El
Leviathan
hendía las olas levantándolo hacia el cielo a su paso, mientras avanzaba hocicando entre la fuerte marejada del Cabo. El segundo oficial deseaba que diera un vistazo a los indicadores de la presión de proa. Las planchas de acero estaban soportando enormes presiones. El capitán ordenó reducir la velocidad a dos tercios.
Ogilvy estuvo vigilando un rato la situación, comparando las indicaciones de los instrumentos con sus reacciones mentales y físicas ante el buque. A pesar del atronador estallido que se escuchaba cada vez que el
Leviathan
aplastaba una ola, todavía no se sentía preocupado. Tras muchos fracasos con las proas, los diseñadores de petroleros habían aprendido un par de cosas y la proa achatada del
Leviathan
era mucho más resistente que las de otros barcos más pequeños.
Sin embargo, en vista de que el oleaje era cada vez más fuerte —y recordando los tiempos de guerra—, había decidido cenar en el puente. Su camarero se lo tomó como si se tratara de un picnic un poco agitado y preparó un festín de pequeños bocaditos sobre una bandeja de plata que depositó debajo de una de las ventanas del puente, que estaba provista de un limpiaparabrisas, a fin de que Ogilvy pudiera vigilar el mar mientras comía.
La tormenta empezó a azotarles en serio a las 21.00 horas. El capitán dio orden de reducir la velocidad de dos tercios a la mitad y, valiéndose del radar de corto alcance para detectar las caprichosas olas que se ocultaban detrás de los gigantes de el Cabo, inició una maniobra jamás realizada a bordo del
Leviathan
. Empezó a hacerle esquivar las olas, avanzando zigzagueante entre ellas como si fuera un carguero de diez mil toneladas.
Un buque corriente no habría podido sobrevivir. En todos los años que llevaba en el mar, Ogilvy no había visto jamás una tormenta como ésa. Había podido ir creciendo a lo largo de cuatro mil millas de océano y no había perdido ni una sola.
A medianoche, cuando el capitán ya pensaba que la situación no podría ser peor, de pronto el chirrido del viento que azotaba la caseta del puente dobló su volumen. El buque escoró fuertemente bajo el nuevo impacto y, por segunda vez aquella noche, el
Leviathan
hizo algo que no había hecho nunca hasta entonces. Ogilvy dio orden de abandonar el timón y el buque empezó a ser llevado por la tormenta.
Al amanecer, se habían acercado peligrosamente a tierra y el capitán se vio obligado a ordenar un viraje hacia el sur. Entonces una gran ola causó los primeros estragos. El
Leviathan
se tambaleó —él jamás hubiera creído posible que nada pudiera tambalear una mole de esas dimensiones— y las agujas de los indicadores de presión de la proa se precipitaron hacia la zona de la esfera y quedaron clavadas allí, destruidas por el impacto.
Ogilvy no tenía manera de valorar los daños sufridos. Las dos terceras partes delanteras del buque quedaban fuera de su alcance hasta que cesara la tormenta. No existía ningún pasillo interior que comunicara con las proas y cualquier hombre que osara subir a cubierta, o incluso recorrer la pasarela que unía las instalaciones contra incendios, sería arrastrado por las olas.
El buque volvió a bambolearse; el impacto sacudió la cubierta y esa vez Ogilvy no necesitó una relación de los daños sufridos para saber que las proas empezaban a ceder. Ordenó que pusieran los motores marcha atrás para salvar los delgados mamparos que formaban las cisternas de proa, pero antes de que pudieran detener el empuje de la inercia que arrastraba al
Leviathan
hacia delante, una tercera ola golpeó la proa, causando, según descubriría más tarde, los peores estragos.
Como el conde de un castillo asediado, perdido el contacto con sus ejércitos lanzados al contraataque, Ogilvy aguardó, ciego e ignorante, imaginando lo peor mientras el buque empezaba a hundirse. Con los motores marcha atrás y todas las bombas de achique en acción, retrocedió alejándose de la tormenta, con la proa de cara al oleaje, como una hormiga arrastrando a su paralizada víctima hacia el hormiguero.
Gracias a una anticuada disciplina y a las viejas cualidades marineras habían logrado salvar la situación. Su tripulación había trabajado como una cuadrilla de condenados negros para impedir que el agua llegara a la sala de máquinas. Si ésta se hubiera inundado y hubieran perdido potencia, el
Leviathan
habría zozobrado. Cuando amainó un poco la tormenta, el capitán Ogilvy dio media vuelta y retrocedió hacia Table Bay.
Fue entonces cuando la radio se estremeció con el estallido de las protestas de los sudafricanos. El
Leviathan
era demasiado grande. El
Leviathan
constituía una amenaza para Ciudad del Cabo. Los buques que en vacío desplazaran más de trescientas mil toneladas tenían expresamente prohibida la entrada al puerto. Los diques secos eran demasiado reducidos. No podrían encargarse de las reparaciones. Si el
Leviathan
se hundía en las vías de acceso bloquearía el puerto.
