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Authors: Henning Mankell

Tags: #General Interest

El cerebro de Kennedy (26 page)

BOOK: El cerebro de Kennedy
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Aquello parecía no tener fin. Iban de casa en casa y, por doquier, oían lamentos, estertores, voces susurrantes, palabras que regurgitaban marmitas invisibles, voces desesperadas, resignadas. La destrozó por dentro oír el llanto de un niño, eso era lo peor, los niños a los que no veía, pero que sabía moribundos.

En la oscuridad entrevió a jóvenes de raza blanca que, inclinados sobre los enfermos, les ofrecían vasos de agua, medicinas y suaves palabras de consuelo. Louise vio a una chica de muy corta edad, con un brillante aro en la nariz, que sostenía en su mano otra que no era más que huesos.

Intentó imaginarse a Henrik en medio de aquel infierno. Sí, podía atisbarlo allá dentro. Desde luego que él podría haber estado allí. No le cabía la menor duda de que su hijo tenía la fuerza suficiente como para ayudar a aquellas personas.

Cuando dejaron la última casa y Laura las llevó a una habitación con aire acondicionado donde había un frigorífico con agua fría, Louise le preguntó si podía hablar con alguien que hubiese conocido a Henrik. Laura se marchó dispuesta a averiguarlo.

Lucinda seguía muda y se negó a beber el agua que había sobre la mesa. De repente, abrió una puerta que daba a otra habitación interior. Se dio la vuelta y miró a Louise.

La sala estaba repleta de cadáveres. Los cuerpos estaban tendidos en el suelo, sobre esteras y cubiertas con sucias sábanas; una infinidad de muertos. Louise retrocedió horrorizada y Lucinda cerró la puerta.

–¿Por qué no nos ha enseñado esta habitación? –preguntó Lucinda.

–¿Para qué?

Laura volvió al cabo de un rato acompañada de un hombre que rondaría la treintena. Tenía la cara cubierta de salpullido y las saludó sin firmeza. Se llamaba Wim, era inglés y se acordaba muy bien de Henrik. Louise resolvió no contarle que Henrik había muerto. No soportaba la idea de más muertos en ese momento. Henrik no era como estos que acababa de ver; era una visión demasiado descarnada para imaginárselo en la misma sala que todos esos cuerpos amontonados.

–¿Erais amigos? –preguntó Louise.

–Bueno, él era muy reservado. Muchos se obligan a serlo, para aguantar mejor.

–¿Había alguien con quien mantuviese una relación más estrecha?

–Aquí somos todos amigos.

¡Responde a lo que te pregunto! No estás ante Dios, sino ante la madre de Henrik.

–Ya, bueno, no estaríais siempre trabajando, ¿verdad?

–Casi siempre.

–¿Qué recuerdas de él?

–Era amable.

–¿Sólo eso?

–Ya te he dicho que no hablaba mucho. Yo apenas si sabía que era sueco.

Wim pareció comprender que había sucedido algo.

–Pero ¿por qué me lo preguntas?

–Porque espero obtener algunas respuestas. Pero ya veo que no las hay. Gracias por acceder a hablar conmigo.

Louise sintió una cólera repentina ante el hecho de que aquel joven pálido y endeble estuviese vivo mientras que Henrik estaba muerto. Lo consideraba una injusticia que jamás podría aceptar. Dios se carcajeaba con crueldad como un cuervo sobre su cabeza.

Salió de la habitación y se abandonó al calor paralizante. Laura les mostró las zonas privadas de aquellos que se ofrecían a ayudar a los enfermos, los dormitorios, las mosquiteras cuidadosamente colgadas, el comedor común, con su fuerte olor a detergente.

–¿Por qué viniste tú aquí? –preguntó de pronto Lucinda.

–Para ayudar, para hacer algo útil. No soportaba más mi propia pasividad.

–¿Tú has conocido a Christian Holloway en persona?

–No.

–¿Ni siquiera lo has visto?

