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Authors: Henning Mankell

Tags: #General Interest

El cerebro de Kennedy (22 page)

BOOK: El cerebro de Kennedy
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El rostro de Lucinda perdió toda expresión. Miraba a Louise como desde una gran distancia.

–Antes de poder seguir hablando de cualquier otra cosa, tengo que conocer la respuesta a esa pregunta –insistió Louise.

El rostro de Lucinda seguía inexpresivo; sus ojos estaban acostumbrados a la semipenumbra. La joven parecía muy tranquila. Pero Louise había aprendido de Aron que la ira podía ocultarse bajo cualquier máscara, y que eso también ocurría con las personas de quien uno menos lo espera.

–No era mi intención herirte –se disculpó Louise.

–Nunca vi en Henrik lo que acabo de descubrir en ti. Tú desprecias a las personas negras. Tal vez sea inconsciente, pero ahí está. Tú eres de los que consideran que es nuestra propia debilidad lo que ha convertido este continente en el infierno que es hoy. Igual que la mayoría de los blancos, crees que lo más importante es saber cómo morimos. De cómo vivimos no tenéis por qué preocuparos. Apenas un ligero cambio en la dirección del viento, eso es la desgraciada vida de los africanos. En ti he percibido ese desprecio; en Henrik, jamás.

–No tienes derecho a acusarme de ser racista.

–Tú sabrás si la acusación es o no justificada. Por si te interesa saberlo, no fui yo quien le transmitió el virus a Henrik.

–Entonces, ¿cómo lo contrajo?

–Solía ir de putas. Las niñas a las que acabas de ver bien pueden haber sido algunas de las que estuvieron con él.

–Pero acabas de decirme que ellas no están infectadas, ¿no?

–Conque una sola lo esté, es suficiente. Además, era bastante negligente y no siempre utilizaba preservativos.

–¡Dios santo!

–Olvidaba usarlos cuando se emborrachaba e iba de una mujer a otra. Después, cuando regresaba a mí tras alguna de sus excursiones, siempre lo hacía lleno de arrepentimiento. Pero no tardaba en olvidarlo y volver a las andadas.

–No te creo. Henrik no era así.

–Lo que él era o dejara de ser es algo sobre lo que tú y yo jamás nos pondremos de acuerdo. Yo lo amaba y tú eres su madre.

–Pero ¿él no te contagió a ti?

–No.

–Perdona mi acusación, pero me cuesta creer que Henrik fuera como dices.

–No es el primer hombre blanco que, al llegar a un país africano y pobre, se lanza sobre las mujeres negras. Nada es más importante para un blanco que meterse entre las piernas de una mujer negra. Tanto como lo es para un hombre negro acostarse con una mujer blanca. Si te paseas por esta ciudad, encontrarás mil hombres de color dispuestos a sacrificar su existencia por echársete encima.

–Estás exagerando.

–A veces, la verdad sólo se encuentra en las exageraciones.

–Bueno, ya es tarde. Y estoy cansada.

–Para mí aún es temprano. No podré irme a casa hasta mañana por la mañana. –Se levantó–. Te acompañaré hasta la salida y te conseguiré un taxi. Vuelve al hotel y procura dormir. Podemos vernos mañana.

Lucinda condujo a Louise hasta una de las verjas y le dijo algo al vigilante. Un hombre salió de entre las sombras con las llaves de un coche en la mano.

–Él te llevará.

–¿A qué hora nos vemos mañana?

Lucinda ya se había dado la vuelta y se alejaba. Louise la vio perderse en la oscuridad.

El taxi olía a gasolina. Louise se esforzaba por no imaginarse a Henrik entre las escuálidas jóvenes de minifalda y rostro marchito. Una vez en el hotel, fue al bar y se tomó dos copas de vino. Allí estaba otra vez la pareja de sudafricanos con la que había compartido autobús desde el aeropuerto.

Sintió que le inspiraban odio.

El aparato de aire acondicionado ronroneaba en la penumbra cuando se acostó y apagó la luz. Lloró hasta quedar dormida, como una niña. En sus sueños retornó desde la tierra quemada de África a las blancas llanuras de Härjedalen, a los grandes bosques, y al silencio, donde la figura de su padre la observaba con una expresión que era una mezcla de sorpresa y orgullo.

Por la mañana, la joven de la recepción informó a Louise de que la embajada sueca se hallaba muy cerca del hotel. Cuando dejase atrás a los vendedores ambulantes y la gasolinera, no tardaría en ver el edificio amarillento de la embajada.

–Ayer, mientras paseaba en sentido contrario, me robaron cuando tomé una de las callejas.

La chica la miró y movió la cabeza con gesto compasivo.

–Sí, por desgracia sucede con demasiada frecuencia. La gente es pobre y aprovecha para robarles a los huéspedes del hotel.

–Pues yo no quiero que vuelvan a robarme.

–No le ocurrirá nada en el corto trayecto hasta la embajada. ¿La hirieron?

–No me golpearon, pero me pusieron un cuchillo en la cara, por debajo del ojo.

–Ya veo la herida. Lo lamento muchísimo.

–Bueno, eso no mejora las cosas.

