Minutos después todo había terminado. El cielo se despejó, amainó el viento, subió la temperatura y el mar quedó recalmado. Una fuerte lluvia empezó a caer verticalmente sobre sus cabezas y luego cesó repentinamente.
—¡Uf! —exclamó Caroly—. La próxima vez arriaremos la mesana. Íbamos demasiado rápidos.
—
La Sirena
puede soportarlo —declaró Hardin. Luego sonrió y acarició las rodillas desnudas de su mujer—. Además, esta animación nos ha venido bien. Esto ya estaba empezando a resultar un poco aburrido.
—Tienes muy poca memoria. ¿Te gustaría acaso tener que pasar la noche en el esquife?
Carolyn señaló con un dedo imperioso el botecito blanco que llevaban atado encima de la cabina, detrás del palo mayor.
—¿Solo?
—Solo. Y se acerca otra borrasca, con que más vale que te decidas.
Una segunda línea oscura se iba aproximando a ellos, una milla más atrás. Todos los sentidos de Hardin se encontraron en esa línea. Se quedó mirando fijamente la tormenta que se aproximaba, intentando atravesar sus bordes grises y algodonosos para examinar el negro centro. No observó ninguna señal especialmente amenazadora, ninguna ola fuera de lo corriente, ningún indicio de un viento extraordinariamente fuerte.
—¿Qué sucede? —preguntó Carolyn, que iba captando su inquietud.
—No lo sé —respondió muy despacio Hardin—. Sólo que tengo un raro presentimiento.
Sacó los prismáticos del estuche y escudriñó la línea de nubes.
—Parecen traer más lluvia que viento, ¿no crees?
Le pasó los prismáticos. Carolyn asintió. No se observaba la penetrante negrura de una auténtica borrasca y tampoco se detectaban las primeras rachas que deberían anunciar su llegada.
Hardin miró a su alrededor. La primera borrasca había virado hacia el este. Frente a ellos brillaba el sol y todo parecía indicar que el tiempo habría clareado al anochecer, tal como sugería la subida del barómetro. Volvió a dirigir la vista hacia popa, sin acabar de decidirse aún a arriar la vela de mesana. El refrán decía: el momento de acortar una vela es cuando a uno se le ocurre por primera vez la idea de hacerlo.
—Vamos a arriar la mesana.
—A la orden, capitán.
La Sirena
aflojó su andadura, con el velamen reducido al tormentín, mientras la franja lluviosa iba aproximándose cada vez más aprisa.
Hardin la examinó otra vez, procurando localizar el motivo de su inquietud. No observó nada. Cuando retiró los prismáticos de sus ojos, se topó con la mirada franca y sincera de Carolyn que le observaba. Ella siguió el contorno de sus labios con el dedo.
—Te quiero.
—Yo también te quiero.
—Abrázame, por favor.
Hardin se deslizó detrás de ella, cogió el timón y dejó que Carolyn se recostara entre sus brazos. Con una mano sobre la rueda del timón y la otra sobre el hombro de su mujer, oteó el mar por encima de su sedoso pelo negro. Ella le abrió la cremallera de la parka y apoyó la cabeza contra su pecho.
La Sirena
avanzaba tranquilamente, apuntando todavía su proa hacia los distantes rayos de sol, con las nubes a popa.
Carolyn se estremeció.
—Peter, tengo miedo.
—¿Qué sucede?
—No lo sé.
Carolyn recorrió el mar con la mirada, luego se volvió hacia atrás. Su cuerpo se puso tenso entre los brazos de Peter.
—¡Oh, Dios mío!
Hardin volvió la cabeza y se quedó anonadado.
Una negra muralla de acero tapaba el horizonte.
—¡
Bordo
!
Hardin hizo girar con fuerza y tan rápidamente como pudo la rueda del timón hacia babor y empezó a tirar de la escota del tormentín moviendo alternativamente ambas manos. El winche zumbó airadamente en su veloz carrera.
