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Authors: Henning Mankell

Tags: #General Interest

El cerebro de Kennedy (30 page)

BOOK: El cerebro de Kennedy
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–¿Dónde vive?

–Demasiado lejos para ir a pie. Pero Ricardo, el que la recogió en el aeropuerto, puede llevarla por un módico precio.

–Me gustaría mucho visitar a Adelo.

–Adelinho. Apréndase bien su nombre. Desde que sus cuadros empezaron a tener aceptación, se ha vuelto un tanto vanidoso. Le pediré a Ricardo que se prepare para salir dentro de una hora.

–Con media hora tengo bastante para desayunar.

–Pero Ricardo no. Siempre procura que su viejo
jeep
esté bien limpio cuando le encargan que lleve de excursión a una mujer hermosa. Estará esperándola ahí fuera dentro de una hora.

Louise se tomó el desayuno sentada a una mesa dispuesta a la sombra de un árbol. Un hombre nadaba en la piscina, un largo tras otro, a lentas brazadas. Un perro lanudo fue a echarse a sus pies.

Un perro cazador africano. De pelaje tan hirsuto como los perros con los que yo jugaba de niña. Ahora, mi padre tiene el pelaje tan tieso como el tuyo.

El hombre que nadaba subió las escalerillas de la piscina. Louise descubrió entonces que tenía una pierna cortada a la altura de la rodilla. A saltitos, se acercó hasta una tumbona sobre la que yacía su prótesis. El camarero, que iba descalzo, preguntó a Louise si quería otro café antes de saludar con un gesto al hombre que acababa de salir del agua.

–Nada todos los días del año. Incluso cuando hace frío.

–Ah, pero ¿puede hacer frío en este país?

El camarero adoptó un aire de embarazo.

–Bueno, en el mes de julio podemos llegar a los cinco grados. Y entonces hace frío.

–¿Cinco grados bajo cero?

Louise lamentó haber preguntado al ver la expresión del camarero. Éste le sirvió otra taza de café y recogió unas migas de pan que el perro no tardó en lamer. El hombre de la tumbona ya se había puesto la prótesis.

–El coronel Ricardo es un hombre poco común. Es nuestro chofer. Ha participado en muchas guerras, según cuenta él mismo. Pero nadie lo sabe con certeza. Hay quien dice que, en una ocasión en que estaba muy borracho, se le quedó trabada la pierna en las vías del tren y que ahí la perdió. Pero no se puede estar seguro. El coronel Ricardo es un hombre diferente a los demás.

–Me han dicho que suele mantener su
jeep
muy limpio y ordenado.

El camarero se inclinó hacia ella con gesto confidencial.

–El coronel Ricardo pone mucho cuidado en mantenerse a sí mismo muy limpio y arreglado. Pero la gente suele protestar por lo sucio que está su
jeep
.

Louise firmó la nota antes de ver desaparecer al coronel en dirección a la salida del hotel. Con la ropa puesta, no se apreciaba que la mitad de su pierna era ortopédica.

La recogió ante la puerta del hotel. El coronel Ricardo tenía más de setenta años. Estaba en buena forma física y bronceado por el sol. Llevaba el cabello gris cuidadosamente peinado. «Un europeo con muchas gotas de sangre negra», concluyó Louise. «Su historia familiar debe de ser fascinante.» El coronel hablaba inglés con acento británico.

–He sabido que la señora Cantor desea conocer al célebre Rafael de nuestra isla. Él apreciará su interés. Tiene debilidad por las visitas femeninas.

Louise se acomodó en el asiento contiguo al del conductor. El coronel pisó el acelerador con su pierna artificial y emprendieron el viaje por un camino de fango que serpenteaba por entre la altísima hierba en dirección a la parte sur de la isla. Conducía a trompicones y apenas se molestaba en reducir la velocidad cuando el camino se convertía en un auténtico lodazal. Louise se agarraba con ambas manos para no salir despedida del vehículo. Los indicadores del salpicadero apuntaban al cero o vibraban señalando velocidades y temperaturas imposibles. Se sentía como si viajara en un vehículo militar en plena guerra.