–Sólo en fotografías.

Laura señaló una de las paredes del comedor, sobre la que se veía una fotografía enmarcada. Louise se acercó para verla mejor. Reproducía el rostro de un hombre de perfil, el cabello cano, los labios finos y la nariz puntiaguda.

Algo llamó su atención, pero no supo decir qué exactamente. Contuvo la respiración y volvió a mirar el retrato. Una mosca zumbaba ante el cristal que lo protegía.

–Tenemos que volver –observó Lucinda–. No me gusta conducir de noche.

Dieron las gracias a Laura y regresaron al coche. Laura las saludó con la mano y se marchó. La explanada aparecía de nuevo desierta. Lucinda puso el motor en marcha; ya estaban a punto de partir, cuando Louise le pidió que esperase. Salió del coche y echó a correr cortando el aire ardiente de camino al comedor.

Volvió a observar el retrato de Christian Holloway. Entonces cayó en la cuenta.

Era el perfil de Christian Holloway.

Una de las siluetas negras que Henrik tenía en su bolsa reproducía el perfil del hombre cuya fotografía estaba contemplando.

Tercera parte

El hombre que recortaba siluetas

Tus propios intereses están en juego

cuando arde la casa del vecino.

Horacio

15

Durante el camino de regreso, bajo el breve ocaso otoñal, algunas palabras resonaban como un mantra en el cerebro de Louise.

Henrik ha desaparecido para siempre. Pero es posible que esté aproximándome a algunas de sus ideas, a algo de aquello que lo movía a actuar. Para comprender por qué murió, he de comprender primero qué lo mantenía vivo.

Se detuvieron junto a la parada de autobuses, muy cerca de los puestos de bebidas. Las hogueras llameaban en la noche. Lucinda compró agua y un paquete de galletas. Hasta ese momento, Louise no había notado que estaba hambrienta.

–¿Tú te imaginas a Henrik allí? –preguntó Louise.

Una hoguera iluminaba el rostro de Lucinda.

–A mí no me ha gustado. Tampoco me gustó la vez que fui con Henrik. Hay algo allí que me aterra.

–Todo era aterrador, ¿no te parece? Todos esos muertos, todos esos enfermos que yacían allí aguardando…

–No, me refiero a otra cosa. Algo que no se oye ni se ve y que, pese a todo, existe. Hoy he intentado descubrir qué fue lo que asustó a Henrik.

Louise miró a Lucinda con suma atención.

–Las últimas veces que nos vimos estaba aterrorizado –aseguró la joven–. No te lo había contado hasta ahora… Toda su alegría había desaparecido. Estaba pálido, con una lividez que procedía de su interior. Se volvió taciturno. Antes solía hablar mucho; en ocasiones, demasiado. Pero después llegó aquel silencio. El silencio y la palidez, antes de que él se marchase sin dejar rastro.

–Pero algo debió de decirte, ¿no? Os acostabais, dormíais y os despertabais juntos. ¿No soñaba cosas? ¿En serio que no te contaba nada?

–Bueno, las últimas semanas tenía el sueño inquieto y se despertaba bañado en sudor mucho antes del alba. Yo le preguntaba con qué había soñado. «Con la penumbra», respondía. «Con todo lo que está oculto.» Cuando le preguntaba a qué se refería, simplemente no contestaba. Y si insistía, me soltaba un rugido y se levantaba de la cama de un salto. Se debatía contra aquel miedo tanto dormido como despierto.

–¿Penumbra y cosas ocultas? ¿No te habló nunca de ninguna persona?

–Hablaba de sí mismo. Decía que no había arte más difícil que el de aprender a resistir.

–¿Qué quería decir con eso?

–No lo sé.

Lucinda volvió el rostro hacia otro lado. Louise pensó que, tarde o temprano, daría con la pregunta adecuada. Pero, por ahora, seguía buscando en vano la clave correcta.

Regresaron al coche dispuestas a proseguir el viaje. Los faros de los coches las deslumbraban. Louise marcó el número de Aron. Se oían las señales, pero nadie respondió.