La Sirena
avanzaba dando guiñadas. Carolyn se situó de un salto junto a la botavara de mesana, soltó los rizos e izó la vela hasta el tope del palo.
Con las velas flameando,
La Sirena
viró lentamente hasta quedar completamente de popa al viento, mientras la negra muralla iba acercándose por babor. Ya estaba a menos de doscientos metros de distancia y se aproximaba velozmente.
—¡Suéltala! —gritó Hardin, mientras hacía girar otra vez la rueda hacia el centro y dejaba escurrirse a toda carrera la escota de mesana sobre la palma de su mano. Cuando la vela formó un ángulo recto con el barco, Peter dio una rápida vuelta de escota sobre el winche y cerró la mordaza. El tormentín se agitó con secos gualdrapeos, buscando el viento.
Hardin apretó el botón de arranque del motor, rogando al cielo que se pusiera en marcha. El motor era viejo y no lo habían utilizado desde las Azores. La escota del tormentín se enredó en torno a una cornamusa de driza del palo mayor. La vela cazada se puso a flamear inútilmente. Carolyn aseguró la escota de estribor y salió disparada a liberar el tormentín.
La Sirena
se precipitó en un profundo seno entre dos olas. A Carolyn le resbalaron los pies; perdió el equilibrio, cayó sobre cubierta y empezó a deslizarse hacia la borda. Hardin soltó un grito. Nada podía hacer, estaba demasiado lejos de ella para ayudarla.
Las piernas de Carolyn se deslizaron por debajo de los guardamancebos y tocaron el agua. Ella se agarró a un candelera con una mano, mientras que con la otra se aferraba desesperadamente a la cubierta. El agua la arrastraba fuera de la borda.
La Sirena
escoró pesadamente hacia el lado de babor y Carolyn aprovechó el movimiento para auparse otra vez hasta cubierta.
Se apresuró a levantarse, se colocó de un salto junto al palo y desenredó el tormentín. Hardin viró hacia la izquierda y la vela se llenó con un chasquido. Habían completado la bordada.
Carolyn echó a correr por la cubierta de babor y desapareció rápidamente por la escalera del camarote. Hardin advirtió que tenía la cara blanca como las velas del barco. Sólo ella sabia con exactitud cuan cerca había estado de caer por la borda frente al monstruoso buque que avanzaba sobre ellos.
El velero estaba cruzando su camino. Hardin volvió a accionar el botón de arranque del motor, sin despegar los ojos del enorme casco negro. Nunca había visto un barco tan inmenso. Ya deberían haberlo dejado atrás, pero era tal su manga que se hubiera dicho que avanzaba de costado. Menos de ciento veinte metros de mar les separaban de él.
El motor diesel gruñó sin arrancar. Carolyn subió corriendo del camarote con los chalecos salvavidas. Sostuvo el de Hardin para que su marido se lo pusiera, mientras él seguía sujetando el timón con una pierna, sin dejar de apretar frenéticamente el botón de arranque. Carolyn le ató el chaleco y luego se dispuso a ponerse el suyo. En todo ese rato no despegó ni un momento los ojos del negro casco.
El motor diesel tosió y se puso en marcha. Hardin accionó suavemente hacia delante la palanca del gas y aumentó dos nudos más la velocidad de
La Sirena
. El barco estaba ya tan próximo que Peter alcanzaba a distinguir las líneas de las soldaduras sobre el metal. El casco se alzaba por encima de los topes de los palos de
La Sirena
y era más ancho que un bloque de edificios.
Y se acercaba a gran velocidad. Una gigantesca ola de proa arqueó su cresta a más de veinte pies de altura. Hardin no distinguió ninguna persona asomada a la borda, no divisó el puente, ni las estachas, ni una luz, ni un nombre. Sólo una pared lisa, cuyo perfil plano sólo se veía interrumpido por la prominencia de un ancla más grande que toda
La Sirena
.
