Hardin empezó a dar tumbos en la bañera, estrellándose contra la botavara, los cabestrantes y la rueda del timón. Una punzada de dolor le desencajó la cara. Un objeto afilado se clavó en sus riñones. Ajaratu cayó catapultada sobre él. Hardin la rodeó con sus brazos y la sujetó con todas sus fuerzas. De pronto el cabo salvavidas le dio un tirón en el pecho y empezó a arrastrarlo a través del agua.
Con los pulmones a punto de estallar, sujetó a Ajaratu con una mano e intentó nadar hasta la superficie. El cabo salvavidas no lo dejaba avanzar. El pánico le hizo un nudo en la garganta. El velero se estaba hundiendo, arrastrándolos en su caída. Hurgó frenéticamente en su parka buscando su cuchillo. La cremallera del bolsillo se negaba a abrirse. Tenía los dedos embotados. Entonces, de pronto, su cara salió a la superficie del agua. Tragó una bocanada de espuma, la escupió y tiró de Ajaratu, que estaba a punto de ser arrastrada por una ola.
El velero subía y bajaba violentamente cabalgando breves y turbulentas olas, sacudiendo el agua con golpes secos, amenazando destrozarles el cráneo. Hardin haló del cabo salvavidas de Ajaratu para asegurarse de que no se había soltado.
—¿Estás bien? —le preguntó a gritos.
Ella asintió con los dientes castañeteando. El agua estaba mucho más fría que el aire.
—Yo subiré primero.
Se apartó de ella y empezó a bracear hacia el velero, calculó el movimiento del casco zarandeado, se agarró a la borda del espejo cuando alcanzó el punto más bajo y se arrastró por debajo de los cabos salvavidas. El foque estaba traqueteando como una ametralladora. Alargó la mano por encima de la borda y tiró del cabo de seguridad de Ajaratu. Cuando el barco escoró hacia ese lado, la muchacha se deslizó como una serpiente por debajo de las cuerdas, a pesar de su brazo entablillado, y se metió en la bañera, donde se desplomó de espaldas y quedó tendida en el suelo, jadeante, con el rostro dolorosamente distorsionado.
El velero estaba en el fondo de un seno entre dos olas. La gran cresta que los había barrido se había desvanecido por el este y la siguiente ola gigante se acercaba bramando cada vez más próxima. Las escotas flotaban en la estela. La rueda del timón giraba enloquecida, mientras la vela mojada gualdrapeaba y el barco se bamboleaba impotente, sin nadie que lo dirigiera. El Dragón se balanceaba suspendido de la eslinga por las miras, golpeando su boca contra la cubierta.
Hardin vaciló un instante, debatiéndose entre el impulso de salvar el arma y la necesidad de accionar la rueda del timón. Y el mar ganó la partida. El cañón no le servía de nada sin el barco. Paró la rueda con freno de fricción, luego la hizo girar a fondo con fuerza y aguardó durante lo que le parecieron eones a que el velero se situara de popa al oleaje. Una ráfaga descarriada llenó sonoramente el foque, parcialmente enredado. La proa respondió, el barco empezó a avanzar y la popa fue girando lentamente al encuentro de la amenazadora cresta.
Hardin trabó la rueda del timón, saltó por encima de Ajaratu e intentó izar otra vez el Dragón a la eslinga. El cañón daba culetazos contra el mamparo delantero de la bañera, desprendiendo astillas del asiento transversal de teca, demasiado pesado, demasiado mojado, viscoso y engorroso para poder controlarlo. Hardin alargó los brazos para bajarlo con ayuda del aparejo de poleas.
Ajaratu se encogió, con los ojos desorbitados de terror, y Hardin pensó, por un breve instante, que era la primera vez que la veía asustada. Levantó la mirada. El cielo estaba negro, cubierto por el
Leviathan
.
El petrolero avanzaba pesadamente por encima de la cresta de la ola, como en las pesadillas de Hardin, a punto de aplastar al velero; la corriente ascendente de la ola seguía levantando el velero hacia el
Leviathan
, al mismo tiempo que el buque aplastaba la cresta y descendía sobre el barco.
Y, como en una pesadilla, Hardin no podía apuntar el arma. La ola había enredado irremediablemente el aparejo de poleas al barrer la cubierta. Hardin hizo un furibundo esfuerzo y levantó a fuerza de brazos la boca del cañón hacia el casco que pasaba frente a ellos, concentrando toda su voluntad en el disparo.
La sangre le zumbaba en los oídos, ahogando el rugido del
Leviathan
surcando la tormenta. Empezó a ver rojo. Una reposada voz desapasionada le decía en lo profundo de su mente que no conseguiría hundir al
Leviathan
de ese disparo. No le prestó atención. Bullía de deseos de hacer daño, de maltratar y mutilar, de abrir un agujero en el monstruo, de castigarlo.
—¡No! —chilló Ajaratu.
—Es mío —gritó Hardin.
—No —volvió a gritar ell—. ¡Será nuestro fin!
