El verdadero problema, decidió Hardin, era que los dos o tres tumbos que había dado el velero —no sabía concretamente cuál de ellos— lo habían magullado de maneras y en lugares imposibles de detectar. El resultado era que el velero había quedado reducido a unas condiciones equivalentes a los de otros barcos más corrientes, expuesto a sufrir flaquezas materiales que nunca lo habían preocupado hasta entonces. Ello no preocupaba demasiado a Hardin, acostumbrado a mimar
La Sirena
con sus veinte años a cuestas y varios otros barcos de madera que la habían precedido.
Y el velero seguía siendo endiabladamente rápido.
Cinco días después de zarpar de Durban, avanzaba raudo por el este de Bassas da India, una isla situada a mitad de camino entre Mozambique y la isla de Madagascar. El viento siguió soplando y Hardin se adentró a la carrera por el canal de Mozambique, cubriendo las cuatrocientas millas de distancia entre Bassas de India y la isla Juan de Nova en el asombroso plazo de dos días.
Bordeó la costa oriental de la azul masa volcánica fuertemente inclinada de Anjouan —una de las islas Comores— y abandonó el canal para poner rumbo al nordeste en dirección al océano índico y luego subir bordeando la costa del África oriental.
El tráfico de buques cisterna era intenso en esa ruta y en numerosas ocasiones divisó varios grandes petroleros juntos.
Los torpes buques dominaban los canales de tranco marítimo, creando con su presencia una constante amenaza para las embarcaciones más pequeñas. Por razones de seguridad y para mantener oculta su presencia, Hardin modificó su curso desviándose algunos grados hacia el este. Apartándose cada vez más de la costa, fue dejando atrás el suave invierno sudafricano para introducirse en el calor ecuatorial, apenas iniciado su viaje de dos mil quinientas millas hasta el verano de Arabia.
Las estaciones meteorológicas informaban que el monzón del sudoeste se estaba prolongando más de lo habitual ese año, pero ya estaban a finales de agosto y Hardin se encontraba todavía mil millas al sur del ecuador, y septiembre era el mes de transición en el cual amainaban los potentes vientos, para volver luego sobre sus pasos y soplar borrascosamente hacia el sur desde el mar de Arabia. Confiaba poder alcanzar los últimos soplos del monzón en su camino hacia el norte, o al menos el breve período de calma antes del monzón del invierno, y forzó la marcha del velero, temeroso de lo que podría ocurrir si los vientos rolaban demasiado pronto.
Pero ocurrió algo peor. Tras una semana y media de vientos constantes, de pronto se encontró inmovilizado en una zona de calmas en pleno océano índico, un centenar de millas al norte del ecuador y bastante al este de las vías de tráfico marítimo. El viento se detuvo súbitamente. El mar quedó plano y el sol ardiente extendió una capa de cegadora calima hasta donde alcanzaba a divisar su mirada.
El silencio era absoluto. Habían cesado incluso los chasquidos del timón automático y el
taptap
de las drizas contra el palo. No había olas, ni siquiera ondulaciones, ni un solo movimiento sobre la superficie del mar el velero estaba tan quieto como una copa sobre una mesa de vidrio.
Cuando comprendió que la calma posiblemente duraría algunas horas, decidió ocuparse del barco, bombeó el agua que llenaba el sollado, limpió la cocina y la letrina, puso orden en el camarote, aireó sus ropas de cama, lanzando de vez en cuando una mirada a la superficie del mar, en espera de algún cambio.
El calor fue haciéndose más intenso, el aire más denso. Montó una toldilla encima de la bañera y se quitó la camisa, y después los shorts que cambió por la comodidad de un taparrabos de suave toalla absorbente.
La mañana siguiente, después de pasar la noche en cubierta donde se estaba más fresco, observó que el jabón y los restos de la cena que había tirado por el desagüe de la cocina continuaban flotando junto al barco.
La capa grasienta permaneció allí inmóvil durante varios días.
Se arrastró por la sofocante sentina en una nueva e infructuosa búsqueda de posibles vías de agua. Esa calma podría haber sido una buena ocasión para revisar el casco debajo del agua, pero a pesar del calor, Hardin se resistía a arrojarse por la borda, por miedo a los tiburones.
Una y otra vez se le aparecía la misma imagen aterradora. Estaba trabajando bajo el agua, toda su atención concentrada en el casco. Entonces una oscura sombra negra en forma de torpedo, más larga y más gruesa que su propio cuerpo, emergía veloz de las profundidades. Y le atrapaba sin darle tiempo a moverse.
Un atardecer, como conjurado por su imaginación, un tiburón se asomó a la superficie. Medía fácilmente un tercio de la eslora del velero. Sacó la cabeza fuera del agua y se quedó mirando como él lo miraba. Se paseó un par de veces frente a él, haciendo balancear el barco por primera vez desde que había cesado el viento. Después se zambulló hacia las profundidades y ya no volvió. Hardin se quedó esperando la reaparición del pez, ansioso de ver algún movimiento.