Hardin se dijo que conseguirían sobrepasar el filo de la ola de proa. Su mirada podía recorrer el costado del barco, un abrupto acantilado que se perdía a lo lejos entre la bruma. A su abrigo, el mar aparecía más calmado, protegido del viento como las aguas tranquilas de una albufera.
La Sirena
recibía el viento directamente de popa y llevaba las velas desplegadas hacia el costado de babor. Continuaron avanzando en ángulo recto con respecto al barco. Hardin hubiera querido abrir más el ángulo y orientar la proa más lejos, pero para ello habría tenido que hacer otra bordada y no le quedaba tiempo. Aceleró el motor.
La Sirena
avanzó entre temblores, pero en seguida tuvo que reducir otra vez el gas, pues el motor diesel estaba frío y amenazaba con pararse.
La vela de mesana empezó a gualdrapear. Luego, también el foque.
La Sirena
aminoró la marcha, cabeceando torpemente.
Carolyn clavó inmediatamente los ojos en las velas.
—¿El viento?
Hardin advirtió todo el horror de lo que acababa de suceder. El monstruo les había robado el viento, formando una gran pantalla que se lo cortaba como si fuera un enorme farallón. Las velas se aflojaron y quedaron colgando fláccidas.
Hardin dio todo el gas al motor diesel. Pero estaba demasiado frío para soportar esa aceleración repentina y se paró con un gemido. Durante un largo instante sólo se escuchó el aleteo de las velas colgantes. El buque estaba a treinta metros. El motor que lo impulsaba, cualquiera que fuera, no hacía el menor ruido. Sólo el zumbido cada vez más penetrante de la ola de proa al encresparse anunciaba su proximidad.
Hardin y Carolyn se cogieron de la mano sin mirarse y empezaron a retroceder hacia la proa. Allí permanecieron acurrucados, aferrados al estay del trinquete, observando pasmados la silenciosa pared que poco a poco iba ocultando el cielo.
La ola hizo escorarse al queche, que quedó flotando sobre el costado como un animal vencido suplicando piedad con voz ronca. Carolyn y Hardin, las manos entrelazadas, intentaron saltar para esquivar el golpe; entonces el buque negro aplastó a
La Sirena
y la hundió en la mar.
La Sirena
expiró entre los sonoros chasquidos de la fibra de vidrio al astillarse.
Hardin saltó. El agua estaba violentamente fría. Su cuerpo rompió la superficie y tiró de Carolyn. Algo le golpeó en el costado. El dolor le atenazó la rodilla. La mano de Carolyn se desprendió, arrancada de la suya. Hardin la oyó gritar una vez más antes de que las aguas volvieran a sumergirle.
El chaleco salvavidas le empujó nuevamente hacia la superficie. Un enorme golpe cayó con fuerza sobre su nuca. Todo pareció quedar en sombras, aun cuando sabía que tenía los ojos abiertos. Su cuerpo dio repetidos vuelcos, una y otra vez. Sus piernas y sus brazos parecían incapaces de hacer nada, pero el chaleco salvavidas le mantuvo a flote el gran casco metálico pasó rozándole.
Una parte de su mente se admiró al ver su lisura. Ni una junta, ni un remache, destacaban sobre la superficie pulimentada de la pared desnuda. La cabeza de Hardin empezó a hundirse bajo el agua una y otra vez; comprendió que las hélices le arrastraban hacia abajo.
Pataleó desesperadamente para alejarse del casco en movimiento, pero cada vez que conseguía apartarse un poco, el buque volvía a atraerlo de inmediato hacia la larga y recta ristra de agitadas aguas que separaba el navío del océano. Una y otra vez intentó apartarse, pero en cada ocasión volvió a ser succionado, hasta que sucumbió al agotamiento, el dolor y el miedo y sólo se preocupó de proteger su cuerpo de los golpes del metal.