Agitaba frenéticamente el brazo señalándole la parte posterior del lanzamisiles. La boca de escape estaba pegada a la brazola de la bañera. Si Hardin disparaba, el cañón explotaría en sus manos.
Hardin acercó la cara a la mira. No le importaba. El misil saldría disparado de todos modos y, a tan corta distancia, no tenía que estar vivo para guiarlo. El costado del buque estaba a escasos metros de ellos; se distinguían las soldaduras del casco. Hardin buscó a tientas el gatillo. Un movimiento se interpuso en su campo de visión. Un movimiento distinto del paso del casco sobre la cresta de una ola, o del mar agitado, o del vaivén del velero. Ajaratu se abalanzaba sobre él, blandiendo una manivela de quince centímetros de largo.
Hubiera tenido tiempo de disparar antes de que ella le golpeara, pero la expresión de su cara le hizo recuperar el buen sentido. Se agachó para esquivar el golpe. La manivela le rozó una oreja. Hardin cogió a Ajaratu por la muñeca.
—De acuerdo, no ha pasado nada. ¡Larguémonos de aquí!
La soltó y la empujó hacia la rueda del timón.
Ajaratu paseó una mirada incrédula de la manivela del cabrestante al casco que pasaba veloz frente a ellos.
—¡Rápido! —bramó él—. ¡Vira a estribor! ¡O nos aplastará!
El
Leviathan
y el velero seguían avanzando en líneas paralelas, y en direcciones opuestas. La ola continuaba arrastrando al velero hacia arriba mientras el buque todavía no había terminado de bajar. Hardin pudo ver las planchas del fondo de su casco.
Plantó firmemente los pies en el suelo y se preparó para detener el golpe, pero cuando vio al
Leviathan
precipitándose sobre ellos empezó a pensar si no sería más sensato sacar la balsa salvavidas hinchable que llevaba debajo del asiento de la bañera,' en vez de intentar suavizar la colisión. Se quedó a la expectativa, hipnotizado, con el bichero en la mano, demasiado abatido por el miedo y la impresión y demasiado agotado para tomar una nueva decisión.
Exactamente igual que había ocurrido cuando había arrollado
La Sirena
, el
Leviathan
le había robado el viento al velero. El foque se cimbreaba inútilmente y el timón no parecía lograr el menor efecto. El velero se negaba a apartarse más de siete metros del petrolero.
—Acciona la rueda —gritó Hardin, pero Ajaratu permaneció inmóvil, con los ojos cerrados y la cabeza inclinada.
—¡Deja de rezar y mueve el timón! —bramó él.
Una ola menor se desprendió de la gran ola del Cabo que sostenía al
Leviathan
y se adelantó, creciendo con gran rapidez. Ajaratu accionó el timón para remontarla con la popa y el velero se movió arrastrado sobre su lomo, alejándose de la ola principal. La pequeña ola se desintegró a los pocos segundos, depositando al velero en el fondo de su seno, a un centenar de metros del petrolero.
El
Leviathan
pasó humeando por su lado, desprendiendo una enorme estela con su popa cuadrada que labraba el mar como un gigantesco cepillo de carpintero arrancando una gruesa y afilada viruta de madera sobre una tabla blanda. La ola de la estela se fundió con los restos fragmentados de la gran ola y la combinación se lanzó en pos del velero, desmoronándose como un edificio.
—¡Métete dentro! —exclamó Hardin.
Trabó la rueda del timón y arrastró a Ajaratu hacia la escotilla esquivando el lanzamisiles, que seguían balanceándose suspendido. Forcejeó con la cerradura, mientras observaba por encima del hombro la pared perpendicular de veinte metros de la ola. Ajaratu se arrastró escaleras abajo. La ola rugía más próxima. Hardin se metió por la escotilla y cerró el cuartel de un golpe.
—Sujétate.
Trepó sobre su litera —el espacio más reducido y más protegido del camarote— y ayudó a Ajaratu a instalarse a su lado. El monstruo se preparaba para el ataque. Su sombra oscureció el camarote. El velero estaba haciendo terribles esfuerzos por alcanzar la cresta, pero la pendiente era demasiado inclinada y la fragmentada faz de la ola demasiado caótica para ofrecerle una superficie sobre la cual deslizarse. La proa apuntaba hacia el fondo del océano. La ola se curvó sobre el velero y durante un largo, oscuro momento, el barco navegó dentro de un túnel de agua. Después la cresta se desmoronó. Y el velero dio un vuelco sobre la proa y quedó con el palo apuntando hacia abajo y la quilla mirando al cielo.
Una caja de herramientas de acero salió despedida a través del salón central, astilló la puerta anterior del camarote y volvió a rodar hasta el camarote de popa, en el otro extremo del barco. Hardin y Ajaratu se estrellaron contra el techo de la litera.
Acompañando el estrepitoso golpear y entrechocar de los objetos que caían y se rompían contra el suelo y al estruendo de la ola desenfrenada, un desgarrador ruido rechinante sacudió el velero; era el motor diesel que temblaba en su emplazamiento. Hardin contuvo la respiración, esperando que de un momento a otro arrancara de cuajo las tuercas que lo sujetaban y se precipitara a través del techo.