Media hora más tarde, el coronel detuvo el
jeep
. Habían llegado a una zona de la isla cubierta por un espeso bosque. Entre los árboles se atisbaban unas chozas de techo bajo. El coronel Ricardo advirtió mientras señalaba con el dedo:

–Ahí vive nuestro querido Rafael. ¿Cuánto tiempo quiere quedarse? Es decir, ¿cuándo quiere que la recoja?

–¿Así que no va a esperarme?

–Soy demasiado viejo y ya no tengo tiempo para esperar. Volveré a buscarla dentro de un par de horas.

Louise miró a su alrededor, pero no vio a nadie.

–¿Está seguro de que lo encontraré en su casa?

–Nuestro querido Rafael llegó a Inhaca a finales de los años cincuenta tras abandonar lo que entonces se denominaba Congo Belga. Desde aquel día, jamás ha salido de la isla y otro tanto puede decirse de su hogar.

Louise se bajó del
jeep
. El coronel Ricardo se quitó la gorra y se esfumó envuelto en una nube de polvo. El ruido del motor acabó muriendo y Louise se percató de que la rodeaba una extraña calma. Ni pájaros, ni croar de ranas, ni tampoco brisa. Louise tuvo la sensación de haber estado allí con anterioridad. Después cayó en la cuenta de que era como si se encontrase en lo más profundo de un bosque de Norrland, donde tanto la distancia como el sonido dejaban de existir.

Encontrarse envuelto en un silencio sobrecogedor produce una gran sensación de soledad, le había dicho Aron durante una caminata por los montes noruegos. Primeros de otoño, colores ocres. Por entonces, ella había empezado a sospechar que estaba embarazada. Caminaban por la zona montañosa próxima a Rjukan. Una noche levantaron la tienda junto a un lago. Aron habló de cómo el silencio podía contener una soledad casi insoportable. Ella no lo había escuchado con especial atención, henchida como estaba de la idea de su embarazo. Pero ahora recordó sus palabras.

Unas cabras pastaban entre la hierba, despreocupadas de su presencia. Louise tomó el sendero que conducía a las chozas semiocultas tras los árboles. Al final del camino halló una explanada circular, con el piso de arena, en torno a la cual se alzaban las chozas. De un fuego casi extinguido surgía una columna de humo. Y seguía sin verse a nadie. De repente, vislumbró un par de ojos que la observaban. En efecto, había alguien sentado en la entrada de una choza, aunque tan sólo se le veía la cabeza. El hombre se levantó y le hizo una seña para que se acercase. Louise no había visto jamás a un hombre tan negro. El color de su piel tendía a un tono azul oscuro. Se acercó a ella; era un hombre gigantesco con el torso desnudo.

Hablaba despacio, como buscando las palabras en inglés. Su primera pregunta fue si Louise hablaba francés.

–Esa lengua fluye con más facilidad por mi boca. Supongo que no hablarás portugués, ¿no?

–Mi francés tampoco es muy bueno, la verdad.

–Bien, en ese caso, hablaremos inglés. Bienvenida, señora Cantor. Me gusta tu nombre, Louise. Suena como un movimiento ágil sobre el agua, como un reflejo al sol, como una pincelada de turquesa.

–¿Cómo sabías mi nombre y que pensaba venir?

El hombre sonrió y le indicó que se sentase en una de las sillas de la entrada de la choza.

–En una isla, tan sólo un loco se esforzaría por guardar un secreto.

Louise se sentó en la silla y él se quedó de pie, observándola.