Para llenar las pesadas horas, realizó docenas de tareas útiles, aunque no imprescindibles. Estaba apretando los tornillos de la caja del motor cuando cayó en la cuenta de que el mango de su destornillador era en realidad un círculo de palancas, una infinita sucesión de palancas con su punto de apoyo en el eje del destornillador, separadas por un número infinito de espacios triangulares.
Empezó a preguntarse si sería posible reducir cualquier herramienta a los componentes simples de una palanca y un punto de apoyo. ¿Una llave de tuerca, por ejemplo? Saltaba a la vista que era una palanca, con la tuerca que hada girar como punto de apoyo. ¿Unos alicates? Dos palancas. ¿Los pistones del motor? La idea no parecía funcionar en ese caso. Tal vez distribuían la energía a través de palancas. No podía concentrarse.
Se durmió bajo el denso calor hasta embriagarse de sueño y de sol, y al fin decidió utilizar el motor. Era una cuestión de tiempo contra combustible. Pasó varios días avanzando a ratos con el motor, buscando los últimos restos del monzón, hasta que se le acabó el fuel. Maldijo su estupidez. En adelante sólo podría contar con el viento para efectuar cualquier maniobra, sólo podría hacer funcionar la radio con las baterías y no tendría manera de recargarla cuando se le agotaran.
Después no podría recordar en qué momento se fijó por primera vez en los triángulos, pero el caso es que un día advirtió que su barco estaba totalmente compuesto de triángulos. Trazó con la mirada los triángulos de los estays y el palo. El estay de proa se extendía en una línea oblicua desde el extremo de la proa hasta el tope del palo, formando un triángulo con el estay y la cubierta. El estay de popa formaba otro triángulo. Los obenques formaban triángulos sobre los separadores.
El triángulo más grande era el de la vela mayor, majestuosa en su osadía, llenando con todo atrevimiento su espacio triangular de blanco dacrón, en tanto que los triángulos de los estays sólo encerraban aire. El foque era otro triángulo descarado.
Y había muchos otros, sobre la cubierta y abajo: los triángulos más pequeños de la proa y la cabina; la bodega de proa, la escalera del camarote, el eje de la hélice, el techo del camarote; y muchos otros.
Las puntadas de las costuras de las velas encerraban millares de ellos. ¿Los fabricantes de velas habrían descubierto casualmente los triángulos o conocían el secreto desde antiguo? Tal vez el secreto estaba en la trama de la tela.
La inspeccionó minuciosamente, pero aunque la examinó desde todos los ángulos no logró encontrarlos. Los fabricantes de velas se habían guardado el secreto para su uso exclusivo. Estaba seguro de que los triángulos se hallaban escondidos en algún lugar recóndito de la trama.
Se precipitó hacia los pañoles de las velas. ¡Naturalmente!
Los triángulos estaban ocultos en las velas más resistentes. Sacó un tormentín de la bolsa, pero no tardó en apartarlo disgustado. Eran demasiado listos para esconder sus triángulos en esa vela.
El grueso
spinnaker
. Ésa era una vela llena de secretos —tan grande e inflada como un globo bajo el viento—, que aparentaba ser redonda ocultando su verdadera forma, la forma de un triángulo.
Se llevó la vela a cubierta, la extendió sobre el barco, desde el palo hasta el timón, y se arrastró a gatas sobre ella, con la cara pegada al arrugado nailon. Cuando cayó la noche, se desplomó sobre la tela y sollozó lleno de frustración. Los fabricantes de velas habían ocultado sus triángulos con terrible cuidado. Jamás lograría dar con ellos.
Durmió encima de la vela. La mañana siguiente —había perdido la cuenta de qué día era— amaneció con un calor sofocante. Se despertó con los sentidos embotados y se mojó la cara con la tibia agua del mar. Deseaba tomar un café, pero el asunto que tenía entre manos era demasiado importante para demorarlo.
Retiró la lente del ocular de los prismáticos y se valió de ella como lupa para escudriñar la trama del tejido de la vela. Al mediodía, a pesar del sol infernal, había hecho un importante descubrimiento. El
spinnaker
era una trampa.
Y había cometido la estupidez de dejarse coger en ella, a pesar de tener la auténtica respuesta delante de los ojos, suspendida del palo. La vela mayor. Naturalmente, la mayor. Allí encontraría los triángulos. Arrojó el
spinnaker
impostor al agua, diciéndose que había sido una suerte descubrir que era un engaño entonces y no cuando lo necesitara. Luego acercó su improvisada lupa a la vela mayor, con el corazón palpitante de expectación.