Ogilvy estaba indignado. Esa negativa a prestarle auxilio, esa intención de abandonar su buque y sus hombres a la acción de los elementos, constituía el ejemplo definitivo de la venalidad de las gentes de tierra. Resultaba una ironía que las personas que se hallaban en una situación más segura sobre ese planeta de Dios fueran las menos caritativas. Ignoró las protestas y continuó avanzando penosamente marcha atrás hacia la bahía de Table Bay mientras sus proas seguían hundiéndose más y más. Las olas de la tormenta continuaban rompiendo en la bahía y la travesía del puerto, hasta que por fin echaron el ancla frente al muelle Duncan, estuvo plagada de dificultades.
Ogilvy había anclado el buque allí por dos razones. En primer lugar, era el punto más próximo a los astilleros hasta el cual podía llevar su nave de gran calado. Pero lo más importante era que su buque quedaba situado así en la parte de mayor tráfico del puerto, de modo que a los propios sudafricanos les interesaría concluir las reparaciones lo más pronto posible para poder despejar el paso.
El capitán cogió otra vez la medalla y esbozó una leve sonrisa. El capitán del puerto había amenazado con arrestarlo. Pero ya era demasiado tarde. Estaban ante un hecho consumado. Su buque estaba salvado.
Sus oficiales habían regresado a Inglaterra hasta que hubieran concluido las reparaciones, pero Ogilvy había permanecido a bordo del
Leviathan
con una tripulación mínima. Esos días se sintió más estrechamente vinculado al horrible monstruo que en ningún otro momento. Día tras día permaneció sentado a solas en el puente sobre un alto sillón de cuero, vigilando el progreso de los trabajos sobre la distante proa. ¿Cómo decía ese proverbio chino? Quien salvaba la vida de un hombre, se hacía responsable de él hasta el fin de sus días. Lo mismo debía ocurrir, imaginaba, con un buque.
La cerilla se inflamó y no tardó en apagarse.
Hardin se dirigió nuevamente a la cocina, sacó una segunda cerilla del frasco, volvió a taparlo, y la encendió. La llama ardió con fuerza. Atravesó lentamente el camarote, protegiendo la llama de la brisa que levantaba su cuerpo al moverse y la sostuvo sobre los cojines. La llama parpadeó, se inclinó hacia delante y se apagó. Un tenue penacho de humo cruzó velozmente la pira ya preparada.
Con mucha paciencia, Hardin volvió otra vez a la cocina en busca de otra cerilla. Un soplo de aire fresco entró por la escotilla central y le abanicó la cara. Se detuvo indeciso. Todavía no le había mandado la señal a la energía. Entonces oyó crujir la botavara sobre su cabeza y las palabras que resonaban en su mente empezaron a parecerle desvaríos de un extraño.
Como en un trance, subió a la cubierta. Vio que el
spinnaker
estaba en el agua, con el puño de escota enredado en un puntal. Lo subió a bordo con gesto automático y vació el agua de sus pliegues. La vela mayor empezó a crepitar sobre él. La botavara se extendió hacia estribor. Hardin sujetó la escota a la cornamusa.
Una pequeña estela empezó a borbotear por la popa. Leves ventolinas agitaban las aguas. Una racha de viento enardeció las zonas llanas que quedaban entre una y otra y el velero le respondió con una pequeña ola de proa coronada de blanco.
La radio le transmitió la hora, la fecha y los partes meteorológicos. Ese viento era la avanzadilla de un sistema de intensas altas presiones que remontaba veloz el océano índico, en pos del monzón ya en retirada. Recordó los depósitos de combustible vacíos y apagó la radio. No tenía motor, ni generador, ni sistema alguno de poder recargar las baterías. Su última anotación en el cuaderno de bitácora databa de cuatro días atrás y acababa en un incomprensible embrollo de palabras y símbolos.
Al día siguiente se encontró depositado de manera del todo inesperada en el cálido, húmedo y brumoso monzón. La gran masa de aire en movimiento arrastró al velero consigo y sus potentes vientos empujaban al velero sobre las grandes olas en movimiento, que avanzaban a un ritmo tan constante y seguro como el del viento, ofreciéndole la posibilidad de alcanzar grandes velocidades con muy poco riesgo.
El rocío de las olas y la densa humedad lo empapaban todo y el viento constante que hinchaba el par de foques constituía la única compensación por el malestar de ese calor húmedo. En todas partes se acumulaba el agua; sobre las cubiertas y aparejos, por dentro y por fuera. Goteaba de los techos, empapaba las ropas de cama, ponía viscoso y resbaladizo el suelo del camarote, impregnaba sus cartas de navegación, mojaba las galletas y debilitaba las baterías.