–Yo suelo hervir el agua, para que mis invitados no sufran problemas de estómago. Es decir, que puedes beber lo que te ofrezca. A menos que quieras aguardiente romano, claro. Tengo un buen amigo italiano, Giuseppe Lenate. Un hombre de extraordinaria amabilidad que viene a verme de vez en cuando. Suele refugiarse en esta isla en busca de algo de soledad cuando se harta de los operarios de la construcción de los que es responsable. Y entonces se trae ese aguardiente romano. Solemos emborrachamos hasta que nos quedamos dormidos. Después, el coronel Ricardo lo lleva al aeropuerto, el hombre vuelve a Maputo y, un mes más tarde, ya lo tengo aquí otra vez.

–Yo no bebo aguardiente.

El enorme Adelinho desapareció hacia el interior de su angosto y oscuro hogar. Louise pensó en el italiano. ¿Sería uno de los hombres que había pasado la noche en el bar donde trabajaba Lucinda? Al parecer, Maputo era una ciudad muy pequeña.

Adelinho regresó con dos vasos de agua.

–Supongo que has venido para ver mis cuadros.

De repente, como movida por una inspiración, Louise decidió no mencionar a Henrik hasta más tarde.

–Una mujer a la que conocí en Maputo me habló de ellos.

–¿Tiene un nombre esa mujer?

Louise resolvió dar otro rodeo.

–Julieta.

–Pues no conozco a nadie llamado así. ¿Es una mujer mozambiqueña, una mujer negra?

Louise asintió.

–Y tú, ¿quién eres? Estaba intentando adivinar tu nacionalidad… ¿Eres alemana?

–Sueca.

–Sí, he tenido algún que otro visitante de ese país. No muchos, ni a menudo. Sólo a veces.

En ese momento, empezó a llover. Louise no se había percatado de que la calima matinal había dado paso a una capa de nubes que se cernía sobre Inhaca. Ya desde las primeras gotas se puso a llover copiosamente. Adelinho observó preocupado el techo de la entrada de la choza y meneó la cabeza.

–Un buen día, este techo se vendrá abajo. Las planchas metálicas van oxidándose, las vigas se pudren… A África nunca le han gustado las casas construidas para estar en pie durante mucho tiempo.

El hombre se levantó y le hizo una señal para que lo siguiese al interior de la casa, que constaba de una única y amplia habitación. Había allí una cama, estanterías con libros, varias hileras de cuadros apoyados contra la pared, unas sillas artesanales, esculturas de madera y alfombras.

Enseguida empezó a desplegar los cuadros en el suelo, apoyados contra la mesa, la cama y las sillas. Había usado pinturas al óleo sobre planchas de masonita. Los motivos y las formas irradiaban un ingenuo entusiasmo, como si los hubiese pintado un niño que se esforzase por reproducir la realidad. Delfines, aves, rostros de mujer, tal y como Zé le había dicho.

Louise decidió llamar a Adelinho el «Pintor de delfines», alguien a quien bien podía imaginar saludando a su propio padre allá en los bosques de Norrland, en su siempre creciente galería. Los dos dejaban delfines y rostros para la posteridad, pero su padre tenía un talento artístico del que el Pintor de delfines carecía.

–¿Has encontrado algo que te guste?

–Los delfines.

–Soy un pésimo pintor, sin ningún talento. No creas que no lo sé. Ni siquiera soy capaz de dibujar bien una perspectiva. Pero nadie puede obligarme a dejar de pintar. Puedo seguir cultivando mis malas hierbas.

La lluvia aporreaba la hojalata del tejado produciendo un ruido ensordecedor. Guardaron silencio y, transcurridos unos minutos, la lluvia remitió ligeramente y pudieron reanudar la conversación.

–El hombre que me ha traído aquí me dijo que eres del Congo, ¿es cierto?

–¿Ricardo? Sí, ese hombre siempre habla de más. Pero es cierto. Salí huyendo del país antes de que estallase el caos. Cuando el sueco llamado Hammarskjöld irrumpió en el norte de Zambia, a las afueras de Ndola, que entonces se llamaba Rhodesia del Norte, yo ya me había instalado aquí. Fue horrible: los belgas fueron unos colonizadores brutales que se dedicaron a cortarnos las manos durante varias generaciones, pero, cuando por fin estábamos a punto de convertimos en un país independiente, el conflicto que se produjo entonces no fue menos devastador.