–¿Qué le quitaron?

–El bolso. Pero casi todo lo había dejado aquí. Se llevaron algo de dinero. Ni el pasaporte, ni el móvil, ni tampoco las tarjetas de crédito. Mi peine, si es que les sirve de algo.

Mientras desayunaba en la terraza, experimentó una breve y desconcertante sensación de bienestar. Como si nada hubiese ocurrido.

Pero Henrik está muerto, Aron desaparecido, he visto sombras en la oscuridad, gente que, por alguna razón, nos vigilaba tanto a Aron como a mí.

De camino a la embajada, no cesó de mirar hacia atrás. Ante la verja pintada de verde se erguía una gran pieza de hierro sueco en bruto a modo de escultura. Un guarda uniformado le abrió la puerta.

En la recepción colgaba, como era habitual, el retrato oficial de los reyes de Suecia. Dos hombres, sentados en un sofá, conversaban en sueco sobre la escasez de agua y las medidas que debían adoptarse en la provincia de Niassa tan pronto como se librasen los medios. Ella recordó fugazmente y con aflicción que había perdido por completo el contacto con su trabajo en la Argólida. ¿Qué se había figurado, en realidad, la noche de su partida, cuando salió a fumarse un cigarrillo mientras los perros de Mitsos ladraban incansables? Poco imaginaba el horror que la aguardaba.

Esa mujer que había estado fumando en la oscuridad había dejado de existir.

Preguntó por Lars Håkansson en la ventanilla de recepción. La mujer que la atendió le preguntó el motivo de su visita.

–Él conocía a mi hijo. Dile simplemente que la madre de Henrik está esperándolo. Seguro que eso basta.

La mujer se enredó pulsando un montón de teclas de extensiones internas hasta dar con el hombre llamado Håkansson.

–Ya viene.

Los dos hombres que habían estado hablando de la escasez de agua ya se habían marchado y ella se sentó a esperar en el sofá de color azul oscuro.

Un hombre de baja estatura y cabello escaso, con el rostro quemado por el sol y enfundado en un elegante traje; apareció por la puerta de cristal. Cuando se le acercó, ella tuvo la impresión de que era un hombre muy reservado.

–¿Así que tú eres la madre de Henrik Cantor?

–Así es.

–Lo siento mucho, pero me veo obligado a pedirte que me enseñes tu documento de identidad. En los tiempos que corren, tenemos que ser precavidos. Lo más probable es que los terroristas no tengan pensado volar por los aires nuestros hogares, pero las directrices de seguridad del Ministerio de Asuntos Exteriores se han reforzado últimamente. Y no puedo dejar que nadie atraviese esa puerta de cristal sin estar seguro de quién es.

Louise recordó que había dejado el pasaporte y el documento de identidad en la caja fuerte de su habitación del hotel.

–No me he traído el pasaporte.

–En ese caso, siento decirte que tendremos que quedarnos aquí, en la recepción.

Así, los dos tomaron asiento allí mismo. Ella volvió a reflexionar sobre la actitud cauta del hombre. Esa manera de recibirla la ofendía.

–Para simplificar las cosas, ¿no podríamos aceptar que de verdad soy quien digo ser?

–Ni que decir tiene que siento mucho que el mundo sea como es.

–Henrik ha muerto.

El hombre no replicó, pese a que ella esperaba alguna reacción.

–¿Qué pasó?

–Lo encontré muerto en su apartamento de Estocolmo.

–¡Vaya! Yo creía que vivía en Barcelona.

«Cuidado», se recomendó Louise. «Él sabe lo que tú no sabías.»

–Antes de su muerte, yo ni siquiera sospechaba que tuviese un apartamento en Barcelona. He viajado hasta aquí para intentar averiguar lo sucedido. ¿Tú solías ver a Henrik cuando venía a Maputo?

–Bueno, nos conocíamos. Tuvo que hablarte de mí alguna vez.

–Nunca. Fue una mujer negra llamada Lucinda la que me habló de ti.

–¿Lucinda?

–Sí. Trabaja en el bar Malocura.

Louise sacó la fotografía y se la mostró.

–Sí, la conozco. Pero no se llama Lucinda, sino Julieta.

–Ya, bueno, puede que tenga dos nombres.

Lars Håkansson se puso de pie.

–Bien, estoy a punto de incumplir todas las normas de seguridad. Subiremos a mi despacho. No es que sea mucho más agradable, pero al menos no hace tanto calor.

Las ventanas del despacho daban al océano Índico. Unos pesqueros de velas triangulares se acercaban a la bahía. Él le ofreció un café que ella aceptó agradecida.

Al cabo de un rato, el hombre apareció con dos tazas de café. Las tazas eran blancas, con banderas en azul y amarillo.

–Acabo de caer en la cuenta de que no te he dado el pésame. También para mí es una noticia terrible. Apreciaba mucho a Henrik En más de una ocasión pensé que me habría gustado tener un hijo como él.

–¿Tú no tienes hijos?

–Cuatro hijas de un matrimonio anterior. Un puñado de jovencitas que llegarán a ser muy útiles para el mundo. Pero ningún hijo.