No se había equivocado. La tela estaba llena de triángulos, era un verdadero almacén de ellos. Se echó a reír con fuertes carcajadas. Había descubierto el secreto de los fabricantes de velas. Se sintió embriagado de triunfo. Ignoraba que poseyera semejante poder. Entonces se le ocurrió que un hombre capaz de burlar a los fabricantes de velas, un hombre con la inteligencia suficiente para desentrañar los secretos que aquéllos habían urdido en sus recónditas buhardillas, un hombre dotado de tales poderes podía cepillarse la calma.
Y entonces, cegadoramente, se le apareció la solución. La gran revelación. La definitiva clarividencia. Irónicamente, no tenía nada que ver con los triángulos ni con los mezquinos secretos de los fabricantes de velas. No. Se trataba de la clarividencia de los dioses. La clarividencia del
Leviathan
.
Así operaba el petrolero.
Siempre lo había sabido, naturalmente, sólo que jamás había tenido necesidad de ese conocimiento hasta entonces. Uno llevaba incorporado ese nivel de clarividencia, no podía adquirirlo con el tiempo. Era algo que o bien se sabía, o bien no se sabía, simplemente.
Reunió todas las lámparas de petróleo del barco en el salón y amontonó los almohadones de los sofás encima de la mesa del comedor. Sin precipitarse, con la seguridad que le daba la certeza de saber perfectamente cómo debía proceder, retiró los tubos de vidrio de las lámparas de petróleo, los envolvió con toallas y los guardó con cuidado en el armario situado debajo de la pica de la cocina. Después desenroscó los soportes de las mechas y secó cuidadosamente cada mecha a medida que iba sacándolas del depósito de la lámpara. Procurando no derramar ni una gota de petróleo, fue dejando las mechas en la pica, pues había comprendido que no podía perder tiempo guardándolas una por una en ese momento. La energía empezaba a acumularse.
Puso las lámparas boca abajo y fue vaciando el contenido de los depósitos sobre los almohadones. El camarote apestaba a petróleo, pero eso era lo de menos. Su plan se encargaría de resolverlo. El viento disiparía el olor en cuestión de segundos, al mismo tiempo que llenaba las velas triangulares y empujaba el velero hacia el norte, al encuentro del monzón.
Cogió una cerilla del frasco hermético que tenía junto a la cocina, lo depositó al lado de la tira de papel de lija y subió a cubierta para inspeccionar el cielo. Su astucia era impresionante. El cielo presentaba la tonalidad azul mortecino de siempre. Nada permitía adivinar que allí mismo, tan cerca, se almacenaba una enorme cantidad de energía, aguardando sólo que apareciera el cerebro capaz de liberarla.
Bajó las escaleras, riendo para sus adentros. Como todo en esta vida, la solución era muy sencilla. Bastaba conocer la manera de hacer la señal a la energía y la energía era de uno. Encendió la cerilla y acercó la llama a la mesa. Reía a carcajadas. Él conocía la señal.
Cedric Ogilvy balanceó la medalla suspendida de su cinta y la arrojó al aire. La medalla fue a caer con un levísimo ruido entre los papeles que cubrían su improvisado escritorio. Lloyd's de Londres le había concedido esa medalla para premiar sus «servicios meritorios». Un director de la compañía se había trasladado incluso en avión hasta allí para imponerle la condecoración.
¿Servicios meritorios? el capitán era un hombre orgulloso que apreciaba los símbolos con que Gran Bretaña premiaba las hazañas excepcionales —había recibido también su porción de condecoraciones con motivo de la guerra—, pero no obstante había acogido cínicamente esa última medalla. Desde luego, gracias a él la compañía aseguradora se había ahorrado sus buenos dineros. Varios millones de libras esterlinas. Y ellos le convertían en héroe de la Lloyd's, a pesar de que los periódicos sudafricanos continuaron atacándole furiosamente varias semanas después de que entrara con su barco en la bahía de Table Bay, desafiando a las autoridades del puerto de Ciudad del Cabo, que habían intentado cerrarle el paso.
La medalla había aterrizado sobre una carta de felicitación de la compañía. El capitán Ogilvy no creía ninguna de sus palabras. Tenia la muy extraña sospecha de que no les había alegrado que salvara al
Leviathan
. Con la presente sobreabundancia de petróleo y también de petroleros en el mercado mundial, el
Leviathan
no les rendía tantos beneficios como habían esperado. Por ejemplo, prácticamente habían tenido que regalar el último cargamento a la refinería de Fawley, antes de retornarlo a Arabia con la frase: «Lo lamentamos, no hay compradores».
«Bajo unas condiciones que podrían haber impulsado a otro capitán a abandonar su navío —decía la carta de Lloyd's—, el capitán Ogilvy se mantuvo firme y supo llevar a buen puerto su buque».
Había sido como atravesar una condenada línea de fuego, pensó tristemente Ogilvy. Sólo les había faltado disparar contra su proa…, en más de un momento había temido no volver a ver ese puente. La tarde que se aproximaron a la tormenta, cuando el cielo empezó a oscurecerse con los nubarrones del invierno meridional, su segundo oficial le había pedido que subiera al puente.