–¿Por qué huiste?

–Debí hacerlo. Yo tenía entonces veinte años; era demasiado joven para morir.

–Y, pese a ser tan joven, ¿ya estabas involucrado en política?

El hombre la observó con curiosidad. La lluvia dejaba la habitación en semipenumbra, de modo que Louise, más que ver, se imaginaba sus ojos.

–¿Quién te dijo que yo he estado involucrado en política? Yo era un joven sencillo y sin estudios que cazaba chimpancés para vendérselos a un laboratorio belga situado a las afueras de una ciudad que, en su día, se llamó Leopoldville y que hoy se conoce con el nombre de Kinshasa. De aquel gigantesco edificio emanaba cierto misterio. Se alzaba aislado, protegido por un alto vallado. En él trabajaban hombres y mujeres vestidos con batas blancas. A veces incluso llevaban mascarillas que les cubrían el rostro. Y querían chimpancés. Pagaban bien. Mi padre me había enseñado a capturar monos vivos. Y los blancos opinaban que yo era bastante bueno. Un día, me ofrecieron la posibilidad de empezar a trabajar en la gran casa. Me preguntaron si me daba miedo trocear animales, cortar carne, ver sangre. Yo me dedicaba a capturar animales vivos y también a cazarlos, así que podía matar un animal sin pestañear, y me dieron el trabajo. Jamás olvidaré la primera vez que me puse una de aquellas batas blancas. Fue como si me hubiese cubierto con un manto real o con la piel de leopardo que los jefes africanos suelen lucir. La bata blanca significaba un paso hacia un mundo mágico de poder y de saber. Yo era joven y no caí en la cuenta de que aquella bata blanca no tardaría en mancharse de sangre. –Interrumpió su relato y se inclinó hacia delante en la silla–. Pero ahora soy un viejo que habla demasiado. Llevo ya varios días sin compañía. Mis mujeres viven en sus propias casas y vienen a hacerme la comida, pero no hablamos nunca, puesto que ya no tenemos nada que decimos. Este silencio me da hambre. Si te canso, no tienes más que decírmelo.

–No, no me cansas. Sigue contándome.

–¿Sobre qué? ¿Sobre el momento en que se manchó de sangre la bata blanca? Bien, pues había allí un médico llamado Levansky que me llevó a una gran sala en la que tenían enjaulados a todos los chimpancés capturados por mí y también por otros. Me mostró cómo debía seccionar a los animales por la mitad para sacarles el hígado y los riñones. El resto del cuerpo se desechaba, pues no tenía valor. Me enseñó a ir anotando en un libro qué hacía y cuándo. Después, me dio un chimpancé. Todavía recuerdo que se trataba de una cría que gritaba terriblemente llamando a su madre. Aún hoy oigo en mi mente aquellos gritos. El doctor Levansky parecía satisfecho, pero a mí aquello no me gustaba y tampoco comprendía por qué había de hacerse de aquel modo. En realidad, podría decirse que no me gustó el modo en que mi bata blanca se llenó de sangre.

–Creo que no te entiendo bien.

–¿Tan difícil es? Mi padre me había enseñado que a los animales se los mataba para comer, para obtener su piel o para protegerse uno mismo, para proteger a nuestros propios animales o la cosecha, pero jamás para torturarlos. En ese caso, los dioses lo abatirían a uno, enviarían a sus invisibles fieras vengadoras, que me buscarían y arrebañarían toda la carne de mis huesos. No comprendía por qué tenía que sacarles a los monos el hígado y los riñones mientras aún vivían. Los animales tironeaban y se retorcían entre las correas que los sujetaban a la mesa, gritaban como seres humanos. Y aprendí que los animales y las personas gritan del mismo modo cuando se los tortura.

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