Necesitaría que estuvieras aquí ahora. Tú habrías visto lo que yo no sé ver.

Se detuvieron ante la casa de Lars Håkansson. Los vigilantes de la entrada se pusieron de pie al verlas.

–Estuve aquí algunas veces. Pero sólo cuando estaba borracho.

–¿Henrik?

–No, Henrik no. Lars Håkansson, el benefactor sueco. Sólo si estaba borracho se atrevía a traerme a su casa, a su propia cama. Se avergonzaba ante los vigilantes, temía que alguien lo viese. Los europeos van buscando prostitutas, pero lo hacen de manera discreta. Para que los vigilantes no viesen que yo estaba en el coche, me obligaba a acurrucarme debajo de una manta. Ni que decir tiene que me veían de todos modos. A veces, yo sacaba la mano por la manta y los saludaba desde mi escondite. Lo más curioso era que toda aquella amabilidad de la que solía hacer gala desaparecía tan pronto como entrábamos en su casa. Seguía bebiendo, pero nunca hasta el punto de perder la capacidad de tener sexo. Él siempre lo decía así, «tener sexo», yo creo que lo excitaba el hecho de evitar los sentimientos. Todo tenía que ser crudo y clínico, como cortar un trozo de carne. Yo debía desnudarme y fingir que no sabía que él estaba allí, fingir que era un mirón al que yo no veía. Y después, empezaba otro juego en el que yo tenía que quitarle toda la ropa, salvo los calzoncillos. Y entonces tenía que meterme su miembro en la boca, con los calzoncillos puestos. Luego, me penetraba por detrás. Y después, de repente, le entraba la prisa, me daba el dinero, me echaba de allí y ya no me llamaba Julieta. Y tampoco le importaba que los vigilantes me viesen.

–¿Por qué me cuentas todo eso?

–Para que sepas quién soy.

–O quién es Lars Håkansson.

Lucinda asintió en silencio.

–Tengo que ir a trabajar. Ya es algo tarde.

Lucinda la besó fugazmente en la mejilla. Louise salió del coche mientras uno de los vigilantes manipulaba la puerta, que se abrió con un chirrido.

Cuando entró en la casa, Lars Håkansson la estaba esperando.

–Me preocupé al ver que no llegabas y que no habías dejado ningún mensaje.

–Vaya, tendría que haber pensado en ello.

–¿Has comido? Te he guardado algo de cena.

Ella lo siguió hasta la cocina, donde él le sirvió un plato y una copa de vino. El eco del relato de Lucinda retumbaba irreal en su mente.

–He ido a visitar el poblado que Christian Holloway construyó para los enfermos a las afueras de una ciudad cuyo nombre no soy capaz de pronunciar.

–Xai-Xai. Se pronuncia más o menos como la problemática uvular fricativa sueca. Es decir, que has estado en
the missions
, ¿no es así? Christian Holloway las llama así, pese a que no tiene nada que ver con ninguna creencia religiosa.

–¿Quién es ese hombre?

–Mis colegas y yo solemos preguntarnos si en realidad existe o si no es más que una especie de fantasma escurridizo. Nadie sabe casi nada de él. Salvo que posee pasaporte estadounidense y una fortuna inmensa, más allá de lo imaginable, que ha decidido repartir entre los enfermos de sida de este país.

–¿Sólo en Mozambique?

–Bueno, también en Malawi y en Zambia. Dicen que tiene dos misiones a las afueras de Lilongwe y, además, una o tal vez más en la frontera de Angola y Zambia. Corre el rumor de que Christian Holloway emprendió un peregrinaje hasta el nacimiento del río Zambeze. Nace en una zona montañosa de Angola, desde donde discurre como un arroyo hasta convertirse en un gran río. Cuentan que puso el pie en el nacimiento mismo y que, con ello, consiguió detener el poderoso curso del río.

–Pero ¿por qué haría algo así?

