El castillo en el bosque (49 page)

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Authors: Mailer Norman

BOOK: El castillo en el bosque
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Resultó, no obstante, que fue un acceso suave. Los puntos blancos en la lengua y la garganta desaparecieron al cabo de unos días y el sarpullido disminuyó, pero aumentó su inquietud. Le obsesionaba lo sucio que se sentía. ¿No era precisamente la opinión que todos tenían de él? Enfermo y, por lo tanto, sucio. Le preocupaba dónde estaría Der Alte ahora que no sólo estaba muerto, sino abandonado a la putrefacción.

6

Tal vez convendría una última palabra sobre Der Alte. Adolf seguía confiando en que el apicultor, descompuesto o no, estuviese de camino hacia el cielo. Tal sentimiento en mi joven cliente me desconcertaba, porque yo apenas estaba seguro de que hubiésemos llevado a nuestro amigo al infierno como se debía. La verdad es que no sé mucho del infierno. Ni siquiera tengo la certeza de que exista. Al fin y al cabo, el Maestro nos ha tenido en enclaves. Se supone que no debemos saber lo que no hace falta que sepamos.

Para mantener nuestra moral, sin embargo, nos recuerdan sin cesar las cósmicas pretensiones que hay en los asuntos humanos. A menudo nos citan las palabras inmortales de Nietzsche: «Todos los curas son mentirosos.»

—¿Cómo podría ser de otro modo? —dice el Maestro—. El Dummkopf no va a revelar sus secretos a individuos tan deformados que eligen el ministerio del sacerdocio a fin de dominar a públicos crédulos con sus interesadas descripciones de cómo el Señor premiará su fe cuando mueran. Los curas son, en efecto, mentirosos. No saben una palabra de las más altas cuestiones. Ni tampoco vosotros, dicho sea de paso.

Así pues, digamos que yo no sabía nada del destino definitivo de Der Alte. Sospecho que era de esos clientes que datan de muy antiguos y a los que, a la postre, no tenemos más remedio que pasar por alto. Desde luego, su utilidad para nosotros había desaparecido. De modo que es posible que suplicara al cielo una aceptación final. ¿Quién sabe? Con los escasos datos de que dispongo, yo diría que el Dummkopf acepta a algunos de nuestros clientes para que se reencarnen. Como ya he mencionado, el Maestro no se opone vigorosamente a ello. «Concedámonos el placer de recoger una vez más a este sujeto insignificante si el D. K. es tan insensato de dar a Der Alte otra oportunidad de inflar sus vanidades.»

En el curso de su enfermedad, Adolf no sólo pensó en Der Alte, sino que incluso con más frecuencia deseó que la desdicha del sarampión contagiase a Edmund. Cuando Adolf se recuperó, Edmund cayó postrado por un ataque más grave que el de su hermano. Ahorraré al lector una descripción detallada del alboroto que
retumbaba
—es la palabra justa— en la Garden House mientras el estado del niño empeoraba. La cara se le hinchó. Decía incoherencias. El médico avisó a la familia de que también podría sufrir encefalitis.

En el dormitorio conyugal, Alois se arrodilló al lado de Klara y se pusieron a rezar por la vida de Edmund. Alois llegó a decir:

—Creeré en Dios si Edmund se salva. Que me muera si incumplo este juramento.

Nunca sabremos si habría cumplido su palabra. No obstante, dijo:

—Dios, llévate mi vida, pero respeta la del niño.

Después, Edmund murió.

La oración puede ser una expedición arriesgada para quienes rezan. Nosotros, por ejemplo, tenemos un poder —al que es oneroso recurrir— que nos faculta para bloquear hasta las oraciones más esenciales, sentidas y desesperadas, y lo ejercemos cuando las circunstancias lo exigen.

El rezo vulgar, por el contrario, lo estimulamos. Consideramos que agrava la fatiga del Dummkopf, su indiferencia. El rezo vulgar le cansa. El patriotismo barato le enfurece. (Ese patriotismo, en definitiva, es una de nuestras fuentes más valiosas.)