El buque estuvo deslizándose durante tanto rato por su lado, que Hardin empezó a temer que tal vez permanecería eternamente atrapado entre esa muralla en movimiento y las aguas del mar. Cada vez que movía los pies, la tracción del barco hacia delante le hada volver sobre sí mismo y le golpeaba la espalda contra el casco. De no haber sido por el abultado chaleco salvavidas, habría quedado machacado. Tal como estaban las cosas, sufrió terribles magulladuras en los codos y las rodillas.
De pronto, el barco desapareció y Hardin se vio arrastrado en medio de torbellinos de espuma que le inundaron la nariz y la boca, y le quemaron los ojos. Se hundió bajo la superficie; el chaleco salvavidas de nada le servía en aquellas aguas llenas de las burbujas de aire que escupían en su estela las hélices del barco. La espuma se le introdujo en los pulmones; Hardin tosió y basqueó cuando la densa agua salada hirió las mucosas de su boca y su garganta.
La espuma fue trocándose en líquido. El mar se calmó. El chaleco salvavidas le elevó hasta la superficie. Se encontró solo sobre una extensión de agua plana como un estanque. La enorme popa cuadrada empezaba a perderse en una nube. Sobre ella se alzaba un alto puente blanco, coronado por un par de rectas chimeneas negras que eructaban humo gris. El aire estaba impregnado de humos de combustión, pero por debajo de ese olor se percibía un penetrante hedor a petróleo crudo.
Sobre la negra popa, escrito en nítidas letras blancas, podía leerse el nombre del barco: «Leviathan».
Debajo del nombre, su puerto de origen: «Monrovia, Liberia».
—¡Carolyn! —gritó Hardin.
Manoteó dando vueltas, oteando en todas direcciones, pero no pudo ver nada. El buque que acababa de arrollarle había desapareado, se había esfumado entre los nubarrones. Poco a poco fue levantándose otra vez el oleaje. Las olas fueron penetrando en la estela del navío, tímidamente primero, como si temieran su regreso, y luego con vigor, cada vez más osadas, hasta que Hardin se encontró bamboleándose desde el fondo de los senos hasta la cima de las crestas de las olas, gritando el nombre de Carolyn e intentando levantar el cuerpo por encima de la superficie del agua para abarcar una mayor extensión con su mirada.
Hacía un frío penetrante, que anestesió el dolor de sus codos y rodillas y le embotó la mente y el cuerpo. Las brumas fueron acercándose, limitando su visión. Estaba a punto de desvanecerse cuando su mano tocó algo sólido. Se estremeció de terror. Tiburones.
Pataleó y manoteó, mientras escuchaba los aullidos animales de su propia voz. Advirtió cómo el terror arrancaba a su cuerpo de los dominios del desmayo. Los instintos tomaban la iniciativa. Buscó el cuchillo que llevaba colgado del chaleco salvavidas y encogió las rodillas doloridas hasta que empezó a bambolearse como una pelota.
Otro golpe, y el terror volvió a contraerle el estómago. Estaba en la superficie del agua. Su mano se cerró sobre un objeto. Lo acercó a sus ojos. Madera astillada. Teca. Un trozo del refuerzo de la escotilla de popa.
Otros objetos empezaron a chocar contra su cuerpo. Madera, espuma de goma.
—¡Carolyn!
Una forma emergió de pronto de la bruma. Era blanca y bulbosa. Hardin nadó hacia ella, movido sólo por la idea de que era un objeto flotante. El chaleco salvavidas limitaba el alcance de sus brazadas, de modo que extendió los brazos ante si como una proa y empezó a agitar los pies, con gran dolor de sus rodillas. El objeto se alejó, deslizándose por su lado arrastrado por una ola. Hardin se lanzó tras él, hizo un último esfuerzo, lo tocó. Sus dedos resbalaron sobre la superficie viscosa. Retrocedió con la impresión de haber tocado carne viva.