Se disponía a zarpar. Los remolcadores ya estaban apostados a su lado, la tripulación había vuelto de los bares y burdeles de Ciudad del Cabo, los oficiales había regresado en avión de Inglaterra y Bahrein, los depósitos de combustible estaban llenos y la cocina bien aprovisionada.
El nuevo sillón de Ogilvy estaba situado casi en la mitad del puente, inmediatamente detrás de las ventanas un poco a estribor de la línea de visión del timonel. El capitán se veía tan alto sentado en él como cuando estaba de pie el antepecho de madera de las ventanas le servía de apoyo.
—¿Sí, número dos?
—Los prácticos están a bordo, señor. Todo está listo para zarpar.
—Tráigamelos aquí.
La proa del
Leviathan
apuntaba hacia el norte, siguiendo la dirección de la costa de la abierta bahía. Un fondeadero perfectamente inútil; cuántas noches había permanecido despierto en su camarote mientras el
Leviathan
, retenido por sus anclas, se balanceaba fuertemente sobre las encrespadas olas del noroeste que agitaban las aguas del puerto como una turbulenta multitud de aficionados al fútbol pisoteando el césped de un pueblo.
El práctico se acercó a él con la mano extendida, luciendo una gran sonrisa falsa sobre su cara redonda. Su ayudante sonreía detrás de él, también rubio y con una cara igualmente redonda.
—No se preocupe, capitán. Lo sacaremos en menos de lo que tarda una oveja en agitar la cola un par de veces.
Ogilvy permaneció sentado, con las manos sobre las rodillas. Nunca le había gustado la mentalidad de personas acosadas de los sudafricanos y mientras reparaban el
Leviathan
había podido confirmar sus prejuicios. No había dejado de preocuparse ni un momento por sus preciosas costas y su odio contra los petroleros era casi equiparable al temor que les inspiraban los negros, que al final acabarían empujándolos al mar.
El capitán lanzó una mirada hostil a los prácticos del puerto y luego ejerció sus prerrogativas de mando.
—Usted, señor —dijo dirigiéndose al primer práctico—, no se moverá de donde está y se limitará a responder a mis preguntas, si deseo hacerle alguna. Conozco bastante bien su puerto, después de haber entrado en él sin ayuda de ningún práctico con un fuerte ventarrón y después de vivir en él a bordo de este buque el tiempo suficiente para aprender todos sus canales de navegación.
El práctico intentó decir algo.
—Número dos —gritó Ogilvy—. Prepárese para zarpar.
Salió al ala de estribor para supervisar la operación de levar anclas. Los remolcadores se deslizaron bajo el casco y los curiosos observaron asombrados el espectáculo desde el rompeolas exterior del muelle Duncan y desde una multitud de pequeños barquitos que pululaban como moscas en torno al
Leviathan
.
El buque volvió a la vida con un estremecimiento. Las hélices cortaron el agua, removiendo el fango gris del fondo del puerto. El petrolero empezó a virar majestuosamente, se desprendió de los remolcadores y emprendió la marcha rumbo a alta mar.
El avión de El Al despegó para su viaje Nairobi-Tel Aviv y el joven israelí que ocupaba el asiento contiguo le preguntó a Miles Donner si era turista. Llevaba pantalones color caqui y una descolorida chaqueta de explorador y examinaba las costosa ropas y cámaras de Donner con franca hostilidad.
—Voy a Jerusalén por asuntos de negocios —le explicó amablemente Donner.
—¿Es inglés?
—Sí —respondió Donner.
Tenía los ojos vidriosos de agotamiento; se disponía a acostarse para pasar su última noche en Ciudad del Cabo cuando había recibido la orden de presentarse en el cuartel general de la Mossad. Ocho horas de vuelo hasta Nairobi, una espera de tres horas en el aeropuerto y ahora otras seis horas más de viaje. Después tendría que cruzar Israel y enfrentarse a la música sin haber dormido. Había decidido beber un poco de vino y echar un sueño en el avión. Y no preocuparse intentando adivinar el motivo de la súbita llamada.
—¿Es judío? —le preguntó su compañero de viaje.
El joven tenía los modales francos, desenvueltos, casi arrogantes de un sabrá.
—Si —dijo Donner—. ¿Qué hacía usted en Nairobi?
El otro sonrió.
—Soy asesor agrícola. He estado doce meses en la selva.
—Supongo que estará contento de regresar a casa.
El joven le respondió con un encogimiento de hombros.
—¿Ha estado en Israel últimamente?
Miles asintió con la cabeza.
—Creo que la situación ha empeorado. Los precios.
Otro encogimiento de hombros. Después sus ojos negros chispearon airados.
—Claro que a usted no deben preocuparle los precios.
Donner rió.
—¿Ha conocido alguna vez a un inglés rico?
Esta salida provocó una gran sonrisa en la boca descarada del sabrá, pero su rostro tostado por el sol volvió a ensombrecerse cuando descubrió el costoso reloj de Miles.