subsiguiente de los magnates alemanes. Aunque estos caballeros suelen ser más poderosos en la práctica que las figuras reales, manifiestan un narcisismo idéntico, y las dotes desarrolladas de Adolf supieron, cuando fue necesario, halagar su vanidad.

También aprendí a manipular la voluntad del pueblo. Hablo de la voluntad ciega del pueblo. Cuando se le incita convenientemente, la gente se apresura a ingresar en las filas de los locos. No hace falta discutir si esto fue de utilidad para Adolf.

Aprendí mucho asimismo sobre la fuerza de Dios y su debilidad creciente. En 1942 hubo que tomar la decisión de si activar o no las cámaras de gas en los campos de concentración: una iniciativa sobrecogedora, incluso para Himmler y las SS, pero Adolf estaba preparado. Dios no tenía medios para castigarle. Y Adolf lo vio.

Si hay lectores que aún digan: «Preferiría seguir lo que sucede en Hafeld», tengo una respuesta. «Están en su derecho», les digo. Hagan clic en este
enlace
[8]
. La historia de Adolf Hitler se reanuda allí.

2

La belleza del día de primavera en que Klara se sintió tan feliz con Paula en brazos coincidió (incluso en la hora) con la coronación de Nicolás II. El mismo calor estival temprano impregnaba el aire moscovita. Aun después de mi regreso a Hafeld en junio, el buen tiempo persistió en gran parte de Europa, y aquellos largos días soleados fueron compatibles con mis recuerdos de la coronación y los días posteriores.

Como he dicho, fui el único que sugirió al Maestro que era improbable que tuviera éxito cualquier ataque directo que organizáramos en la ceremonia regia. Por supuesto, podíamos provocar muchos episodios. En ningún lugar de Europa disponíamos de tantos agentes y clientes como en Rusia. Algunos eran de alto rango. Poseíamos más de un gran duque y duquesa entre las varias ramas de la familia real. Infestábamos la Ojrana. Sin duda teníamos más agentes secretos en aquella policía secreta que los Cachiporras. También teníamos ministros del gobierno que nos eran tan leales como perros babeando por su pienso. Estábamos bien implantados entre las familias reales de toda Europa, por no mencionar la nobleza y los generales. Nuevos ricos se nos ofrecían como putas callejeras. Los magnates se contaban entre nuestros clientes más protegidos y valiosos. Asimismo teníamos nuestra cuota de anarquistas, nihilistas y terroristas. Por consiguiente, a la hora de recurrir a estos actores, sabíamos que, si aceptábamos el coste, provocaríamos un trastorno grave el día de la coronación.

Sin embargo, yo me oponía a estas operaciones. Aquel día, los Cachiporras estarían esperando nuestro ataque y nuestras pérdidas podrían ser cuantiosas. Por eso propuse que lo pospusiéramos hasta la feria campesina, cuya celebración estaba prevista cuatro días más tarde. Cuando el Maestro aceptó mi propuesta, una pesadumbre nubló mi contento. ¿Y si me equivocaba? ¿Había empezado a asimilar las proporciones monumentales de Rusia? Nunca había sentido tan directamente la presencia del D. K. Era evidente: ¡Dios quería que la coronación fuese un éxito! Esto pesaba sobre mi juicio con todo el peso de un hecho escueto: era una piedra demasiado pesada, y por ello persistía una gran parte de mi temor. ¿Cómo explicar el enorme compromiso de Dios con aquella ceremonia?

En años anteriores, el Señor había invertido en una serie de causas y de pueblos rusos. Había prestado atención a monárquicos y a republicanos, a los aristócratas más establecidos y a revolucionarios dispuestos a morir por el honor de derrocar a aquellos caciques. A este respecto, no se olvidaba del Papa ni del Vaticano (¡ni nosotros tampoco!). Prestaba oído a los llamamientos de libertad y a las demandas de autocracia. Como el Maestro observó una vez: «No es difícil oír las elucubraciones de su mente: “Puedo cometer errores”, dice, “pero presto atención a quien gana. Es la mejor manera de descubrir lo que funciona.”»

—¿Por qué, después de todo —continuó el Maestro—, otorgó la libertad a hombres y mujeres? Es evidente que el Dummkopf quiso hacerse una idea de lo que había creado realmente.

Bien podía el Maestro gozar su ironía, pero ¿y si Dios había decidido que Sus mejores perspectivas residían ahora en la necesidad de un zar que disfrutara de una estrecha alianza con la Iglesia ortodoxa rusa? ¿Alentaba Él de este modo una ceremonia colosal para fortalecer a la corona y a la cruz? Guiado por Dios, el joven zar nuevo podría incluso obtener cierto influjo sobre las vastas, aunque embrionarias, energías del pueblo ruso.

De ser cierta, era una decisión asombrosa. Depender de Rusia, tan infestada de corrupción. ¡Tan hirviente de injusticias! Era lo que buscábamos. La injusticia era la levadura para inspirar odio, envidia y desafecto. Pues raro era el hombre o la mujer que no poseyera un intenso sentido de la injusticia que se les infligía todos los días. Era nuestra raíz principal con los adultos. Era un furor en todos los niños. Nuestro trabajo se derrumbaría si los humanos llegasen a meditar tan hondamente sobre las injusticias que otros pudieran estar sufriendo.

Por lo tanto, llegué a la conclusión de que la respuesta quizás se hallara en el joven que pronto sería coronado. ¿Había en él algo angélico? Hice una pregunta al Maestro: ¿podía yo dedicarme a saber de Nicolás todo lo posible? «Haz lo que puedas», me contestó. No supe muy bien si me estaban ascendiendo o repudiando.

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