–Las actitudes caritativas no son incompatibles con la megalomanía. O incluso con algo peor.

–¿Quién se dedica a difundir esas historias?

–Verás, supongo que pasa como con el río. Unas gotas que manan de la roca…, cada vez más gotas…, y se crea un rumor que nadie puede detener. Pero no sé de dónde provienen.

Él quiso servirle más comida, pero ella la rechazó agradecida. Tampoco tomó más vino.

–¿A qué te referías con lo de «incluso algo peor»?

–Lo que suele decirse de que, tras una gran fortuna, suelen esconderse una serie de delitos es una verdad innegable. No hay más que echar un vistazo a este continente. Dictadores corruptos sudan entre riquezas rodeados de la más absoluta miseria. Christian Holloway tampoco debe de tener las manos del todo limpias. La organización de cooperación Oxfam realizó un estudio de su persona y sus actividades hará un año. Oxfam es una organización extraordinaria que, con muy pocos medios, presta un gran servicio a los pobres de todo el mundo. Al principio, la vida de Christian Holloway estaba muy clara, sus actividades eran transparentes y fáciles de documentar. No había ninguna mancha, estaba limpio. Era el único varón, entre muchas hermanas de una familia estadounidense que era el mayor productor de huevos del país. Una fortuna espectacular que, además de a la producción de huevos, se dedicaba a la fabricación de objetos tan dispares como sillas de ruedas o perfumes. Christian Holloway era muy buen estudiante y se licenció con un expediente brillante en la Universidad de Harvard. Antes de cumplir los veinticinco, ya era doctor. Empezó a experimentar con bombas de extracción de petróleo de alta tecnología, que patentó y vendió. Hasta entonces, todo muy claro. Pero, a partir de ahí, no hay nada. Christian Holloway desaparece del mapa. Durante tres años no se supo nada de él. Debió de preparar su desaparición muy hábilmente puesto que nadie pareció notarlo. Ni siquiera los diarios, por lo general tan atentos, se hicieron preguntas sobre su paradero.

–¿Y qué pasó? –preguntó Louise.

–Pues que volvió. Y entonces cayeron en la cuenta de que había estado desaparecido. Según él mismo dijo, se había dedicado a viajar por todo el mundo y había comprendido que debía dar un drástico giro a su vida. Tomó la determinación de crear sus
missions
.

–¿Y cómo has sabido tú todo eso?

–Uno de mis cometidos en la embajada consiste precisamente en recabar información acerca de las personas que se presentan en los países pobres con intención de poner en práctica grandes planes. Tarde o temprano, esas personas acaban por llamar a las puertas de las ayudas al desarrollo para reclamar los medios que, según ellos, se les había prometido, aunque puede que exageren un poco. O bien nos vemos entre las ruinas de proyectos fracasados y haciéndonos nosotros cargo de aquellos que, en su día, acudieron aquí para contribuir con los pobres y sacar tajada de ello.

–Pero, según cuentas, Christian Holloway ya era rico desde el principio, ¿no?

–No resulta fácil investigar en la vida de la gente rica. Cuentan con los recursos necesarios para correr cortinas de humo aquí y allá. Uno nunca puede estar seguro de que haya algo bajo la superficie, de que la excelente liquidez no esconda, en realidad, una quiebra. Es algo que sucede a diario. Gigantes del petróleo o grupos empresariales enteros, como Enron, caen en picado como si se hubiese producido una cadena invisible de detonaciones. Nadie, salvo los implicados directos, sabe lo que está sucediendo. Unos huyen, otros se ahorcan o esperan apáticos a que les pongan las esposas. Cierto que en los orígenes de Christian Holloway cacareaban millones de gallinas ponedoras, pero incluso sobre eso corren, como de costumbre, habladurías. Se ha especulado mucho desde que Christian Holloway se convirtió en una buena persona y resolvió ayudar a los enfermos de sida. Y, naturalmente, hay rumores para todos los gustos.

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