Lo cierto es que, a pesar de las plegarias de Alois y de Klara, bloqueadas o no, Edmund murió el 2 de febrero de 1900. Incluso me sentí como si fuera uno de sus deudos. Edmund fue el primer niño por el que yo había albergado una serie de sensaciones tan curiosas como el amor (o al menos un afecto incondicional, suficiente para explicar el calor que me habitaba en su presencia). No había sido consciente de lo que sentía por él. Sólo sabía que Adolf no pensaba meditar sobre la muerte de su hermano (pues, en realidad, tenía un secreto que enterrar tan directo y poderoso como el brazo que sobresalía de la tumba), y yo tampoco pensaba hacerlo. Yo también había sido culpable.

7

El día del funeral de Edmund, Alois le dijo a Klara que no asistiría. Ni siquiera acertó a dar un motivo. Se quedó como una columna de piedra.

Después empezó a llorar.

—Hoy no puedo controlar mis sentimientos —dijo—. ¿Querrías que diera un espectáculo en la iglesia? ¿Una iglesia que odio?

Por primera vez en su matrimonio, ella levantó la voz, furiosa.

—Sí —dijo—, esa iglesia que odias. Pero yo voy en busca de paz. De un poco de consuelo. Así puedo hablar con nuestro Gustav, y con Ida y Otto, y ahora... —Le tocaba a ella prorrumpir en llanto— con Edmund.

No riñeron. Lloraron juntos. Ella dijo al final:

—No tienes que ser tan duro con Adolf. Es la única esperanza que te queda de tener un buen hijo. ¿Por qué le tumbas a golpes?

Alois asintió.

—Haré una promesa —dijo—. Es decir, si te quedas hoy aquí conmigo. Porque no puedo ir al funeral. No soy capaz de contenerme. —Ya estaba llorando antes de terminar de hablar. Abrazó a Klara—. Te necesito —dijo—. Necesito que te quedes conmigo en esta casa. —Nunca le había dicho esto. Apenas daba crédito a sus propias palabras—. Sí —declaró—. Haré una promesa solemne. No volveré a pegar a Adolf.

Es un error describir a un marido y mujer que sufren, pero no puedo por menos de observar que, en mi experiencia, existen pocos matrimonios en que un juramento no sea desmentido por un pacto secreto.

Sí, así es nuestro Alois. Se ha dicho a sí mismo: «No, no volveré a pegar a Adolf, a no ser que haga una atrocidad», pero Klara tampoco era fiable. Ya no. Empezaba a preguntarse si la destrucción era el destino de la familia. De hecho, no estaba preparada para el funeral. Aquella vez le tocaba a Dios prestarle atención a ella.

Por tanto, le dijo a Angela que tenía que representar a la familia.

—Si la gente pregunta, di simplemente que tus padres están afligidos. Lo cual es verdad —dijo—. No creo que yo vaya, y tu padre no puede. Nunca le he visto llorar hasta hoy. Está casi desquiciado. Angela, es tan terrible para él. No puedo dejarle solo. ¡No debo! Así que hoy actuarás como la mujer de la familia. Hoy, al menos, tienes que serlo.

—Tienes que venir a la iglesia con Adolf y conmigo —dijo Angela—. Si no, será un escándalo.

—Tú eres demasiado joven para que te preocupe un escándalo —dijo Klara—. Diles que estamos enfermos. Con eso bastará.

—¿Te quedarás aquí, como mínimo, me prometes que te quedarás en casa? —preguntó Angela—. Me temo que él querrá salir. Querrá llevarte a la taberna y se emborrachará para que no le duela tanto. No tienes que salir de casa.

—Depende de tu padre.

—Tú eres su esclava.

—¡Cállate! —dijo Klara.

Para sorpresa de Adolf, él y Angela fueron a la iglesia solos. Cuando le preguntó por qué, Angela se limitó a decir:

—Antes de marcharnos tienes que darte un baño. Vuelves a oler mal.