El hombre dejó caer un terrón de azúcar en su taza y removió el café con un bolígrafo.

–Pero, cuéntame, ¿qué pasó?

–La autopsia reveló una gran concentración de somníferos en su cuerpo, lo que, supuestamente, significa que se suicidó.

Él la miró incrédulo.

–¿Y eso puede ser cierto?

–No. Por eso me he propuesto averiguar la verdadera razón. Y creo que lo que ocurrió tiene su punto de partida aquí.

–¿En Maputo?

–No lo sé. En este país, o en este continente. Espero que puedas ayudarme a encontrar la respuesta.

Lars Håkansson dejó la taza y echó un vistazo a su reloj.

–¿Dónde te alojas?

–Por el momento, soy vecina de la embajada.

–El Polana es buen hotel, pero caro. Durante la segunda guerra mundial estaba siempre abarrotado de espías alemanes y japoneses. Hoy en día, está abarrotado de sudafricanos ociosos.

–Sí, bueno, pienso cambiar de hotel.

–Yo vivo solo y tengo bastante espacio. Puedes quedarte en mi casa. Igual que hacía Henrik.

Ella resolvió enseguida aceptar la oferta. El hombre se levantó.

–Tengo una reunión con el embajador y los tramitadores de las subvenciones. Resulta que cierta cantidad de dinero ha desaparecido misteriosamente de una de las cuentas del ministerio. Desde luego, estamos ante un caso de corrupción, ministros manilargos que necesitan dinero para construirles una buena casa a sus hijos. En realidad, en la embajada dedicamos una cantidad de tiempo inimaginable a ese tipo de problemas.

Después la acompañó hasta la recepción.

–La última vez que Henrik estuvo aquí, dejó en mi casa una bolsa de deporte. No sé lo que contiene pero, cuando fui a guardarla en el armario, noté que pesaba bastante.

–Es decir, que no guardó ropa en ella, ¿cierto?

–No, lo más probable es que sean libros y documentos. Puedo llevártela al hotel esta noche. Por desgracia, tengo concertada una cena con un colega francés a la que no puedo faltar. Preferiría estar solo esta noche, la verdad. Estoy profundamente afectado por el hecho de que Henrik haya fallecido. En realidad, creo que aún no me he hecho a la idea.

Se despidieron en el pequeño jardín que se extendía ante el edificio de la embajada.

–Tan pronto como llegué aquí, fui víctima de un robo.

–¿No te hirieron?

–No. Pero, en el fondo, fue culpa mía. Ya sé que una no debe andar por calles desiertas y que hay que procurar estar siempre entre gente.

–Los ladrones más experimentados tienen una capacidad asombrosa para detectar enseguida si una persona acaba de llegar al país. No puede decirse que estas gentes sean exactamente delincuentes. La pobreza es espeluznante. ¿Qué puede hacer uno cuando tiene cinco hijos y ningún trabajo? Si yo hubiera sido uno de esos indigentes, habría elegido a alguien como yo para robarle. En fin, te dejaré la bolsa sobre las siete.

Louise volvió al hotel. En un intento por deshacerse de su indolencia fue a comprarse un bañador, demasiado caro, en una de las boutiques del hotel.

Después se sumergió en la amplia piscina vacía y nadó varios largos hasta que se sintió cansada.

«Me deslizo por las aguas del lago Röstjärn», se animó soñadora. «Allí solía yo nadar con mi padre, cuando era niña. Era imposible ver a través de las negras aguas. Él solía asustarme diciendo que el lago no tenía fondo. Nadábamos en las noches de estío, cuando los mosquitos zumbaban, y yo lo adoraba, porque sus brazadas eran tan potentes…»

Regresó a su habitación y se tumbó desnuda sobre las sábanas. Las ideas iban y venían por su mente.

¿Lucinda y Nazrin? ¿El apartamento de Barcelona y el apartamento de Estocolmo? ¿Por qué había distribuido así sus escenarios? ¿Y por qué llevaba pijama cuando murió?

Finalmente, cayó vencida por el sueño, pero el teléfono la despertó.

–Soy Lars Håkansson. Estoy en la recepción y tengo la bolsa de Henrik.

–¿Ya son las siete? Estaba en la ducha…

–Puedo esperar. He podido venir antes de lo que creía, no son más que las cuatro.

Se vistió a toda prisa y se apresuró escaleras abajo. Håkansson se puso de pie al verla. Llevaba en la mano una bolsa deportiva de color negro con el nombre de Adidas en rojo.

–Vendré a buscarte mañana a las once.

–Espero no ser una molestia…

–En absoluto. De ninguna manera.

De nuevo en la habitación, abrió la bolsa enseguida. Lo primero que vio fueron unos pantalones y una chaqueta fina de color caqui, un tipo de ropa que nunca le había visto a Henrik. Debajo, no obstante, halló fundas de plástico con documentos y algunos archivadores iguales a los que había encontrado en Estocolmo y en Barcelona. Vació el contenido de la bolsa sobre la cama. En el fondo había tierra, que cayó sobre la colcha. Ella la tomó en sus manos y la dejó pasar entre sus dedos.
Una vez más, tierra roja
.

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