Una débil luz atravesaba las aguas y se filtraba por las ventanas y escotillones invertidos. Después, el barco dio un brusco vuelco, enderezándose impulsado por las tres toneladas de peso de su quilla. La pareja fue proyectada fuera del hueco de la litera y todo lo que había caído sobre el techo empezó a precipitarse en cascada en torno a ellos. Sus gruesas prendas impermeables les protegieron de las astillas de los vidrios rotos, pero Hardin se cortó la mano al intentar incorporarse.
El velero volvió a tumbarse y quedó boca abajo otra vez. El Dragón se estrelló contra la lumbrera de metacrilato, destrozándola, y un torrente de agua helada penetró por el boquete.
El agua fue subiendo por encima de los fragmentos de loza y vidrios rotos, rechinando como el oleaje sobre una playa de guijarros. Hardin y Ajaratu, sumergidos hasta las rodillas en el agua que inundaba el techo del devastado salón, aguardaron que la presión de la quilla volviera a enderezar el velero. Pero el peso suplementario del agua que acababa de entrar lastraba el casco invertido, estabilizándolo sobre el henchido reflujo de la ola gigante y reforzando su resistencia al peso de la quilla. La luz se hizo más tenue y el agua empezó a lamerles las rodillas.
—Nos estamos hundiendo —dijo Ajaratu sin entonación en la voz.
Pero su mano sana se hundió aterrorizada en el brazo de Hardin.
—Se enderezará —declaró él, rogando a gritos para sus adentro que llegara pronto otra ola.
Era su única oportunidad de recuperar la posición normal, pero ¿dónde estaba? Parecían haber transcurrido varios minutos desde que habían volcado. Y entonces, con repentino horror, Hardin recordó cómo se habían aplanado las aguas después de que el
Leviathan
arrollara a
La Sirena
. ¿Cuánto rato tendría que transcurrir antes de que una ola lograra penetrar en la estela del petrolero y sacudiera, aunque fuera levemente, el velero?
—¿Peter?
—Estoy aquí.
La estrechó contra él para consolarla. Estaban casi completamente a oscuras.
—Te quiero.
En el camarote reinaba un gran silencio, interrumpido sólo por el eco de la capa de agua cada vez más alta chapoteando entre mamparo y mamparo. El velero empezaba a hundirse rápidamente.
—¿Peter? Dime que me quieres.
El barco seguía hundiéndose, pero el agua que inundaba el camarote no subió de nivel en la medida correspondiente. Se estaban precipitando en el seno de una ola.
—¡Miénteme! Por favor. Dime que me quieres.
—Una ola —exclamó Hardin—. Sujétate, va a golpearnos.
El barco empezó a subir bruscamente, escoró sobre el costado y se enderezó con una sacudida. Un torrente de agua se precipitó rugiendo por la lumbrera rota. Hardin no pudo seguir sujetando a Ajaratu y se precipitó de cabeza en el agua que ya les llegaba a la cintura. Fue avanzando entre los golpes de las tablas del piso que flotaban sueltas; al llegar al otro extremo del camarote, por fin pudo asentar firmemente los pies bajo la lumbrera que no cesaba de vomitar agua. El velero salió a flote lentamente desasiéndose de las garras de la ola gigante. Un torrente de luz inundó el camarote y se interrumpió la cascada de agua. Algo se estrelló con fuerza contra el casco.
—¡Ajaratu!
—Estoy aquí.
La muchacha emergió medio andando, medio nadando del camarote de proa. Hardin ya había sacado sus cortacables del bolsillo de la parka. Empezó a subir por la escalera voceando instrucciones e intentando esquivar los golpes del Dragón, que se balanceaba desenfrenadamente, suspendido de la escotilla destrozada, al compás de las bruscas sacudidas del barco.
—Tráeme un foque y un martillo y clavos. Y busca varios cubos y cazos.
Ajaratu volvió a abrirse paso hacia el camarote de proa, camino de los pañoles de las velas. El objeto que había golpeado el casco volvió a sacudirlo brutalmente.
—No —gritó Hardin—. ¡Las herramientas primero!
Subió temeroso a la cubierta, con el pánico que impregnaba su voz resonándole todavía en los oídos.
La destrucción era total. Las olas habían barrido las cubiertas del velero hasta dejarlas completamente desnudas, aplastando el palo, arrancándole la rueda del timón, las bocas de ventilación, el pulpito de proa y los cabos salvavidas, con sus puntales y la mayor parte de la regala. La botavara yacía atravesada sobre el techo de la cabina, desgajada del palo, pero unida al barco por el arma antitanques que colgaba en el camarote.
El mar había actuado de manera caprichosa, como un tornado que es capaz de clavar una brizna de paja en un roble. Inexplicablemente, había arrancado de cuajo el molinete de la driza del génova, profundamente encastrado, y en cambio el tangón del
spinnaker
continuaba intacto, firmemente sujeto a sus amarras a menos de medio metro de distancia de aquél.