8

A solas con Alois, Klara no soportaba pensar en todos y en cada uno de los difuntos de la familia. No eran sólo sus propios hijos, sino también sus hermanos y hermanas. «¿No tiene compasión Dios?», se preguntaba. Sentía una extenuación aterradora, como si estuviese en una casa vieja cuyo suelo se estuviera desmoronando y ella no tuviera ganas de salvarse. Estaba cansada de creer que la culpa tenía que ser suya.

Tengo que admitir que estuve tentado de acercarme a ella, pero sabía que el Maestro no lo aprobaría. ¿Qué se ganaba, al fin y al cabo, captando un cliente como Klara? Confundiríamos a los Cachiporras si se la birlábamos. Pero qué trabajo adiestrar a una cliente tan nueva y difícil.

En realidad, no tardé en advertir que lo suyo era tan sólo una rebelión, algo común en personas piadosas. La piedad también sirve de muro para impedir que los piadosos reconozcan que están profundamente airados con Dios: ese Dios que no les ha tratado como ellos creen que les corresponde. Puesto que esta cólera ilícita suele estar sumergida en aguas pestilentes de recato, no suelen ser clientes de primera para nosotros, aunque, llegado el caso, utilizamos a algunos. Los piadosos pueden trastornar a miembros de la familia que no lo son tanto. Las repeticiones matan el alma.

Aquel largo día, Alois estaba tan devastado por la pérdida de Edmund que tuvimos que bucear en los recuerdos largo tiempo sepultados de su incesto. ¿Eran él y Klara personas contaminadas? De ser así, más le valía a Edmund haber muerto. De nuevo se echó a llorar.

Cuando, en un momento determinado, Klara empezó a pensárselo mejor y dijo: «Quizás deberíamos ir a la iglesia», a él le atenazó el miedo.

—¿Perder yo el control en público? —repitió—. Eso es peor que la muerte.

Ahora Klara se preguntó: «¿Qué tiene de malo llorar en la iglesia cuando tienes el corazón roto?» Empezó a preguntarse si Alois no sería malo. ¿Y ella? ¿Y el juramento que había hecho cuando Alois hijo yacía inconsciente en el suelo? Sí, quizás fuera mejor no asistir al funeral, pues la presencia de personas malas quizás perjudicase al fallecido. Poco a poco, en el curso de aquel largo día que pasaron en casa, notó un terrible sofoco en el pecho. ¿Era una cólera dirigida contra Dios? Ahora también a ella le daba miedo ir a la iglesia. Sí, ¿cómo atreverse a entrar con semejante ira en un lugar sagrado? Sería como hacer otro voto de fidelidad al abyecto.

9

En el funeral, Adolf no oyó en absoluto las palabras. Le ardía la cabeza. Apenas murió Edmund, Alois le había dicho: «Ahora eres tú mi única esperanza.»

«Sí», se dijo para sí Adolf, «es cierto, mi padre consideraba que Edmund era su única esperanza. Es lo que estaba diciendo. Pero en realidad me odia. Cree que fui cruel con Edmund.»

Pero Adolf se negaba a admitir que había maltratado a su hermano. «Era sólo el modo en que me trataba Alois», se dijo. Sin embargo, tardó poquísimo en sentirse atemorizado. ¡Qué profundo e implacable puede ser el enfado de los ángeles!

Pocos días antes de enfermar de sarampión, Adolf había llevado a Edmund de paseo por el bosque. Como seguía intranquilo por el incendio forestal le preocupaba todavía la lealtad de Edmund. Cogió una ramita del camino y arrancó el cuero cabelludo de su hermano mediante el procedimiento de formar con el palo un círculo a través de la frente, por encima de la oreja izquierda, por debajo de la nuca y desde allí de nuevo por encima de la oreja derecha para volver a la frente. Entonces Adolf dijo, con una voz vibrante:

—Ahora te poseo entero. Tu cerebro es mío.

—Cómo puedes decir eso? —dijo Edmund—. Es estúpido.

—No seas idiota —dijo Adolf—. ¿Por qué crees que los indios arrancan cabelleras? Porque es la única forma de poseer a la persona recién capturada.

—Pero tú eres mi hermano.

—Es mejor que tu cerebro lo posea tu hermano que un extraño. Un extraño podría tirarlo.

—Devuélvemelo —dijo Edmund.

—Lo haré cuando llegue el momento.

—¿Cuándo llegará?

—Cuando yo te lo diga.

—No te creo. No creo que poseas nada. Mi cerebro no ha cambiado.

—Oh, ya verás la diferencia. Te dolerá la cabeza. Te molestará el dolor. Es la primera señal.

Edmund tenía ganas de llorar, pero se contuvo. Regresaron a casa en silencio.

Ahora, en la iglesia, el corazón de Adolf latía al mismo compás, paso a paso, que los que habían dado al volver del bosque.

Este recuerdo le dolía también de un modo muy singular. Lo notaba en el corazón y era una sensación tan aguda como una astilla introducida debajo de una uña.

Se instó a no seguir pensando en Edmund. No aquel día. De hecho, rezó a Dios para que le concediera no pensar más en su hermano. Lo consiguió hasta cierto punto con mi ayuda, en la medida en que se puede extraer la mayor parte de una astilla clavada debajo de una uña. El fragmento que queda, sin embargo, se ha convertido en una raíz que causará su propia molestia. Así pues, el recuerdo le mortificaba.

Ahora le tocaba a él llorar. Pensó en que Klara solía llamarle
«ein liebling Gottes».
«Oh», le decía, «eres tan especial.» Es verdad, se dijo él. («El bienamado de Dios.») Él no había sido como Gustav y los demás. Quizás el destino le había elegido. Había sobrevivido.

Yo veía la magnitud de la reconstrucción que tenía delante. Tendría que retrotraerle una vez más a lo que había sentido cuando tenía tres años y le adoraba su madre.

Ahora creía que ella se disponía a abandonarle, al igual que ella había abandonado a Edmund. ¿Por qué, entonces, sentirse tan culpable? Que sufriese ella. Había fingido que amaba a Edmund y sin embargo no había ido a la iglesia. Qué espanto. ¡Qué insensible!

10

Cuando el hermano y la hermana se alejaban de la tumba, algunos allegados empezaron a fijarse en Angela, que estaba avergonzada porque sabía lo colorada que se había puesto. ¿Cómo evitarlo? Intentaba hablar de lo tristísimos que estaban sus padres.

—Es un día tan horrible para ellos... Los dos están en la cama. Tan débiles que no pueden moverse.

Y prosiguió de esta guisa, avergonzada y al mismo tiempo emocionada por ser el centro de atención.

Pero en cuanto se quedaron solos y pudieron adentrarse en el bosque, Adolf dijo:

—¿Cómo es que sé que mi madre no vendrá a mi funeral?

Angela le reprendió:

—Klara es la mejor persona que he conocido en mi vida. La más buena. ¡No hay nadie más bueno que ella! ¿Cómo puedes decir eso? Sufre por tu padre. ¡Quería muchísimo a Edmund!

Y cuando, en pago por esta frase, Adolf adoptó una expresión venenosa, Angela añadió:

—Y con razón. Edmund era un niño precioso. De ti no puedo decir lo mismo. Incluso hoy, día del entierro de tu hermano —¡tenía que repetirlo!—, sigues despidiendo un olor desagradable.

—Qué quieres decir? —respondió él—. Me he bañado. Ya lo sabes. Hasta me has obligado a bañarme. Has dicho: «¿Ir al funeral, oliendo así? Métete en la bañera», y yo te he dicho que tardaba mucho en calentarse el agua. ¿Acaso no te ha dado igual?

Había tenido que bañarse con agua fría. Había sido salpicarse y secarse. Quizás siguiera oliendo.

—No —dijo—. Te prohíbo que me hables de esa manera. No huelo mal. Me he bañado.

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